8
El principio

Antes de que las Musas llegasen, el Continente no era más que una enorme extensión seca de tierra en forma de luna. No había plantas ni animales y, por supuesto, no había humanos. La única peculiaridad que tenía el lugar eran las misteriosas minas de electricidad que había desperdigadas bajo la tierra.

El sol salía por el este, sí, pero no iluminaba más que las áridas montañas y los sempiternos desiertos, al igual que la luna y las estrellas. Tampoco había ríos que bañasen la tierra ni nubes que descargasen lluvia o nieve sobre el mismo.

Ellas eran tres. Magníficas, poderosas, con alma de diosas y sentimientos humanos. Habían viajado durante miles de años de un lado a otro, visitando mundos de todo tipo y recogiendo el conocimiento de infinitos lugares. Pero después de tanto tiempo vagando sin rumbo fijo, habían terminado aburriéndose. Fue entonces cuando encontraron el Continente… y tuvieron una idea.

Lo primero que hicieron fue crear las lluvias y las tormentas, las precipitaciones y las sequías; modularon los vientos para formar los huracanes y las brisas veraniegas. La nieve y el granizo vinieron después, junto a los rayos y los truenos. Por último, se reunieron y lo organizaron todo en cuatro estaciones.

Una vez hecho esto, la mayor de las tres imaginó miles de plantas diferentes que diseminó a conciencia por todo el Continente. Algunas solo las plantó en lugares determinados, mientras que otras dejó que se extendieran de norte a sur. A continuación, creó los bosques de hoja caduca y perenne. A los primeros les explicó cómo tornar sus hojas de color hasta que se les cayeran de las ramas; a los segundos, a resistir el envite de las estaciones con arrojo.

Entretanto, la mediana se encargó de la fauna: cientos, si no miles de animales de todas las especies, razas, tamaños y colores poblaron el Continente por tierra, mar y aire. Les enseñó a alimentarse, a reproducirse y a morir.

La más pequeña también quiso ayudar a poblar el Continente, pero para entonces ya habían terminado el trabajo. ¿Qué más quería hacer?, le preguntaron sus hermanas. La pequeña Musa se quedó pensando durante días mientras observaba cómo la vida se iba desarrollando en el Continente hasta que dio con la solución.

Se acercó a sus hermanas y les propuso un reto mucho más difícil que los que habían llevado a cabo hasta entonces: dar vida a unos seres que no estuvieran regidos por las reglas que ellas pudieran imponerles y que evolucionasen según sus necesidades sin marcarles el camino a seguir. Las otras dos Musas sopesaron la idea un tiempo y finalmente aceptaron, divertidas. ¿Qué podía salir mal?

Así fue como aparecieron los primeros humanos en el Continente. Los únicos seres libres en aquel mundo recién poblado. Desde las alturas, las tres Musas observaron fascinadas cómo crecían y aprendían y evolucionaban y se desperdigaban y creaban, y creaban, y creaban… Los primeros campamentos nómadas dieron paso a las aldeas establecidas, y estas a poblados, y los poblados a ciudades… Y así hasta que el Continente entero quedó dominado por la única especie que las Musas no habían previsto crear. Y aunque al principio les resultó de lo más emocionante, terminaron cansándose, como de todo; al menos las dos mayores.

Relegaron todas las funciones de vigilancia en su hermana más pequeña, que las recibió encantada. La Musa ya no tenía excusa para dejar de observar con admiración la constante evolución de los humanos, su especie predilecta. Le fascinaba su comportamiento, sus sentimientos y la fuerza de sus pasiones. Pero, por encima de cualquier otra cosa, la Musa no podía dejar de maravillarse ante la inagotable imaginación y creatividad que demostraban.

El arte en cualquiera de sus formas le dejaba absorta durante horas y horas, incapaz de apartar los ojos de la obra que estuviera originándose. Escuchaba con atención las composiciones musicales, se fijaba con detalle en la rima de cada nuevo verso y no apartaba la mirada hasta que veía cómo una estatua surgía por completo de un pedazo de roca. Así, de tanto observar, se fue formando una opinión y un gusto especial por determinadas cosas. No es que supiera más que los propios humanos, pero al haber estudiado lo que se hacía de uno a otro confín del Continente, había aprendido a valorar las cosas con ojos distintos.

Todo habría quedado como algo anecdótico si no se hubiera asomado aquella tarde a admirar las primeras pinceladas de color que un pintor estaba dándole a su nuevo cuadro. Aguardó en un silencio sepulcral mientras la figura de una mujer iba tomando forma en el lienzo. Mas cuando el cuadro todavía estaba incompleto, la Musa advirtió cuál sería el resultado final y no le gustó. Descubrió que aquel humano era un aprendiz y que todavía le quedaba mucho que mejorar. Por ello, se dejó caer como quien se desliza por una montaña cubierta de nieve hasta el estudio y allí se quedó, tras el pintor, intentando controlar los nervios y el miedo a que sus hermanas la descubriesen. Una de las reglas principales que se habían impuesto era que ninguna, bajo ningún concepto, debía acercarse al Continente. No mientras morasen en él criaturas ajenas a su control. Y ella lo había roto.

Al menos pudo comprobar que el humano era absolutamente indiferente a su presencia. No parecía verla, ni escucharla, ni sentirla. Para él no era más consistente que una corriente de aire. Pero cuando mencionó en voz alta lo que ella haría a continuación y el pintor, de pronto, lo hizo, la Musa sintió un escalofrío. La obra había mejorado con creces, sí, pero no gracias al artista, sino a ella.

Asustada por haber interferido de aquella forma en su vida, se dio impulso y volvió a ascender a las alturas. Allí permaneció durante semanas y semanas escondida, compadeciéndose por el hombre y por ella misma. Cuando sus hermanas mayores regresaron y la encontraron así, les mintió y les dijo que los humanos habían dejado de interesarle. Las otras tampoco le preguntaron más y no les pasó por la cabeza que pudiera haber sucedido algo distinto.

Pero como siempre sucede, la tentación fue más fuerte que el deber, y antes de que pudiera darse cuenta, estaba observando de nuevo a los humanos. El pintor a quien había ayudado meses atrás se había convertido en aquel tiempo en un laureado artista que vendía sus cuadros por todo el Continente. Y aquello, en lugar de entristecerla, la hizo feliz. ¡Había ayudado a un pobre aprendiz a superar a sus maestros! Pero al mismo tiempo le asediaban los remordimientos. ¿No habían prometido mantenerse alejadas de los humanos? Con todo, ella había ayudado a ese muchacho a hacerse rico y famoso. Le había ayudado a cumplir su sueño de ser un artista reconocido. Le había… ayudado.

La Musa no lo pensó más. Interceder en sus vidas estaba prohibido, pero no ayudarles a ser un poco más felices. De acuerdo, técnicamente era lo mismo, pero era en aquel sutil matiz donde radicaba la diferencia. Y si lo había conseguido con uno, ¿por qué no con los demás?

A partir de ese día, estudiaba con detenimiento los trabajos que numerosos humanos llevaban a cabo a diario. Después, escogía a varios cada noche y les ayudaba con su labor. A unos les explicó cómo modelar el barro para hacer objetos más hermosos, a otros, a erigir estatuas de la piedra bruta. Inventó el final para cientos de historias que solo tenían un principio y compuso estrofas para poemas con sentimiento pero poca rima. Fundió arpegios y escalas que daban lugar a las melodías más hermosas nunca antes escuchadas…

Por las mañanas, la Musa descendía al Continente y susurraba las palabras oportunas al oído de los artistas. Después, ellos se encargaban de dar forma a sus deseos. Se sentía poderosa mientras veía los resultados, pero sobre todo se sentía feliz. Y como sus hermanas pasaban largas temporadas lejos de allí, no tenía que preocuparse porque la descubriesen.

Los años pasaron y la joven Musa siguió igual de interesada en el arte como al principio. Muchos habían sido los artistas a los que había ayudado, pero también los que habían ido falleciendo con el paso del tiempo. Por suerte para ella, aunque los intérpretes terminaran convertidos en polvo bajo tierra, sus obras de arte permanecían en el Continente durante siglos.

Y nada más grave hubiera sucedido de no haberle conocido.

Por entonces, Giacomo no contaba más que con doce años, aunque tampoco le hizo falta ser más mayor para que la Musa se fijara en él. Una noche, tras haber pasado semanas escuchándole tocar la flauta con endiablada facilidad y perfecta sincronización, como si lo hiciera con la misma tranquilidad que respirar, le escogió para ayudarle. Pero cuando a la mañana siguiente se encontró a su lado, le sucedió algo que no le había ocurrido hasta entonces: se quedó en blanco y no supo qué decir. Todo lo que ella pensaba que podía quedar mejor para la melodía, él lo hacía de manera natural. Paraba cuando tenía que parar, aceleraba cuando tenía que acelerar y siempre escogía las notas precisas para que la música fuera tan perfecta como si se la hubiera inspirado ella.

Con los años, su música fue mejorando hasta extremos inimaginables. Personas del Continente entero viajaban hasta donde él se encontraba para asistir a sus recitales; los hombres le pagaban incalculables cifras de berones a cambio de que les compusiese canciones para sus amadas, los nobles le ofrecían terrenos y joyas solo para que tocase para ellos… y mientras, la Musa le seguía embelesada de un lado a otro, vigilando su sueño y admirando su arte. Solo cuando no estaba practicando regresaba a su antiguo hogar para comprobar que sus hermanas no hubieran vuelto y después descendía de nuevo junto a él.

Huelga decir que se olvidó del resto de artistas. Ahora solo tenía ojos y oídos para su amado Giacomo. Sí, porque sin darse cuenta, su admiración se había transformado en un sentimiento mucho más profundo que solo cabía llamar amor.

No supo si fue su voz cálida y melodiosa, o su perenne media sonrisa mientras dormía, o el tarareo que emitía mientras componía nuevas canciones, pero la Musa fue olvidando poco a poco su condición para desear ser humana. Cada minuto que pasaba a su lado, más imperiosa se hacía la necesidad de que pudiera verla, acariciarla, escucharla… o al menos sentirla. Pero por mucho que lo deseó, no pudo hacer nada. Eran dos seres muy diferentes cuyo único vínculo era la música que él le dedicaba sin tan siquiera saberlo.

Y así pasaron los días, los meses y los años. Las mujeres se peleaban por estar junto a Giacomo. Le susurraban hermosas mentiras para que durmiera con ellas o les pidiera en matrimonio, pero él siempre respondía: «mi amada es el Arte, ¿sois vos ella?». En aquella respuesta la Musa se descubría a sí misma. Sí, ella era el Arte, ella era a quien él aguardaba. Pero ¿cuánto tiempo la esperaría? Sabía lo efímera que era la vida de los humanos y Giacomo acababa de alcanzar la veintena.

La Musa regresó a las alturas con infinito dolor por separarse de su amado y aguardó a sus hermanas con una idea clara en la cabeza. Cuando estas aparecieron tiempo después, les confesó su deseo de dejarlas y convertirse en humana. Como cabía esperar, la respuesta fue un rotundo no seguido de cientos de preguntas para intentar averiguar por qué una Musa en su sano juicio desearía aquello. Dolor, fatiga, angustia, sentimientos incontrolables… muerte. Los humanos tenían tantas limitaciones que lo raro era que no se hubieran extinguido hacía tiempo. Cuando les habló de Giacomo, no pudieron creérselo. ¿Un humano… y una Musa? ¡Nunca se había visto tal cosa!

La joven insistió una y otra vez suplicando para que le ayudasen a conseguirlo hasta que sus hermanas, en parte cansadas de escucharla, en parte conmovidas por su desesperación, le ofrecieron lo que pedía.

Tuvieron que mover cielo y tierra para encontrar los elementos necesarios para la transformación, pero cuando la pócima del cambio estuvo lista y burbujeando en el interior de la botella de cristal, el tiempo perdido quedó en el olvido.

Juntas bajaron hasta el Continente y juntas permanecieron durante los siguientes días intentando convencerla de que se olvidara de aquella locura, pero todo fue en vano. También le advirtieron que el cambio sería irreversible, pero ella aseguró que no se trataba de un simple capricho y que preferiría matarse a seguir siendo una Musa sin Giacomo.

La transformación duró un suspiro.

Tras ingerir la última gota, la joven Musa comprobó cómo su cuerpo, hasta entonces etéreo, tomaba forma humana bajo la atenta mirada de sus hermanas. Sintió que había perdido sus sentidos; que ya no veía como antes, ni escuchaba los mismos sonidos, ni olía los mismos aromas… Jamás volvería a sentir el arte como lo había hecho hasta entonces, pero ni siquiera eso la entristeció.

Se despidió de su familia sin obtener más respuesta que un remolino de tierra a sus pies. Tampoco a ellas volvería a verlas nunca más, comprendió. Así, con el corazón latiéndole por primera vez en el pecho y las piernas dando sus primeros y tambaleantes pasos, marchó en busca de Giacomo.

Le encontró donde esperaba: en un prado cercano a su hogar, donde cada tarde iba a tocar y a relajarse. La mujer comenzó a llorar mucho antes de que él advirtiese su presencia. Ahora le veía con ojos humanos, pero sus sentimientos seguían siendo tan profundos como cuando era una Musa.

—Giacomo —dijo, paladeando el sabor del nombre en sus nuevos labios.

El joven se dio la vuelta y se quedó mirándola.

—¿Nos conocemos? —preguntó inseguro.

—Desde que el tiempo es tiempo.

Él se puso de pie y se acercó a paso lento.

—Sí que te conozco —musitó—. Te he visto en mis sueños y dibujada en mi música. Siempre creí que eras producto de mi imaginación, un espíritu que me ofrecía su buena suerte. Pero ahora veo que eres real, porque lo eres, ¿verdad?

—Como el viento que acaricia tu piel y el sol que te ilumina —respondió ella.

—¿Has venido… para quedarte?

En lugar de responderle, corrió hasta él y le rodeó con sus brazos, incapaz de controlarse. El músico tuvo un primer impulso de apartarla, pero en lugar de hacerlo, se dejó llevar por una corazonada y la atrajo hacia él. Después acarició sus mejillas y acercó los labios para besarla. No sabía quién era, no sabía de dónde venía, pero tenía la sensación de conocerla desde siempre.

Cuando se separaron, la Musa se vio reflejada por primera vez en los ojos de su amado y un nuevo escalofrío le recorrió la espalda. Las preguntas se agolparon en su mente: ¿era guapa? ¿Fea? ¿De qué color tenía el cabello? ¿Qué edad tenía? ¿Acaso importaba?

—¿Podrías tocar para mí? —le preguntó, esperando así distraerse.

—Será un placer.

Se sentaron juntos bajo la luz del crepúsculo y allí permanecieron durante largas horas. Era la primera vez que la Musa escuchaba su música con oídos humanos y pensó que no existía un sonido más hermoso en el universo entero.

Entretanto, las hermanas mayores de la feliz enamorada regresaron a las alturas con una nueva misión: hacer del Continente un lugar digno y seguro para la recién llegada. Desde que la dejaron años atrás encargada de la vigilancia del nuevo mundo, no habían vuelto a echarle un vistazo. Y lo que descubrieron cuando lo hicieron, no les gustó nada.

Mientras la joven Musa se había dedicado a estudiar y a admirar la belleza del arte creado por los humanos, algunos de ellos habían tomado las riendas de poder en el Continente. La última vez que miraron hacia abajo, las personas eran iguales entre ellas y tan libres como el resto de criaturas que habían poblado aquella tierra. Ahora la cosa era bien distinta. Las jerarquías y los títulos regían las vidas de los humanos como las órdenes de las Musas hacían con las de los animales y las plantas. Quien tenía dinero, tenía poder, y quien tenía poder, imponía sus leyes para que los demás las cumpliesen.

Pero la codicia de los humanos no se había limitado a afectar sus propias tierras, sino también las del resto de seres que habían aparecido mucho antes que ellos. Así, para cuando quisieron darse cuenta, decenas de especies se habían extinguido y muchos de los bosques que con tanto esmero habían poblado, quedaron devastados. Todo por culpa de los humanos.

Enfurecidas, las dos Musas decidieron tomar cartas en el asunto.

No, por el momento no intervendrían en las vidas de los seres humanos, como habían prometido en un principio, se dijeron, pero sí que pondrían ciertas defensas para que aquella catástrofe no se volviera a repetir.

Fue así como nacieron los dragones.

Hijos de la tierra, del aire y del fuego, aquellas portentosas criaturas se encargarían de proteger el Continente de la vileza del ser humano. Vigilarían desde los cielos gracias a sus alas y atacarían con sus zarpas y el fuego de su aliento a quienes osasen contradecir los mandatos de las Musas. Pero lo que ellas no sabían, puesto que acababan de conocer a los hombres, era que de una forma u otra, los humanos siempre encontraban el modo de vencer.

Desde que los primeros monstruos alados aparecieron en la tierra hasta que quedaron diezmados por los hombres tuvieron que pasar muchos, muchos años. En aquel tiempo pasaron demasiadas cosas relevantes para el Continente como para obviarlas.

La primera de todas fue que, tras largo tiempo intentándolo sin lograr nada, hubo un hombre que consiguió extraer la electricidad que habitaba en el interior de la tierra y utilizarla. Mediante una máquina construida con diferentes materiales, había logrado enfrascar parte de aquella electricidad en un recipiente de cristal que, al frotarlo con las manos, proporcionaba luz. Fue la primera bombilla que el Continente conoció. La noticia corrió como la pólvora y antes de que pudiera hacer nada, los inventos volaron de sus manos y fueron a parar a las de los hombres más poderosos. Tras estudiar las máquinas durante meses, lograron reproducirlas y acallaron al maestro con la muerte.

Las Musas no pasaron aquel hecho por alto y, en cuanto vieron que la primera bombilla luminiscente daba paso a las rudimentarias armas de ataque eléctricas, ordenaron atacar a los dragones… sin prever que una llamarada de fuego contra un relámpago bien dirigido no tenía nada que hacer.

Los monstruos cayeron del cielo como moscas ante la aterrorizada mirada de sus creadoras. Desde ese día, las hermanas dejaron libres a los pocos dragones que quedaron vivos y les permitieron huir a esconderse de los humanos. Por desgracia, ya les habían impuesto una condena eterna: hasta el día de su extinción, serían perseguidos y aniquilados.

Pero hubo un segundo hecho que enfureció aún más a las poderosas Musas y que cambió por completo el curso de la historia del Continente: quienes robaron el invento de la electricidad para su uso malvado no fueron hombres cualesquiera, sino los súbditos de un poderoso rey que, con el paso de los años, había conseguido invadir y hacer suyo buena parte del Continente.

Y que un solo hombre, por mucha corona que llevara encima, sometiera de tal forma a tantísimas personas sin que nadie pudiera detenerle, fue la gota que colmó la paciencia de las Musas.

Corpuskai bostezó agotado. Duna tampoco pudo contenerse. Eran los únicos que quedaban despiertos en todo el campamento y las hogueras se habían consumido casi por completo.

—Cielos, es muy tarde ya… —dijo el Chamán, mirando al cielo—. Tendremos que descansar si mañana queremos volver al campamento.

—No, por favor… un poco más… —suplicó Leda.

—Corpuskai tiene razón —dijo su madre, levantándose.

El Chamán la imitó.

—Mañana continuaré con la historia, lo prometo. Pero ahora dejad a este viejo descansar.

—Duna, ven conmigo —le dijo Divishleyt—. Te diré dónde puedes dormir. Leda, tú ve con Wilhelm y Sírgeric.

—¡Claro! —exclamó el muchacho, encantado de poder enseñarle a alguien todo aquello.

—Buenas noches —se despidieron.

Duna se dio la vuelta y les dijo adiós con la mano. Después miró al cielo y se preguntó si el dragón estaría bien.