7
En marcha otra vez

Adhárel despertó frente a la gruta donde su madre le había dejado la noche anterior. Sobre unas rocas, doblados con cuidado, aguardaban un pantalón y una camisa nuevos y limpios. El príncipe le agradeció el detalle a su madre y después se vistió.

Cuando estuvo listo, deshizo el camino de vuelta al palacio, donde Duna y Wilhelm le esperaban sentados en los últimos peldaños de la escalera principal con cara de dormidos.

—¡Buenos días! —saludó Adhárel, pletórico. No sabía si era porque llevaba ropa limpia o porque el dragón debía de haberse atiborrado a comida durante la noche y ahora el príncipe se encontraba en plena forma. Se acercó a Duna, que llevaba puesto un vestido verde y dorado y le dio un beso. Después de saludar a Wilhelm, preguntó por Sírgeric.

—Fuera —respondió Duna, tapándose la boca con la mano para bostezar—. Creo que no ha dormido en toda la noche.

—En ese caso, pongámonos en marcha ya.

—¿No vas a despedirte de nadie? —preguntó el hombre cuervo, poniéndose en pie.

—Ya lo hice anoche. Saben que tenemos prisa.

—Adhárel —dijo Duna—, tu madre me ha dado algunas prendas de ropa limpias para ti. Las llevo en el morral junto a las mías.

—También nos han dado suficiente comida como para una semana, y hemos podido rellenar los pellejos.

Sírgeric les esperaba en el exterior, observando el horizonte con las manos a la espalda y un gesto tenso en el rostro.

—¿Estáis listos? —preguntó, dándose media vuelta.

Duna se acercó a él.

—¿Has descansado?

El sentomentalista se encogió de hombros.

—Lo suficiente para recuperar fuerzas.

—Nos han dado algunas prendas limpias para ti, Sírgeric, por si las necesitas —dijo Wilhelm.

—Muy considerado por su parte… ¿Nos vamos ya?

El príncipe miró a Duna sin comprender la reacción del muchacho antes de seguirle escaleras abajo.

—Tenemos que pasar por los establos —anunció Adhárel—. Iremos a caballo de aquí en adelante.

—¡Fantástico! —exclamó Duna.

Cogieron dos enormes sementales, uno negro y el otro marrón oscuro, en los que se montaron por parejas: en uno iban Adhárel y Duna, y en el otro, Sírgeric y Wilhelm. Debido a su condición, el sentomentalista le propuso al hombre cuervo ir detrás, pero cuando este se montó de un salto y aguantó el encabritamiento del animal agarrándose con su única mano, Sírgeric aceptó que fueran turnándose a lo largo del viaje.

Bereth todavía dormía cuando salieron de la muralla en dirección norte. Pensaron que lo mejor sería viajar hasta el bosque de Célinor y después bordearlo por el oeste hasta Hamel. Calcularon que, a caballo, tardarían menos de una semana en llegar.

La marcha fue mucho más cómoda y entretenida de lo que había sido hasta entonces. Y aunque ninguno estaba seguro de si el destino elegido era el correcto, al menos podían desfogarse al galope. No hablaron durante la primera parte del trayecto.

Duna se agarró fuerte a Adhárel y dejó que su cabeza reposará entre sus omóplatos. Sabía que Wilhelm no era partidario de volar en dragón durante las noches, y además dudaba de si la criatura podría elevarse con los tres a cuestas. ¡Quién se lo hubiera dicho unos meses atrás! Echaba de menos volar en la garra del dragón.

El príncipe, por otro lado, tenía la cabeza todavía en Bereth, en la conversación que había mantenido con su madre la noche anterior. Dimitri no había aparecido por el reino en toda su ausencia. Parecía como si se hubiera volatilizado o estuviera esperando el momento oportuno para dar el ansiado golpe. Pero ¿qué mejor momento que cuando Adhárel no se encontraba en Bereth? ¿A qué esperaba?

¿Y si hubiera muerto? Lo último que habían sabido de él era que el dragón le había salvado de morir en la torre, pero de ahí a que hubiera sobrevivido a las heridas había mucha diferencia.

Por otro lado, el hecho de que su cumpleaños se acercase a pasos agigantados y que no hubieran dado todavía con el paradero de Kastar ni con una pista que les pudiera llevar hasta él, le atenazaba el alma y le hacía pensar que no llegarían a conseguirlo. ¿Y entonces de qué habría servido todo aquel tiempo perdido? Tal vez pudiera gobernar de todas formas… Le hablaría de su secreto a un número reducido de guardias para que custodiasen el palacio mientras él permanecía en su otra forma. E incluso, como dragón, podría hacer más que como príncipe si debía defender Bereth. No, aquello no gustaría a la población. Desde que su abuelo Amadis muriese luchando contra el último de su especie, el terror por aquellas criaturas había crecido tanto como su respeto. Si llegaba a descubrirse que el propio monstruo que había estado asolando al reino durante los últimos años y que muchos aldeanos habían jurado asesinar sin piedad, era el mismo rey que gobernaba Bereth, cundiría el pánico entre la población y quién sabe lo que serían capaces de hacer.

Y Adhárel tenía claro que cuando alguna persona supiera la verdad, tarde o temprano la noticia terminaría extendiéndose. Hasta el momento, solo Dimitri conocía su secreto, pero no tenía ninguna prueba de ello. Adhárel tragó saliva. Hasta el momento.

Comenzó a llover poco antes de que decidiesen detenerse a comer. De repente, las nubes se cernieron sobre ellos y descargaron un torrente de agua sin darles siquiera tiempo a cubrirse con las capas. Se encontraban cerca del límite norte del reino de Bereth y una inmensa llanura se extendía hasta donde alcanzaban sus ojos.

—¡Tendremos que desviarnos! —exclamó Adhárel por encima del ruido de la lluvia y con el agua corriéndole por la cara— Conozco unas cuevas cerca de aquí, pero habrá que dirigirse hacia las Carpianas.

—¿Tanto? —preguntó Sírgeric, indiferente a la tormenta.

—¡No sabemos cuánto durará la lluvia! Con algo de suerte podremos continuar el viaje por la tarde.

—¡Por mí, bien! —exclamó Wilhelm, intentando hacerse oír por encima del ensordecedor repiqueteo. En pocos minutos, la suave brisa había dado paso a un fuerte vendaval que dificultaba el avance y que encabritaba a los caballos.

El viaje hasta el refugio fue un auténtico infierno. Los rayos y los truenos se sucedían amenazantes y peligrosos mientras las gotas parecían caer cada vez con más saña. Finalmente, y con el agua empapándoles cada centímetro de piel y ropa, encontraron las cuevas de las que Adhárel hablaba.

Se apearon de los caballos y los dejaron atados junto a un conjunto de árboles con gruesos troncos. Después, Sírgeric y Adhárel recogieron las pocas ramas que no habían sufrido el embiste de la tormenta y corrieron junto a Wil y Duna hasta encontrarse bajo la protección de la piedra, donde se dejaron caer agotados y ateridos de frío.

—Se ha echado todo a perder —se lamentó Adhárel, sacando la comida empapada y el burruño que eran ahora las prendas nuevas. Incluso las mechas para encender el fuego se habían mojado. Aun así, el príncipe no se rindió.

—No va a prender —comentó el hombre cuervo, quitándose la camisa y la capa negra y dejándolas en el suelo, a su lado.

Adhárel estaba temblando mientras intentaba hacer fuego. Como Wilhelm había vaticinado, no había forma de conseguirlo. Tanto la mecha como la madera estaban húmedas.

—Esperemos que dejé de llover pronto —comentó Duna, incorporándose.

Sírgeric también se deshizo de su camisola y la lanzó con furia contra la pared.

—¡Maldita tormenta! Anoche hacía un tiempo estupendo, ¿cómo ha podido cambiar tan deprisa?

—Sírgeric, tranquilízate —le dijo Duna—. Todos estamos igual de empapados. Nosotros no tenemos la culpa. No servirá de nada enfadarse.

—Dilo por ti… —comentó el sentomentalista, sacando de debajo de su camisa uno de los colgantes y cogiendo el cabello de Cinthia entre los dedos. De manera sistemática, cerró los ojos esperando que se obrara el milagro… pero nada sucedió.

Adhárel se sentó junto a Duna y la abrazó para entrar en calor. Así permanecieron antes de hacer de tripas corazón y consumir los pocos alimentos que no se habían estropeado por completo. Cuando terminaron de llenar el estómago, la lluvia seguía arreciando con la misma insistencia del principio.

—Al menos no corre el aire —dijo el hombre cuervo, tumbándose junto a la pared con el brazo bajo la cabeza.

Pasaron las dos siguientes horas sin hacer gran cosa: Wilhelm dormitando, Duna y Adhárel abrazos y Sírgeric probando una y otra vez viajar hasta Cinthia.

Cuando más tarde la tormenta les dio un respiro y el sol volvió a lucir tímidamente entre las nubes, recogieron todo y se pusieron en marcha.

Cabalgaron por los prados mojados agradeciendo los rayos de sol que iban secando su ropa. Con todo, Duna sintió un incómodo escozor en la garganta al poco de abandonar la cueva, preludio de lo que terminaría siendo un catarro con tos y estornudos. Sin más incidencias que vadear un tramo que se había inundado por culpa de la tormenta, la noche les alcanzó a varios kilómetros de las Carpianas.

—Seguiremos cabalgando —dijo Adhárel—. No es buena idea que nos detengamos a descansar a la intemperie con el tiempo tan extraño que está haciendo. Al menos entre las rocas podremos refugiarnos en caso de que se ponga a llover.

—¿Y el dragón? —preguntó Duna.

—Si no hemos llegado para la medianoche, seguid vosotros adelante. Estoy seguro de que no me costará encontraros.

Sacaron de los morrales un par de bombillas que les había entregado Aya y las frotaron para iluminar el resto de su viaje durante la noche. Duna tuvo que tomar las riendas del caballo un rato después, cuando Adhárel calculó que pronto se transformaría. Le dejaron allí esperando y los demás siguieron adelante. Antes de alcanzar la falda de la montaña, la silueta del dragón sobrevoló por encima de sus cabezas.

Duna le saludó con la mano y Wilhelm le silbó con los dedos en la boca. El dragón rugió con ganas e hizo una pirueta antes de desaparecer.

—¿Estáis viendo lo mismo que yo? —preguntó Wilhelm unos minutos después, señalando hacia delante.

Varios fuegos refulgían en la noche entre los desniveles de la montaña.

—Hogueras —masculló Wilhelm.

Duna entrecerró los ojos.

—¿Es conveniente que nos acerquemos?

—Solo habrá una manera de averiguarlo —dijo Sírgeric, azuzando a su caballo. Duna le imitó con ciertas reticencias. Aquel lugar estaba desangelado. Si les sucedía algo, nadie se enteraría.

Los cascos de los caballos resonaban en las piedras y el barro más de lo que les hubiera gustado. Cuando estuvieron más cerca, descabalgaron. Siguieron a pie hasta que pudieron distinguir, ocultos tras unas rocas, las dos lumbres que había encendidas y la decena de personas que hablaba y reía animadamente a su alrededor.

—Némades… —murmuró Wilhelm, asomándose.

—Nunca he estado tan cerca de un campamento —confesó Duna—. ¿Nos permitirán pasar la noche con ellos?

—Sin lugar a dudas —dijo una voz a sus espaldas.

Los tres se giraron como un resorte para encontrarse con un muchacho algo mayor que Duna, de piel oscura y sonrisa de niño. Llevaba puesto un chaleco negro, unos pantalones rasgados por debajo de las rodillas y los pies descalzos.

—Siento haberos asustado —dijo—, no era mi intención.

—No… no pasa nada —terció Duna, apresuradamente.

—¿Os gustaría acompañarnos? —preguntó, ensanchando la sonrisa.

Los tres amigos se miraron sin saber muy bien qué decir.

—No tenemos demasiada comida para compartir… —comentó Wilhelm, quien se agarraba la capa con la mano para ocultar el ala.

—No hay problema. Nosotros tenemos de sobra. Por favor, seguidme.

Cuando entraron en el círculo de luz, los némades se giraron para mirarles sin prestarles más atención que si fueran unos viejos conocidos. Ninguno se acercó a saludar ni tampoco les pusieron malas caras, se limitaron a seguir con lo que estaban haciendo.

—¿De verdad que no molestamos? —preguntó Duna.

—En absoluto —respondió tajante el muchacho, dándose media vuelta sin dejar de andar—. Por cierto, me llamo Leda.

—Yo soy Duna, y ellos son Sírgeric y… ¡Achís!

—Wilhelm —dijo el hombre cuervo.

Leda le tendió un pañuelo oscuro a la muchacha.

—Veo que la tormenta os ha pillado a la intemperie —comentó—. Nosotros hemos podido guarecernos en los agujeros. —Señaló la montaña—. Menos mal que no ha durado demasiado…

—A mí me ha parecido una eterni… ¡achís!… dad.

El muchacho le sonrió antes de volver a mirar al frente.

—Os llevaré a ver a Corpuskai. Es el Chamán del campamento y un buen amigo.

Duna se extrañó de que fueran tan pocos y que no hubiera tiendas de campaña ni casetas donde resguardarse. Así se lo hizo saber a Leda.

—Es que esto no es un campamento —contestó él—. Es una avanzadilla. Nuestro campamento se encuentra en el bosque de Célinor. Nosotros hemos venido para cazar e investigar cómo está el terreno. Cada vez que queremos movernos, lo hacemos. Yo intento venir siempre que me dejan. Como no es seguro si nos quedaremos o no, es una oportunidad de conocer lugares que, quizás, no tenga oportunidad de visitar más adelante.

Se alejaron de las hogueras y subieron unos metros por las rocas hasta un saliente. Allí había una pequeña tienda hecha con telas. Leda les pidió que esperasen fuera. Unos minutos más tarde, volvió a salir. Tras él apareció un hombre con una perilla oscura y unos símbolos tribales tatuados en la cara; vestía una larga túnica de diversos colores que arrastraba por el suelo.

—¡Bienvenidos! —les saludó, abrazándoles uno a uno para asombro de los tres—. Siempre es un placer recibir a invitados.

—El placer es nuestro —dijo Wilhelm, haciendo una cortés reverencia.

—¿Queréis comer o beber algo? ¡Qué tontería! —El némade soltó una carcajada— Claro que debéis tener hambre. Acompañadme.

—Corpuskai, voy a ir a buscar a mi madre para que les prepare algo. La tormenta les ha sorprendido viniendo hacia aquí.

El Chamán asintió y les indicó el camino de vuelta.

—¿De dónde sois? —preguntó.

—Yo soy de Salmat —respondió Wilhelm—. Ellos son de Bereth.

—¿Y el dragón? —preguntó Corpuskai, totalmente indiferente.

Los tres amigos se quedaron lívidos. Duna sintió que se le secaba la boca de golpe.

—¿El… dragón?

—Si, bueno, vuestro amigo, ¿también es de Bereth?

—Eh… Bueno…

El Chamán se detuvo en seco al ver sus caras.

—¿He dicho algo que os haya ofendido?

—¡No! —respondió Duna con un ademán—. Es solo que no estamos acostumbrados a que otras personas sepan… bueno, que el joven al que habéis visto…

—¿Se convierta en dragón todas las noches? —finalizó él.

—Sí… ¿Cómo…?

Corpuskai se rió mientras les acercaba tres taburetes de madera. Se encontraban frente a una de las tres hogueras.

—Yo también soy sentomentalista, como Sírgeric. —El muchacho dio un respingo ante la sorpresa de que conociera su condición—. Sin embargo, en lugar de viajar como él hace, puedo identificar los poderes de los demás y las maldiciones que achacan a las personas.

—Vaya…

—No es demasiado poderoso, pero sí útil.

—Entonces… —murmuró Wilhelm con los labios tensos.

—Sí, puedes dejar de esconder el ala. Aquí no tienes nada que temer —le aseguró—. Esperad, iré a buscaros algo de comer.

En cuanto se fue, los tres se acercaron para hablar en voz baja.

—Deberíamos marcharnos —opinó Wilhelm.

—¿Qué? ¿Por qué? A mí me da buena espina —comentó Duna—. Además, ¿adónde iríamos? Aquí al menos podemos pasar la noche.

Sírgeric asintió.

—Yo estoy con Duna. Fijaos la poca importancia que le ha dado al hecho de que Adhárel sea un dragón.

—Podría estar fingiendo —comentó el hombre cuervo—. Podría querer drogarnos y después utilizar nuestros poderes, o podría…

—¿Ser amable y querer ayudarnos? —le interrumpió Duna— No toda la gente es mala por naturaleza, ¿sabes?

Wilhelm negó con una media sonrisa.

—No tienes ni idea…

Sírgeric salió en defensa de Duna:

—¿Y tú sí? ¿Qué sabemos de ti, aparte de que eres amigo de Adhárel? No nos has contado por qué tienes la mitad del cuerpo lleno de plumas ni por qué cambias de opinión de un momento a otro. No acuses a otros de lo que no quieres que te acusen a ti.

—Sírgeric, déjalo —le conminó la muchacha.

—Sí, déjalo —le retó el hombre cuervo, fulminándole con la mirada.

El Chamán llegó en ese momento con tres cazos de madera llenos hasta el borde de una sopa con carne.

—¡Aquí tenéis! —dijo, repartiéndolos.

Duna cogió el suyo.

—Muchísimas gracias. ¡Huele delicioso!

—No hay nada mejor para las noches frías que una buena sopa caliente.

Cenaron sin hablar demasiado, cada uno pendiente de su plato. Cuando terminaron, dejaron los tres recipientes uno encima de otro.

Duna estornudó en ese momento.

—Caramba, Leda tenía razón —dijo Corpuskai—. ¡Ah! Pero mirad, por allí viene con Divishleyt…

Se giraron para ver llegar al chico agarrado del brazo de una mujer mayor. Iba cubierta de colgantes y sin un solo pelo en la cabeza, que exhibía orgullosa tatuada desde la frente hasta la nuca.

—¡Hola a todos! —exclamó, sonriendo con sinceridad.

Duna fue la primera en levantarse. Fue a hacer una reverencia, pero la mujer le dio un abrazo.

—Es un placer conocerte. Tú debes de ser Duna, ¿me equivoco?

—Encantada —dijo la muchacha, sonriendo.

—Y vosotros entonces sois Wilfrem y Sírgeric.

—Wilhelm… —le corrigió el hombre cuervo, forzando una sonrisa.

Tras abrazarles, ella y su hijo se sentaron a su lado.

—Leda me ha dicho que estáis constipados.

—Solo ella —aclaró Sírgeric.

La mujer asintió y se puso de cuclillas frente a Duna.

—Déjame ver. Abre la boca. —Obedeció y dejó que la curandera estudiase el estado de su garganta—. Necesitaría más luz, pero no creo que me equivoque si digo que la tienes inflamada.

Le pasó los dedos por la garganta y chasqueó la lengua.

—Nada que no pueda curar con uno de mis más conocidos potingues. —Se giró hacia su hijo—. Leda, acércame el tarro verde.

El recipiente guardaba en su interior una pasta azulada que desprendía un fuerte olor a hierba buena y eucalipto.

—Se toma como una infusión —explicó mientras llenaba de agua uno de los tres cazos y echaba una cucharada de la pasta en ella. Después acercó el agua a la hoguera y la mantuvo allí hasta que comenzó a hervir. Cuando dejó el recipiente en el suelo, frente a Duna, no quedaba ni un grumo.

—Cuanto antes te lo tomes, más caliente estará y mejor te sentará.

Y así fue. En cuanto hubo dado el último sorbo, la muchacha comenzó a sentir que el calor y la esencia de eucalipto se extendían por su pecho, despejando las fosas nasales.

—Ya me siento mucho mejor —dijo—. Gracias.

—¡Y mejor te sentirás mañana! —comentó Leda, acercándose a su madre—. No sé qué haríamos sin sus remedios herbales. Por eso la traemos siempre que salimos.

Corpuskai cogió un cuarto taburete y se sentó junto a Sírgeric.

—Y, bueno, contadnos, ¿qué os trae por aquí?

—Estamos de paso —dijo él—. Vamos hacia Hamel.

—¿A Hamel? —preguntó Leda, sorprendido—. Estuvimos hace poco y la verdad es que no era un lugar demasiado bonito para visitar.

—Buscamos a una amiga —explicó Duna—. No nos quedaremos demasiado tiempo.

—A mí tampoco me gustó Hamel en absoluto —añadió Divishleyt—. No se podía cantar, no se podía tocar música… ¡No se podía ni silbar, por el Todopoderoso!

Corpuskai soltó una carcajada y dijo:

—Os lo advertí cuando lo propusisteis.

—Nadie nos informó de aquellas eventualidades. Pero ahora ya lo sabemos; vosotros, quedáis avisados.

—¿No se puede… cantar? —preguntó Duna, atónita.

—Ni siquiera tararear una canción —comentó Leda, encogiéndose de hombros.

—Nada de nada.

—¿Y si lo haces, qué pasa? —quiso saber Wilhelm.

—Lo normal es que te encarcelen por unos días y luego te vuelvan a soltar.

Ninguno de los tres se lo podía creer.

—¿Y alguien sabe el motivo?

Los némades se miraron entre ellos. Leda y su madre tenían tan poca idea como los recién llegados. Sin embargo, Corpuskai asintió débilmente.

—¿Tú lo sabías y no nos lo explicaste? —le reprochó la mujer.

—No es algo de lo que me guste hablar, Divishleyt. Además, nuestros invitados deben de estar muy cansados y querrán irse a dormir.

—¡Paparruchas! Me gustaría saber por qué mi hijo estuvo a punto de terminar en los calabozos por tocar una pandereta.

Duna vio cómo los carrillos de Leda se oscurecían.

—Por nosotros está bien —apuntó Sírgeric—. Al fin y al cabo, hasta mañana no partiremos…

—Está bien, está bien —accedió el Chamán—. Pero la historia que voy a contaros no es dulce ni termina bien. Me la contó mi padre hace mucho, mucho tiempo. Y a él se la contó mi abuelo. Somos muy pocos los que recordamos el motivo por el que en Hamel está prohibida la música, y muchos menos los que sabemos que su origen se remonta a miles y miles de años atrás. Cuando el Continente no era más que un pedazo de tierra flotando a la deriva…