Kalendra despertó tosiendo. Había pasado una de las peores noches de su vida, y eso era mucho decir. La herida de la garganta le había impedido conciliar el sueño el tiempo suficiente como para descansar tanto como debía. La boca, pastosa y reseca, le sabía a hierro por culpa de la sangre, y las manos le escocían con rabia cada vez que intentaba flexionar las palmas. Algo le había picado durante su escapada.
Me estoy haciendo vieja para esto, se dijo con una sonrisa cansina en los labios y la certeza de que era verdad.
—¿Estás despierta? —preguntó a su hermana con voz ronca. La luz del sol se filtraba por los tablones del techo, decorando el cuartucho con un estampado a rayas de lo más inquietante.
—Desde hace rato —replicó Firela, sin mover un músculo.
Kalendra volvió a tumbarse y habló mirando al techo:
—Le he estado dando vueltas a lo que propusiste ayer… Tal vez tengas razón y no nos quede más remedio que ir a visitar a Tézcar.
Firela sonrío con suficiencia.
—Te lo dije.
—Pero eso no quita… que siga estando totalmente en contra de pagarle lo que pide.
Su hermana se giró por primera vez en toda la conversación.
—¿Ah, no? ¿Y qué piensas hacer al respecto? —preguntó, intrigada.
—Ofrecerle otra cosa. Dinero, joyas, nuestros servicios…
—Sabes que no lo aceptará. —Firela se incorporó— ¡Parece mentira que no le conozcas, Kendra! A Tézcar solo le interesan una serie de cosas: ¡las que él no tiene!
—Pues te hago la misma pregunta de anoche: ¿se las vas a entregar tú?
La otra gemela asintió.
—¿Te pida… lo que te pida?
—Si no hay más remedio, sí. Y dejemos de perder el tiempo. Lo primero es escapar de Salmat. Es más que probable que ya han dejado de buscarnos, pero no podemos correr riesgos innecesarios.
Firela ayudó a su hermana a cambiarse las vendas y a limpiarle de nuevo las heridas. No quiso decir nada, pero temía que no pudiera volver a hablar con aquel tono dulce y sugerente que tanto les gustaba a los hombres. Una vez hecho eso, guardaron las pocas pertenencias que llevaban encima y asomaron la cabeza por la trampilla del techo. La casa estaba tan vacía como el sótano. Nadie había entrado para inspeccionarla.
Una vez arriba, salieron por la puerta trasera al pequeño patio donde aguardaban las monturas, que piafaron nerviosas cuando las vieron aparecer. Unos minutos después, estaban listas para salir de allí.
Tener que llevar a Zoya y Arcán iba a ser un problema dada su situación, pero se habían procurado unos disfraces bastante convincentes con la ropa que habían encontrado el primer día en los armarios de la casa.
Abrieron la portezuela del patio y salieron a una calle lateral. Por suerte, los salmatinos volvían a poblar las calles de carros, tenderetes y niños jugando. Al parecer, el toque de queda se había levantado. Las dos hermanas respiraron más tranquilas. El paseo hasta el portón, tirando de los caballos sin montarse en ellos, se les hizo largo y agobiante. Daba la sensación de que pronto alguien repararía en ellas y echaría al traste su camuflaje. Mientras que Kalendra se había puesto un vestido negro que arrastraba por el suelo y el pelo recogido en un moño bajo un sombrero de ala ancha, Firela había tenido que ponerse las ropas de hombre. Por supuesto, aquello no le hizo ninguna gracia y sería algo que le costaría perdonarle a su hermana.
Media hora más tarde llegaron a la muralla, donde un grupo de guardias revisaba todo lo que entraba y salía del reino. Por suerte, debían de haber estado haciéndolo desde el amanecer y sus caras de hastío por las respuestas de los viajeros denotaban su absoluto desinterés.
Firela se acercó a ellos con la cabeza gacha.
—Buenos días —saludó, llevándose la mano a la boina y poniendo la voz tan grave como pudo.
—Buenos días… —contestó el soldado, desganado—. ¿Os marcháis por algún motivo en especial?
—Bueno… el hermano de mi mujer —dijo, señalando a Kalendra—, falleció hace unos días y vamos al funeral.
El soldado asintió un tanto incómodo.
—¿Pensáis volver?
—Sí, pero dentro de un tiempo. Nos quedaremos con la familia durante unas semanas.
—Bien, bien… en ese caso, buen viaje. Y lo siento mucho —añadió, haciendo una pequeña reverencia cuando Kalendra pasó por su lado.
No pudieron evitar sonreír cuando escucharon comentar al guardia:
—No es normal que nos estén obligando a hacer preguntas tan comprometedoras cuando está claro que los asesinos de la reina escaparon hace tiempo…
Se montaron en los caballos unos metros más adelante, y con más prisa que vergüenza les azuzaron para alejarse de allí. Una vez en el bosque, ocultas entre los árboles, se cambiaron de ropa y se pusieron algo más cómodo para montar. Después, buscaron un riachuelo donde saciar su sed y cazaron un par de codornices. Mientras llenaban el estómago, las dos hermanas valoraron su situación.
Duna y el principito podían estar en cualquier lugar del Continente en esos momentos. Tal vez, incluso en el palacio de Salmat. Les llevaban mucha ventaja, pero no sabían hacia dónde ni con qué destino. Por ello, y por mucho que le pesara a Kalendra, solo la magia de un sentomentalista podría volver a ponerles en el rumbo adecuado.
Dos días habían perdido encerradas en aquella casa; dos días que se restaban a los catorce que Drólserof les había dado para terminar el trabajo. Y si había algo que Kalendra odiaba más que no poder ser reina sin ensuciarse las manos, era trabajar a contrarreloj.
Si querían llegar a la orilla sur del Lago de los suspiros antes del amanecer, tendrían que darse prisa. A lo largo de la tarde cruzaron las sempiternas mesetas del sur de Salmat hasta el bosque de Ariastor y después continuaron entre el follaje hasta la orilla norte de la enorme extensión de agua. Allí se detuvieron a descansar. El sol había caído hacía horas y la noche les rodeaba. Las estrellas se reflejaban en la tranquila e inquietante superficie. Las heridas de Kalendra les habían retrasado más de lo esperado y el sarpullido en las palmas se había convertido en dolorosas ampollas con el continuo roce de las riendas. La herida del cuello, por el contrario, se estaba curando con sorprendente rapidez, aunque todavía sangraba cuando la mujer hacía algún giro brusco con el cuello.
Acamparon a varios metros de la orilla, protegidas por los últimos árboles del bosque y resguardadas entre sus ramas. No veían el margen contrario, pero sí vislumbraban una diminuta luz anaranjada que podía confundirse con el reflejo de los astros si uno no prestaba la suficiente atención. Allí era adonde se dirigían. Tézcar les recibiría al amanecer. Lo que sucediese a continuación ni ellas mismas lo sabían.
Los primeros rayos de sol las descubrieron cruzando el río que hacía las veces de frontera entre Salmat y Manser. Pocas horas había podido dormir Firela, pero menos aún había descansado su gemela. No por las heridas, que aunque le molestaban, había aprendido a no rozarlas con nada, sino por el verdadero temor que sentía hacia lo que les deparaba el destino. Tal vez estuviera exagerándolo todo y a la vuelta se reiría de lo absurdo que había resultado finalmente el intercambio, pero en esos momentos, cada vez más cerca de la orilla sur y con el lago resplandeciente a su izquierda, tenía la sensación de estarse dirigiendo a una trampa de la que sería complicado escapar en las mismas condiciones.
—Kendra —dijo de repente su hermana—, te lo suplico en nombre de Arcán: relájate y suelta un poco las riendas. ¿Has visto cómo la llevas?
Hasta entonces la mujer no se había dado cuenta de lo tensos que estaban sus hombros y la espalda. Los nudillos se habían puesto blancos de la presión que estaba ejerciendo sobre la tira de cuero, impidiendo que su montura pudiera trotar a gusto.
—Ya te he dicho que pagaré yo, ¿no me has oído? —repitió Firela, acompasando el trote de Zoya al del otro caballo.
—Todavía estamos a tiempo de dar la vuelta —apuntó Kalendra con un hilo de voz.
Firela tiró de las riendas hasta que la yegua se detuvo en seco con un relincho.
—Preferiría que te quedases aquí si vas a seguir con esa actitud —le dijo con semblante serio.
—¿Ahora eres tú la que da órdenes aquí?
—No era una orden, sino una petición. Conoces a ese loco sentomentalista tan bien como yo, Kendra, y si te ve dudar, si descubre el miedo que le tienes puede hacerte perder la cabeza. No le des la oportunidad, espérame aquí.
Kalendra le devolvió la mirada desafiante.
—Con solo poner un pie en su diabólico jardín habremos perdido parte de nuestras cabezas, Fira, no te digo qué será de nosotros si además decidimos aceptar un trato con él. ¿De verdad merece la pena por un estúpido encargo? Hace tiempo prometimos no volver… Creí que, de las dos, tú eras la más racional, la menos impulsiva.
—¡Y lo sigo siendo, Kendra! —replicó— Por eso no me importa dar algo que me sobra para recibir algo que me falta. Además —añadió—, el encargo no es lo único que me preocupa.
Kalendra la miró de hito en hito.
—¿Estás diciendo que vas a pagar más de una vez? —preguntó, con la voz quebrada.
—Las que sean necesarias, Kendra. Y está claro que tú no vas a ayudarme, por eso te lo repito una vez más: quédate aquí.
La mujer respiró hondo hasta que logró tranquilizarse.
—No, iré contigo. Si estamos juntas, estamos juntas en todo.
Firela se lo agradeció con la mirada antes de asentir.
—En ese caso no perdamos más tiempo. Si vamos a tener que enfrentarnos a nuestras pesadillas, mejor que sea con el sol en el cielo.
Y dicho esto, se alejó al galope seguida de cerca por su hermana. Una hora más tarde llegaron a su destino.
Desmontaron junto a la valla de madera mohosa que rodeaba la casucha de madera y el enorme jardín verdeazulado que crecía frente al lago. Los caballos relincharon nerviosos cuando las mujeres abrieron la portezuela y les dejaron allí.
Anduvieron por un camino de losas ennegrecidas hasta el tejadillo que hacía de porche. Parecía que fueran a caerse en cualquier momento. Cuando Fira fue a llamar a la puerta, esta se abrió desde el interior.
—Pensé que terminaríais dando media vuelta —oyeron a alguien a lo lejos. Ante ellas no había nadie. El picaporte lo había girado una larga raíz pardusca que en esos momentos se retiraba hacia la oscuridad de la casa.
Firela y Kalendra se miraron una vez antes de atreverse a seguir a la raíz y a la voz por la tétrica vivienda. Atravesaron un cuarto cuyos muebles estaban tan polvorientos como olvidados hasta una puerta descorchada por la que el tubérculo se escurrió. Cuando las gemelas salieron fuera, se quedaron sin habla.
El jardín trasero tenía una extensión considerable y estaba repleto de flores multicolores. Algunas tenían espinas, otras tenían hojas, unas se arremolinaba en ramilletes, otras crecían alejadas del resto. Era la selva floral más grande que hubieran visto nunca. Pero aquello ya lo esperaban. No fue eso lo que les dejó atónitas, sino lo que les esperaba entre la vegetación.
Ante ellas aguardaba un hombre planta, o una planta hombre que sonreía sin dientes en su dirección. La raíz que les había cedido el paso se escurrió hasta el lugar donde deberían haber estado los pies del viejo y se hundió en la tierra con parsimonia.
—Tézcar… —musitó Firela, atónita.
—Lo sé —replicó él con un ademán—. Hacía mucho que nadie me visitaba. Uno no se da cuenta de lo que ha cambiado hasta que se ve reflejado en los ojos de otro. ¡Y vuestras caras son todo un poema! ¡He debido empeorar lo indecible! —añadió, soltando una carcajada que terminó convirtiéndose en un ataque de tos.
Desde luego que había empeorado, pensó Kalendra. El Tézcar que ella recordaba era apuesto e interesante; peligroso como una seductora serpiente y listo y ágil como un felino. Era robusto como el tronco de un árbol y llevaba su pelo verdoso recogido en una larga trenza hasta la cintura. Sus ojos ambarinos le habían producido pesadillas durante varias noches, y su ropa, cubierta de lianas y raíces, le había perturbado tanto como el hecho de no saber si era más una planta o un humano. Pero, sobre todo, el Tézcar que ella recordaba tenía un par de largas piernas en lugar de aquella especie de tronco que le unía a la tierra desde la cintura.
Aquel vejestorio que les sonreía desdentado desde el centro de su jardín apenas era la sombra de su recuerdo. Descontando lo obvio, su cabeza estaba prácticamente calva y el lustroso pelo verde había desaparecido, a excepción de un ramillete pardusco con forma de coliflor podrida tras las orejas. Las cuencas de los ojos no eran más que dos rasguños un poco más oscuros que el resto de vetas de su cara y la antaño bronceada y tersa piel se había arrugado como un pergamino mojado. Apenas lograba mantenerse erguido de cintura para arriba y lo único que le hacía estar erguido era el bastón que agarraba entre sus huesudas manos sin uñas.
Verle tan desmejorado y desprotegido le puso los pelos como escarpias. Era como entrar en la guarida de una fiera que no hubiera probado bocado en muchísimo tiempo. El hambre se reflejaba en sus gestos y miradas. Estaba más que complacido de que hubieran ido a visitarle.
—Oh, vamos, no me miréis con esos ojos, ¿es que no me reconocéis? —bromeó agitando sus brazos con desgana y quitándose de encima una hormiga que intentaba escalar por su costado.
—Ya ves que no —replicó Firela con los labios tensos—. Pero como suponemos que sigues siendo el mismo, queremos hacer negocios contigo.
—¡Qué graciosa! —exclamó el viejo, sin tan siquiera fingir una sonrisa.
Kalendra bufó nerviosa.
—Acabemos con esto cuanto antes y marchémonos —le dijo a su hermana.
—¿A qué vienen tantas prisas? —preguntó el sentomentalista, intentando poner una voz melosa y consiguiendo un tétrico carraspeo en su lugar—. Sabéis que podéis quedaros el tiempo que queráis.
—Fira, por favor…
—Ya has escuchado a mi hermana, sentomentalista. Ciñámonos a los negocios y acabemos lo más rápido posible.
—¿Sentomentalista? —El viejo se llevó la mano huesuda a la boca, escandalizado— ¿Cómo que sentomentalista? ¿Así me tratáis después de tanto tiempo sin venir a visitarme?
Firela puso los ojos en blanco y se dio media vuelta.
—Vámonos, Kendra. Está claro que no quiere trabajar hoy.
Antes de llegar a la valla que rodeaba el jardín, una raíz en peor estado que la que les había abierto la puerta les cortó el paso elevándose ante ellas sobre la tierra. Resultaba tan patético como repulsivo.
—¡Está bien! —gruñó el sentomentalista, a su espalda— Volved aquí y hablemos de negocios, maldita sea.
Mientras se giraban, Kalendra le dijo a su hermana:
—No deberías haber sido tan directa. No nos conviene enfadarle.
—Es un sentomentalista —replicó Firela—, pero sigue siendo un hombre, no lo olvides. Si le clavas un cuchillo, sangrará como tú y como yo. Puede que sabia, pero el resultado será el mismo.
Su hermana la agarró del brazo.
—Te has vuelto demasiado temeraria, ten cuidado.
—He crecido, que es diferente —repuso ella en un murmullo, soltándose—. Ya no le veo con los mismos ojos.
—De acuerdo entonces, ¿quién quiere ser la primera? —preguntó Tézcar, cruzándose de brazos y alzando las cejas.
Firela dio un paso al frente mientras Kalendra se encogía a su lado.
—¿Qué necesitas?
—Buscamos a unas personas. Queremos saber dónde están —respondió.
—Muy bien, en ese caso te ofrezco lo mismo que te ofrecí hace años: un puñado de gordolobos solitarios. Como sabes, son eficaces, duraderos y lo más importante de todo, invisibles para quien no las busca.
—¿Cuánto?
Tézcar hizo un gesto con los labios, calculando la respuesta.
—Tu juventud.
—¡¿Qué?! —exclamó la gemela—. Debes de estar loco. ¿Por un puñado de semillas?
—No toda, por supuesto —comentó el sentomentalista, tranquilo. Como si hubiera previsto la reacción—. Lo justo como para que crezcan de nuevo mis estimadas piernas; no imaginas lo horrible que puede ser pasarse el día entero sin moverse de aquí.
—La última vez no me pediste más que el recuerdo de algunos paisajes, ¿a qué viene esta subida de precio?
—La última vez era joven y guapo. Solo quería conocer los lugares del Continente que no había visitado, la tierra que no había pisado. —Con un vago gesto, señaló hacia el tronco que nacía de su cintura—. Ahora es diferente.
La risa acartonada del viejo se estrelló contra los tímpanos de Kalendra como brasas ardiendo. Lo sabía. Sabía que pasaría esto.
—¿Moriré? —preguntó Firela.
—¿Cómo vas a morir, hija mía? Ni que yo fuese un asesino —bromeó, soltando una nueva carcajada—. Al principio te sentirás un poco débil, pero después ni lo notarás. ¿Qué importa envejecer más rápido cuando estás sentada en un trono?
La pregunta quedó flotando en el aire, mezclándose con el embriagador aroma de las flores. Tras unos instantes, Firela cerró los ojos y asintió.
—¡No! —exclamó Kalendra, interponiéndose entre su hermana y el viejo.
—¿Qué crees que haces? —preguntó el sentomentalista, dándole unos golpecitos en el hombro para llamar su atención. Ella no le hizo ningún caso.
—Fira, ¿vas a regalar tu juventud por un estúpido encargo? ¡La recompensa no lo merece!
—Si es eso lo que pide, sí.
—¡No es cuestión de lo que pida! ¿No me estás escuchando? Por el Todopoderoso, Fira, estamos hablando de un maldito trabajo por el que no ganaremos más que una mísera cantidad de oro. Ya utilizamos esos gordolobos hace años y vimos que tampoco eran tan útiles.
—Ahora es diferente. Los necesitamos.
—Te prohíbo que cometas semejante locura —concluyó la gemela.
—¿Me… prohíbes? —soltó Firela, enarcando una ceja— Tú no eres nadie para prohibirme nada, Kendra. —Agarró a su hermana del brazo y se acercó a su oído—. Escúchame: esas semillas no solo nos servirán para dar con la muchacha y el príncipe, sino con todo el que queramos.
Firela miró a su hermana con la intención de convencerla. La otra suspiró desesperada y se encaró a Tézcar.
—Quítale parte de su juventud a ella y parte a mí —dijo.
—Imposible. —El sentomentalista se cruzó de brazos.
—Lo que quieres es el tiempo, ¿qué más te da quién te lo dé? Además, ser gemelas debería tener alguna ventaja.
—Pues no la tiene.
—¿Cómo era eso que decías de Tézcar, hermana? ¿Si le clavo un cuchillo… sangrará? Tengo ganas de averiguarlo —añadió, desenvainando una daga de su cinturón con una sonrisa sádica.
El hombre se inclinó tambaleante hacia atrás. En el pasado se abría enfrentado al filo con sus múltiples estratagemas arbóreas, pero en su lamentable estado solo podía protegerse con sus débiles brazos.
—N… no será necesario —masculló—. Acepto el trato, acepto el trato, ¿de acuerdo? ¡Baja ese cuchillo! Fira, querida, dile que lo baje…
No hizo falta. Kalendra volvió a esconderlo en su cinturón y aguardó.
—Sois perversas, lo sabéis, ¿no? ¿Por qué no podéis jugar con mis reglas como los demás?
—Porque nosotras no somos como los demás, sentomentalista —le espetó Kalendra.
—Maldita sea… —Tézcar se secó el sudor de la frente y volvió a acercarse—. Vuestra juventud a cambio de diez semillas de gordolobos.
—Que sean veinte —replicó Firela.
—Debes de estar loca si piensas que os las voy a dar tan baratas. Doce.
—Quince.
—Catorce.
—Trato hecho.
—Trato hecho… —repitió Tézcar. Extendió sus brazos al cielo y abrió las huesudas manos. Dio una palmada que resonó en los alrededores y cuando volvió a colocarlas frente a las asesinas, varios bultos como verrugas habían aparecido en el centro de cada palma.
—Siete para una… —dijo, mirando a Firela—. Y siete para la otra —añadió, volviendo los ojos a Kalendra.
Las hermanas se miraron una vez antes de colocar sus respectivas manos sobre las misteriosas verrugas. En cuanto lo hicieron, los dedos de Tézcar se cerraron como cepos mientras sus puntas sin uñas se clavaban en la carne. Las dos hermanas aguantaron sin gritar, sintiendo cómo la fuerza o la energía o las dos cosas las abandonaban mientras las protuberancias en la mano del sentomentalista iban tomando la forma de semillas.
Segundos más tarde, el hombre las dejó libres. Tuvieron que apoyarse la una en la otra para no desfallecer. Entre sus dedos aguardaban catorce diminutas pepitas de color ámbar.
—Por el Todopoderoso, ¡cuánto las echaba de menos! —exclamó el sentomentalista frente a ellas, dando una palmada.
Kalendra levantó la mirada, cansada, para encontrarse con un hombre algo mayor que ellas, pero ni mucho menos tan viejo como el Tézcar que les había atendido al principio. Las arrugas se le habían alisado, las manos habían engordado y su cuerpo enclenque y raquítico se había fortalecido y estirado hasta alcanzar la consistencia de un quincuagenario con una sonrisa deslumbrante… En lugar del tronco, dos piernas tan verdes como el resto de su piel le mantenían erguido.
Por el contrario, cuando la asesina se volvió para observar a su hermana, descubrió que en su rostro habían aparecido numerosas arrugas con las que no se había despertado aquella mañana, al igual que las pequeñas bolsas bajo los ojos y algunas canas desperdigadas.
—¿Cuánto nos has quitado? —preguntó Firela, incorporándose y estirando la espalda.
—¿Cuatro años a cada una? Tal vez menos… Mañana por la mañana os encontraréis mucho mejor. Perder tanto de golpe puede producir mareo, pero puedo aseguraros que antes de que amanezca lo habréis olvidado.
—Cuatro años… —masculló Kalendra, sin separar apenas los labios—. Ocho por catorce asquerosas semillas.
—Trae —le dijo su hermana, sacando una bolsita negra de terciopelo e introduciendo allí las pepitas amarillentas.
—Por si no recordáis cómo funcionan —dijo el sentomentalista—: plantadlas cuando estéis listas y regadlas con una gota de vuestra sangre mientras pensáis en la identidad de vuestro objetivo. Sed tan precisas como podáis y si conocéis su rostro, visualizadlo también. A partir de ese momento, desde donde os encontréis hasta los pies del otro, se creará un camino de florecillas del color de la semilla. Los gordolobos son inmunes a las inclemencias del tiempo, pero no al contacto humano. Por eso tendréis que daros prisa si no queréis que alguien las destroce… o las arranque sin darse cuenta… o las devoren los pájaros… o…
—Estás pidiendo a gritos que te ensarte el puñal, Tézcar —le advirtió Kalendra. Después se volvió hacia su hermana—. Vámonos. No quiero pasar ni un minuto más aquí.
—No —replicó ella.
—¿No? ¿Cómo que no? —preguntó, deteniéndose en seco.
—¿Todavía quieres perder más… tiempo? —le preguntó Tézcar con una malévola risotada y dando un brinco sobre sus nuevas piernas. Ya no había ni rastro de tos en sus palabras.
—No, quiero otra semilla.
—¡¿Qué?! —preguntaron su hermana y el sentomentalista al unísono.
Kalendra le agarró del brazo y se la llevó a parte.
—¿Cómo que una semilla más? ¿Quieres terminar muerta?
Firela se deshizo de la mano de su hermana y la miró a los ojos.
—Necesito saber la respuesta a una pregunta. Nada más.
—No.
Firela agarró a su hermana por los hombros.
—Kendra, por favor. Tenemos que asegurarnos de que Lysell está muerta. ¿De qué serviría llegar a Salmat sin la seguridad de que seremos reinas?
—Los gordolobos pueden llevarnos hasta ella si se lo pedimos.
—¿Y si está muerta y enterrada y nos lleva hasta su tumba? ¿No sería más rápido conocer la respuesta ahora?
Kalendra se giró hacia Tézcar.
—¿Pueden los gordolobos guiarnos hasta el cadáver de una persona?
—Emm… Supongo que sí —respondió sin estar demasiado seguro.
—¿Vas a arriesgarte? —Volvió a preguntarle a su hermana— ¡Puede que nos esté mintiendo!
—Solo hay una manera de averiguarlo. —Apartó a Kalendra de su camino y se dirigió hacia el sentomentalista, que admiraba maravillado su nuevo aspecto—. ¿Cuánto tendría que pagar por saber la respuesta a una pregunta?
—¿Crees que soy vidente? —le espetó Tézcar.
—¿No tienes nada que pueda responder a una pregunta sencilla?
—¿Qué pregunta?
—Saber si alguien está vivo o muerto.
—Ah… eso.
Tézcar dio una palmada. Cuando separó las manos, un bulto alargado se extendía desde su dedo índice hasta el pulgar.
—Una nomeolvides rastreadora. Es lo que buscas.
—¿Cómo funciona? —preguntó Kalendra, tras su hermana.
—Estas plantas cuentan con una curiosa raíz que se extiende por todo el Continente en busca de quien se le diga. Si da con él, se le caen los pétalos, si no, permanece fresco hasta la noche, tras lo cual, se pudre y muere. Trágico, ¿no crees?
—¿Y cuánto se tiene que esperar? ¿Cuánto tarda en dar una respuesta?
—Menos de un minuto para cubrir el Continente entero desde el momento en el que las reguéis, de nuevo, con sangre.
—¿Cuánto cuesta?
El sentomentalista se acarició la barbilla con sus dedos sin uñas antes de chasquearlos.
—Por ser tú… una pizca de tu belleza.
—¿Su… qué? —exclamó Kalendra—. Esto sí que no te lo permito, Fira.
—¡Es mi cara, no la tuya!
—Será solo un poco. Un maduro sin atractivo es como un piano desafinado —comentó, guiñando un ojo a nadie en particular.
—Fira, por favor. Vámonos y deja de…
—Apártate —le espetó la otra, acercándose a Tézcar y agarrando su mano—. Trato hecho.
El hombre asintió y sus dedos volvieron a clavarse en la piel de la mujer. El intercambio duró tan solo unos segundos y el resultado fue el esperado… al menos por parte del sentomentalista.
Cuando Firela se giró para mirar a su hermana con la semilla de nomeolvides en la mano, Kalendra dio un respingo y se llevó la mano al pecho.
—¡Por el Todopoderoso! ¿Qué… has hecho?
—Dame un espejo —le ordenó.
—Fira, mejor…
—¡Ahora! —exclamó. Kalendra metió la mano en el fardo y rebuscó hasta dar con el espejo que Drólserof les había entregado. Se lo tendió y aguardó con un gesto de impotencia.
Cuando la gemela vio su reflejo tuvo que controlar el impulso de no estrellar el cristal contra el suelo. Se había convertido en un monstruo. Los ojos que le devolvían la mirada ya no estaban alineados ni abiertos. Uno de ellos parecía soportar el peso de una ceja extremadamente peluda y el otro parpadeaba con dificultad. Mientras que la nariz se había ensanchado de manera grotesca, sus labios se habían encogido y cuarteado. Y el cutis, hasta entonces moreno y cuidado, se había cubierto de diminutas erupciones, como si hubiera padecido la viruela durante su juventud.
Tézcar, por el contrario, brillaba con luz propia. Literalmente. Su piel olivácea destellaba con su hermosa sonrisa y unos grandes ojos castaños. Se le veía pletórico, extasiado…
—¿Me lo prestas cuando termines? —le preguntó a Firela. Ella se dio media vuelta y con los labios tensos dijo:
—No… deberías haberlo hecho…
—¿El qué? —Tézcar la miró sin comprender— ¡El trato era el trato!
—¡Dijiste un poco de mi belleza! ¡Me has convertido en un maldito monstruo!
Kalendra se acercó por detrás y le puso una mano sobre el hombro.
—Tal vez me haya pasado… ¿pero qué más da? Por lo que sé, los hombres te dan igual y ahora que vais a ser reinas, ¿para qué la necesitas?
—He confiado en ti y me has engañado.
El sentomentalista se inspeccionó los dedos, ahora largos y enigmáticos.
—Tal vez un poco. Ya te he dicho que estas cosas no se pueden controlar. Pero ¿y qué? ¡Ahora soy joven y tengo piernas! ¿Qué vas a hacerme, eh? ¿Qué vas a hac…?
Tézcar no pudo terminar la frase. La daga se le clavó a la altura del corazón, de donde empezó a manar un líquido transparente y viscoso. Sus ojos se tornaron oscuros mientras caía al suelo, primero de rodillas y después de cuerpo entero. Antes de que la cabeza golpease la tierra, estaba muerto. Lentamente, su piel se fue agrietando al tiempo que se iba tornando oscura como la tierra. El hombre planta se fue pudriendo y secando hasta quedar casi irreconocible. A su alrededor, las flores también fueron marchitando hasta no quedar una sola fresca. Las dos asesinas miraron el proceso asombradas. Firela fue la primera en salir del trance.
—¡Kendra! —le reprochó.
—Parece que todavía conservo la misma puntería que antes…
—¿Por qué lo has hecho?
—¿De verdad ibas a permitir que siguiese con vida después de lo que nos ha hecho?
—¿Y si lo necesitamos en el futuro?
—Mejor vivir con la seguridad de que nadie más utilizará sus servicios.
—Me alegra ver que tus miedos eran infundados.
Kalendra se rió entre dientes.
—Supongo que cuando nos hacemos mayores dejamos de temer al hombre del saco. O al menos descubrimos que no es tan difícil terminar con él.
La gemela fea se encogió de hombros y se puso de rodillas.
—¿Vas a rezar? —le preguntó la otra, yendo a por su arma.
—No, voy a resolver nuestras dudas.
Hizo un agujero en el suelo y, mientras depositaba la alargada semilla en el suelo, preguntó en voz alta si su sobrina, Lysell, la hija de Dalía, su hermana, seguía viva en el Continente. Repitió la letanía cuando se hizo un pequeño rasguño en el dedo y también cuando regó la flor con su sangre. A continuación, la volvió a cubrir de tierra y esperó.
Kalendra se acercó a mirar en el preciso instante en el que una hermosa flor de tallo verde y pétalos azules surgía del barro. La planta creció unos centímetros en vertical y después su cabeza se torció quedándose con la apariencia de un signo de interrogación y los pétalos mirando hacia el suelo.
—¿Y ahora, qué?
—Habrá que esperar.
Y esperaron… y esperaron… y cuando ya creían que la respuesta era negativa y sus labios comenzaron a torcerse en una sonrisa, los pétalos del nomeolvides fueron cayéndose uno en uno hasta que la flor quedó desnuda.
—Maldita sea… —masculló Kalendra, golpeando la tierra con el puño.
—Lo sabía —dijo Firela, arrancando la flor de raíz—. ¿Es que nada nos puede salir bien?