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El arlequín y los niños

Timmy se despertó con el sudor corriéndole por la frente. Había tenido la misma pesadilla de los últimos días, pero esta vez no sentía ganas de gritar. Sus padres roncaban al otro lado de la pared, indiferentes a los escalofríos de su hijo. Se restregó los ojos y se secó la cara con la manga de su camisola de dormir. Su corazón seguía palpitando al compás de la melodía…

… la melodía que no había cesado con la pesadilla.

El niño retiró las mantas y sábanas que cubrían su diminuto cuerpecito y se puso de rodillas sobre la cama. Quitó el pestillo de los contrafuertes de la ventana y se asomó al cristal.

En la calle, a varios metros por debajo, el arlequín tocaba aquel extraño instrumento de viento seguido por una docena de niños y niñas que danzaban a diferente ritmo, cautivados por la música.

Timmy se agachó todo lo que pudo cuando pasaron frente a su casa y aguardó, con solo la frente y los ojos a la vista, hasta que la última rezagada siguió a sus compañeros, pero ¿adónde? ¿Y por qué? ¿Qué veían en aquella melodía para abandonar sus casas y a sus padres y seguir a aquel hombre? De acuerdo, Timmy era pequeño y no entendía mucho sobre música, pero tampoco quienes seguían al arlequín parecían mucho mayores que él.

De pronto, el muchacho tomó una decisión. Quería saber qué pasaba con aquellos niños y ya que sus padres, cuando les preguntaba al respecto, nunca respondían o se asustaban, el niño decidió que solo había un modo de salir de dudas.

Sin perder un instante, bajó de la cama y se puso los pantalones que colgaban del cabecero y unos calcetines gruesos para el frío. Cuando estuvo listo, se embutió en las desgastadas botas de piel que le había hecho su madre y cogió el bastón que le servía de muleta.

El niño abrió la puerta de su habitación, intentando que las bisagras chirriaran lo menos posible. Casi lo logró. Después se asomó al pasillo y corrió a la pata coja hasta las escaleras que llevaban al piso inferior. Sus padres seguían roncando en su habitación, tan plácidamente como hacía cinco minutos. Si se daba prisa, estaría de vuelta antes de que le echaran en falta.

Así llegó a la puerta de la casa. La llave dorada se encontraba puesta en la cerradura y parecía gritar ¡gírame! con cada nuevo paso que el muchacho daba hacia ella. Al salir a la calle, un viento helado se coló por debajo de su camisola húmeda y le puso la piel de gallina, pero aquello no le amedrentó.

La música se perdía calle abajo y los niños se habían perdido de vista.

—Jolines, no… —se quejó, echando a correr tan rápido como la muleta le permitía. Si al menos contara con las dos piernas…

Y es que Timmy no había sido siempre cojo. Antes corría, saltaba y escalaba mejor que muchos animales del bosque. Pero una aparatosa caída en la pila de troncos que había junto al granero, un par de veranos atrás, le había dejado prácticamente inservible la pierna izquierda. Había sido un modo, cuanto menos eficaz, de aprender la dura lección de que sus padres siempre, siempre, tenían razón.

Llegó a la plaza a tiempo de ver a la última niña desapareciendo por una calle cercana. Tomó aire, ignoró los escalofríos que le recorrían el cuerpo y se esforzó por salvar la distancia. Como algunos de los niños más que andar o correr, danzaban al son de la música, el grupo no avanzaba tan rápido como podría haberlo hecho. Con una última carrera, les alcanzaría.

—¡Oye! —exclamó Timmy—. ¿Adónde vaiz?

La última niña, que daba vueltas con el osito de peluche en las manos, parecía indiferente a sus gritos.

—¿Puedo id con vozotroz? —repitió con su característico ceceo y poniéndose a su altura. Mientras, ella tarareaba la canción con los ojos medio cerrados y una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Pod qué oz guzta tanto ezta múcica? A mí me abudde un poco… —Timmy echó una ojeada al frente, donde el arlequín seguía trotando feliz al son de la melodía— ¿Ez ece vueztdo padde?

Timmy agarró el vestido de la niña para que esta le prestara atención.

—¿Ez que no me vez? ¿No me oyez? ¡Te he pdeguntado!

De un manotazo involuntario, la chiquilla se deshizo de él y corrió otro tramo para ponerse a la altura de sus compañeros. El osito saltaba a su espalda, con un ojo de botón descosido.

Timmy se mordió el labio para no llorar y se irguió todo lo que pudo sobre su pierna buena antes de salir tras ellos una vez más. No pensaba regresar a casa sin que le contestasen a sus preguntas y le daba igual si sus padres le descubrían fuera de la cama; ya era mayor.

Se levantó un viento glacial cuando les alcanzó de nuevo.

—No tienez que hablad conmigo zi no quiedez, pedo ¿puedo id con vozotroz?

La niña volvió a hacerle tan poco caso como el peluche.

Harto de esperar, Timmy se impulsó con la muleta y avanzó en la procesión, dejando a la niña a su espalda.

En la mitad se encontró con un muchacho mayor que él y bastante más gordo que lloraba al tiempo que sonreía.

—¿Pod qué lloraz? —le preguntó Timmy, de nuevo sin ningún resultado. ¿Qué les pasaba? ¿Por qué eran tan maleducados? El niño empezó a plantearse si no hubiera sido mejor haberse quedado en la cama, como las otras veces, en vez de seguir al arlequín y a su séquito.

Ahora la melodía se había ralentizado hasta casi detenerse. Suave y melancólica viajaba con el viento por todo el reino y Timmy, sin entender el motivo, pensó que por mucho que los niños y las niñas sonriesen y bailasen con ella, algo oscuro se escondía entre sus notas. No le gustaba y le provocaba pesadillas.

Quiso dar la vuelta cuando descubrió que habían dejado atrás las calles del reino y que las Montañas Silenciosas se erigían frente a ellos oscuras y temibles. Timmy fue a dar un paso hacia atrás, pero su pierna mala tropezó con una piedra y cayó al suelo rodando. La muleta se le escurrió de la mano y fue a golpear en la pierna del chico gordito con el que había estado hablando antes.

De repente, el muchacho pareció advertir la presencia de Timmy y le miró con los ojos anegados en lágrimas, directo a sus pupilas. Timmy sentía que el escozor se extendía por su espalda como el rubor por sus mejillas.

El resto de muchachos y muchachas le iban esquivando al pasar, pero aquel seguía mirando fijamente a Timmy, como si estuviera intentando averiguar quién era, qué hacía allí y por qué se había tropezado; como si intentara averiguar qué se hacía en esos casos o cómo se ayudaba mientras intentaba escapar del laberinto en el que su conciencia parecía estar encerrada.

—Hola… —dijo Timmy, poniéndose de pie con dificultad. La música cada vez sonaba más lejana.

—Ho… ho… —el saludo no llegó a salir de sus labios. De repente, la melodía creció y se cernió sobre ellos como una tormenta. Las notas golpearon los oídos de Timmy con fiereza, el ritmo se incrementó hasta producir una vorágine descontrolada de escalas que parecían querer volverles locos.

Timmy se tapó los oídos y aguardó mientras observaba desalentado cómo la mirada del muchacho regordete volvía a nublarse y atravesaba sus ojos, perdiéndose en la lejanía. Se dio media vuelta sin prisa y se alejó de allí en dirección a la falda de la montaña, donde sus compañeros y el arlequín danzaban en círculos, saltando y sonriendo al son de la música.

Una música que aterraba de manera desmedida al niño tullido.

Quiso darse la vuelta para volver con sus padres; no le importaba el castigo ni los gritos que vendrían después, pero se quedó clavado en el sitio. Sus ojos no podían creer lo que veían.

Frente al corro de niños, una grieta oscura como boca de lobo se había abierto desde el suelo hasta varios metros por encima y se había ensanchado como si se tratara de la entrada de una gruta. Una gruta que no había existido hasta ese momento.

El arlequín alzó una mano frente a los niños sin dejar de tocar y después les dirigió al interior. Cuando la niña del osito de peluche hubo desaparecido en el interior de la montaña, el hombre hizo una reverencia al público invisible y después les siguió.

Hasta mucho rato después, cuando Timmy llegó a su casa helado y perplejo, no se dio cuenta de que estaba llorando. Sus padres le regañaron como jamás habían hecho. Su madre lloraba histérica sin dejar de gritarle y abrazarle. Su padre no decía nada, pero su mirada era suficiente. A Timmy todo eso le dio igual. Solo tenía en mente una cosa: que lo que había visto aquella noche era, con creces, mucho peor que sus más terribles pesadillas.

Y lo peor de todo era que, de aquella, no podía despertar para olvidarla.