El dragón trazó un último surco en el aire antes de descender. Después anduvo por el bosque, arrancando de cuajo árboles y helechos hasta el lugar donde dormitaban los demás. Se echó junto a Duna, bostezó y agachó el hocico. Antes de que sus ojos se hubieran cerrado, dio comienzo la transformación.
Duna se despertó cuando Adhárel tomaba su forma humana. Gateó por el suelo hasta él y le dio un beso en los labios para despertarlo.
—Buenos días, príncipe dragón.
Adhárel abrió los ojos con pesadez.
—Buenos días, doncella en apuros —replicó él, devolviéndole el beso.
—¿Cómo te encuentras?
Adhárel la rodeó con sus brazos.
—Demasiado vivo para lo temprano que es.
Duna apoyó la cabeza sobre su pecho y cerró los ojos. El corazón de Adhárel latía aceleradamente bajo su oído, como si hubiera estado haciendo ejercicio durante horas. El corazón de un dragón, se dijo para sí. Intentó acompasar su respiración a la del príncipe mientras él acariciaba su cabello con ternura.
—Te quiero… —le susurró.
—¿De verdad?
—Absolutamente.
—¿Aunque siempre termine encerrada?
—Sabes que sí.
—¿Y aunque te pases la noche custodiando la torre?
—Lo hice para protegerte del mundo exterior —bromeó Adhárel.
—Menudo…
—¿Sabes? Nunca habíamos hablado de esto hasta ahora —apuntó el príncipe.
Duna tragó saliva, incómoda.
—Supongo que no estaba preparada —guardó silencio y después añadió—: Pensar que no iba a volver a verte me ha servido para darme cuenta de que es absurdo temer lo irracional. Si dejas que venza, el mundo entero se convertirá en la torre en la que estás cautiva.
Adhárel guardó silencio, meditando sus palabras y dándose verdadera cuenta de lo mucho que la había echado de menos.
—Qué gran verdad… —dijo en ese momento una voz tras su espalda.
—¡Sírgeric! —exclamó Duna, incorporándose—. ¿No sabes que es de mala educación escuchar conversaciones ajenas?
—¿Y tu príncipe no sabe que es de mala educación andar por ahí en cueros?
Duna se apresuró a acercarle una manta.
—Buenos días a ti también —comentó Adhárel, forzando una sonrisa.
—¿Ya podemos dejar de fingir, entonces? —preguntó Wilhelm estirando el brazo y el ala.
—Estupendo… —masculló Duna, volviendo al lugar donde había dormido y lanzándole al príncipe su ropa para que se vistiera—. ¿Desde cuándo estáis despiertos?
—Desde que llegó el dragón —respondió Sírgeric en mitad de un bostezo.
—Yo desde un poco antes.
Duna hizo un mohín de enfado y se puso a recoger. Adhárel regresó poco después, ya vestido.
—Mucho mejor —comentó Sírgeric.
—¿Habéis decidido hacia dónde iremos? —preguntó el príncipe, ignorando al sentomentalista.
—Hacia el norte —respondió Duna.
—Bereth está de camino —señaló Wilhelm.
Adhárel lo miró y alzó la ceja.
—¿Nos acompañas?
—Eso parece… —comentó el hombre cuervo, señalándose la cabeza.
El príncipe sonrió y asintió.
—Bueno… Podríamos parar en casa a reponer fuerzas y a saludar.
—Y a coger ropa limpia —añadió Duna.
—Si nos damos prisa, llegaremos por la noche.
—¿Y mañana temprano seguiríamos nuestro camino? —preguntó Sírgeric, preocupado.
—Sin perder un instante —le prometió el príncipe.
—A mí me parece bien —añadió Wilhelm, masajeándose el ala por encima de las vendas.
Echaron tierra sobre la hoguera y se pusieron en marcha. Duna sonrió para sí recordando lo mal que lo había pasado la última vez que había estado en un bosque y lo tranquila y segura que se encontraba ahora. Le cogió la mano a Adhárel y este le dio un beso.
—Siento mucho todo lo que ha ocurrido —se sinceró el príncipe—. Debería haber sido yo quien te rescatase…
—Adhárel, por favor —le espetó Duna, mirándolo—. Nos tendieron una trampa, estuviste a punto de morir y, aun así, recorriste el Continente entero buscándome. Has hecho por mí más de lo que cualquiera ha hecho nunca. No se te ocurra pedirme perdón. Además, que Sírgeric me rescatase no fue más que pura casualidad. Sabes tan bien como yo que no llegó hasta mí con esa intención.
Adhárel sonrió más tranquilo.
—Ya sé que no. Lo que me lleva a preguntarme: ¿Cómo pudiste escapar con Sírgeric si te tenían encerrada? ¿No estaba haciendo guardia ninguna de las dos mujeres? —preguntó.
—No cuando Sírgeric apareció. —Pateó una piedra y siguió halando—: Dijeron que se marchaban a terminar unos asuntos.
—¿Unos asuntos?
Ella asintió.
—No sé qué clase de asuntos se resuelven con unas dagas y una ballesta, pero eso fue lo que cogieron.
Adhárel se detuvo en seco.
—¡Wil! ¡Wil!
—¿Qué sucede? —preguntó este, volviéndose.
—Las… las dos asesinas que raptaron a Duna. Las que intentaron matarme…
—Sí, sí, ¿qué ocurre?
—Creo que fueron las mismas que asesinaron a tu hermana.
—¿Cómo? —El rostro del hombre cuervo se descompuso—. ¿Quiénes eran? ¿Averiguasteis algo de ellas?
—Solo sus nombres —respondió Duna—. Kalendra y Firela, aunque se llamaban entre ellas…
—Kendra y Fira —terminó él.
—Exacto… ¿Cómo lo sabes?
—Porque son mis hermanas.
—¡¿Qué?! —exclamaron los dos al unísono. La cara de Sírgeric era igual de elocuente.
—Kalendra y Firela, o Kendra y Fira, son mis dos hermanas gemelas. Se marcharon del palacio el mismo día que yo huí de Salmat. Ahora entiendo por qué.
—Tenemos que regresar y decírselo a alguien —comentó Duna—. ¡Podrían volver y coronarse reinas ahora que han matado a Dalía!
El hombre cuervo negó con la cabeza.
—No hay tiempo. Además, Lysell sigue viva. Y mientras eso no cambie, ella será la heredera al trono, no mis hermanas.
—Pero…
—Dalía dijo que el secreto de Lysell lo conocían unos pocos en el palacio. Los necesarios para evitar esto. Tarde o temprano, Fira y Kendra se darán cuenta de que Lysell existe e irán a por ella. Mi deber es encontrarla y protegerla.
Duna seguía igual de consternada.
—Pero ¿cómo han podido hacerlo?
—¿Matar a Dalía? Lo llevarían planeando desde hace años.
—¿Y de verdad piensan que los aldeanos van a aceptar por reinas a dos asesinas tan despiadadas?
Wilhelm sopesó la pregunta.
—Una vez que ellas sean las reinas, dará igual lo que hayan hecho en el pasado para conseguirlo. Todo está permitido en estos casos. ¿O no, Adhárel?
La imagen de Dimitri pasó por la mente del príncipe.
—Supongo que sí… —murmuró.
—Pero ¿por qué hablas en plural? —preguntó Duna—. Solo una de ellas podrá llevar la corona.
Wil hizo un ademán.
—Actúan juntas, piensan juntas… reinarán juntas aunque solo una dé las órdenes en voz alta.
Duna se estremeció al recordar que verdaderamente era así como las había visto trabajar.
—Ahora lo importante es que encuentre a Lysell —añadió el hombre cuervo—. Kendra y Fira harán lo mismo. No creo que se atrevan a poner un pie en el palacio sin estar seguras de haber atado todos los cabos.
—¿Y cómo piensas dar con la niña? —preguntó Sírgeric, cruzándose de brazos.
—Tengo mis trucos… —respondió escueto, antes de darse la vuelta y ponerse en marcha.
Duna y el sentomentalista cruzaron una mirada con Adhárel, pero este se encogió de hombros y siguió al hombre cuervo.
A mediodía se detuvieron a descansar en mitad de un camino de grana que desembocaba en Bereth. Ya casi no quedaban reservas en el morral de Sírgeric y lo poco que habían cogido Wilhelm y Adhárel de Salmat también estaba en las últimas. Con todo, la buena disposición y la ilusión de regresar a casa habían recargado los ánimos de todos, a excepción de los del sentomentalista, que no dejaba de abrir y cerrar el colgante de Cinthia. Mientras almorzaban, el príncipe se fijó en que Sírgeric, cada cierto tiempo, sacaba el mechón y cerraba los ojos, concentrándose. Por primera vez desde que se habían reencontrado, Adhárel descubrió las ganas que tenía de verle desaparecer. Pero no ocurrió ni una sola vez.
Tras llenar el estómago, siguieron adelante con los ánimos renovados. Entre otras cosas, fueron charlando sobre la luzalita que habían descubierto en la isla de los piratas, lo infructuosa que estaba resultando la búsqueda de Maese Kastar y el estado de la electricidad en el Continente.
—Creí que Bereth era el único reino que no tenía de qué quejarse —comentó Wilhelm, apoyándose al caminar sobre su cayado—. Hay personas que matarían por ello.
—No lo puedes ni imaginar —comentó Duna.
—Y así era. Hasta que todo se complicó. El reino estuvo a punto de desaparecer por culpa de un par de locos y decidimos acabar con las máquinas.
El hombre cuervo los miró de hito en hito.
—¿Máquinas? ¿De electricidad? —Adhárel asintió con la cabeza—. Vaya… Pensé que era un cuento de mi padre, que no existían en realidad.
—Ahora es lo que son. Nada más que un cuento, por suerte para todos.
—¿Y había… contenedores? ¿Contenedores enteros?
—¿De electricidad? Todavía los hay. Dos, para ser exactos. —Y adelantándose a la pregunta, añadió—: Pero juramos no volver a utilizarlos para la guerra.
—Sabia decisión… por el momento.
Adhárel lo miró extrañado, pero no quiso seguir ahondando en el tema. La electricidad había traído más desgracias que soluciones al reino de Bereth, y si por él hubiera sido, habría liberado hasta la última chispa de los contenedores. Con todo, la reina Ariadne consideró que malgastar un bien tan valioso como la electricidad en lugar de ofrecérselo a sus súbditos era un crimen igual de despreciable, por lo que el consejo terminó aceptando su decisión.
El príncipe no veía el momento de reencontrarse con su madre y preguntarle cómo había ido todo en su ausencia. Desde que se marcharon, no había dejado de preocuparse ni un instante por la situación del reino. ¿Y si Dimitri había decidido volver a la cabeza de un ejército? ¿Y si había mandado a alguien para terminar con la reina? No, se habría enterado. Con la intención de distraerse, se adelantó para alcanzar a Wilhelm y le preguntó:
—Entonces, ¿te quedas?
El otro dibujó una media sonrisa.
—Eso parece, si no quiero volverme loco.
Adhárel asintió. Wilhelm soltó una carcajada amarga y después se puso serio.
—Oye, Adhárel, en cuanto a lo mío…
—No diré nada, te lo prometo. Lo juré, ¿recuerdas? A no ser que me des permiso, no lo comentaré con nadie, ni siquiera con Duna.
—¿Qué pasa conmigo? —preguntó de repente la muchacha, que había terminado alcanzándolos.
—Le decía a Wilhelm que ni siquiera contigo había…
—… hablado de la boda —intervino el hombre cuervo, sonriendo.
Adhárel le miró consternado mientras Duna le dirigía una mirada de absoluta extrañeza. Wilhelm dejó de sonreír.
—¿De la… boda? ¿Qué boda?
—De la de… de la de…
—¡La de mis padres! —exclamó el hombre cuervo—. La de los reyes de Salmat. Fue maravillosa. Se lo… se lo conté a Adhárel antes de que aparecieras y… y le gustó mucho.
—Pero todavía no había tenido tiempo de hablarlo contigo —añadió el príncipe, forzando todavía más la sonrisa.
La muchacha enarcó una ceja.
—Ya… ¿Y por qué querías hablarme de ello? ¿Piensas organizar alguna?
—¿Qué? Oh, bueno. No. Sí. No sé. Tal vez… —El rubor se extendió por sus mejillas—. Más adelante… supongo.
Duna chasqueó la lengua y les adelantó.
—Buen intento —les dijo sin más.
Adhárel y Wilhelm se miraron un instante y contuvieron una carcajada.
Sírgeric iba unos pasos por detrás, con la cabeza gacha y arrastrando el ánimo por el suelo. Adhárel hizo ademán de ir a hablar con él, pero Wilhelm le recomendó que lo dejara solo por el momento. El príncipe supuso que sería lo mejor. Además, ¿qué podía decirle?
Horas más tarde llegaron a las afueras de Bereth.
En el momento en el que reconoció el terreno, Duna comenzó a hablarle a Wilhelm de la casa de Aya, de lo que hacían para ayudarla en la cestería y cómo Sírgeric había llegado un día y había intentado asesinarlas.
—¿Bromeas?
—En absoluto —le dijo la muchacha. El sentomentalista sonrió por primera vez después de tanto tiempo sin hacerlo.
—Todavía no comprendo cómo Aya dejó que me quedara después de eso.
—Si por mí hubiera sido ya sabes que te habría mandado ahorcar.
—Tú siempre tan sincera, Dunita —se burló él.
—No creo que a nadie le guste que lo apunten con una espada y luego tenga que convivir con su agresor… Desde entonces tengo claro que Aya no está muy bien de la cabeza.
Los cuatro se echaron a reír. Se había levantado algo de viento ahora que el sol estaba a punto de ponerse.
—Y aquel es el monumento que se levantó con los materiales de la máquina de electricidad —explicó el príncipe, señalando la estatua que había a medio camino entre la antigua casa de Aya y la muralla. Tenía la forma de una mano abierta saliendo de la tierra con una bombilla gigantesca entre los dedos—. Está hecha con hierro y cristal.
—Y la hizo un sentomentalista de… ¿qué edad? —preguntó Duna.
—Once años. Andrew.
—Qué maravilla —comentó el hombre cuervo, observando con otros ojos aquella escultura. ¿Once años?, pensó. Que tuvieran cuidado los enemigos de Bereth, porque en caso de atacar, el reino sabría cómo defenderse.
Alcanzaron la portentosa muralla del reino poco antes de que se cerrase. Los soldados los saludaron amigablemente sin darse cuenta de a quién estaban cediendo el paso. Duna miró de reojo a Adhárel, que sonreía divertido.
Anduvieron por las tranquilas calles de Bereth mientras le iban contando a Wilhelm todas las situaciones que habían vivido allí: la escuela de la que Duna fue expulsada, la casa abandonada donde se escapaban a jugar ella y Cinthia de pequeñas, la tienda donde compraron los vestidos, la plaza en la que se colocaba el mercado los días de fiesta… Si a Wilhelm le aburrían aquellas historias, disimulaba perfectamente. Él también preguntaba y se interesaba por lo que le estaban contando.
Para cuando quisieron darse cuenta, apareció frente a ellos la silueta del palacio recortada en la noche.
—Cielo santo… —masculló Wilhelm, alzando la vista hasta la cúspide—. ¡Es una maravilla! ¿También vais a decirme que lo ha hecho un niño de once años?
Los cuatro se echaron a reír.
—Este no —contestó Adhárel—. Para construir el palacio se necesitaron un centenar de hombres corrientes y otros tantos sentomentalistas. Pero el resultado mereció la pena.
—Ya lo creo —dijo, acercándose a la puerta—. ¿Y ha sido siempre de tu familia, Adhárel?
—Más o menos —respondió con un gesto de la mano—. En realidad, ha pertenecido desde hace siglos a los Rosterborth. Pero mi abuelo, Amadís Rosterborth, no apreciaba demasiado a sus padres. Y cuando su mujer murió dando a luz a mi madre, Ariadne, decidió que la niña llevaría el apellido materno en lugar del suyo.
—¿Y le dejaron hacerlo? —preguntó Duna.
—Bueno, él era el rey entonces. ¿Quién se lo iba a prohibir?
Duna soltó una carcajada. Así de simple. En la Escuela había escuchado retazos de la historia con distintas variantes. Algunas profesoras les enseñaron que todo había sido un malentendido entre las familias; otras, que fue el resultado de perder una partida de cartas en la que el rey había apostado hasta su apellido familiar; y su última maestra, Lady Soriana, les obligó a pensar que Forestgreen no era más que la traducción de Rosterborth a un dialecto olvidado.
—¿Y qué dijeron los berethianos cuando sucedió? —quiso saber Wilhelm.
Adhárel se encogió de hombros.
—Hay discrepancias al respecto. Los más ancianos siguen dirigiéndose a nosotros como los Rosterborth, a diferencia de los más jóvenes, que aceptan el apellido Forestgreen como legítimo. Al fin y al cabo, un apellido no deja de ser más que un apellido. Son las personas que lo llevan las que lo honran o lo deshonran.
—¡Alto! —exclamó el guardia de la entrada al verles acercarse— Identificaos.
Adhárel dio un paso al frente.
—Soy el príncipe Adhárel Forestgreen —anunció, con voz seria.
—Eso es imposible, el príncipe no… —Pero cerró la boca cuando el joven entró en el círculo de luz que proporcionaba la antorcha colgada en la pared—. Alteza…
El soldado hizo una reverencia y esperó hasta que Adhárel le dio permiso para que se levantara y les abriera la puerta.
Una vez dentro, el lacayo que esperaba en el recibidor salió corriendo escaleras arriba. Tan solo unas cuantas bombillas desperdigadas por el vestíbulo iluminaban la enorme estancia.
—Bombillas… —murmuró Wilhelm, acercándose a una de ellas para admirarla con detenimiento. Cuando la rozó con los dedos, esta se apagó—. No había visto una desde que era niño. Son preciosas. —Con otro toque, la esfera de cristal volvió a lucir con la misma intensidad que al principio.
Duna se acercó a Adhárel.
—Sabes que solo tendrás tiempo de saludarla, ¿verdad?
—Sí, en cuanto lo haga me iré al bosque. Vosotros podéis quedaros aquí a dormir.
—Pero…
El príncipe le puso un dedo en los labios.
—No quiero que lo discutas. Tenéis que descansar y no sé cuándo volveréis a tener la oportunidad de hacerlo en un lugar tan seguro como este. El dragón estará perfectamente; recuerda que se ha criado aquí.
Duna se guardó sus discrepancias y asintió.
De repente, se oyeron pasos atropellados de varias personas bajando por la escalera principal. Duna y el príncipe se acercaron a los primeros escalones para ver llegar a la reina y a Aya.
—¡Duna! ¡Adhárel! —exclamaron casi al unísono antes de estrecharlos entre sus brazos.
—¡Qué sorpresa tan grande! —dijo Aya, sin soltar a la muchacha—. Déjame que te vea. ¡Estás guapísima!
—Aya, no seas mentirosa.
—No está mintiendo —le dijo la reina, abrazándola—. Estás algo sucia, pero el pelo largo te queda muy bien.
Era cierto. Hasta entonces la muchacha no se había dado cuenta de que lo llevaba por la cintura.
—Gracias, Ariadne —respondió, sonriendo.
—¡Cielos! ¿Qué te ha pasado en las muñecas? —quiso saber Aya cuando reparó en las vendas.
Adhárel la miró expectante.
—Nada, nada importante…
—Hola, señora Aya —saludó en ese instante Sírgeric, acercándose al grupo.
—¡Hijo! —exclamó ella con el mismo entusiasmo que había dirigido a Duna—. ¿Cómo estás? ¿Cómo os ha ido el viaje? ¿Y Cinthia? ¡Cinthia!
Pero Cinthia no apareció. Los tres se miraron un instante antes de bajar los ojos.
—¿Y… Cinthia? —volvió a preguntar la mujer, la sonrisa decayendo por momentos.
—Aya… —comenzó Duna.
—Ha desaparecido —le interrumpió Sírgeric—. Pero vamos a encontrarla. Os lo aseguro.
—¿Que ha… desaparecido? —Aya se llevó la mano al pecho— ¿Dónde?
—Estábamos cerca de Belmont y comenzó a oír una canción y no me respondía y… y… —Un nudo en la garganta le impidió continuar.
Duna tuvo que sujetar a Aya para que no cayese mareada.
—Enviaré a un grupo de soldados en su búsqueda —dijo la reina—. No puede haber desaparecido.
—No… no servirá de nada —balbuceó de pronto Aya.
—¿Cómo que no? —preguntó Duna—. ¡Cuantos más la busquemos, mejor!
—No en este caso, hijita —respondió la mujer, sin dar más explicaciones—. No en este caso.
—¿Y tu don? —preguntó la reina, dirigiéndose a Sírgeric.
—No funciona, majestad. Ya lo he… intentado todo.
—Mañana partiremos hacia el norte —anunció Adhárel— y daremos con ella.
Wilhelm carraspeó a su espalda.
—¡Por el todopoderoso! —exclamó la reina, dando un respingo.
—Cielos, se me había olvidado —dijo Adhárel, sonrojándose—. Madre, no os preocupéis, es el príncipe Wilhelm D’Artenaz del reino de Salmat. Es también un buen amigo mío.
—Encantado de conoceros. —El hombre cuervo hizo una reverencia.
—Vuestro brazo… —comentó Aya, aterrada.
—Sí, Aya, es un ala —respondió Duna—. Pero cosas más raras hemos visto aquí, ¿no crees?
La mujer asintió sin apartar la vista de las plumas negras.
—Y hablando de cosas raras —dijo el príncipe—, creo que yo debería retirarme.
La reina le miró con seriedad y asintió.
—Te acompañaré abajo.
—Buenas noches —se despidió Adhárel. Le dio un beso a Duna y después siguió a la reina.
—Aya, por favor —dijo esta—, indícales dónde pueden dormir.
—Ahora mismo, Ariadne.
Duna sonrió para sus adentros. Qué pronto se habían hecho amigas las dos mujeres, pensó para sí.
—Duna, Sírgeric, eh…
—Wilhelm —le ayudó el hombre cuervo.
—Wilhelm, gracias. Seguidme. Quiero hablar con vosotros de algo antes de que os acostéis.
Ellos asintieron y la siguieron escaleras arriba.
—¿Todavía no habéis dado con él? —le preguntó la reina a su hijo.
—No. Hicimos lo que la vieja Cloto nos indicó, pero no ha servido de nada. Madre, ¿quién es ese hombre en realidad? ¿Cómo puede desaparecer de esta forma? Parece estar relacionado con todas las maldiciones de los reyes y sin embargo…
—Sin embargo, nadie le busca, ni le conoce. Lo sé. Yo tampoco lo comprendo.
Habían llegado a las mazmorras, vacías desde la partida de Adhárel. La reina tomó una de las antorchas que crepitaban en la oscuridad y se agarró del brazo de su hijo para guiarle a través de los pasillos de piedra enmohecida. Poco después alcanzaron una verja oxidada.
—¿Es aquí?
La reina asintió y empujó una losa de piedra que había en el suelo, revelando el escondite de la llave.
—Hacía mucho que no bajaba —comentó, abriendo la cerradura—. Pasa.
Siguieron el estrecho pasadizo hasta su desembocadura en el bosque.
—¿Así que era aquí donde me traías todas las noches?
—Aquí mismo. Y luego te recogía cada amanecer.
—Pero ¿cómo podías llevarme hasta mi habitación?
—¿Yo? —La reina se echó a reír—. ¡Pero si ibas tú solo!
—Madre, en serio. ¿Cómo lo hacías? ¿Te ayudaba alguien?
—Más o menos…
Adhárel se cruzó de brazos, divertido.
—¿No quieres decírmelo?
—Ya te lo he dicho: ibas tú solo.
—¿Y…?
—Y luego, cuando llegábamos a tu habitación, te administraba tres gotas de un brebaje que le pedí al maestre Zennion que me preparase.
—¿Un brebaje?
—No uno cualquiera: lágrimas de gamusino. Además de hacerte descansar, te obligaba a olvidar lo sucedido en las últimas horas. Le dije que lo necesitaba para mis pesadillas.
—¡Madre!
Ariadne volvió a sonreír.
—Veinte años haciéndolo y nunca lo has adivinado, así que no me vengas ahora con eso de «madre».
El príncipe la abrazo con cariño y se quedó en silencio unos segundos. Después comentó:
—Tengo miedo de no lograrlo. Encontrar la solución, quiero decir. Queda tan poco tiempo y no hemos logrado nada hasta ahora…
—Shh… Shh… —Su madre negó con la cabeza—. No te rindas tan pronto. Yo confío en ti.
—Pero ¿y si…?
Su madre no le dejó continuar.
—Ya habrá tiempo de pensar en eso.
Adhárel asintió y respiró hondo.
—¿Podréis defenderos si Dimitri decide regresar?
La reina le miró con seriedad.
—Por su bien, espero que no se le ocurra.
—Durante el viaje hubo dos mujeres que… —El príncipe dudó si contárselo o no. Lo que menos quería era preocuparla.
—¿Sí?
—Hubo dos mujeres que nos tendieron una emboscada, a Duna y a mí. ¡Pero no pasó nada! —añadió enseguida— Intentaron matarme, pero el dragón me salvó. También raptaron a Duna.
—¡¿Y dices que no pasó nada?!
—Estamos bien, que es lo importante.
Su madre se llevó las manos a la cabeza.
—Adhárel, ¡podrían haber terminado contigo! ¿Quiénes eran? ¿Dijeron qué querían?
El príncipe se encogió de hombros.
—Se llaman Firela y Kalendra, y son las hermanas de Wilhelm.
—¿También princesas de Salmat?
Él asintió.
—Duna dijo que alguien les había contratado para hacerlo, pero que no era Dimitri. O al menos no pronunciaron su nombre en ningún momento…
—Sabía que tendrías que haber llevado algún tipo de escolta.
—Pero madre, eso es inviable y tú misma lo dijiste. ¿Qué pasaría con el dragón? ¿Y si necesitáis a esos hombres aquí mientras están con nosotros? —Adhárel negó con las manos— Seguiremos como hasta ahora. Y si deciden volver a atacar, estaremos preparados. Además, no parecían conocer mi secreto.
La reina suspiró y miró hacia el bosque.
—¿Qué rumbo vais a tomar?
—Iremos hacia Belmont y después cruzaremos el bosque de Célinor, en dirección a Hamel. Cinthia se ha convertido en nuestra prioridad.
—Me parece perfecto. Pero intentad estar de vuelta para tu cumpleaños, Adhárel. Ya sabes que a partir de entonces…
—Lo sé. No tienes que recordármelo. El regalo de mis veintiún años será una resplandeciente corona de oro.
Ariadne soltó una carcajada.
—Y un incómodo trono de madera y un reino entero que gobernar, no lo olvides.
El príncipe la veía mucho más tranquila y mejorada que un año atrás. Aunque seguía teniendo más canas de las que le correspondían a su edad, caminaba más erguida y su rostro parecía haberse acostumbrado a las sonrisas.
—Mañana partiremos temprano —le dijo Adhárel—. Nos gustaría quedarnos un par o tres de días, pero no creo que debamos retrasarnos más de lo necesario.
—Lo comprendo. —Ariadne le dio unas palmaditas en el brazo—. Ya tendremos tiempo de hablar a vuestro regreso.
—Buenas noches, madre. Me alegro de haberte visto.
—Yo también —respondió ella.
Después, el príncipe se internó en el bosque. Allí se quitó la ropa y la dejó colgada en unas ramas antes de seguir avanzando hasta perderse entre los árboles.
Aya les guió por el palacio como si hubiera vivido en él toda la vida. Una vez en el tercer piso, abrió una puerta del ala oeste y le indicó a Wilhelm que aquella sería su habitación. Tras despedirse de Duna y Sírgeric, entró en ella a descansar.
Los dos muchachos siguieron a Aya. Ninguno parecía tener ganas de hablar, ni siquiera la dicharachera mujer. La noticia de Cinthia le había quitado toda la ilusión y la alegría, reemplazándolas por miedo y preocupación.
—Esta es tu habitación, Sírgeric —dijo, abriendo una segunda puerta—. Tenéis agua para daros un baño. Mañana pediré a las sirvientas que os traigan ropa limpia para el viaje.
—Gracias, Aya… Pero no puedo marcharme sin preguntarte por qué has dicho antes que no serviría de nada que los soldados nos ayudasen a buscar a Cinthia. ¿Acaso… sabes dónde está?
La mujer se mordió el labio y empezó a verter todas las lágrimas que había estado reprimiendo.
—Aya, no llores —le consoló Duna, abrazándola—. La encontraremos. De verdad que sí.
—Entremos —sugirió Sírgeric, abriendo la puerta completamente y cediéndoles el paso.
Duna acompañó a Aya hasta la cama, donde se sentó.
—Sabía que pasaría… lo sabía… —se lamentaba entre sollozos.
—¿Qué sabías, Aya? —le preguntó Sírgeric, cada vez más alterado.
—Cinthia… su padre… el reino…
Duna y el sentomentalista se miraron extrañados.
—No te entendemos. ¿Qué ocurre con el padre de Cinthia?
—Mi… mi hermano Bruneldi me… me trajo a Cinthia cuando no era más que un bebé… porque tenía miedo… tenía miedo de que se la llevase…
—¿Quién? —preguntó Sírgeric, arrodillándose ante la mujer y agarrando sus manos—. ¿Quién quería llevarse a Cinthia?
—¡No solo a Cinthia! A todos los niños de Térmidi.
—¿Térmidi? ¿Dónde está eso?
—Ya no existe. Desapareció… como Belmont.
—¿Un reino maldito?
La mujer asintió antes de añadir:
—Los niños fueron desapareciendo… mientras los mayores comenzaban a perder… la cabeza. Mi hermano logró huir con Cinthia. Me suplicó que la protegiera.
—La Maldición de las Musas… —masculló Duna, recordando lo poco que sabía de ella—. ¿Y crees que ha terminado sucumbiendo a ella?
—¡Pero eso es absurdo! Estábamos muy lejos, ¿quién iba a llevársela? La Maldición de las Musas es… es algo… no es… ¿Cómo? —terminó preguntando Sírgeric, sin saber qué decir.
—Nadie lo sabe, ni lo comprende —respondió Aya, con un tono de voz monocorde—. Simplemente… desaparecen. Y de ese modo el reino va envejeciendo hasta desaparecer.
—¿Y dónde estaba situado Térmidi?
Aya se secó las lágrimas y se aclaró la garganta.
—Era un reino costero muy pequeño, al norte de Belmont. Mi hermano se mudó allí cuando se casó.
—Así que, ¿lo que le ha sucedido a Cinthia es algo… habitual? —preguntó Duna.
Aya se encogió de hombros.
—El reino desapareció hace años —señaló el muchacho—. ¿Cómo puede seguir la Maldición recayendo sobre los que una vez vivieron allí?
—No lo sé. Y sin embargo es la única respuesta que encuentro… —dijo Aya. Después añadió—: Cinthia era la más pequeña de tres hermanos. Por entonces, ellos debían de tener entre cinco y siete años. Cuando su padre me la trajo siendo un bebé, me contó que los niños, antes de desaparecer, empezaban a comportarse de una forma muy extraña.
—¿Haciendo qué?
Aya le miró a los ojos.
—Haciendo lo mismo que decías que Cinthia había hecho. Hablaban de una música que nadie oía y… ¡y perdían toda la concentración cuando les hablaban!
—¿Y qué sucedió con ellos? —preguntó Duna en un susurro.
—Desaparecieron. De la noche a la mañana.
—Como Cinthia —concluyó Sírgeric.
—Como ella, sí. Por eso cuando Ariadne se ha ofrecido a ayudar, no… no he podido decirle que sí… —De nuevo rompió a llorar desconsolada.
—La encontraremos —aseguró Sírgeric con un ligero temblor en los labios.
—¡¿No lo entiendes?! —exclamó de pronto la mujer— ¡Ningún niño ha vuelto jamás después de que su reino cayese maldito! ¡Ninguno!
—¡Pues nosotros la encontraremos! —repitió el sentomentalista, poniéndose en pie y saliendo de la habitación.
—¡Sírgeric! —le llamó Duna— ¡Sírgeric, vuelve!
—Déjale —le pidió Aya. Tenía los ojos rojos—. Necesita estar solo.
—Pero Aya, ¿por qué nunca nos dijiste nada?
La mujer tragó saliva.
—¿Qué iba yo a saber, hija mía? Pensé que lo habíamos evitado alejándola de allí. ¿Para qué atemorizaros sin necesidad?
—Para que no sucediese esto —masculló para sí. Después alzó la mirada—. Sírgeric tiene razón: la encontraremos. Esté donde esté.