Kalendra y Firela pasaron la noche en vela. Tras la repentina desaparición de Duna a manos de aquel desconocido y después de curarse las heridas, las dos asesinas decidieron recoger los escasos bártulos que llevaban consigo y bajar al sótano de la casa a recapacitar. No querían que, además de haber fracasado en su misión, un simple error desvelara su paradero a los guardias de Salmat. Allí permanecieron, a la luz de una mísera vela, aguardando el amanecer con los ojos hinchados y un humor de perros.
—¿Quién diablos… era ese tipo? —preguntó Kalendra a nadie en particular. La herida de la garganta le obligaba a detenerse cada pocas palabras a tomar aire—. ¿Y de dónde salió?
—Lo que yo me pregunto es cómo desaparecieron delante de nuestras narices.
—Era un sentomentalista, maldita sea. ¡A nosotras nadie… nos habló de sentomentalistas! —La mujer descargó su rabia contra el suelo—. Y, encima, el estúpido príncipe sigue vivito y… coleando. ¿Cómo puede haber salido todo tan mal?
Su hermana se recostó en la húmeda madera.
—Deja de lamentarte. No sirve de nada y vas a tardar más en curarte.
—Eres idiota. ¿No te das cuenta? ¡En dos días habíamos… quedado con Drólserof en la posada! Y no tenemos ni a la chica… ni al príncipe.
—Entonces tendremos que cazarles de nuevo.
—¿Cómo…?
—La primera vez no fue tan difícil, admítelo. Esto no es más que un contratiempo. Sí, es cierto, no habremos cumplido con los plazos y nuestro cliente no estará tan dispuesto a pagarnos lo que habíamos acordado en un principio, pero recuerda que somos las Asesinas del Humo.
—¿No eras tú la que no querías… este trabajo?
Firela la miró de refilón.
—Y sigo sin quererlo. Pero tendremos que ser responsables de nuestras decisiones, digo yo. Lo primero que deberíamos hacer sería llamar al hombrecillo y explicarle la situación.
A Kalendra le entró un ataque de tos.
—¿Te has vuelto loca? ¿Qué quieres que le diga?
—La verdad, obviamente.
—Conmigo no te pongas… petulante, Fira. Si estamos así es por tu culpa.
—¡¿Perdón?! —dijo, y se incorporó con los ojos desorbitados.
—Ya me has oído. Tú decidiste que teníamos que actuar hoy sin falta. Yo solo te seguí.
—Esto es increíble…
—Es la verdad. Yo te dije que debíamos esperar y prepararlo todo mejor.
—Kalendra, no te consiento que me eches la culpa de lo que ha sucedido.
—Como… quieras…
—Muy bien, pues si no quieres hablar tú con él, lo haré yo. —Abrió el morral de su hermana sin esperar respuesta y buscó el espejo hasta dar con él. Lo sacó y echó un escupitajo al cristal. La luz comenzó a resplandecer durante varios segundos hasta que en su interior apareció el rostro de Drólserof.
—¿Dónde estáis? —preguntó el hombre sin perder un instante.
—Lejos de Célinor.
—¿Lejos de Célinor? ¿Qué estáis haciendo? La cita es mañana… ¿Hay algún problema?
Firela asintió.
—La muchacha se ha escapado.
—¡¿Qué?! —El rostro se descompuso en una mueca de incredulidad.
—Lo sentimos. Apareció un sentomentalista y se la llevó con él.
—¿Un sentomentalista? ¿Estáis burlándoos de mí?
Kalendra soltó una carcajada desde su posición. Firela la fulminó con la mirada.
—No, es la verdad. Por eso necesitamos más tiempo.
—No hay más tiempo.
—Entonces no hay chica.
—No te olvides mencionar que el principito sigue vivo —le recordó Kalendra.
Firela suspiró y se lo dijo a Drólserof.
—¿No… no dijisteis que le habíais matado?
—Pues parece que no del todo —replicó ella, mirando de reojo a su hermana.
—Maldita sea… ¡maldita sea…! —exclamó, furioso—. ¿Y vosotras sois las mejores asesinas del Continente? No sois más que un fraude.
Firela respiró hondo y contuvo las ganas de estrellar el espejo contra el suelo.
—Dadnos dos semanas más y los tendréis.
El hombre guardó silencio y se masajeó las sienes. ¿Dos semanas? ¿Disponía de aquel tiempo?
—De acuerdo. Dos semanas más, pero la paga será la mitad de sustanciosa.
—¿La mitad? —se quejó Kalendra.
—Trato hecho —se apresuró a responder Firela—. Dentro de catorce días nos encontraremos en la Posada del Sauce.
—No volváis a utilizar el espejo si no es una emergencia. Recordad que la cuarta vez…
Firela secó el cristal con su manga y la imagen de Drólserof desapareció. Cuando se giró para guardarlo, su hermana la miraba atónita.
—¿Qué pasa? —replicó ella—. No me gusta que me repitan las cosas.
Kalendra sonrió antes de comenzar a toser.
—¿Cuánto tendremos que esperar?
—Mañana por la noche saldré para ver cómo está Salmat de protegido. Con un poco de suerte nos habrán dado por perdidas y podremos salir con la misma facilidad con la que entramos.
Kalendra asintió, preocupada.
—Sabes que hacernos con el trono no va a ser tan fácil ahora, ¿verdad?
Firela se tumbó en el suelo de madera con la mirada clavada en el techo.
—Solo si la niña sigue viva.
—Matamos a Dalía durante el velatorio de Ofelia. ¡Podrían habernos visto!
—Pero no nos vieron. Elegimos un momento perfecto para atacar.
—Elegiste… —le corrigió—. Y no me pareció perfecto. ¡Todo podría haber salido mal!
—¿Con las puertas del castillo abiertas de par en par y la gente entrando y saliendo a sus anchas? No podríamos haber encontrado un momento más idóneo.
—Qué positiva te has vuelto de repente, Fira.
—¡No es para menos! —exclamó— Si no hubiera sido por nuestro querido hermano, Dalía no se habría quedado desprotegida en esa habitación. Le debemos tanto…
—Maldito sea —gruñó Kalendra.
—No seas tan dura.
—Bah…
—¡Kendra, basta! —siseó Firela— Deja de quejarte. En el momento en el que nos coronen olvidarán lo que sucedió y se comportarán como los siervos que son. Además, tendremos la Poesía Real. ¿Crees que alguno se atreverá a hacernos nada sabiendo que podemos condenar al reino entero para siempre con solo prender fuego a un estúpido pergamino?
De pronto, su hermana la miró de otra manera.
—Lo siento… supongo que es el cansancio.
Firela asintió.
—Ahora de lo único que tenemos que preocuparnos es de capturar a la muchacha y rematar al príncipe. Y esta vez nos aseguraremos de que no pueda levantarse nunca más.
—Dalo por hecho. Yo misma le cortaré el cuello.
La vela se quedó sin cera en ese mismo momento, sumiendo la habitación en una completa oscuridad.
—Creo que es hora de dormir.
Firela cerró los ojos esperando a que llegase el sueño. Sin embargo, antes de quedarse dormida, preguntó:
—¿Te acuerdas de cuando empezamos?
—Fira…
—Dijimos que solo sería hasta conseguir suficiente dinero. —Y en un murmullo añadió—: Las heroínas que el Continente necesitaba.
—Si quieres seguir torturándote, hazlo en voz baja —le pidió su hermana, dándole la espalda y pegándose a la pared.
No, Firela no quería seguir torturándose. Ella lo que quería era olvidar; pero no podía. Por eso necesitaba hablarlo con su hermana. Quizás, si dejaba salir sus miedos, la dejarían libre. Pero Kalendra no quería, no le permitía hacerlo en voz alta. No frente a ella. Ella había olvidado y había logrado perdonarse, sin embargo, Firela no. ¿Qué podía hacer?
Se quedó mirando la oscuridad con los ojos bien abiertos. Le gustaba jugar a hacer aquello cuando era pequeña. Cuando intentaba engañarse a sí misma. ¿Estaba con los ojos abiertos o cerrados? La oscuridad era igual de impenetrable en los dos casos.
Pero al menos entonces podía quedarse dormida. Ahora ni eso.
Los recuerdos la asediaban cada vez que cerraba los ojos, cada vez que se distraía o que intentaba relajarse. Por eso siempre se obligaba a pensar. En lo que fuera. Cualquier cosa era mejor que sufrir el acoso del pasado.
Todavía recodaba el olor a queso podrido y a cuero mojado. Sus labios apergaminados, sus dedos sucios sobre su piel de niña.
Firela se estremeció, intentando controlar las arcadas. Se obligó a dejarlo estar, pero cuanto más lo hacía, más nítido lo veía todo. La oscuridad resultaba tan clara como una hoja en blanco…
Llevaban fuera del palacio cerca de una semana. Se habían detenido a descansar en una posada en el reino de Alda y habían pagado un par de noches a cambio de los pendientes de oro de Kalendra. La posada no era gran cosa y la habitación, menos. Contaba con lo necesario para pasar la noche: una cama lo bastante grande como para que cupieran las dos acurrucadas y un lavadero enmohecido. En cualquier caso, no pensaban pasar allí más tiempo del necesario antes de decidir qué rumbo tomar.
Con dieciséis años, el Continente se les presentaba como un lugar repleto de promesas y de secretos maravillosos por descubrir. Lo que ellas no sabían, hasta que fue demasiado tarde, es que también existían otro tipo de misterios: mucho más antiguos que los primeros, pero también más peligrosos y oscuros.
Por suerte para ella, su mente había borrado casi todos los detalles. Sí, recordaba cómo aquel hombre había irrumpido en su habitación en mitad de la noche, y cómo le había ordenado a su hermana que se apartara, y cómo Kalendra se había lanzado sobre él, arañando y gritando… y cómo él la había arrojado contra la pared de un empujón. Pero el resto se perdió en las brumas de la memoria.
Una lágrima se escurrió por su sien hasta perderse en el cabello. Firela tragó saliva.
Kalendra fue quien la despertó aquella mañana. Le dolía todo el cuerpo y aunque no entendía por qué, sabía que durante la noche había sucedido algo malo, terrible.
El cadáver del hombre se encontraba en el suelo de la habitación con una puñalada en la espalda. El cuchillo que Kalendra había utilizado seguía clavado en su carne. Sin poder evitarlo, Firela vomitó.
Aquello no podía estar pasando de verdad, se decía una y otra vez. Tenía que ser una pesadilla. Pero su hermana le hizo ver que no era así y que las dos habían asesinado a aquel hombre. Las dos.
No se molestaron en recoger ni en ocultar las pruebas. Eran demasiadas como para haberlo intentado siquiera. Kalendra recogió el cuchillo y volvió a guardarlo en su morral.
Intentando hacer el menor ruido posible, las dos niñas salieron de la posada y se perdieron en Alda cuando el sol aún no había salido. El miedo atenazaba sus músculos y sus acciones. ¿Adónde irían? ¿Podrían regresar a Salmat? ¿Las perdonaría su hermana? No, no podían regresar. Si habían huido de allí era para volver cuando estuvieran listas. La próxima vez que pisasen Salmat, sería para quedarse y reinar.
Firela sonrío con sarcasmo y se secó las lágrimas. Y reinar…
Cuando amaneció y los comercios abrieron sus puertas, se acercaron a un establo que había a las afueras del reino y se gastaron prácticamente todas las joyas que robaron del castillo solo en las monturas que todavía conservaban. Después de eso, huyeron de allí como alma que lleva el diablo, temerosas de que alguien pudiera reconocerlas y les hicieran pagar por el crimen que habían cometido.
Más tranquilas, al otro lado de la frontera, encontraron una caseta en muy mal estado donde pasar la noche. Allí fue donde juraron guardar el secreto y convertirse, a partir de entonces, en las heroínas que el Continente necesitaba. No podían permitir que ningún hombre les volviera hacer aquello. Ni a ellas, ni a ninguna otra mujer. A partir de entonces, la sangre que derramasen sería solo de hombres. Y debían tener un buen motivo para hacerlo.
¿Qué había sido de aquel juramento?
Los primeros años lo cumplieron a rajatabla. Al principio les costó hacerse a la idea de que matarían a cambio de dinero. Pero una vez hecho el primer trabajo, el resto les parecieron igual. Todavía recordaba cómo se asustó la primera vez que rajó la garganta de un ladrón en Belmont, o la vez que, defendiendo a su hermana, le atravesó el costado con la espada a un viejo vagabundo en Caravás. Durante los primeros años se lo tomaban como un juego. Se llamaron a sí mismas las Asesinas del Humo y nunca pasaba demasiado tiempo sin que alguien requiriese de sus servicios.
En un principio, el resultado de los trabajos, aunque igual de efectivo, no era tan limpio ni discreto como los siguientes. Pero la costumbre y la práctica terminaron por convertirlas en las profesionales que eran hoy en día.
Sin embargo, cuando los trabajos por honor comenzaron a escasear, y cuando los clientes que requerían de sus servicios eran hombres tan despreciables como los que habían estado aniquilando hasta entonces, su filosofía tuvo que cambiar.
No es que les hiciera falta más dinero. En realidad, solo con los ahorros que habían amasado en los últimos años podrían haberse retirado a cualquier lugar tranquilo a descansar. Sin embargo, a Kalendra nunca le pareció suficiente. Y como no sabían cuándo podrían regresar a Salmat, les aterraba pensar que pudieran llegar a quedarse sin dinero algún día y tuvieran que volver a comenzar desde el principio.
Así que una cosa llevó a la otra y diecisiete años después seguían haciendo lo mismo que al principio. Solo que ahora mataban sin hacer distinciones, preocupadas únicamente porque la recompensa mereciese el esfuerzo.
Firela se revolvió en su sitio, incapaz de encontrar la postura adecuada para conciliar el sueño. Le preocupaba el encargo de Drólserof. Le había dado mala espina desde el principio, pero ahora que un sentomentalista se había colado por medio y que su hermano Wilhelm parecía estar de su lado, la cosa se había vuelto del todo inestable.
Entonces, ¿por qué no lo había dejado correr, como su hermana había sugerido?
Porque nunca habían rechazado un trabajo, se dijo. Y no lo iban a hacer ahora solo porque las cosas se hubieran complicado un poco.
Un poco, seguro, se burló.
Tenía que haber una forma de agilizar las cosas. Debían regresar a Salmat antes de que fuera demasiado tarde y alguien usurpara el trono que les pertenecía. En cuanto acabasen con el encargo, se dijo, volverían para quedarse. Pero hasta entonces…
¿Quién podría ayudarlas? ¿Quién podría indicarles qué dirección habían tomado sus presas? Alguien con poder, alguien que lo supiera todo, alguien como…
—Tézcar… —dijo de repente, incorporándose.
—¿Hum? —gimió su hermana aún adormecida.
—Kendra, despierta. Ya sé lo que vamos a hacer.
Su hermana bostezó y gruñó algo sin sentido.
—¿No podía esperar? —dijo, y se puso a toser.
—Iremos a ver a Tézcar.
Kalendra se despertó de golpe al escuchar aquel nombre.
—¿Estás delirando otra vez? No pienso acercarme a ese tipo en lo que me queda de vida.
—Es la única solución, Kendra. Él nos ayudará a terminar el trabajo.
—¿A cambio de qué, Fira? Sabes lo que cobra, y no estoy dispuesta a pagarlo.
—Pues lo haré yo.
—¿E inmiscuir en nuestros asuntos a un sentomentalista?
Firela asintió en la oscuridad.
—Ellos también lo han hecho, te lo recuerdo.
—Pero no se trata de una competición. Ellos son… las presas. Nosotras, los cazadores. No jugamos con las mismas reglas.
—Reflexiona sobre ello esta noche y, si encuentras una solución mejor, me lo cuentas por la mañana.
Kalendra volvió a gruñir algo, pero esta vez Firela no dijo nada. Sabía que había dado con la solución a sus problemas… aunque eran muchos los que se negaban a pagar el precio que Tézcar exigía por sus servicios.