20
La Poesía de la Musa

Aparecieron junto a una tienda de campaña hecha con telas multicolores desvaídas. A su alrededor, solo había una explanada yerma y solitaria. El viento arremolinaba el polvo y los yerbajos a sus pies para después esparcirlos de nuevo.

—Conozco este lugar… —dijo Adhárel.

—Estamos en Trono de Piedra —dijo Duna, tan sorprendida como el resto.

—¿Y qué demonios hacemos tan lejos? —preguntó Sírgeric, mirando la daga con suspicacia—. ¿Nos habrá engañado para alejarnos?

—¿Quién anda ahí? —preguntó de repente una voz desde el interior de la tienda.

—Parece que no… —respondió Duna antes de golpear con el puño la tela y responder a la voz de mujer que les había increpado—. ¿Podemos pasar?

—¿Quién osa molestarme a estas horas?

Sírgeric volvió a mirar extrañado el arma ensangrentada y se encogió de hombros.

—Buscamos a Kastar —exclamó en su dirección el sentomentalista—. Pero creemos que nos hemos… —Una tos surgió del interior de la tela—… equivocado.

—Ya está bien de tonterías. —Adhárel apartó la tela que hacía las veces de puerta y descubrió a Dama Cloto sentada en su trono frente a Maese Kastar. Su aspecto no había variado ni un ápice desde que les visitara en Bereth un año atrás: su piel seguía tan joven como entonces y su pelo negro lo llevaba recogido en una coleta.

—¿Qué crees que haces? —le reprendió la mujer, dejando sobre una mesita el vaso humeante del que estaba bebiendo.

—Nos mentisteis —le recriminó sin detenerse siquiera a presentarles el respeto que merecían. Duna y Sírgeric le siguieron y se quedaron a la entrada—. ¡Dijisteis que no podíais ayudarme y ahora os encuentro charlando con quien me maldijo!

—Adhárel… —intervino Kastar cuando cayó en la cuenta de quién era aquel joven de incipiente barba tan malhumorado—. ¿Cómo habéis…? —El Maese miró en dirección a los otros dos y Sírgeric le enseñó la daga.

—¿Será posible…?

—¿Cómo tenéis tan poca vergüenza de aparecer de este modo en mi hogar? —les regañó Dama Cloto.

Buscad a las Musas, buscad a las Musas, nos dijisteis —le recordó el príncipe—. ¿Para qué? ¿Para retrasarnos? ¿Para desviarnos de nuestro camino? ¡Hemos recorrido el Continente entero en su busca y no ha servido de nada!

—¿Eso crees?

El príncipe le fulminó con la mirada.

—Vos siempre habéis sabido dónde estaba. ¡Solo tendríais que habérnoslo dicho!

Duna miró a Adhárel asombrada; nunca le había visto tan enfadado. El príncipe bajó la mirada, cansado. A los pies de la vieja Cloto descubrió a Tulius, el niño que hacía las veces de paje cuando los némades aguardaban para conocer a la sabia. Su pecho subía y bajaba acompasadamente mientras dormía, ajeno a todo.

—No es tan fácil como crees, muchacho —dijo la Dama, apoyando una mano en el brazo de Kastar para que le dejase hablar a ella—. ¿Qué os hace pensar que sabía dónde se encontraba o cuándo volvería a verle? ¡Suficiente hice dándoos la pista de las Poesías!

—¿Estáis diciendo —preguntó Duna— que ha sido una casualidad que justo cuando logramos dar con él, aparezca en vuestra tienda?

—No existen las casualidades, jovencita. Ya deberías saberlo —le espetó ella. Adhárel no pudo evitar recordar a Wilhelm diciéndole las mismas palabras.

—¿De dónde habéis sacado eso? —preguntó Kastar, señalando a Sírgeric.

—Nos la dio… tu hermano —respondió este.

—¿Giacomo…? —la voz se le quebró.

Los tres asintieron al unísono. La Dama Cloto se llevó la mano a la boca, consternada.

—¿Habéis… hablado con el Flautista? ¿Cómo?

—Se llevó a nuestra amiga —respondió Sírgeric— y quisimos rescatarla.

—Pero eso… eso es imposible.

El joven sentomentalista tragó saliva.

—Ahora lo sabemos.

Entonces la mujer hizo una pregunta que nadie esperaba:

—¿Y cómo… cómo se encuentra?

—¿A qué os referís? —preguntó Duna, agarrando instintivamente el colgante de luzalita.

—¿Está bien? ¿Es… feliz?

—Es el hombre más triste que he visto jamás —le aseguró ella.

Dama Cloto asintió con los ojos cerrados. Una lágrima descendió por su mejilla hasta perderse entre las arrugas de su rostro. Adhárel tosió para romper el silencio que se había instalado y se dirigió a Kastar.

—Maese, hemos recorrido el Continente entero en vuestra busca para rogaros que deshagáis la maldición de la Poesía de mi madre.

Kastar miró a la Dama de reojo y se acarició la barbilla.

—Jamás había conocido a nadie con tanto interés, y os puedo asegurar que he impuesto castigos mucho peores. Admiro vuestra perseverancia.

Adhárel asintió y tragó saliva. ¿Dónde quería ir a parar?

—Sin embargo, no depende de mí que la Maldición abandone tu alma, joven príncipe.

Él le miró de hito en hito y después se giró hacia la Dama.

—¿Qué queréis decir con eso? —Duna avanzó hasta colocarse a su lado.

—¿Cómo que no podéis deshacer el hechizo?

La mujer chasqueó la lengua.

—Ya os lo advertí: la suya es una magia muy poderosa. Tanto es así que ni siquiera él la controla. Pero ¿quién escucha a la vieja Cloto cuando habla? ¿Quién?

—Es imposible —le espetó Adhárel—. Tiene… tiene que haber algún modo de librarme de ella. Por favor, haced un esfuerzo…

Maese Kastar le taladró con sus ojos grisáceos.

—No es cuestión de esfuerzo. Ya os lo he dicho: no depende de mí.

—¿Y de quién depende? —intervino Duna—. ¿A quién tenemos que rendir cuentas?

El Maese y la Dama se miraron con complicidad. Duna puso los ojos en blanco y añadió:

—La pregunta implícita es cómo contactamos con las Musas. —Y cuando los dos se volvieron hacia ella, añadió—: Ya va siendo hora de que alguien les diga que no pueden seguir jugando con nosotros como si nada; están destrozando familias, separando amigos, destruyendo vidas… ¿Piensan seguir así durante mucho tiempo? ¿Dirigiendo nuestros destinos?

—¡Qué sabrás tú de todo eso!

Duna dio un paso al frente y golpeó la mesa con el puño, enfurecida.

—Sé que la persona que más quiero está condenada sin motivo alguno a convertirse cada noche en dragón. Sé que mi mejor amiga está encerrada en una cueva porque un rey cobarde de un reino desaparecido hace años decidió quemar su maldita Poesía. ¿No es suficiente para vos?

—¡A mí no me levantes la voz, jovencita! —le espetó la mujer, reclinándose sobre su trono.

—En ese caso, decidnos cómo podemos hablar con las Musas.

—¡Ya estáis hablando con una! —exclamó de golpe Dama Cloto. Sus palabras flotaron en el aire como el comienzo de un hechizo o una letanía.

Nadie dijo nada. La mujer volvió a recostarse en su sitio y se cruzó de brazos, miró hacia la ventana que tenía a su lado y gruñó.

—¿Contentos? —masculló.

—Sois una… ¿Musa? —preguntó Adhárel.

—Sé que conocéis nuestra historia perfectamente, por lo que bastará con deciros que soy la hermana díscola, la tercera, la última, la única que cometió el error de querer ser humana… La responsable de que se originara todo.

—Vos… —Sírgeric no pudo proseguir la frase. Duna tampoco podía creerlo.

—Cloto… —le reprendió Kastar. Duna se fijó en que aquel hombre era mucho más tranquilo y humano que su hermano Giacomo. En absoluto se parecía al hombre del cuento de Corpuskai: no parecía tener miedo. La vida eterna le había sentado mejor. Las maldiciones que había impuesto no le habían causado traumas ni pesares tan graves como los de su hermano. No parecía que sobre sus hombros cargara demasiada culpa. Y por ese motivo le odió.

—No, Ettore —le conminó Cloto, haciendo un ademán—. Supongo que al menos tienen derecho a saberlo todo.

—¿Todo?

—Pero ¿por dónde empezar? —Ella ignoró la pregunta y se masajeó la sien, agotada—. Supongo que por el final de mi historia de amor con Giacomo y el comienzo de mi infierno en el Continente.

Las palabras de la Musa flotaron por la tienda como los copos de nieve en el exterior, envolviéndoles y rellenando los huecos que ni el Flautista ni Corpuskai habían sabido completar. Así les contó cómo se había refugiado al sur del Continente cuando Giacomo le había abandonado, enfurecido. Y cómo, tragándose su vergüenza, se había desmoronado frente a sus hermanas y les había suplicado que le permitiesen regresar con ellas. Sin embargo, como le dijeron, su decisión era irreversible y tendría que seguir viviendo y sufriendo como una mortal hasta el día de su muerte.

Aterrada por morir sola y desesperada por volver a sentirse parte de una familia, la joven Musa les había rogado que le permitiesen colaborar con su labor. Les propuso a sus hermanas que, ya que no podía volver con ellas, encontrasen la manera de que permaneciese en el Continente tanto tiempo como fuera necesario y que pudiera recordarlo todo para ayudarlas en su misión de mostrar a los hombres el camino correcto a seguir.

Las hermanas se reunieron y optaron por la única opción posible dadas las circunstancias: otorgarle un pedazo de tierra, unos súbditos y convertirla en reina con su Poesía correspondiente. En cuanto al tiempo, tal y como le habían explicado en sueños, cada año que pasase, recibiría el doble de vida. Por eso, aunque envejeciera, tendría la eternidad entera para abrirles los ojos a los ignorantes. Y en cuanto al poder, con sus palabras y sus recuerdos creyó que podría llevar a cabo su misión. Pero se equivocó.

—Tendría que haber olvidado y perdonado para disfrutar de esta triste vida tanto como hubiera podido —comentó la Musa, negando levemente con la cabeza—, pero Giacomo… Giacomo me había arrebatado todas las ganas de ser feliz y creí que ayudando a mis hermanas encontraría un motivo para seguir anclada a este lugar. Sin embargo, mis súbditos me temían, mis hermanas no me permitían regresar a mi verdadero hogar e incluso yo misma había dejado de reconocerme.

»Fue entonces cuando, pensando en todo lo que Giacomo me había arrebatado, encontré la que yo creía que iba a ser la solución definitiva, la panacea de nuestro cometido: la sentomentalomancia.

»Supuse en mi absoluta ignorancia que, si Giacomo y Ettore, junto a los reyes que habían sido condenados por su Poesía, habían logrado entrar en cintura y comprender el valor de la vida y el amor, cualquier hombre que recibiese un don semejante podría ayudarme a extender nuestra misión de manera libre por todo el Continente.

La Musa sonrió entristecida.

—Olvidé el hecho de que otorgaros libertad es sinónimo de desastre.

—Lo que olvidasteis fue el hecho de que no sois nadie para enseñarnos a comportarnos —replicó Duna, cansada de tanto misticismo.

Dama Cloto alzó la barbilla, airada, y siguió hablando:

—Decidimos empezar con los varones de Trono de Piedra. Elegimos a treinta para poder controlarlos con facilidad. Los poderes se repartieron con cuidado, adecuándolos a sus personalidades. ¡Tardamos cerca de un año en elegir el don correcto para cada uno! —Dos nuevas lágrimas se derramaron por su piel—. ¿Y de qué sirvió? ¿De qué? En cuanto se vieron con los poderes y les hube explicado cómo debían propagar la paz en los reinos, se marcharon de la isla con más ansias de aventura que de cumplir su misión. Y así fue.

—¿Por eso los némades hacen largas colas para verte? —preguntó Adhárel.

—¡No! —La mujer soltó una amarga carcajada—. Hacen cola porque mis recuerdos son infinitos y puedo solucionar muchos de sus efímeros problemas. Y también porque saben que aquí está su origen, pero desconocen por qué sus antepasados abandonaron esta tierra en busca de otros hogares. El origen de la sentomentalomancia en el Continente se perdió en las brumas del tiempo hace muchos, muchos años. Aquella treintena de hombres que salieron de aquí fueron el origen de los némades. Cuando llegaron al Continente y mostraron al resto de humanos sus recién obtenidos dones, estos, asustados ante lo desconocido y amenazados por un poder que no podían comprender, emprendieron una lucha encarnizada contra ellos y les repudiaron de todos los reinos. Por ese motivo los némades no tienen ningún asentamiento fijo ni un reino en el que cobijarse. Sin embargo, no deja de ser gracioso que ningún rey sepa el motivo concreto por el que no permite que permanezcan más de una noche en sus tierras. Sí, lo achacan al hecho de que tienen reputación de estafadores, ladrones y mentirosos. ¡Como si dentro de sus murallas no hubiera gente de peor calaña!

Adhárel se sonrojó al escuchar aquello: en Bereth, como en los demás reinos, prohibían que ningún campamento pasara una sola noche entre sus murallas.

—¡Pero ahora los sentomentalistas están por todas partes! —exclamó Sírgeric, más que interesado por los orígenes de su don—. ¿Cómo es posible?

—Nosotras tampoco lo imaginamos, si te sirve de consuelo. Tuvieron que pasar unos cuantos años antes de que reparásemos en que niños nacidos por todo el Continente tenían dones que nosotras no les habíamos otorgado. No fue difícil suponer que la sentomentalomancia podía transmitirse de padres a hijos, pero solo en contadas ocasiones y saltándose generaciones sin ningún tipo de orden.

—Entonces… ¿Vosotras no podéis quitar los dones?

—No sin matar a la persona en el proceso. La sentomentalomancia forma parte de la persona tanto como la sangre o el corazón.

Sírgeric asintió en silencio. Esta vez fue Duna quien tomó el relevo.

—¿Y por qué solo son hombres? Quiero decir, ¿qué pasa con las mujeres? ¿No somos dignas de tal honor?

—¿Acaso te parece un honor ser un sentomentalista? —preguntó la mujer, alzando las cejas—. Desde el principio lo vimos como un castigo, como una carga. No como un premio. Estás muy equivocada si crees que todos los poderes son tan maravillosos y útiles como el de tu amigo —dijo, señalando a Sírgeric—. Incluso el suyo puede ser un incordio llegado el caso.

—Y, sin embargo, vos contáis con uno.

—Recordarlo todo no es ningún premio, Duna. No imaginas la carga que supone no poder olvidar. —La Musa se volvió hacia la ventana—. He visto a muchos quitarse la vida, incapaces de soportar por más tiempo el peso de su don. —Guardó silencio mientras los recuerdos la asediaban—. En cierto modo fue mi pequeña venganza contra los hombres.

Pequeña… —se burló Kastar, que hasta entonces había guardado silencio.

Adhárel negó incrédulo.

—Entonces vos misma os dais cuenta de que es un error intentar controlarnos con magia y hechizos. ¿Por qué no permitís que los reyes reinen sin Poesías y los súbditos no tengan que sufrir la Maldición?

—Es algo que no depende de mí.

—Pues hablad con Ellas —sugirió Duna—. Antes de su próximo cumpleaños, el hechizo de Adhárel debería estar deshecho. Si no, perderá el trono de Bereth, con todo lo que ello conlleva. ¡Y no quedan más que unos días!

—Os lo suplico… —masculló Adhárel.

La Musa miró a Kastar y este se encogió de hombros, como si no tuviera nada que ver con él.

—Haremos una cosa —dijo después de meditarlo—. Marchaos y regresad al amanecer. Para entonces yo habré hablado con mis hermanas y tendré una respuesta que daros. —Viendo las caras de los tres muchachos, añadió—: No os aseguro nada. Quizás recibáis malas noticias, o tal vez no. Sea como sea, lo sabréis por la mañana. Vuestra presencia aquí no acelerará las cosas.

—¿Y qué hay de los niños que el Flautista tiene encerrados? ¿Les dejaréis ir?

—Pedís mucho…

—¡Pedimos lo que nos habéis arrebatado sin ningún motivo! —exclamó Duna, incapaz de controlarse.

Dama Cloto fue a responder, pero se limitó a asentir.

—Marchaos y regresad por la mañana.

Los tres jóvenes hicieron una breve reverencia y salieron de la tienda. Se quedaron atónitos al comprobar que la primera nevada había caído mientras hablaban con la Musa, maquillando todo el terreno con una fina capa de color blanco fantasmagórico.

—En Bereth nunca había visto un paisaje semejante —dijo Duna, cogiendo al aire un copo y viendo cómo se deshacía en sus dedos.

—Creo que es una buena señal —comentó el príncipe, optimista.

—Está a punto de anochecer y no parece que haya por aquí ninguna cabaña donde refugiarse…

—Bajemos al bosque. ¿Qué supone para nosotros una noche más a la intemperie? —bromeó Duna, arrancándoles una carcajada a los demás.

Encontraron una cueva escarbada en la ladera de la montaña en la que la nieve no había logrado penetrar. Desecharon al instante la posibilidad de encender una hoguera por falta de leña seca. Tendrían que pasar la noche acurrucados en sus capas. Deberían haber tenido hambre, pero estaban tan preocupados por lo que la Musa les diría al amanecer que ninguno reparó en los rugidos que emitían sus estómagos.

Llegado el momento, Duna y Adhárel abandonaron la cueva y se alejaron bosque a través hasta perderse entre los árboles.

—De nuevo aquí, ¿eh? —comentó Duna—. Parece que ha pasado una eternidad desde la última vez que estuvimos en esta isla…

—… y destrocé el bosque —añadió el príncipe, mirando a su alrededor. Los árboles arrancados estaban arropados por un manto blanco.

—Sí —ella sonrió y después suspiró—. Creo que nunca hemos estado tan lejos y a la vez tan cerca de conseguirlo.

—Eso parece; una noche más y sabremos si el hechizo me perseguirá el resto de mi vida o, si por el contrario, será una bonita historia que contar a nuestros nietos.

Duna sintió un escalofrío al oírle decir aquello y se pegó a él. El príncipe la rodeó con sus brazos y le dio un beso en el cabello.

—Esta noche quiero volar contigo —dijo—. Por si es la última vez que nos dejan.

—Estaré encantado de llevarte hasta las estrellas, princesa.

Se fundieron en un beso, ajenos a la nieve, al frío y al viento. Un beso que les alejó del Continente, del miedo, de las maldiciones y de cuanto no fueran ellos dos. Las caricias se sucedieron como los versos de una Poesía y la melodía de una canción que solo ellos conocieran. Ya habría tiempo de preocuparse y llorar al amanecer: aquella noche les pertenecía.

A medianoche, se separaron y se miraron una última vez antes de que el dragón tomase forma.

—Hola, pequeño —le saludó Duna, acariciándole el hocico mientras los copos de nieve iban formando una corona plateada sobre su cabello azabache. La criatura gruñó suavemente y parpadeó antes de ofrecerle la pata para que subiera en ella.

Duna se aferró a la garra y después se impulsó hasta estar sobre ella. A continuación, el dragón la acercó a su pecho, que irradiaba tanto calor como una hoguera recién encendida, y se elevaron sobre la isla de Trono de Piedra para disfrutar del que, si las Musas eran misericordiosas, sería el último vuelo de Adhárel.

Quería creer que no era cierto. Tenía que estar equivocada. El vacío que había sentido en su corazón había de tener otro origen. ¿Un viento demasiado fuerte? ¿Un escalofrío por su repentina edad avanzada? Todo menos eso, todo menos…

Firela profirió un grito desgarrador al descubrir el cuerpo sin vida de su hermana en mitad del bosque. Corrió hasta ella y se agachó a su lado.

—No, no… despierta… —le susurraba, mientras le acariciaba el rostro en busca de alguna señal que le indicase que seguía viva—. Por favor, Kendra, no me dejes… por favor, hermana…

Las amargas lágrimas se escurrieron por su deforme rostro hasta el cadáver, dando la sensación de que era la fallecida quien lloraba.

Agarró los fríos dedos de su hermana entre las manos y los acunó, deseando que aquella muestra de dolor le ablandase el corazón a quien pudiera resucitarla, a quien pudiera devolvérsela.

¿Dónde iba a ir ella ahora? ¿A buscar a Lysell? ¿Para qué? ¿Para reinar sin su hermana? ¿Qué sentido tenía todo aquello si Kendra no iba a estar con ella?

—Este era tu sueño… —dijo entre sollozos—. No el mío… Vuelve, por favor… Vuelve…

Pero Kalendra no respondió. Pasaron varias horas hasta que Firela encontró las fuerzas suficientes para dejar a su hermana reposando en el bosque y ponerse en pie. Durante ese tiempo, imaginó que su hermana le hablaba desde el Más Allá y que le encomendaba la misión que ella no había podido llevar a cabo: reinar sobre Salmat y vengar su muerte.

La veda se había abierto. Ya fuera un dragón o un príncipe con un ejército, Adhárel podía empezar a temer por su vida ya que no pararía hasta hacerle pagar por el asesinato que había cometido. Ojo por ojo y diente por diente.

Se aliaría con quien hiciera falta, vendería su alma al primero que se lo propusiera. Cualquier cosa a cambio de ver hechos realidad los deseos de Kalendra. Y que la joven Lysell, estuviera donde estuviese, fuera rezando sus últimas plegarias. Su sangre no tardaría en manchar la oscura tierra del Continente.

Se agachó junto al camino de tierra y arrancó una de los pocos gordolobos dorados que quedaban en pie. Después lo estrujó entre sus dedos y lo dejó caer al suelo. A continuación, se llevó las manos al cinto en busca del resto de semillas… pero descubrió que ya no estaban allí. Su hermano se las debía de haber robado durante la pelea. Enfurecida, echó un vistazo hacia el camino que recorría el bosque.

—No necesito ninguna flor para encontrarte, príncipe —aseguró, al tiempo que la planta recién caída se deshacía en un espeso humo negro.

Wilhelm terminó de vendarse la herida del brazo con un pedazo de tela de su pantalón y se dejó caer sobre la piedra. Una más y estaría listo.

Había saboreado en su paladar la muerte. Se había entregado a la pelea hasta tal punto que había dejado de oír los fuertes gritos que las Voces en su cabeza le proferían.

Había esquivado embistes, detenido estocadas, atacado como un animal salvaje; pero su hermana tampoco se había quedado atrás. Sus músculos se tensaban como los de una pantera con cada finta. Era rápida como una gacela y fuerte como un caballo. Incluso sin espadas, Wil sabía que le habría vencido de no haber sido porque se había detenido en mitad de un golpe antes de dar un paso atrás y retirarse ante la estupefacción del hombre cuervo; su rostro constreñido en una repentina mueca de preocupación de origen incierto.

Entonces había puesto pies en polvorosa como si le fuera la vida en ello, dejándole a él resoplando y sangrando por una decena de heridas repartidas por todo su cuerpo.

Tiró con los dientes de un extremo de la tela sobre la última herida y suspiró agotado.

No había tenido tiempo ni siquiera de secarse el sudor que corría por su frente cuando las Voces reaparecieron con más fuerza y malhumor que antes. Le advirtieron que no volviera a ignorarlas nunca más, que había estado apunto de morir por no escucharlas y que, de ahora en adelante, tuviera mucho más cuidado de a quien se enfrentaba. Wil aguantó el chaparrón sin mover un músculo y, para qué negarlo, sin prestarles tampoco demasiada atención. Hasta que mencionaron el nombre de Lysell.

Aguzó el oído y escuchó cómo le decían que debía abandonar a Adhárel y al resto del grupo en aquel preciso instante. Wil miró a su alrededor para constatar que estaba completamente solo. La primera parte del plan estaba concluida, se dijo. A continuación, le dijeron que plantase allí mismo una de las semillas que le había robado a su hermana, que la regase con una gota de su sangre y que pensase en Lysell con todas sus fuerzas. Dado que no conocía su rostro, ni el timbre de su voz ni sus maneras, tendría que limitarse a meditar acerca del vínculo que les unía. Si lo hacía correctamente, un reguero de plantas ambarinas surgiría del suelo y le llevaría hasta ella.

Se puso manos a la obra y, aunque al principio creyó que no funcionaría, unos segundos más tarde brotó la primera de las flores. Las voces no le felicitaron, pero tampoco él lo esperaba. Asintió para sí y se puso de nuevo en pie con las heridas tirantes. A continuación, prestó atención al resto de las indicaciones que las voces tenían preparadas para él.

Nadie se acordaba del viejo Galasaz en aquella noche de tormenta. Esclavo del petulante Drólserof y de su tenebroso señor, el viejo orfebre hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la caricia del sol en su cuarteada piel, ni de la brisa en su arrugada calva, ni de las sombras difusas recortadas en la claridad que le mostraban sus ojos ciegos.

Allí abajo, en los calabozos más oscuros de aquel castillo en ruinas, aguardaba a que alguien le liberase rodeado de decenas de espejos tan enigmáticos como peligrosos. Los había grandes y pequeños, de pared y de mano; ovalados, cuadrados y de formas grotescas. Los había de cristal claro y oscuro. Los había con mil diferencias, pero todos estaban encantados… o malditos. Pues aquel era su don.

Venido de las tierras del norte, Drólserof le había apresado cuando regresaba a su hogar tras visitar el resto del Continente y vender sus últimas creaciones. Y allí había permanecido hasta entonces. Trabajando bajo sus órdenes construyendo todo tipo de portentos en forma de espejos para que su vanidoso amo pudiera disponer de ellos cuando se le antojase.

En un principio se resistió. No trabajaría para nadie que le tuviera encerrado como a un animal salvaje. Pero después de hablar con el señor del castillo se había dado cuenta de que debía obedecer todas sus órdenes sin rechistar.

Sin rechistar…

El viejo orfebre se masajeó la arrugada frente intentando que los recuerdos regresaran. Pero no lo lograba. Hacía varios días que nadie le visitaba, de eso podía estar seguro. La comida que le habían dejado al alcance, y por la que tenía que pelear para que las ratas no se la robasen, había disminuido hasta casi agotarse. Sin embargo, no era aquello lo que le preocupaba en aquel momento. No, lo que no dejaba de martillearle la cabeza era la sensación de haber perdido hasta ese preciso instante la conciencia del tiempo que llevaba allí encerrado.

Recordaba haber estado trabajando en sus creaciones un día tras otro, y haber dormido sobre el colchón enmohecido de paja, y también haberles explicado el funcionamiento de sus espejos a sus captores. Pero no era capaz de recordar cuándo había sentido por última vez ganas de huir, o de llorar, o de quitarse la vida y terminar con todo aquello. Tampoco recordaba haber echado de menos a su familia, ni a su reino en las heladas montañas de Gélinaz. Era como si no hubiera sentido nada hasta entonces.

Sin embargo, ahora la situación era bien distinta. Como los diques de una presa cediendo bajo la fuerza del agua, el miedo, la angustia, la tristeza y la pena se estaban adueñando de su corazón al mismo tiempo que comprendía lo que había sucedido: le habían hechizado. No sabía cómo ni tampoco quién, pero estaba claro que todo aquello había sido obra de un sentomentalista. ¿Acaso Drólserof, su amo? En realidad daba lo mismo. Lo importante era que tenía que huir de allí como fuera… o perecer en el intento.

Así pues, con aquel pensamiento en la cabeza, apartó de la enorme mesa de trabajo el proyecto en el que había estado inmerso hasta entonces y tomó su cacerola de hierro para empezar a preparar un nuevo cristal que le permitiera salir de aquel castillo y regresar a su hogar. Fuera como fuese.

Duna despertó cuando dejó de sentir el calor del dragón rodeándola y Adhárel volvió a tomar su forma humana. La muchacha se puso de cuclillas sobre la nieve que quedaba en el suelo del bosque y se acercó al príncipe. Le dio un beso en la mejilla y cuando este abrió los ojos le acercó su ropa.

—Hora de despertarse —le susurró al oído, antes de darle otro beso y ponerse de pie. Mientras se estiraba bostezando, el príncipe se vistió—. ¿Estás listo?

Él asintió, inseguro. Duna se acercó y le agarró las manos antes de mirarle a los ojos.

—Escucha… pase lo que pase, nos diga lo que nos diga… voy a seguir a tu lado queriéndote como hasta ahora. ¿Me has oído? Como dragón, como príncipe y como esponja de mar si hace falta.

Adhárel sonrió y la atrajo hacia sí.

—Gracias… —murmuró en su oído antes de darle un beso.

Se agarraron de la mano y subieron la pendiente nevada hasta la cueva donde habían dejado a Sírgeric la noche anterior. Le encontraron durmiendo, acurrucando en el extremo más alejado del agujero.

—Despierta, dormilón —le dijo Duna, zarandeándole.

—Mmmchhh… Cinthia… mmmm…

—Lo siento, pero soy Duna —respondió ella, agarrándole del hombro.

El muchacho abrió los ojos y tardó unos segundos en saber quién era, qué hacía allí y quién le había arrancado del sueño.

—¿Ya ha… amanecido? —preguntó con voz pastosa.

—Te esperamos fuera —comentó Adhárel, dándose media vuelta. Duna le siguió, preocupada por el estado de tensión en el que se encontraba. Temía que fuera a desmoronarse si no recibía la respuesta que esperaba. Pero ¿acaso no se merecía al menos tener esa libertad?

—Adhárel… —comenzó, pero el príncipe se giró y le interrumpió.

—No es por ti. De verdad. Sé que me acompañarías hasta el mismo infierno si hiciera falta. —Duna sonrió agradecida—. Es por Bereth, por el trono, por mi madre… por Dimitri. Anoche dijiste algo que no he podido quitarme de la cabeza: que nunca habíamos estado tan cerca de conseguirlo… y a la vez tan lejos. Ahora veo claramente todo lo que perderé si las Musas no aceptan mi propuesta. Yo no… no…

—Shhh… —Duna le puso los dedos en los labios—. Ya habrá tiempo para lamentarse. No perdamos tan pronto las esperanzas.

Sírgeric salió en ese momento de la cueva, bostezando.

—¡Me dejasteis solo! —exclamó—. No quiero saber qué hicisteis, pero seguro que yo también me lo habría pasado bien…

Duna bufó divertida y después continuaron con la escalada hacia su destino. Llegaron a la cima resollando de tan rápido que subieron. Sin pararse a tomar aire, continuaron hasta la tienda de Dama Cloto y llamaron a la tela con los dedos.

—Adelante… —se oyó su voz desde el interior.

Los tres amigos se miraron una última vez y entraron.

—Sois puntuales como un reloj —apreció la Dama desde su trono. Duna reparó en que sus ojos estaban rodeados por sendos círculos oscuros producto de una mala noche, pero se había cambiado para recibirles con lo que seguramente era su traje de gala. Maese Kastar también estaba allí, en la misma silla de la noche anterior y con la cabeza gacha. ¿Era buena o mala señal? ¿Conocería la respuesta? Duna se obligó a dejarlo estar. Tulius seguía dormitando a los pies de la mujer.

Adhárel cambió el peso de un pie a otro un par de veces antes de que Dama Cloto alzase la vista y dijese:

—Anoche hablé con mis hermanas.

—Al menos es un buen comienzo… —masculló Sírgeric, que se apresuró a añadir—: Lo digo porque así no hemos pasado la noche fuera en balde.

Adhárel le fulminó con la mirada y al instante se calló y bajó los ojos.

—Debo advertiros que están muy disgustadas por vuestro atrevimiento. Nunca antes se habían encontrado en una tesitura como esta… y dudo que vuelva a sucederles.

El príncipe y Duna se miraron. Las preguntas flotaban de unos ojos a otros. ¿Debían tomárselo como algo positivo o negativo? Por respuesta, se cogieron de la mano.

—Les planteé vuestras exigencias tal y como me las hicisteis saber a mí. Discutimos hasta altas hora de la madrugada, pero al final me dieron una respuesta para vosotros.

—¿Y bien? —preguntó el príncipe. Maese Kastar alzó los ojos.

Dama Cloto respiró hondo y respondió:

—Han aceptado deshacer el hechizo. Entendieron que la Poesía de tu madre no debería marcar tu reinado. Así, cuando escribas tu Poesía Real, la maldición te abandonará… para siempre. No volverás a convertirte en dragón nunca más.

Duna sintió que el príncipe le apretaba con fuerza la mano. Le miró de reojo y vio que contenía una sonrisa sin demasiado éxito. Sin embargo, Duna había reparado en algo más.

—¿Habéis dicho… que el hechizo se deshará mientras escriba su… Poesía?

—Eso mismo.

El príncipe cayó en la cuenta de a dónde quería ir a parar.

—¿Mi Poesía?

Dama Cloto asintió una vez más y después añadió:

—También les hice saber vuestro descontento con el hecho de que controlásemos de algún modo vuestros destinos.

—¿Y qué dijeron? —preguntó Adhárel. Ya no agarraba con tanto entusiasmo la mano de ella.

—No les parece justo que lo pida alguien que no sabe qué es luchar contra la profecía de una Poesía.

—¿Qué? —exclamó Duna.

—¡He vivido mi vida entera convirtiéndome en dragón por culpa de vuestra magia! ¿Acaso no es suficiente?

—No —le espetó la mujer—. No lo es. ¿No comprendes que el cometido de las Poesías es enfrentar al rey consigo mismo? ¿Contra sus miedos y vergüenzas? ¿Contra todo lo que intenta ocultar? ¿Es eso lo que tú hacías cada noche transformándote en dragón, príncipe?

Adhárel se mordió la lengua porque ella tenía razón. Había sido su madre quien había tenido que pelear por su reino sin perder el valor y quemar la Poesía.

—¿Entonces…? —preguntó Duna, ansiosa.

—Me han propuesto un trato que debo presentarte —le dijo al príncipe, ignorando a la muchacha—. Mis hermanas están cansadas. Me matarían si supieran que os lo he dicho, pero es la verdad. Agotadas de prestar tanta atención a este mundo, a vuestras vidas, a vuestras batallas y guerras. Quieren desaparecer y marcharse lejos. Olvidarse del Continente y permitiros vivir en paz, como vosotros rogáis. Pero, dime, príncipe, ¿crees que han logrado cumplir su misión? ¿Es el Continente un lugar mejor sin reyes que gobiernen sobre todo y sobre todos? —En este punto miró a Kastar, que no parecía darse por aludido—. ¿En el que para tener el honor de regir sobre las vidas de los demás sea necesario previamente enfrentarse a uno mismo? ¿En el que la vergüenza y la cobardía se castiguen con crueldad?

Adhárel aguardó unos segundos y meditó su respuesta.

—No he conocido otro mundo, Dama Cloto. Ni una vida que no estuviera regida por los designios de las Musas. No sé cómo era antes, ni si los súbditos de ese rey que lo gobernaba todo eran felices. Igual que tampoco sé qué es sentarse en un trono sin sentir el peso de la Poesía y de su Maldición sobre los hombros. Pero lo que sí sé es que el mundo no es mejor. Ni más hermoso, ni más tranquilo, ni más seguro. Las batallas siguen sucediéndose día tras día: si no es por el terreno, es por la electricidad, cuando no por la luzalita. Hay envidias y traiciones como en los tiempos anteriores a las Poesías. El miedo se respira en las calles igual que en los palacios. Los reyes y reinas no dejan de ser humanos corrientes con un exceso de poder entre manos, ¿por qué subyugarles de ese modo cuando deberían estar preocupados por proteger a sus aldeanos y no por incumplir los mandatos de quienes les inspiraron los Versos Reales?

»Es imposible saber que todo mejorará cuando las Poesías desaparezcan. Soy consciente de que los humanos estamos destinados a tropezar una y otra vez con la misma piedra, ¿pero acaso han logrado solventar esto las Maldiciones? ¿Acaso el rey que se levanta donde el anterior ha caído no tiene las mismas posibilidades de cometer errores idénticos y condenar a todo un pueblo de inocentes a una muerte segura?

»Me cuesta imaginar un mundo sin Poesías Reales ni Maldiciones tanto como pensar en un cielo sin luna o sin estrellas, pero estoy dispuesto a enfrentarme a él. Si mis hijos van a vivir en este mundo, quiero que lo hagan tomando sus propias decisiones y aceptando sus consecuencias. Y las de nadie más.

El discurso de Adhárel quedó flotando en el aire viciado de la tienda. Duna le miró con lágrimas en los ojos, orgullosa y emocionada, y no pudo contenerse. Se lanzó a su cuello y le dio un beso en los labios ante la mirada airada de la Musa.

—¡Pero qué desfachatez es esta! —exclamó la mujer, rompiendo el hechizo. Duna se separó del príncipe con una sonrisa en los labios y se quedó mirando al suelo—. ¿Es eso todo lo que tienes que decir, príncipe?

Él asintió.

—En ese caso, aquí está la propuesta de mis hermanas: si superas los designios de las Musas; si no te amedrentas ante tu Poesía Real y aplacas los Versos Reales con el valor y el coraje de quien osa cuestionarse su destino, nosotras nos comprometemos a abandonar este lugar para siempre y dejar que los humanos sigan adelante con sus vidas sin interceder en ellas. En caso contrario, el castigo recaerá sobre ti y sobre todo tu linaje hasta el final de los tiempos. ¿Estás dispuesto, Adhárel de Forestgreen, a cargar con tal responsabilidad?

—¿Qué sucederá con los niños encantados por el Flautista? —preguntó.

—Permanecerán donde están por el momento.

Sírgeric fue a responder, pero Adhárel le puso una mano sobre el pecho y se adelantó.

—¿También ellos quedarán libres si supero las pruebas de mi Poesía?

—Así es.

El príncipe miró a Duna, después a Sírgeric y con voz clara respondió:

—En ese caso, estoy dispuesto a intentarlo.

Dama Cloto asintió, conforme.

—Pues partid y aguardad vuestros destinos con arrojo y templanza. El futuro del Continente depende de vuestros actos, y os puedo asegurar que no será fácil deshacer el entramado que las Musas os tienen preparados en sus últimos Versos.

Los tres amigos hicieron una breve reverencia y dieron media vuelta para salir de la tienda. Una vez estuvieron fuera, Kastar preguntó con voz ronca.

—¿Jugarán limpio?

La anciana mujer se acarició las alhajas que llevaba en los dedos.

—Nunca lo han hecho, ¿por qué iban a empezar ahora? Pero un trato es un trato. Y si pierden, tendrán que cumplir con lo convenido.

—Ya lo imaginaba… —Kastar se levantó y se alisó la túnica—. ¿Necesitáis algo más de mí?

—¿Hechizaste a la niña?

Él asintió, preocupado.

—En ese caso puedes marcharte. Te haremos llamar si requerimos alguna otra cosa.

—Sí, mi señora.

Y con estas palabras, también Maese Kastar abandonó la tienda. A continuación, Dama Cloto chasqueó los dedos y Tulius se desperezó en el suelo.

—¿Qué hay para desayunar? —preguntó el muchacho, estirándose como un gato.

—Hoy puedes tomar lo que te apetezca —respondió ella—. Es un día de fiesta.