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Al son de la música

Cinthia se relamió los labios y siguió caminando. Estaba sedienta, pero apenas era consciente de ello. El sol golpeaba desde el cielo con toda su fiereza. Parecía querer advertirle de que no siguiese caminando, de que se detuviese a descansar bajo la sombra de algún árbol. Pero allí no había árboles, y Cinthia deseaba continuar escuchando aquella hermosa melodía. Si se paraba, la perdería. Y solo pensar en ello la entristecía.

A su lado marchaba una niña mucho más pequeña que sonreía encantada. El osito de peluche que llevaba entre las manos asentía una y otra vez siguiendo el ritmo de la canción. Llevaba el pelo recogido en una larga coleta que se balanceaba de un extremo al otro de su pequeña espalda, divertida. Cinthia también estaba feliz. Por eso sonreía.

No recordaba cuándo había comenzado a escuchar aquella música tan hermosa, pero no podía seguir respirando sin sentirla de fondo. La necesitaba, por encima de cualquier otra cosa. Aquella melodía era más importante que el aire para sus pulmones o la comida para su estómago. Era maravillosa. A veces triste, a veces alegre, a veces lenta y otras, rápida. Subía y bajaba como las laderas del Continente. Contaba historias que solo Cinthia conocía y hablaba de amores imposibles, de batallas olvidadas y de dragones que protegían a princesas. Dragones… princesas… Aquello ya lo había escuchado antes, pero ¿dónde?

¡Qué importaba! La música hablaba ahora de campos llenos de flores y de nubes blancas cubriendo el cielo. No podía distraerse, ¡no quería! Era tan maravillosa, pensaba una y otra vez. ¿Cómo podía existir algo tan perfecto en el Continente? Cuando se lo contase a… a… ¿Cómo era su nombre? ¿El de quién?

¡Ahí estaba otra vez el estribillo que tanto le gustaba!

El viento arrastraba las notas hasta sus oídos, hasta su piel, hasta su alma. Y ella los seguía. No, los perseguía. Quería más, necesitaba más. ¿Y si se terminaban? No, no debía pensar en cosas tan horribles. El mero hecho de preguntárselo le helaba la sangre y le producía escalofríos. La música nunca se acabaría. Seguiría allí siempre, como el sol o la luna. Aunque pasasen los años, aunque ella desapareciese, la melodía continuaría allí. E incluso después, cuando su alma abandonara su cuerpo, serían aquellas notas las señales que le indicarían el camino. ¿Qué haría sin ellas? Nada. Pero no había de qué preocuparse, seguirían allí… seguirían allí…

¡Eh! ¿Quién era ese niño que iba delante de ella? ¡Era injusto! ¿Cómo… podía…? ¿Cómo…? Bah, daba igual… Aquella música era solo para ella y lo sabía, pero no le importaba compartirla. Todo el mundo merecía escucharla y sentirse un poco más feliz.

La melodía los llevó por valles y llanuras. El paisaje desfilaba ante ellos sin que ninguno le prestara atención. ¿Para qué? Lo que sentían era tan maravilloso que lo mejor era cerrar los ojos y dejarse arrastrar. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo sin aquella música? Más aún, ¿qué había pasado en el tiempo que no había existido aquella canción? Nada importante, seguramente. Su vida comenzaba de nuevo con cada nota. Era tan feliz que no podía dejar de sonreír. Ni ella ni los demás.

Horas más tarde llegaron a un nuevo reino sin que ninguno de los muchachos se diera cuenta. Mientras la música siguiera sonando, les daba igual hacia donde se dirigían o cuándo llegarían a su destino, fuera cual fuese.

A la cabeza del grupo de niños y niñas, un hombre disfrazado de arlequín con los colores desvaídos y una máscara cubriéndole el rostro, trotaba al ritmo de la música que producía su hermoso pífano de madera tallada. Parecía disfrutar tanto como su séquito, y es que la música había sido su vida desde que tenía uso de razón… o hasta donde quería recordar.

Cuando cruzaron la frontera, el arlequín se detuvo a tomar aire, sonrió y volvió a tocar con más fuerza y energía su pífano, preocupado porque alguien no llegara a escucharle.

Ya voy… decía sin palabras.

Ya voy… y estéis donde estéis, os encontraré…