19
El galán deshonrado

El príncipe se detuvo a las puertas de la muralla resollando y con la pierna herida palpitando de dolor. Miró al cielo y vislumbró el sol tras unos jirones de nubes oscuras. El mediodía debía de haber pasado hacía tiempo. Ahora que Kalendra había muerto, empezó a preocuparse por Duna y Sírgeric. Aguardaría un par de horas más y después se acercaría a la gruta del Flautista, decidió.

Mientras tanto, lo mejor sería que alguien le permitiese resguardarse en algún lugar para desinfectar las heridas y curarle la pierna. Hasta entonces no había reparado en el manchurrón rojizo que se extendía por el pantalón desde el muslo hasta el empeine.

Cojeando, atravesó el portón desprovisto de guardias y subió por la empinada calle hacia la casa del pequeño Timmy. Lo último que quería era meter en problemas al muchacho, pero ¿dónde si no podía ir?

Giró por una de las bocacalles y continuó adelante obligándose a no detenerse. El dolor de la pierna le subía hasta los hombros en forma de escalofrío. Cuando creyó que se había perdido entre tanta casa idéntica, descubrió al niño sentado en la calle con la espalda apoyada en la pared y lanzando piedrecillas al cuerpo sin vida de un gato negro.

—¡Timmy! —exclamó apenas sin voz.

El chiquillo alzó la mirada y al verle se asustó, pero después le reconoció y cogió su muleta para acercarse a él.

—¿Qué oz ha pazado? —preguntó, sin apartar los ojos de la herida de la pierna.

—Me caí… en el bosque —mintió el príncipe, intentando sonreír—. ¿Crees que tu madre me permitiría esperar a mis amigos en tu casa?

El niño le miró a los ojos y después volvió a concentrarse en la pierna. Se mordió el labio.

Ez que no zé, zeñod. —Con la mano que no sujetaba la muleta se retorció los bajos de su camisola—. Zupongo que…

—Por favor.

Timmy suspiró preocupado y se encogió de hombros.

Máz ya no pueden caztigadme

El príncipe le miró agradecido.

—Zeguidme.

Le guió por las calles sin decir una palabra. El príncipe fue unos pasos por detrás, sorprendido por el hecho de que absolutamente nadie se asomara a las ventanas. La muralla estado desprotegida, las calles vacías, las tiendas cerradas. ¿Acaso sucedía esto siempre que el Flautista visitaba el reino? ¿Cómo podían soportarlo?

Aguaddad aquí —le pidió el niño—. Voy a hablad con mi madde antez. No quiedo que ze azuzte.

Sin dejarle tiempo para responder, desapareció tras la puerta de madera. El príncipe se apoyó en la pared y tomó aliento.

Unos segundos más tarde el chiquillo regresó.

—¡Puede pazad, zeñod! —anunció, ilusionado.

El príncipe se lo agradeció y entró en la casa. Al instante una mujer delgaducha y con la nariz aguileña subió las escaleras del sótano con los brazos en jarra.

—Gracias, señora —le dijo el príncipe—. Antes de la noche me habré marchado…

La mujer le miró de arriba abajo y se detuvo en la herida de la pierna. No parecía demasiado preocupada. Tenía unos surcos oscuros alrededor de los ojos. Adhárel se preguntó qué clase de imagen debía de estar llevándose de él. La de un pordiosero sangrante, supuso.

—Las habitaciones están arriba —comentó, con un tono monocorde—. Timmy os indicará el camino. Yo subiré enseguida.

El muchacho le agarró del brazo, ansioso, y le llevó por la destartalada escalera de madera hasta una habitación con las cortinas corridas y un viejo camastro cubierto por una manta oscura.

Ez la de mi hedmano Anked, pedo él ce fue de caza hace mucho tiempo y zólo viene a vizitadnoz en vedano —explicó el muchacho, mientras le ayudaba a recostarse.

El príncipe reprimió un gemido cuando levantó la pierna. La madre de Timmy llegó en ese momento con una palangana llena de agua, un tarro cerrado y unos trapos blancos. Dejó todo sobre la mesilla que había junto a la cama y sacó unas tijeras del delantal que llevaba sobre la falda.

Sin decir una palabra, sujetó la pierna de Adhárel y fue cortando el pantalón sobre la herida. Timmy se alejó un paso al ver el mal estado de la herida cuando quedó la pierna desnuda. A pesar del aspecto, Adhárel no se preocupó: sabía que con la transformación cicatrizaría rápidamente. Aquella iba a ser una de las cosas que más echaría de menos cuando dejase de transformase en dragón durante las noches. Si es que algún día dejaba de estar maldito.

—He visto heridas peores —masculló la señora, impasible. Eligió uno de los trapos y lo mojó en el agua; a continuación, se la pasó por la herida. Un escalofrío le recorrió el cuerpo a pesar de que el agua estaba tibia. Cuando se deshizo de toda la sangre que rodeaba la puñalada, abrió el pote y extendió sobre ella un ungüento parduzco. La herida se resintió al instante y Adhárel tuvo que apretar los dientes para no gritar. Unos segundos después, solo quedaba una sensación fría en el muslo.

—Voy a vendártelo con este trapo —le indicó la mujer—. Las gasas se me han terminado y no puedo salir a comprar hasta que… —Adhárel creyó ver cómo se sonrojaba—. Da igual. Con esta tela servirá.

La cortó por la mitad en forma de tira y colocó una parte encima de la otra. Después las unió por un nudo y dejó la pierna reposando.

—Esto servirá por ahora.

—Os lo agradezco —dijo Adhárel, tomando nota de recordarlo cuando estuviera de vuelta en Bereth. Estaba seguro de que una bolsa de berones compensaría aquel gesto.

La mujer instó a Timmy a abandonar la habitación con ella y a dejarle descansar. El príncipe se despidió de ellos con la mano y después cerró los ojos. Respiró hondo e intentó recapitular, aunque fuera por poner orden el torbellino en el que se había convertido su cabeza: Duna, el Flautista, Kalendra, Firela, el hombre que las había contratado para matarles, la maldición, Cinthia… Wil. No, aquel tema no quería tratarlo. Había desconocido las intenciones del hombre cuervo, pero no había dudado ni un instante de él. ¿Por qué iba a empezar ahora solo por lo que Kalendra le había dicho? Pero entonces, ¿dónde estaba ahora? ¿Había logrado escapar de Firela?… ¿O no habían llegado a pelear realmente?

—Maldita sea —masculló, llevándose los puños a los párpados y haciendo fuerza. Kalendra había logrado sembrar la desconfianza antes de morir, y el príncipe se lo había permitido con total facilidad. Pero ¿cómo podía demostrar que se equivocaba? No podía: solo cabía esperar y aguardar a que Wilhelm regresase con ellos.

Estaba inmerso en este dilema cuando Duna y Sírgeric se materializaron en la habitación. Adhárel agradeció poder dejar de pensar en Wilhelm aunque fuera por un tiempo. Reparó enseguida que Cinthia no les acompañaba.

—¡Adhárel! —exclamó Duna, alarmada al ver el estado de su pierna—. ¿Qué te ha sucedido?

—¿Y Wil? —preguntó Sírgeric.

El príncipe se incorporó y les pidió que bajaran la voz. Después procedió a contarles el ataque sorpresa que habían sufrido, la pelea con las gemelas, la posterior ayuda de los némades y el enfrentamiento con Kalendra.

—¿Está… muerta? —preguntó Duna, asombrada.

—Me aseguré de ello.

—¿Y la otra?

Adhárel apartó la mirada.

—Wilhelm debía encargarse de ella. Pero no sé qué ha sucedido.

—¿Crees que le ha podido pasar algo? —quiso saber Sírgeric.

—Estoy seguro de que sabe cuidar de sí mismo —se limitó a responder el príncipe. Como no quería que siguieran preguntándole al respecto, cambio de tema y les preguntó por sus hallazgos. Así, entre los dos, interrumpiéndose cada tres frases, le contaron al príncipe todo lo que habían logrado averiguar sobre el Flautista, la maldición y las Musas. Por último, le enseñaron el arma ensangrentada.

—¿De verdad crees que funcionará? —le preguntó el príncipe a Duna.

—¿También voy a tener que convencerte a ti? —le recriminó ella, en voz baja— ¡Te recuerdo que por el momento no hemos logrado nada! Es nuestra única opción, y no me parece tan descabellada.

—Pues un poco sí lo es… —masculló Sírgeric. Después reparó en el gesto de Duna y añadió—: Pero vaya, que me parece bien, ¿eh? Ya te dije que yo pensaba probarla en cualquier caso.

—En ese caso deberíamos irnos inmediatamente —opinó Adhárel.

—¿Vas a despedirte de Timmy o…?

—Temo que sea peor si entra y os descubre aquí. Le dejaré una nota de agradecimiento… —decidió, incorporándose para rebuscar en el cajón que tenía la mesita de noche—. ¡Ah! ¡Aquí hay papel y tinta!

—Creo que no será necesario… —Adhárel cerró el cajón al mismo tiempo que la puerta se abría de par en par.

Timmy les miraba consternado desde el dintel, pero no había sido él quien había hablado, sino el hombre que le tenía agarrado por el cuello y que le amenazaba con una brillante espada.

Duna se llevó las manos a la boca. Creía estar viendo un fantasma. Drólserof le sonreía con autosuficiencia mientras pasaba la mirada de ella al príncipe y del príncipe al sentomentalista. El sudor le corría por la frente y las patillas mientras se relamía los labios y suspiraba cansado.

—Lord Guntern… —balbució la muchacha, incrédula.

—¡Mi nombre es Drólserof, estúpida! —estalló el noble de pronto, acercando el filo al cuello de Timmy—. ¡No se te ocurra volver a llamarme así nunca! Henry Guntern ha muerto.

El príncipe recordó de golpe el baile de su vigésimo cumpleaños. Y con ello, al acompañante de Duna, sus felices deseos y sus malas formas. ¡De eso le conocía! Cuando había visto por primera vez a Drólserof no había logrado ubicarle, pero ahora lo recordaba perfectamente. Y no le hizo ninguna gracia.

—¿Qué quieres? —le preguntó el príncipe con voz gélida mientras se ponía en pie.

—¿Que qué quiero? —se burló el noble—. ¡¿Que qué quiero?! ¡Que paguéis por todo lo que he sufrido en este tiempo!

—Lo que nos faltaba… —masculló Sírgeric cruzándose de brazos.

—Cierra el pico si no quieres que acabe con este crío —le amenazó. Timmy se puso a temblar.

Sírgeric hizo ademán de ir a por él, pero Adhárel le detuvo poniéndole la mano en el pecho.

—¿Qué se supone que te hemos hecho? —inquirió de nuevo el príncipe—. Ha debido de ser algo terrible para perseguirnos por todo el Continente y llegar a estos extremos.

—¿No podemos solucionarlo de otra manera?

—¿Y me lo dices… tú? —replicó, dolido y repugnado por tener que dirigirse a ella—. ¿Tú que me abandonaste sin ningún motivo? ¿Que me quitaste lo único que apreciaba en la vida?

—Tampoco llegamos a congeniar tanto —le espetó ella.

—¡No hablo de nosotros, campesina! —El lord respiró hondo y se sobrepuso—: Hablo de mi título, de mis tierras, de mi legado familiar…

—¿Estás diciendo que los perdiste por mí?

—Por ti y por tu maldito príncipe: cuando decidiste abandonarme regresé a mi casa para darle la terrible noticia a mi madre. La pobre mujer no pudo soportar la pena y, enferma como estaba, falleció maldiciéndome a mí por no haberle dado lo que más deseaba: nietos.

Sírgeric tuvo que morderse la lengua para no estallar en una carcajada. Drólserof no se dio cuenta de tan inmerso como estaba en su historia.

—Mi padre me desheredó inmediatamente. ¡Me acusó de su muerte! Y me quitó cuanto me pertenecía por derecho propio. Ahora, por fin, voy a hacer justicia arrebatándote lo que más quieres.

Duna suspiró, agotada.

—Esto es absurdo ¿Nos has perseguido por un puñado de hectáreas y un cofre de berones? ¿De qué va a servirte? ¿Acaso tu padre te devolverá lo que te arrebató si nos matas?

—¡Cierra el pico! ¡Lo que ocurra después no te concierne ni a ti ni a nadie!

Pero Duna no se calló.

—¡No es culpa nuestra que tus padres estuvieran locos y que lo único que te importe más que tu propia vida sea el poder!

El tono de piel de Drólserof subió varios tonos hasta ponerse rojo. Adhárel percibió cómo apretaba con saña el arma. Parecía estar haciendo verdaderos esfuerzos por controlarse y no clavársela al niño.

—Suéltale y déjanos marchar —intervino—. Él no tiene la culpa de nada y vas a hacerle daño.

El noble se giró hacia el príncipe.

—Tú siempre tan formal, tan educado… Todavía recuerdo cuando me dirigía a ti con respeto y sumisión. Era tu mayor defensor, ¡incluso cuando el reino entero hablaba de ir a la guerra y tú no se lo permitías!

—Eso nunca llegó a suceder.

—Incluso entonces yo te alababa como al rey que serías en el futuro. ¿Y cómo me lo pagaste? ¡¿Cómo?! —gritó—. ¡Arrebatándome a mi futura esposa y huyendo como un cobarde!

—¿Cómo? —Duna no daba crédito a sus oídos—. Escucha una cosa. Yo nunca me hubiera casado contigo, aunque me hubiese quedado en Bereth. ¿Comprendes?

—Veo que sigues sin entrar en cintura, con esa lengua tuya tan insolente y sibilina.

—Si tanto te molesta, no habernos perseguido hasta aquí.

Drólserof se rió entre dientes.

—Si he venido hasta aquí, ha sido para cortártela. —Se giró hacia Sírgeric—. Tú, no intentes ninguno de tus trucos y saca el cuchillo que llevas en tu cinturón.

El sentomentalista miró a sus dos amigos y después obedeció.

—Pásaselo al príncipe. ¡Vamos! Haced lo que os digo o la muerte de este niño pesará sobre vuestras conciencias.

En ese momento, una mancha oscura se extendió por los pantalones de Timmy.

—¡Qué asco! —exclamó Drólserof. Después miró al príncipe, que sostenía el cuchillo—. Quiero que seas tú quien le corte la lengua a esta desvergonzada.

—Debes de estar loco si piensas que voy a…

—No, no… —Él ensanchó su sonrisa y pegó la espada al cuello del niño—. Date prisa. No sé cuánto tiempo podré resistir las ganas de rebanarle el cuello.

Duna se llevó las manos a la cabeza.

—Pero ¿qué te ocurre? —exclamó—. ¿No puedes aceptar que no te quisiera? ¿Por qué no castigas al verdadero culpable de tu situación? ¡A tu padre!

—¡Los únicos culpables sois vosotros! ¡La ley de Bereth siempre ha permitido que el marido deshonrado pueda recurrir a la Guardia Real para enmendar la afrenta! Sin embargo, a mí me gusta tomarme la ley por mi mano.

—¡La reina abolió los matrimonios concertados cuando nos marchamos!

—¿Crees que me importa?

—Duna tiene razón. Y si lo que quieres son tierras, nosotros te las daremos —le aseguró el príncipe.

—Ya es demasiado tarde. Además, la oferta de tu hermano resulta mucho más suculenta.

Adhárel se quedó atónito.

—¿Mi… hermano? ¿Dimitri? —Dio un paso al frente—. ¿Qué tienes tú que ver con ese monstruo?

—Le dijo el dragón al ogro…

Adhárel dio otro paso hacia él con el cuchillo alzado, pero la integridad de Timmy peligraba en manos de aquel loco.

—Dimitri me ha proporcionado lo que necesitaba: poder y dinero. Con su ayuda di con las Asesinas del Humo, y gracias a ellas os encontré a vosotros. Cuando termine con mi trabajo, podré ayudarle a conquistar el Continente y entonces hasta mi padre vendrá a pedir clemencia.

—¿También te cambió el nombre?

Lord Guntern sonrió con autosuficiencia.

—Eso fue cosa mía: Henry Guntern de Loresford había muerto. Drólserof es un anagrama. Ingenioso, ¿no creéis?

Los tres amigos se miraron entre sí sin saber muy bien qué responder. Duna rompió el hielo.

—¡¿Pero es que eres tan tonto que no te das cuenta que te está utilizando?!

Reparó entonces en la perturbadora mirada de Lord Guntern; en que el color de sus ojos era aún más oscuro de lo que recordaba, casi negro.

—Por el Todopoderoso, está bajo su influencia… —masculló lo suficientemente alto como para que Adhárel la oyese.

—No sé qué te habrá ofrecido mi hermano, pero podemos llegar a un acuerdo…

—¡Deja de hablar y haz lo que te he ordenado! —Los ojos parecían a punto de salírsele de las cuencas. Su mano temblaba cada vez con más intensidad—. ¡Vamos! ¡La lengua!

El príncipe se giró hacia Duna y esta tragó saliva. Miró el cuchillo y después a Drólserof.

—Henry, por favor… —imploró Duna de pronto, consciente de que ya no podía perder nada.

—Tus súplicas llegan tarde.

«¡Pam!».

La puerta de la habitación se abrió en ese momento de par en par y golpeó a Drólserof en la espalda.

—¡Ññah! —Con un gruñido, Timmy se deshizo de su abrazo y le propinó un pisotón con saña.

—¡Niño del demonio! —exclamó el noble, intentando incorporarse. Pero Sírgeric y Adhárel se lanzaron sobre él antes de que tuviera tiempo, y mientras el primero le alejaba la espada de un puntapié, el otro le levantaba por el cuello de la camisa.

—Te advertí que esto no podía acabar bien —le dijo el príncipe.

El enano le sonrió, a pesar de que los ojos le brillaban de miedo, y replicó:

—Él terminará… lo que yo he empezado. Tu final está cerca, príncipe… más de lo que imaginas.

Todo sucedió muy rápido: Lord Guntern metió la mano en su pantalón y sacó un puñal que relució en la penumbra de la habitación. Duna lo vio a tiempo para advertir al príncipe y este, con un acto reflejo, soltó al noble.

Lord Guntern recorrió los pocos centímetros que le separaban del suelo y se escurrió con el charco de orín que había a sus pies, con tan mala suerte que su cabeza fue a parar a los pies de la cama con un sonoro golpe. Todos se quedaron en silencio aguardando a que se levantara, pero en ese momento un hilo de sangre se extendió por la madera desde su cabeza.

—Cielo santo —murmuró la madre de Timmy, quien había abierto la puerta, más cansada que sorprendida—. ¿De verdad esperaba que fuese a quedarme quieta como me ordenó cuando amenazaba a mi niño? Ayudadme a sacarlo antes de que empiece a oler.

Los tres se miraron estupefactos ante la frialdad de la mujer y después se dispusieron a obedecer.

El cuerpo de Henry Guntern de Loresford todavía estaba caliente cuando lo dejaron en una fría y sombría esquina.

Poco después, se despidieron de Timmy y de su madre sin dar demasiadas explicaciones respecto a cómo habían aparecido Duna y Sírgeric en la habitación. Ella tampoco les hizo ninguna pregunta.

Después, se alejaron por la calle de Hamel hasta estar a cierta distancia de la casa y asegurarse de que no les veían. Sírgeric desenvolvió entonces el puñal que el Flautista les había entregado y los tres se agarraron de la mano.

—¿Listos? —preguntó.

Duna miró al príncipe y se encogió de hombros.

—No, pero dudo que sirva de algo.

Antes de desaparecer, la muchacha vio por el rabillo del ojo como una pequeña mano agarrada a una muleta les decía adiós desde el final del callejón.