18
Amor maldito

—¿Dónde has oído ese nombre? —preguntó Duna con un hilo de voz.

—¿La conoces? —quiso saber Sírgeric, sorprendido de que su amiga le estuviera siguiendo la corriente.

Duna le ignoró y siguió mirando con avidez al Flautista. Él, por el contrario, bajó los ojos con un ligero temblor en los labios.

—¡Contesta! —le ordenó, impertérrita.

Recordaba el nombre como si lo hubiera oído de boca de la criada del capitán Emmerson aquella misma mañana. Desde que partieron de Luznal, no había podido quitárselo de la cabeza. Elecsa… Elecsa… Se había instalado en sus recuerdos y en su corazón como un puñal en forma de pregunta o un misterio sin solución. ¿Era una mujer? ¿Un antiguo reino asolado por las Musas en el pasado?

Levantó la mano para golpear al Flautista cuando este comenzó a hablar.

—Pensé que la amaba… —dijo este con la voz rasgada—. Elecsa. Pronunciar su nombre me trae el aroma del mar y los recuerdos de un pasado que hasta ahora creía un sueño. Las olas. Dibujos en la arena con una rama… —Se interrumpió con una carcajada. ¿O era un sollozo?

Duna y Sírgeric se miraron consternados. ¿Podía ser que tantos años de plena soledad hubieran minado su juicio, o estaba fingiendo perder la cabeza? No había manera de saberlo, dedujeron por separado. Solo quedaba escuchar e intentar sacar en claro lo que buenamente pudieran.

Los ojos del Flautista se encontraban más allá de la cueva, de Hamel y del Mar del Sur cuando prosiguió.

—Hacía mucho tiempo que cargaba con el castigo impuesto por las Musas. Siglos, años, semanas, días, horas… Nadie puede entender la soledad como yo. Vivo como un fantasma encadenado a este mundo para toda la Eternidad. ¿Es eso justo acaso? ¿Lo es? —No esperó la respuesta y siguió divagando. A Duna no le cupo la menor duda de que en el pasado había sabido engatusar con sus palabras como el mejor de los némades—. Eran ya cientos los niños que había salvado del destino gris de sus familias trayéndolos a esta cueva. ¡Decenas los reinos que había visto sucumbir a la codicia de sus reyes y florecer sobre las ruinas de los caídos! Generaciones enteras las que habían poblado y abonado las tierras del Continente con sus restos cuando me decidí a viajar al sur. —Tras decir aquello, se detuvo un instante—. No sabía de cuánto tiempo disponía antes de que volvieran a requerir mis servicios, por lo que no me demoré y partí al poco de tener la idea. Temía encontrármela, pero al mismo tiempo lo deseaba con fervor.

Los amigos se miraron. ¿Hablaba de Elecsa? ¿De la Musa convertida en humana? ¿O de otra persona con la que temiera reencontrarse?

Sin darse cuenta, Duna le había soltado y se había reclinado para escuchar. El Flautista, por el contrario, continuaba con la espalda sobre la tierra, mirando al techo.

»No había regresado desde que me castigaron. Aquella tierra me traía el recuerdo de la libertad, de una vida que jamás volvería a degustar y que se me atragantaba en la garganta como una bocanada helada de agua de mar. Pero allí estaba: andando por sus campos y aspirando su aroma salino… hasta que llegué a un abismo que no recordaba que existiese.

»La tierra, otrora cubierta de montañas y pastos verdes, terminaba abruptamente mucho antes de lo que recordaba en escarpados barrancos que se despeñaban en el mar. ¿Estaba volviéndome loco? ¿Me había confundido de camino? Sí, habían pasado más de cien años desde que no bajaba allí, pero mi memoria, por desgracia, seguía tan intacta como al principio. Y aquello no era como debía ser.

»¿Qué había pasado con el resto del Continente?, me pregunté. ¿Un gigante se había tragado la tierra de mi infancia? ¿Cuándo? Antes de poder encontrar respuestas, estalló una fuerte tormenta, como si el cielo no quisiera que lo averiguase, y tuve que buscar un lugar en el que guarecerme. —Duna dedujo que volvía a delirar, por lo que dejó de prestar tanta atención—. Por suerte di con una amable pareja que me acogió en su hogar para pasar la noche. No recuerdo sus nombres, pero sí sus voces. Curioso, ¿no es cierto? Era la primera vez desde hacía mucho tiempo que no conversaba con nadie, ¿sabéis? Pero al menos no había olvidado cómo se hacía.

»Tras la cena, les entretuve con mi pífano hasta bien entrada la noche. La mujer no tardó en retirarse, por lo que el hombre y yo nos quedamos solos aguardando el amanecer. Fue entonces cuando me habló de las leyendas que habían aparecido en aquella tierra después de abandonarla.

»Me habló de la Tormenta de fuego y de cómo los rayos habían desgarrado el sur del Continente hasta alejarlo mar adentro. También me habló de las extrañas criaturas que habían surgido del mar tiempo después navegando sobre peces gigantes y nenúfares sin tallos tan grandes como palacios…

—Creo que ya hemos oído suficiente —le interrumpió Sírgeric de malas formas.

El Flautista reparó en ellos de pronto y sus ojos reflejaron su extrañeza. Poco después, pareció recordar dónde estaba y quienes eran ellos.

—¿Creéis que me lo estoy inventando, chiquillos engreídos? —preguntó, incorporándose hasta quedar sentado frente a ellos— ¡Sois todos iguales! Por eso los prefiero a ellos —señaló a la gruta de la cueva—. No hablan, no contestan, no opinan.

—¿Eso crees? —replicó el sentomentalista— ¡Estoy seguro de que si les permitieses hablar, te dirían unas cuantas cosas! Y dudo que fueran especialmente dulces.

Duna le dio un codazo a Sírgeric para que cerrase la boca.

—Por favor —intervino ella—, sigue hablando. Necesito saber quién es Elecsa…

El Flautista miró de soslayo a Sírgeric con desdén antes de reanudar la historia.

—¿Por dónde iba?

—Por los nenúfares mágicos —respondió el chico con sorna.

—Sí, sí. Los nenúfares y los peces gigantes. —El hombre asintió sin reparar en el tono de burla del joven—. Como os decía, no sé cuánto de verdad y de mentira había en lo que el hombre me contó. Lo único cierto era que parte del Continente había desaparecido, y que hasta el momento solo tenía su versión de los hechos. Transmitida tal cual por su padre y por el padre de su padre. —Se detuvo y se golpeó con el dedo índice la barbilla—. ¿Sabéis qué es lo más curioso?

—¿Que los nenúfares no crecen en el mar?

—No. Que me suplicó que no lo olvidase nunca porque él no había tenido hijos a quien contarles la historia.

—Conmovedor. —Sírgeric se giró hacia su amiga—. Por favor, Duna. Tenemos que irnos. Estamos perdiendo el tiempo. ¿Qué más da quien sea esa Elecsa? ¿Qué importa? ¡Tenemos que salir de aquí con Cinthia!

La muchacha observó el colgante de luzalita en la palma de su mano. Después cerró el puño y negó con la cabeza.

—Quiero escuchar el resto de la historia.

Al volverse hacia el Flautista, descubrió que este miraba fijamente la arena del suelo. Tras pedirle que continuara, asintió.

—Cuando el hombre terminó de hablar, me di cuenta del daño que habían hecho mis vanidosas acciones. Desde luego que él no sabía quién era yo, ni cuál había sido mi castigo, ni quién había sido… bueno, Ella. Pero a mí me fue muy fácil relacionarlo todo. Me di cuenta de que debía pagar por mis acciones y que Ellas me estaban dando la oportunidad de enmendarlas… a su manera.

»Con todo, quise seguir adelante. Me había prometido no detenerme hasta llegar al sur y no lo iba a hacer con el primer cambio de viento. Así, con ayuda de aquel amable hombre, construí una barca lo suficientemente resistente como para no volcar con el oleaje, pero también fácil de manejar por una sola persona. Como ya os he dicho, soy inmortal para mi desgracia. Pero estaréis de acuerdo conmigo en que cruzar el mar a nado no es algo recomendable.

—¿Podemos escuchar la versión corta? —preguntó Sírgeric, cada vez más nervioso. Duna suspiró, cansada de lidiar con su malhumor. Estaba claro que aquel hombre, por muy malvado que les pareciese, necesitaba hablar de lo que fuera con quien fuese. Aunque por otro lado, Sírgeric tenía razón: tampoco disponían de toda la eternidad, como él.

—Encontré la isla por casualidad. Aunque sería más acertado decir que la isla me encontró a mí; las rocas de sus escarpadas orillas destrozaron por completo mi embarcación antes de que pudiera tan siquiera maniobrar, reduciéndola a un millar de astillas que el mar se tragó. Y eso que buena parte de la tierra brillaba como si de un faro encendido se tratase…

—Luznal —se aventuró Duna.

—Así fue como me la presentaron a la mañana siguiente. Luznal o Coral de luz, como la llamaban los luznenses. Una tierra cuyos cimientos eran de un material más preciado que el oro y más extraño que el diamante en el Continente. —El Flautista se encogió de hombros, como si alguien le hubiera hecho una pregunta y estuviera pensando la respuesta más adecuada—. Supongo que siempre estuvo allí… pero que no se hizo evidente hasta que la tierra se abrió y se separó del resto.

»Tardé casi una semana en conocerla. Durante aquellos primeros días, malviví en el interior del establo de un vecino al que tuve que convencer de que no era ni un maleante ni un ladrón. ¡Menudos eran esos luznenses! —Duna fue consciente de que lo había dicho en pasado, y sintió una punzada en el corazón—. Decidí que, para no llamar la atención de esa gente, me ganaría algunos berones tocando el pífano en la plaza del reino. Fue durante uno de estos conciertos matutinos cuando reparé en sus ojos oscuros, que me observaban entre la multitud con un brillo diferente. Elecsa era una mujer de estatura más bien baja, su cabello negro le caía en cascada y su sonrisa logró avivar mi corazón, que hasta entonces creía tan muerto como mi apetito.

El Flautista guardó silencio y se puso a dibujar en la arena con el dedo. No le dijeron nada y, como imaginaban, retomó la historia unos instantes después. Sírgeric no lo hubiese reconocido nunca, pero en el fondo estaba tan interesado como Duna en conocer el final de aquella historia.

—Pasé los tres días siguientes en su pequeña cabaña a las afueras. La segunda noche me atreví a quitarme la máscara en su presencia y mostrarle mi verdadero rostro. Ella permaneció impávida ante mi deformidad y… —Su voz se volvió un murmullo—, bueno, llegó a acariciar estas cicatrices sin que sus dedos temblaran.

»Recuerdo que el tiempo empeoró repentinamente y que más de una vez imaginamos que la casa saldría volando por los aires arrastrada por un tornado, pero nunca llegó a suceder semejante cosa. En cierto modo, no éramos tan diferentes como podía parecer: ella trabajaba de maestra en la escuela del reino mientras que yo protegía a otros niños… a mi manera. Por supuesto, nunca le revelé mi secreto. Le dije que era un músico que recorría el Continente ganando berones con su pífano. Evité contarle el hecho de que era inmortal y que hacía tiempo que había perdido mi libertad, pero fui tan sincero como no lo he sido con nadie desde mi castigo.

»Por desgracia, la felicidad no duró más que unos días, hasta que recibí una nueva orden. Abandoné Luznal al día siguiente de regreso al Continente y le prometí que volvería tan pronto como me fuera posible.

—¿Y lo hiciste? —se descubrió Duna preguntando.

Él asintió. ¿Sonreía o estaba a punto de echarse a llorar?

—Tardé tres años en poder regresar. Siempre que lo había intentado me llegaba el aviso de un nuevo encargo, de un nuevo reino maldito y de más niños que recoger. Pero al final lo logré.

»Jamás olvidaré el sabor de sus labios cuando llegué en mi cascarón con velas. Esta vez estuvimos juntos más días, incluso meses. Llegué a olvidarme de mi maldición y volví a ser un humano corriente sin ser consciente de que estaba enfureciendo a las Musas. —Calló y alzó la mirada hacia el colgante de luzalita en la mano de Duna—. Fue durante esos meses cuando le pedí al orfebre de Luznal que le hiciese este colgante a Elecsa para que me recordara cuando no pudiera abrazarla.

A Duna le recorrió un escalofrío por la espalda. No podía ser. Era imposible. Las implicaciones de aquella verdad eran demasiado grandes como para considerarlas siquiera. ¿Había robado su madre el colgante a esa tal Elecsa? ¿Dónde había encontrado la luzalita? ¿Podía ser que su madre fuera…? ¡No! ¡Claro que no! Era imposible. Las manos le temblaban descontroladamente.

—¿Duna…? —Sírgeric pronunció su nombre con un hilo de voz al comprobar el estado en el que se encontraba.

Pero ella seguía con los pensamientos en otro lugar: en el salón donde la criada del capitán Emmerson le había llamado Elecsa. En el carruaje de esclavos donde había visto a su madre por última vez. No recordaba su rostro, ni el color de sus ojos, ni el tacto de sus agrietadas manos acariciando su piel, pero no era eso lo que necesitaba ahora. Quería saber cómo se llamaba. ¿Cuál era el nombre de la mujer que le había entregado el colgante? ¿Elecsa, quizás? ¿Entonces…?

—Duna, estás pálida —advirtió el sentomentalista—. ¿Qué sucede?

El Flautista no reparó en nada. Su mente divagaba por los recuerdos como el barco que le devolvió al Continente tras su último encuentro.

—Nunca más volví a verla. La misma noche que le entregué el colgante de luzalita nos dimos el último beso.

—¿Qué sucedió? —preguntó Sírgeric a falta de respuesta de su amiga.

—Un día, mientras esperaba el siguiente encargo en esta misma cueva, recibí Sus órdenes de viajar al sur, esta vez por trabajo. Pero el mero hecho de plantearme la posibilidad de detenerme en Luznal para verla me hizo saltar de alegría. —Una lágrima se escapó de sus ojos y se la arrancó con la palma de la mano de manera brusca—. ¡Qué tonto fui! No supe lo cerca que iba a estar de Luznal hasta que estuve allí y escuché las temidas voces en mi cabeza ordenándome que desalojase a todos los niños de aquella tierra maldita.

»La busqué por toda la isla mientras Ellas proferían gritos en mi cabeza ordenándome que cogiera el pífano y me pusiera a encantar a los niños. Pero yo no quería… no podía hacerlo. Tenía que encontrarla, sacarla de allí y llevármela conmigo. —Su voz se volvió un arrullo—. La Maldición se había cobrado buena parte de la razón de los luznenses, pero todavía había algunos que podían hablar y recordar con algo de cordura. Así fue como me enteré de que Elecsa se había ido poco tiempo después que yo a buscarme por el Continente. Por un lado me alegré de que la Maldición no le hubiera alcanzado. Pero por el otro, ¿cómo iba a dar con ella ahora? ¡Podía estar en cualquier lugar!

»Enfurecido, no quise llevarme a los niños de Luznal. ¿Y si volvía y no tenía dónde vivir? Me negué a tocar mi pífano a pesar de los aullidos y gritos en mi mente, ignorante de las consecuencias que mi acto de rebelión conllevaría…

»A partir de aquel día, la tierra de Luznal quedaría maldita para siempre: ningún otro reino se levantaría sobre sus cenizas, y todo aquel que intentara llevarse su preciada luzalita sufriría todo tipo de desgracias. —El Flautista alzó la mirada y se aseguró de que estuvieran escuchándole—. Así lo oí en mis sueños y así se cumplió al amanecer del día siguiente… y hasta hoy.

»De ese modo, maldiciendo el reino y la isla para toda la eternidad, me castigaron a mí. Yo, que solo quería salvar a Elecsa, terminé condenando a los inocentes que podría haber salvado…

El silencio se apoderó de la cueva y con las últimas palabras regresaron al presente.

Sírgeric miró a Duna de reojo, pero la muchacha seguía con la cabeza gacha, inmersa en sus pensamientos. ¿Había servido de algo todo el tiempo que habían perdido? ¿Podrían utilizar la historia para salvar a Cinthia y escapar de allí?

—Tú mejor que nadie deberías entendernos —probó el sentomentalista, aplacando la rabia que sentía por aquel hombre—. ¿Por qué no nos dejas salir y ser libres? ¿Por qué no haces lo mismo con ellos?

El Flautista suspiró.

—No has comprendido nada, muchacho. ¡No depende de mí! Puedo dejaros marchar a vosotros, pero los demás tendrán que quedarse en la cueva.

—¿Y nuestra amiga?

—Lo siento; debo protegerles.

Duna les miró sin decir una palabra.

—No les estás protegiendo, ¡les estás robando la vida! —gritó Sírgeric sin poderlo soportar más— ¡Estás dejando que se pudran aquí mientras sus familias y amigos mueren con el paso del tiempo!

El Flautista gruñó una maldición y se lanzó sobre él. Le agarró del cuello de la camisa y, con los labios tensos y la voz gutural, replicó:

—Si digo que los estoy salvando… es porque lo estoy haciendo. No permitiré… que se repita lo que sucedió en Luznal…

Duna intervino y les separó como pudo. Su amigo intentaba aparentar valentía, pero el pánico se reflejaba en cada poro de su piel.

—¿Podrían las Musas maldecir al Continente entero? —preguntó, con un hilo de voz.

—Pueden hacer todo lo que desean —respondió el Flautista, mirando de soslayo al chico—, pero no me refería a eso.

Duna tragó saliva.

—¿Hicieron algo más?

Él respiró hondo y asintió. Pareció dudar si contarlo o no. Al final se decidió.

—Los niños que no recogí de Luznal… murieron. Uno a uno, encantados por una música que mi pífano no estaba emitiendo y que yo no podía escuchar. Saltaron al mar donde las olas y las rocas hicieron el resto.

—No… —Duna se llevó una mano a la boca.

—¿Me entiendes ahora? —le preguntó el Flautista a Sírgeric—. ¿Comprendes por qué no puedo liberar a los niños? Porque ellas no lo permitirían. ¿Quieres eso para tu amiga?

Él negó levemente.

—Pero… pero esto… —Duna no sabía cómo expresar la rabia que sentía, la frustración, el miedo a enfrentarse a la historia—. Todo… ¡no puede ser! ¿Quiénes son ellas para jugar con nuestras vidas de ese modo?

—El Todopoderoso al que todo el mundo clama, supongo.

—Las Poesías, los castigos, las maldiciones… ¡Son obra suya! Necesitamos encontrar el modo de detenerlas.

El Flautista soltó una larga carcajada.

—¡Claro que sí, niña! Y después podremos volver a juntar las islas del sur con nuestras manos y unas cuerdas. Has perdido la cabeza.

La decisión brillaba en los ojos de Duna.

—Ellas están más pendientes de nosotros de lo que imaginas. Quizás estén escuchando nuestra conversación en este preciso instante.

Los tres miraron a su alrededor movidos por una repentina presencia invisible. El Flautista fue el primero en volver en sí.

—¡No digas tonterías! Lo que planteas es una locura y una temeridad.

—No lo es. Me niego a vivir una vida que en realidad nunca me pertenecerá del todo, asustada por el error que cualquier rey pueda cometer. Y creo saber por dónde debemos empezar a buscar.

—¿Ah, sí? —preguntaron los dos hombres al unísono.

—Kastar —respondió ella—. Aldernath Kastar… Ettore.

Con solo pronunciar el nombre, el semblante del Flautista se ensombreció.

—Mi hermano…

—Él podría hablar con ellas. Al fin y al cabo es el encargado de que las Maldiciones se cumplan, ¿no es cierto?

El Flautista asintió.

—Pero yo no… Desde el castigo no podemos… Nos prohibieron reencontrarnos.

—Por eso iremos nosotros.

—¿Cómo?

Duna miró significativamente a Sírgeric antes de volverse hacia el Flautista y preguntarle:

—¿Significa eso que si pudieras nos ayudarías?

El Flautista asintió, casi con desesperación.

—¡Sooo! —exclamó el jinete recién aparecido.

Adhárel tuvo que calmarse antes de caer en la cuenta de que no era otro que el Chamán de los némades.

—Corpuskai… ¿Qué… qué haces aquí? —preguntó atropelladamente—. Tienes que… que marcharte enseguida.

Cinco caballos más aparecieron por donde había surgido el Chamán. Los némades que los montaban cargaban con lanzas de madera rematas con puntas de hierro. Llevaban los rostros pintados con dibujos tribales. Debajo de las de uno de ellos descubrió el rostro del joven Leda, tan duro e imperturbable como el del resto de adultos a los que acompañaba.

—No lo creo, amigo —le dijo Corpuskai—. Eres tú el que tiene que escapar.

Los jinetes le rodearon.

—Vamos, sube —insistió el Chamán, dejándole un sitio libre en la grupa de su animal.

—Nosotros les detendremos —le aseguró otro hombre, enarbolando su lanza.

Adhárel les miró aturdido y después obedeció sin entender nada.

—Leda, Yorak, venid con nosotros —ordenó el chamán antes de girarse hacia los otros tres jinetes—. Tened cuidado.

Tras decir esto, espoleó a su caballo y se alejaron de allí. Adhárel seguía confundido por el encuentro y se acercó al oído de Corpuskai para preguntar:

—¿Por qué estáis luchando en una guerra que no os concierne? ¡No podría soportar más derramamiento de sangre inocente!

El chamán ladeó la cabeza y, a voz en grito, respondió:

—Hace tiempo que esta guerra dejó de ser simplemente vuestra, príncipe. Lo que más lamento es no haberme dado cuenta antes.

—¿A qué te refieres?

—En esta batalla hay más en juego de lo que ninguno podemos imaginar. —Guardó silencio y saltó sobre unos troncos caídos.

El trote de los jinetes se acrecentó; el bosque pasaba ante sus ojos como una exhalación.

—No sé cómo terminará, príncipe. Pero puedo asegurarte que el tapiz que se está entretejiendo hoy en este bosque tendrá un desenlace que afectará al Continente entero.

Adhárel tragó saliva. ¿Estaba hablando en serio? ¿Lo decía solo para convencerle? Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Y si era cierto?

—¡Corpuskai, ya vienen! —apuntó Leda desde su caballo.

El príncipe y el chamán miraron hacia atrás para comprobar que era cierto: tres cazadores les seguían a la zaga con sus espadas en alto.

—No lo conseguiremos… —masculló el príncipe, echando un vistazo al frente y comprobando que el bosque se extendía más allá de donde alcanzaba a ver.

—Tú sí —replicó Corpuskai tirando de las riendas de su caballo y obligándole a parar en seco con un relincho. Los otros dos némades se detuvieron unos metros más adelante.

El chamán se bajó de un salto y desenvainó una alargada espada con la empuñadura desgastada.

—Sigue tú solo —le ordenó al príncipe mientras Leda y Yorak formaban a su lado.

—¿Qué? ¡No pienso dejaros solos! —replicó el príncipe, descabalgando a su lado.

—¡Te estamos dando la ventaja que necesitas para llegar a Hamel, Adhárel! —exclamó Corpuskai, dando un paso hacia él.

—Pues no la quiero. Estoy harto de huir y de esconderme. Voy a pelear con vosotros, queráis o no.

El chamán miró a los otros dos némades y después suspiró.

—Tú decides, príncipe —concluyó—. Al fin y al cabo, de todos nosotros eres el único con un corazón de dragón.

El príncipe desenvainó su espada al tiempo que Yorak se lanzaba a caballo contra el primero de los cazadores. Este intentó esquivar la lanza del némade, pero no reparó en la pequeña daga que enarbolaba con destreza en la otra mano. Cuando los dos animales se cruzaron, Yorak se la clavó en el costado, arrojándolo al suelo.

Los otros dos asesinos se apearon antes de llegar a ellos y se cubrieron con sendos escudos de madera.

Adhárel reparó entonces en la media sonrisa de Leda.

—Cobardes… —masculló el muchacho mientras cambiaba la lanza de mano.

Atacaron a la vez. Uno de ellos empuñaba un hacha entre sus gruesas manos mientras el otro hacía bailar una cadena terminada en una bola de hierro cubierta con pinchos igual de amenazantes. Se abalanzaron sobre el príncipe y los némades, esperando cogerles desprevenidos, pero Adhárel esquivó la bola de hierro con facilidad y rodó por el suelo hasta colocarse a su espalda. Antes de que el cazador pudiera seguir su trayectoria, la lanza de Corpuskai se clavó en su pecho.

Mientras tanto, Yorak y el joven Leda se defendían a duras penas de los endiablados ataques del segundo asesino. Su hacha volaba de un lado a otro, certera como una flecha mientras el escudo se encargaba de proteger sus puntos débiles. En un momento dado, los dos némades atacaron al unísono, pero el hacha logró detener la estocada del muchacho y lanzar su arma por los aires mientras que, de un empellón con el escudo, se deshizo del otro.

Previendo lo que sucedería a continuación, Adhárel se lanzó a por él con la espada en ristre. El cazador escupió y con su sonrisa desdentada saltó sobre Leda dispuesto a rebanarle el cuello, pero antes de que pudiera hacerlo, el príncipe desvió la trayectoria de su brazo con un golpe.

—¡Aag! —aulló el otro, antes de sobreponerse.

—Es a mí a quien os han mandado matar, no a ellos.

El hombre soltó un gruñido y se lanzó con el arma en alto y los ojos inyectados en sangre. Ya no sonreía. Adhárel aguardó el golpe en posición de defensa, abriendo y cerrando los dedos alrededor de la empuñadura de la espada y con las rodillas flexionadas. Sintió cómo sus músculos se tensaban mientras la inercia del hacha contra su espada le hacía retroceder. Tenía que aguantar; si dejaba que el hacha cediera estaría perdido. Pasaron unos segundos. La mirada de su atacante se volvió oscura y el gruñido se convirtió casi en un rugido de rabia. Cuando creía que no aguantaría más, oyó un golpe seco y la presión fue disminuyendo hasta desvanecerse.

—Corpuskai no quiere decirnos qué has hecho… —masculló Leda, apartando el cuerpo inerte del cazador y tirando la rama que había utilizado para golpearle—. Pero ha debido de ser algo muy malo…

Adhárel sonrió y se secó el sudor de la frente.

—Gracias… —masculló.

—¿Contento? —le preguntó el chamán, acercándose a ellos—. Ya ha pasado el peligro. Ahora coge el caballo de Leda y márchate a Hamel. No te detengas, encuentra a tus amigos y marchaos de aquí.

—¿Y vosotros? —quiso saber el príncipe.

—Iremos a ver cómo les ha ido a los demás y regresaremos al campamento. —Se quedó en silencio y después le puso una mano sobre el hombro—. Nos volveremos a ver, príncipe, pero temo que sea en peores circunstancias. Solo me queda desearte buena suerte y cuidado.

Adhárel se despidió de los némades y les dio las gracias por su ayuda y por el caballo. A continuación, lo espoleó y se alejó de allí. Antes de que el camino se desviase, miró una última vez por encima del hombro para descubrir que los némades ya habían desaparecido entre la foresta.

—Buena suerte —masculló.

La muralla de Hamel no tardó en alzarse sobre las copas de los árboles. Adhárel azuzó al animal con energías y esperanzas renovadas a causa de la pelea. Lo iba a lograr, se dijo. Su destino y el de Duna no iban a terminar en aquel bosque. Salvarían a Cinthia, encontrarían la respuesta a su maldición y regresarían a Bereth.

Iba distraído, inmerso en sus pensamientos y con la mirada fija en el horizonte, cuando el caballo soltó de repente un relincho, tropezó con sus propias patas y el príncipe, incapaz de controlarlo, salió volando contra unos helechos cercanos.

Cuando logró recuperarse del golpe, abrió los ojos. ¿Acababa de aterrizar o llevaba unos minutos inconsciente? El caballo se encontraba frente a él, con los ojos medio abiertos y un enorme charco de sangre oscura alrededor de su cuello. Alguien le había acertado con una daga en el cuello. La empuñadura del arma sobresalía de manera reveladora.

Duna fue la primera en salir de la cueva. El sol la obligó a parpadear y taparse los ojos con la mano, acostumbrada como estaba a la luz de las antorchas. Sírgeric la siguió. Una vez fuera, la pared volvió a cerrarse y con ella la entrada a la cueva.

—No pensé que fuéramos a conseguirlo —dijo ella, respirando el aire frío de la montaña.

—¿Y de qué nos sirve? —masculló para sí el sentomentalista.

Duna se masajeó las sienes. Habían pasado cerca de un día entero ahí dentro y lidiar con el muchacho era algo que no podría soportar en aquellos momentos en los que ni siquiera sus pensamientos parecían estar en su sitio.

—Todavía no lo sé, ¿de acuerdo? Pero al menos estaremos más cerca de conseguirlo…

—Lo que tú digas. —Sírgeric se estiró y bostezó sonoramente—. En cualquier caso, pienso regresar tarde o temprano y llevarme a Cinthia. Aunque tenga que hacerlo a la fuerza. Y ni ese chalado ni su flauta podrán impedírmelo.

—Ya le has oído: él no tiene la culpa. Es una marioneta más en todo este maldito juego. Ni siquiera puede quitarse la vida. ¿Qué te dice eso?

—Que no me importaría intentarlo con mis propias manos.

Duna se giró hacia él y le golpeó con el dedo índice en el pecho.

—Hazlo. Hazlo y verás cómo todas las historias son ciertas.

—¿Incluso la del nenúfar gigante? —preguntó, esbozando una media sonrisa.

—Eres idiota —le espetó ella, aunque no tardó en sonreír también, muy a su pesar.

—Entonces, ¿piensas realmente hablar con las Musas? —le preguntó él.

—Así es.

—¿Cómo? ¿Crees que si nos ponemos a gritar descenderán del cielo y nos echarán una mano?

—Ya lo he explicado ahí dentro: Kastar lo hará.

—Te veo demasiado segura. ¿Y si no quiere ayudarnos? ¿Y si disfruta utilizando su poder?

—Supongo que no lo sabremos hasta que se lo preguntemos.

Sírgeric desenvolvió con cuidado el puñal que el Flautista les había entregado y se quedó mirando las manchas de sangre oscuras que decoraban el filo. Era la misma arma con la que Ettore se había intentado suicidar tanto tiempo atrás. El Flautista la había guardado hasta el día de hoy en una de las innumerables criptas de la montaña.

—Volvamos con Adhárel y Wil —sugirió Duna— y expongámosles la situación.

—De acuerdo. Pero yo desde luego lo tengo bien claro: vengáis o no, antes de que anochezca me habré marchado hasta donde me lleve esta daga —respondió, enarbolando el arma. Después volvió a cubrirla con el pañuelo blanco y se la guardó en el bolsillo.

—Y nadie te lo impedirá. Solo quiero saber si el resto vamos a acompañarte o no. —Le dedicó una sonrisa y Sírgeric sacó de su guardapelo el mechón rubio de Adhárel. Mientras tanto, Duna miró el colgante de luzalita que pendía de nuevo sobre su pecho.

Puedes quedártelo —le había dicho el Flautista—. Al fin y al cabo, fue un regalo y supongo que a ti te traerá mejores recuerdos que a mí.

No hablaron más del tema. Ella cogió la luzalita y él fingió no quererla. Mejor para todos, supuso la muchacha. En aquella cueva se habían abierto demasiados túneles hacia el pasado y no estaba segura de estar preparada para explorarlos todavía. Desvió la mirada hacia la montaña, preocupada.

—Estará bien, ¿verdad? —preguntó con un hilo de voz.

Sírgeric suspiró y cerró los ojos.

—Seguro que sí. Ya le has oído: ahí dentro les protege del poder de las Musas. Verás lo pronto que volvemos a oír su risa, Duna.

La muchacha asintió y se obligó a sonreír, pero ni el nudo en el estómago ni las dudas en el corazón se lo permitieron.

—Bueno —dijo Sírgeric, zarandeando los cabellos rubios en el aire—, no es el momento de ponerse tristes. Veamos cómo les va a los chicos.

El príncipe se llevó la mano a la cabeza y sintió la sangre resbalando por sus dedos. No creía haberse roto nada, pero la herida parecía preocupante. Le costó un esfuerzo monumental ponerse en pie. Las piernas le temblaban y los brazos, cubiertos de rasguños, apenas podían sostenerle contra el tronco del árbol más cercano.

Le habían atacado, comprendió. Alguien… Algo… Tenía que salir del bosque y buscar ayuda como fuera. Duna…

—Vaya, vaya, vaya… —oyó una voz a su lado. Levantó la mirada y se encontró con la de Kalendra, que descendía en ese momento de su caballo—. Parece que no eres un tipo tan duro sin tus niñeras, ¿eh? ¿Crees que te dejarán escapar para jugar un rato conmigo… a solas?

¿Qué hacía allí? ¿No estaba luchando con el resto de bárbaros? ¿O acaso habían terminado con ellos también? Adhárel juraba haberla visto, pero ahora lo dudaba…

Kalendra anduvo hasta el caballo muerto y le arrancó la daga del cuello. A continuación limpió la sangre en su pelaje seco. El príncipe se obligó a reponerse y a enderezarse frente a ella. Tenía claro que, de aquel enfrentamiento, solo uno saldría vivo.

—No lo dudes —replicó él, desenvainando la espada.

Kalendra flexionó las rodillas y lanzó una de las dagas al aire para después recogerla con absoluta parsimonia.

—¿Quieres que sea rápido o lento? —le preguntó.

—Quiero que al menos lo intentes —le espetó el príncipe, con la adrenalina otorgándole la energía que había perdido a lo largo de la mañana y disolviendo el cansancio en la sangre—. Todavía estoy esperando que cumplas alguna de tus promesas.

Apenas terminó de pronunciar aquellas palabras cuando Kalendra se lanzó sobre él con las dagas en alto. El príncipe colocó rápidamente la espada en posición horizontal y recibió la embestida con los dientes apretados por el esfuerzo. Sintió cómo los músculos de sus brazos se tensaban por la fuerza. De un empellón, se quitó a la mujer de encima.

—¿Eso es… todo lo que sabes hacer? —preguntó la mujer, recuperándose.

—Una frase manida donde las haya. Espero que tus golpes no sean igual de previsibles.

De nuevo la furia veló los ojos de la asesina.

Esta vez intentó golpear bajo. Con el brazo izquierdo estirado, buscó el abdomen del príncipe, pero este giró como su maestro en palacio le había enseñado y en mitad del giro arremetió con la espada. El filo atinó en el costado de Kalendra.

La asesina se tambaleó hacia delante, pero logró recuperar el equilibrio y se alejó del príncipe para inspeccionarse la herida. Cuando descubrió sus dedos manchados de sangre, apretó los labios y frunció el ceño.

—No deberías haberlo hecho.

Jugueteó con una de sus dagas y, sin previo aviso, se la lanzó directa al pecho de Adhárel. Cuando él intentó esquivarla, Kalendra se escurrió como un relámpago y con la segunda daga le acertó en la pierna. Adhárel cayó al suelo, cubriendo la tierra de sangre. La espada se le escurrió de entre los dedos hasta caer al suelo.

Ella se puso en pie con dificultad, le alejó el arma unos cuantos metros con la punta del pie y se lo quedó mirando con una sonrisa de desprecio y superioridad. Después avanzó unos pasos y le colocó la bota polvorienta sobre el pecho.

—Te lo advertí —le dijo—. Y no te quepa la menor duda de que cuando te rebane el cuello iré a buscar a Duna para hacerle algo peor.

El príncipe se revolvió en el suelo, pero Kalendra le aprisionó fuertemente con la suela de su bota hasta que dejó de moverse.

—Estáis… locas —masculló—. No sé qué os han prometido… pero pagaréis por vuestros crímenes.

Ella se rió con fuerza ante aquel comentario. A pesar de los rayos de sol que se filtraban entre el follaje, Adhárel sintió un escalofrío. Una ráfaga de viento hizo bailar las hojas caídas de los árboles a su alrededor.

—Eres tan ingenuo, principito. Tan ignorante y bueno que no te das cuenta de lo que sucede.

Adhárel se tensó al oír aquello.

—Hay muchos que quieren vuestras cabezas clavadas en una pica.

—¡Vas a conseguir que me ruborice! —replicó ella, con un ademán.

—Cuando Wil acabe con Firela, vendrá a por ti y… después…

—Realmente eres más ingenuo de lo que creía. Príncipe Adhárel, mi querido hermano y gran amigo tuyo, Wilhelm, te ha traicionado. —Él la miró convencido de que no era cierto—. No me crees, ¿eh? ¿En ese caso por qué piensas que te dejó escapar antes? ¿Cómo es que hemos podido encontraros en mitad de un bosque como este tan alejado del último reino donde nos vimos?

—Estás mintiendo.

—Créeme, príncipe: jamás he sido tan sincera contigo. Y me agrada poder decirte la verdad antes de matarte. Lo siento, pero Wilhelm os ha traicionado para llevaros hasta nosotras. ¿Y sabes qué es lo más divertido de todo? ¡Que os habéis creído todas sus patrañas sobre las voces en su cabeza!

—¡Cierra la boca! —exclamó él, intentando enderezarse.

—Ah, ah, ah —canturreó ella, imponiendo más fuerza sobre su pecho—. Veo que empiezas a escucharme. —Se encogió de hombros y prosiguió—. No digo que no oiga voces desde que nuestra hermana murió. No hay otra explicación para entender cómo podía estar siempre en los lugares más inoportunos en los momentos más inadecuados. Pero no te lo tomes a mal, lo lleva en la sangre. Y nosotras somos sus hermanas.

Adhárel no quería seguir escuchándola. No podía creer que lo que estaba diciéndole fuera real. ¡No debía creerla! ¿Cómo iba a fiarse de una mujer como ella? Pero ¿entonces por qué le contaba aquello ahora que le iba a matar?

—Wilhelm ha deseado la corona tanto como nosotras desde pequeño. Simplemente ha escogido otra manera de hacerse con ella. Durante nuestro último encuentro, logramos ponernos en contacto con él y proponerle un trato. Como para ser rey, nosotras debíamos morir, le ofrecimos otorgarle buena parte de la tierra de Salmat si nos echaba una mano con el asunto que teníamos entre manos en ese momento: vosotros. Lo único que tenía que hacer era permanecer a vuestro lado, vigilándoos hasta que llegásemos nosotras.

El príncipe sintió que la confianza que había depositado en Wilhelm se iba evaporando con cada palabra. Había creído en él sin cuestionarle, sin pedirle explicaciones. ¿Cómo iba a hacer otra cosa? Le ayudó a encontrar a Duna, le vio enfrentarse a sus hermanas… le dejó solo llegado el momento. No era cierto, no podía serlo…

—Mientes… —repitió, esta vez sin seguridad.

—Nos vemos al otro lado, príncipe —se limitó a decir ella, agachándose con la daga sobre su cuello.

¿Y Duna? ¿Iba a dejarla sola? ¿Iba a permitir que le hicieran lo mismo… otra vez? Le había jurado que seguiría vivo. Y no pensaba romper su palabra.

De repente, Adhárel palpó una piedra junto a su mano. Al mismo tiempo que la daga descendía hacia su corazón, aferró la roca y la estampó con todas sus fuerzas contra el tobillo de Kalendra.

La mujer emitió un sollozo y cayó al suelo. La daga salió volando de sus manos.

Adhárel no perdió el tiempo. Rodó hasta donde reposaba su espada y se puso en pie. Sin tiempo para respirar, se lanzó sobre Kalendra y le arrojó una estocada que ella detuvo con la segunda daga. Sin embargo, esta vez era el príncipe quien llevaba ventaja y con un segundo embiste le arrancó el arma de la mano.

—Nos vemos al otro lado —repitió él. Y antes de que pudiera contestarle, le hundió la espada en el pecho. Cuando la sacó, Kalendra D’Artenaz había muerto.

El príncipe se derrumbó en aquel mismo lugar con el sudor cubriéndolo el rostro.

Lo había hecho. Las amenazas de la asesina habían desaparecido con ella.

Se puso de pie con el corazón acelerado y la respiración entrecortada y salió corriendo de allí sin percatarse de que Drólserof, a la espera de que le llevase hasta Duna, aguardaba oculto entre los árboles.