17
Emboscada

Wilhelm terminó de preparar la improvisada tienda para pasar la noche poco después de que el dragón saliera a cazar. Sin estar todavía seguro de que pudiera comprender sus palabras, le había pedido, o más bien ordenado, que regresase a aquel claro del bosque lo antes posible. No le gustaba que la criatura rondase sola por los alrededores mientras Duna y Sírgeric se internaban en la guarida del Flautista.

En realidad, pensó, también él debería haberles acompañado. Su labor era una absoluta pérdida de tiempo. ¿De qué servía que le vigilasen durante las noches? ¿Qué cambiaría si al monstruo se le ocurriese prender fuego a Hamel en un arrebato de ira y de locura? ¿Podría Wilhelm, con una simple orden, detener el caos?

El hombre cuervo se metió bajo el techo de tela y se recostó en el suelo a devorar el mendrugo de pan que le quedaba. Por la mañana tendrían que pasar por una tienda de comestibles en Hamel si no querían morir de hambre.

Por suerte para su salud, las Voces de su cabeza parecían haberse dormido hace tiempo sin intención de regresar pronto. Había tenido sus dudas al retomar el camino de sus amigos en lugar de ir en busca de su sobrina, pero nunca había dejado de confiar en las Voces y no iba a empezar ahora. Destino o no, el suyo venía marcado por sus deseos y de nada servía contravenirlos.

Mientras desmigajaba el interior del mendrugo con los dientes para que le durase más, se preguntó cómo les iría a sus compañeros. ¿Habrían podido entrar en la guarida y encontrar a Cinthia? Automáticamente, sus ojos se desviaron hacia el lugar del que se había arrancado la pluma negra. Volverían pronto, se dijo. Aunque no pudo evitar sentir preocupación; aquella también se había convertido en su guerra.

El tiempo se estaba agotando. Tanto el suyo para encontrar a su sobrina antes de que lo hicieran sus hermanas, como el de Adhárel para romper la maldición. Y temía que Sírgeric cometiese alguna locura. Apenas le conocía, pero no hacía falta ver que el rapto inesperado de Cinthia le había hecho perder la cabeza.

Estaba de acuerdo en que tenían que intentar liberar a la muchacha de las garras del Flautista, pero tras escuchar la historia del Chamán, tendrían que haber comprendido que las cartas de aquel juego hacía tiempo que estaban echadas. Pero ¿quién era él para detenerles? Solo un polizón en esta aventura. Las Voces le habían ordenado permanecer a su lado sin dar ninguna explicación, y a su lado estaba. Como siempre, lo entendería a su debido tiempo. Aunque fuera ya demasiado tarde.

Se metió el último pedazo de pan en la boca intentando ignorar los rugidos que le devolvía su tripa. Ni de lejos había logrado calmar el hambre; si al menos se hubiera alimentado mejor mientras estuvieron en el campamento némade…

Pero entonces sus preocupaciones no eran ni su estómago, ni el hambre, ni el frío. Mientras estuvieron allí, solo pudo tener en mente el hecho de que Corpuskai conociese su maldición y pudiera utilizarla a su favor. De acuerdo, tenía que admitir que no lo había hecho, pero ¿quién le aseguraba que no estuviera aguardando el momento oportuno? No sería la primera vez que le engañaban, ni tampoco la última.

Se sacudió las migas de la ropa para intentar dormir un poco. Si no le despertaba el aleteo del dragón, lo harían sus amigos cuando regresasen.

Pero no sucedió ninguna de las dos cosas y fue el sol del amanecer el que le desveló cuando traspasó la débil tela que cubría su cuerpo. Se desperezó antes de salir a rastras de la tienda. Una vez fuera, agitó el ala para desentumecerla después de una mala noche de frío y sueño profundo.

Descubrió a Adhárel tirado en el suelo, desnudo, a unos metros de donde él había dormido. Seguía descansando. Bostezó y dio una vuelta en redondo buscando a Sírgeric y a Duna, pero se dio cuenta enseguida de que todavía no habían regresado.

—¿Dónde estarán? —masculló.

Se acercó al príncipe y le zarandeó del hombro para que despertase.

—Adhárel, levanta. Duna y Sírgeric no han vuelto todavía. —El otro soltó un gruñido y entreabrió los ojos—. Date prisa, tenemos que volver a Hamel.

El príncipe bostezó una vez y se puso en pie, tambaleante.

—Estoy muerto de frío —balbució.

Wilhelm regresó a la tienda y le devolvió su ropa. Cuando estuvo vestido, comenzó a entender el motivo por el que el hombre cuervo le había despertado.

—¿Qué deberíamos hacer?

—Quedamos en que, si no lograban nada, nos esperarían al mediodía en la puerta del castillo. Todavía quedan unas cuantas horas, así que podemos ir yendo hacia allí. —Wilhelm guardó silencio unos segundos y después añadió—: Aunque Sírgeric podría aparecer cuando le viniese en gana.

Adhárel asintió sin decir nada. Se obligó a crear un muro entre sus pensamientos lógicos y todo lo que le recordaba a los días en que había estado sin Duna. Era sencillo encontrar similitudes, y no era lo que más le convenía en esos momentos.

—En cualquier caso, me muero de hambre —comentó el hombre cuervo, rompiendo el silencio—. Estoy seguro de que en Hamel podremos desayunar como nos merecemos. —Golpeó la bolsita con berones que llevaba atada al cinturón y comenzó a desmontar la tienda.

El príncipe fue a acercarse para ayudarle cuando escucharon el trote de unos caballos. En el momento en el que Adhárel se daba la vuelta para averiguar de dónde provenía el ruido y Wilhelm se levantaba, una flecha atravesó la foresta y se clavó en el tronco que había tras el hombre cuervo; su punta y parte del astil cubiertos de sangre.

Duna se quedó sin voz poco después de que el Flautista les dejase solos.

—¡Vuelve aquí! ¡No huyas, cobarde! —Los gritos los profería Sírgeric desde lo que le parecía una distancia insalvable— Duna, ¿estás bien? ¿Te ha hecho daño?

Podría haberle contestado. Podría haber dejado de llorar para tomar aire, pero no le quedaban ganas ni fuerzas. El único recuerdo que le quedaba de su madre se había esfumado junto a aquel hombre.

—Duna, estoy aquí, ¿me oyes? —insistió él— Te haya hecho lo que te haya hecho, se lo haré pagar. Vamos a salir, ¿me oyes? Vamos a salir…

Salir no era la cuestión. La cuestión era hacerlo con Cinthia, pensó Duna en un momento de lucidez. Y el Flautista no se lo permitiría jamás. Llevaba cientos de años haciendo lo mismo día tras día y nunca nadie había conseguido escapar.

La seguridad del pensamiento le hizo temblar como una hoja seca en mitad de un vendaval. Aunque lograran recuperar el colgante de luzalita, jamás volverían a salir de la gruta. Con o sin Cinthia. Eran sus prisioneros al igual que el resto de jóvenes.

Sírgeric gruñó con fuerza. Duna supuso que estaba intentando deshacerse del abrazo de los encantados. El gruñido se tornó en un grito de angustia, después más suspiros cansados, un último bufido… y el sonido de un cuerpo desplomándose en el suelo.

La muchacha alzó la mirada cuando oyó la respiración entrecortada de su amigo. Giró la cabeza y vio a los tres encantados en la misma posición anterior, pero Sírgeric no se encontraba entre sus manos. Por el contrario, se arrastraba por el suelo de piedra con la cara roja por el esfuerzo anterior y una mirada segura en los ojos.

—Vamos a salir… de aquí —le aseguró a Duna cuando llegó a su lado. A continuación, y sin esperar respuesta, comenzó a hacer palanca para liberar los dedos de los encantados del brazo de Duna. La muchacha se quedó un tanto sorprendida al comprobar la fuerza que ocultaba el chico bajo su escuálida apariencia.

Cuando el sudor comenzaba a perlar la frente del chico, las últimas manos liberaron el cuerpo de la joven, que se desplomó sin remedio sobre el suelo.

El sentomentalista la agarró y la ayudó a ponerse en pie.

—¿Puedes caminar? —le preguntó, apartándole el pelo de la cara. Ella asintió mientras se recomponía—. Primero iremos a por el Flautista. Después regresaremos a por Cinthia. ¿De acuerdo?

No hubo respuesta por parte de Duna, por lo que Sírgeric lo tomó como una confirmación.

Juntos abandonaron la cueva, no sin antes comprobar que, aunque sentada en el suelo como un muñeco roto, Cinthia parecía estar bien.

Se mantuvieron pegados a la pared durante el tiempo que tardaron en recorrer todo el túnel hasta la cueva principal. Después, aguardaron ocultos entre las sombras. Si querían tener alguna oportunidad, tendrían que pillar al Flautista por sorpresa. De no ser así, con un mero soplido a su instrumento podrían volver a quedar atrapados… o algo peor.

Una pequeña lumbre crepitaba en el extremo este. Frente a ella se encontraba el sillón que habían visto al entrar en la gruta. Alguien lo había movido. Seguramente el mismo que en esos momentos estaba sentado en él.

Sírgeric le señaló la dirección a Duna antes de ponerse en camino con pasos cortos e intentando que las suelas de sus zapatos no crujiesen sobre la arenisca. La mayoría de las antorchas que antes habían visto encendidas ahora estaban apagadas. La única luz provenía de la hoguera. Por suerte, el camino hasta ella estaba despejado.

La muchacha le siguió con idéntica cautela. No tenía muy claro cuál era el siguiente paso de su brillante plan, pero temía que el sentomentalista pudiera necesitar su ayuda. En estas, alcanzaron el enorme butacón y, antes de que Duna se diera cuenta, Sírgeric saltó sobre el enorme respaldo y agarró por el cuello al Flautista. Duna se apresuró a suavizar la caída del sofá cuando este cedió por el peso añadido de su amigo.

No fue hasta que Sírgeric se subió sobre el pecho del Flautista para retenerle que Duna reparó en que estaba llorando. Las lágrimas se derramaban por sus mejillas, ahora a ras del suelo, hasta el frío suelo de roca. Duna se apartó angustiada al observar el rostro consumido por el fuego tanto tiempo atrás. Secretamente, deseó que llevara puesta la máscara.

—¿Vas a dejarnos escapar ahora? —le preguntó Sírgeric entre dientes, inmune a su aspecto y con el filo del cuchillo rozando su cuello.

—¡Haz… lo! —balbució el hombre entre sollozo y sollozo— Hazlo e intenta libe… liberarme de este infierno.

—No me faltan ganas —replicó—. Pero entonces nos quedaríamos aquí encerrados. Conocemos tu pequeño secreto de la inmortalidad. Pero debes saber que hay cosas mucho más horribles que la muerte.

El Flautista soltó un gemido que se transformó en una risotada.

—¿Qué puede enseñarme un niño como tú… sobre cosas horribles?

El sentomentalista presionó un poco más el puñal y el hombre cerró la boca.

—Sírgeric, basta —le pidió Duna a su espalda, haciendo de tripas corazón. Después se dirigió al Flautista—. Déjanos marchar con nuestra amiga y no volverás a vernos nunca más. Desapareceremos para siempre y no se lo diremos a nadie.

El Flautista sonrió sin labios y comentó:

—Nunca digas nunca…

Duna ignoró su recomendación y se agachó para quitarle el colgante de luzalita. Pero justo cuando ya lo tenía en su mano, los dedos del hombre se aferraron al brazo de ella. Antes de que Sírgeric pudiese intervenir, su voz pronunció un hombre que convirtió en hielo la sangre de Duna.

—Elecsa.

—¡Wil! —exclamó Adhárel, corriendo a socorrerle. La flecha le había rasgado la parte derecha de la cara, que sangraba profusamente. El hombre cuervo cayó al suelo.

—Estoy… estoy bien —masculló, aturdido.

—Es solo un rasguño —le aseguró Adhárel, arrancándose un trozo del chaleco para limpiarle la sangre—. Tenemos que salir de aquí.

Con la misma rapidez, se escurrió hasta donde había dejado las cosas y sacó la espada que le había prestado Wilhelm cuando se conocieron. Después, tomó a su amigo por los hombros y le arrastró a un lugar más protegido por la foresta.

El galope de los caballos se acercaba sin remisión, y con él sus atacantes.

—Nos han encontrado… —dijo Wilhelm. No tuvo que explicar a quién se refería para que Adhárel le entendiese.

—Esta vez no vienen solas —repuso el príncipe. Dejó a Wil junto a unas rocas y después procedió a limpiarle una vez más la cara—. Tendrás que sostener tú la tela mientras yo vigilo.

—No es nada… —le aseguró, con los ojos cerrados e intentando mover lo menos posible los labios—. Yo también puedo luchar.

—Lo sé, pero déjame que empiece sin ti —bromeó Adhárel, acuclillándose con la espada lista.

Los enormes sementales no tardaron en aparecer. Ocho, contó el príncipe. No, nueve. Un último caballo con aspecto de estar sobrealimentado se añadió al corro. Adhárel intentó recordar dónde había visto aquel rostro tan familiar, pero no logró ubicarlo.

—¿Dónde están? —preguntó este, acercando su montura a la de las asesinas, que iban al frente—. ¿Dónde están, maldita sea? ¡Creía que les habíais dado!

—Dile que se calle o se queda sin lengua —le amenazó una de las hermanas de Wilhelm, quitándose el pañuelo que le cubría el rostro. El príncipe dio un respingo al contemplar la deformidad de sus facciones. ¿Sería posible que fuese la misma que les atacó en Manseralda?

—Ya la has oído, Drólserof —comentó la otra.

—¡Dejad de darme órdenes y encontradles! ¡Vosotros! —gritó, en dirección a los seis hombretones que les acompañaban— No pueden haber ido muy lejos. Sus cosas todavía están aquí.

La gemela descabalgó y se acercó al árbol donde se había clavado la flecha. La arrancó de golpe y la olió. Sin decir una palabra, miró hacia el suelo hasta dar con la mancha de sangre que buscaba.

—Uno de ellos está herido. —Con un ademán, señaló en dirección a su escondite—. Por allí.

Adhárel se tensó entre los helechos con la espada lista.

El sexteto de bandoleros también descabalgó y al príncipe no le pasaron desapercibidos los enormes arpones que cargaban sus monturas sobre las grupas. ¿Qué pretendían cazar en aquellos bosques?

Una de las hermanas bordeó el claro por un extremo mientras la otra lo hacía por el contrario. El grupo de hombres se dirigía directamente hacia ellos. El tal Drólserof, que parecía estar al mando de la cuadrilla, seguía sobre su montura con la mirada puesta en su improvisado ejército. ¿Qué hacía en medio de todo aquello? ¿Les había contratado él? ¿Por qué?

El primero de los asesinos alcanzó los matorrales tras los que se ocultaban y comenzó a zarandearlos con su desvencijada espada. Wilhelm le hizo una señal a Adhárel y este asintió. Al menos la herida ya no sangraba tanto como al principio.

—Pitas, pitas, pitas… —bromeaba con voz rasgada, riendo como un palurdo—. Pollito, pollito… ¿dónde está el…?

El príncipe salió en aquel momento de su escondite y le acertó con la espada en el estómago. El otro cayó fulminado al instante. Los cinco restantes corrieron a atacar, pero cuando estaban a punto de alzar sus espadas, una criatura oscura y enorme surgió tras la espalda del príncipe y desplegó un ala tan negra como el infierno.

—¡Un demonio! —gritó uno de ellos, trastabillando y cayendo al suelo del susto. Los demás también se alejaron unos cuantos pasos.

—Nah… —masculló una gemela, restándole importancia con un ademán—. Es solo nuestro hermano, que está encantado de vernos, ¿verdad, Wil?

Adhárel se colocó en posición de defensa junto a Wilhelm. La herida se había vuelto a abrir y dos hilos de sangre corrían por sus mejillas, otorgándole un aspecto aún más siniestro.

—Kalendra —saludó el hombre cuervo sin variar el gesto de desprecio—. ¿Dónde has dejado a Firela?

—¡Está aquí también! —exclamó ella encantada, señalando a la horrorosa joven que les apuntaba en esos momentos con la ballesta.

La asesina recorrió los tres rostros que la miraban estupefactos.

—¿Fi… Firela? —preguntó Wilhelm, incrédulo. Por un momento se olvidó de dónde estaban y a punto estuvo de acercarse para comprobar con sus propios sentidos que aquella seguía siendo su hermana mayor.

—No me mires… —los árboles se tragaron la voz de Firela como un susurro en una tormenta. Sus dedos acariciaron la ballesta.

Wilhelm volvió en sí. Tenían que escapar como fuera, encontrar una salida. Conseguir tanto tiempo como pudieran…

—¿Qué hacéis aquí? ¿No tuvisteis suficiente con matar a Dalía?

Kalendra se llevó una mano a la boca, falsamente sorprendida.

—¿A Dalía? ¿Nosotras? ¡¿Cómo puedes pensar algo tan horrendo?!

—Supongo que porque habéis intentado hacerlo también conmigo —comentó él, señalando la herida del rostro.

Ella se encogió de hombros.

—Ha sido sin querer. No es a ti a quien buscábamos —añadió—. Ya sabes lo mucho que nos gustan las reuniones familiares.

—Y, sin embargo, parece que siempre que nos juntamos, alguien termina muerto.

—En eso tengo que darte la razón. —Kalendra soltó una risita cantarina.

Firela bufó hastiada.

—Kendra…

Wilhelm todavía se sorprendía de cómo Firela aguardaba las órdenes de su hermana para actuar, fuera para lo que fuese.

—Sabes que no os puede salir nada bien, ¿verdad? —intervino Wilhelm— No conmigo aquí.

—Nos subestimas.

—No, Kendra. Vosotras sois las que me habéis subestimado a mí siempre. Todavía no comprendéis la maldición que recayó sobre mí cuando coronaron a nuestra hermana.

—Ya lo veremos. Ahora, si me permites… —Se giró hacia el príncipe y su mirada se oscureció—. Volvemos a encontrarnos.

Adhárel no respondió.

—Parece que tienes una cuenta pendiente con nuestro cliente —comentó, señalando con la cabeza al hombre del caballo—. ¿Dónde está Duna? —añadió, ensanchando la blanca sonrisa— Mi hermana y yo la echamos tanto de menos… Cómo gritaba y se lamentaba. ¡Oh! Por lo que veo, has vuelto a perderla.

—Cierra la boca… —siseó Adhárel.

Wilhelm se acercó por detrás.

—Intenta distraerte —le susurró—. No la escuches.

—Sí, eso, no me escuches. La última vez que lo hiciste terminaste con una espada en el pecho.

—Y como puedes comprobar, sigo en pie —replicó Adhárel con malicia.

—Me encargaré personalmente de que esta vez no sea así.

Adhárel alzó la espada y asintió.

—Estoy esperando.

Cuando pronunció aquellas palabras, Wilhelm perdió fuerza en las rodillas y se tambaleó unos segundos. Antes de que Adhárel pudiera preguntarle qué le sucedía, el primero de los bandoleros saltó por encima de su compañero muerto con una enorme hacha en ristre.

Adhárel detuvo el primer ataque con su espada y después aguardó el segundo. Cuando este llegó, se limitó a girar agachado y dejó que la inercia del golpe fallido hiciera el resto. Al tiempo que acababa con él, escuchó una flecha silbarle junto al oído. Se giró para descubrir a Firela armando de nuevo la ballesta a una velocidad endiablada. Los otros tres compañeros que quedaban se miraron preocupados, pero tras una señal del que parecía el cabecilla, atacaron en formación. O algo parecido.

—¡Wil, cuidado!

El príncipe actuó casi por instinto: se adelantó hacia el grupo para sorpresa de estos y golpeó al que tenía más cerca con el puño de la espada. A continuación, le agarró por el brazo y lo colocó frente a él a modo de escudo. La segunda flecha, directa a su corazón, se clavó en el pecho del bandolero. Firela le miró enfurecida antes de descabalgar. Los dos restantes dieron un paso hacia atrás, aturdidos.

El hombre cuervo se recuperó del mareo a tiempo para ver cómo Kalendra imitaba a su hermana y descendía con una brillante espada de empuñadura oscura bailando en su mano.

—Aficionados… —comentó en voz alta para que todos la oyesen—. ¿Podemos actuar ya o tenemos que esperar a que terminen con ellos primero? —le preguntó a quien les había contratado y que ahora contemplaba la escena estupefacto.

—N… no, no —tartamudeó casi sin voz. Después comenzó a gritar—. ¡No esperéis más! ¡Vamos!

—Eso pensaba —añadió.

Adhárel y el hombre cuervo retrocedieron.

—Escúchame —le dijo Wil sin apenas abrir la boca—. Tienes que huir.

—¿Qué? ¿Estás loco? ¿Y dejarte solo?

—Te conseguiré algo de ventaja, después será cosa tuya.

—No pienso hacerlo.

El hombre cuervo dio un paso más hacia atrás y le miró de reojo.

—Hazlo —le ordenó.

—Wil…

Firela y Kalendra estaban cada vez más cerca. La primera con la ballesta de nuevo cargada y la segunda con la espada en alto.

—Adhárel, no hagas más preguntas y confía en mí. Sé lo que hago. Corre hasta Hamel y ocúltate en algún lugar seguro hasta la noche.

El príncipe le miró preocupado, pero finalmente asintió. En ese instante, Wilhelm se abalanzó sobre sus hermanas sin dar más explicaciones y desplegó el ala negra como maniobra de distracción.

«¡Fas!»

La flecha voló, cortando el aire y atravesando la extremidad del hombre cuervo.

—¡Agh! —Wil cayó al suelo rodando al tiempo que Adhárel daba media vuelta y huía de allí.

—¿Adónde va? ¡No le dejéis escapar! —gritó desesperado Drólserof.

El hombre cuervo ignoró la nueva herida y aprovechó el desconcierto para arremeter contra Firela. Le arrancó de las manos la ballesta, que fue a estrellarse lejos de allí, y la empujó al suelo.

—¡Ve… tras él! —le dijo a Kalendra antes de rodar junto a Wilhelm por el suelo.

Su hermana dudó unos preciosos instantes, pero al final se decidió. Firela acabaría con su hermano antes de que ella hubiera cazado al príncipe.

—De acuerdo. —Se giró hacia los bandoleros que permanecían en pie—. Vosotros, por allí. Yo iré por aquí. ¡Rápido!

Montó sobre Arcán y partió al galopeo. Para cuando Drólserof quiso darse cuenta, Kalendra ya se internaba en el bosque.

Mientras tanto, el príncipe intentaba recordar qué camino era el más adecuado para llegar al reino. No sabía de cuánta ventaja disponía ni si le serviría de algo, pero tenía que llegar a Hamel lo antes posible. Una vez allí, podría ocultarse en las callejuelas y sus perseguidores tendrían más complicado encontrarle.

Lo único que pedía era que Duna y Sírgeric no apareciesen en aquel momento; que al menos esperasen a que hubiera encontrado un buen escondrijo.

No tardó mucho en encontrar el sendero que recordaba de la noche anterior. Iba por buen camino. Si seguía a ese ritmo, pronto alcanzaría la muralla. Esquivó un tronco caído, arrancó de raíz varias zarzas con las botas y saltó sobre un charco que cubría buena parte de la tierra. Pero todavía no veía la muralla cuando los cascos de los caballos resonaron entre los árboles.

¡Qué bien le vendrían ahora las alas del dragón!, pensó para sí. Las piernas comenzaban a dolerle por el esfuerzo, pero no era buen momento para lamentarse. Con o sin alas tenía que salvarse. Tenía que proteger a Duna. Tenía que…

El caballo surgió de entre los árboles como un oscuro torbellino y se plantó en mitad del camino. Adhárel reaccionó a tiempo para no darse de bruces contra él. El animal alzó las patas delanteras y relinchó con fiereza.