16
Atrapados

El Flautista regresó a la cueva con la cabeza despejada y los malos recuerdos desperdigados con los vientos de los páramos. Allí permanecerían al menos un par de días más. Con un poco de suerte, le mandarían algún recado pronto y volvería a estar en camino… aunque no conseguía averiguar si aquello le parecía mejor o peor.

No hubo dado ni dos pasos sin la máscara cuando presintió que sucedía algo raro. Había pasado tanto tiempo solo en la cueva que recordaba cada deformación en la roca, cada mota de polvo sobre el suelo y cada huella en la arena como un cuadro en la pared de una casa. Alguien había estado allí mientras salía a pasear…

Volvió a ponerse la máscara con manos temblorosas, agarró el pífano y lo hizo girar entre los dedos. Se llevó el instrumento a los labios y tocó una rápida melodía. A continuación, agudizó el oído.

¿Quién había osado penetrar en su guarida? ¿Acaso una de Ellas? Imposible. En sus cientos de años jamás lo habían hecho, ¿por qué ahora? Si necesitaban decirle algo, conocían maneras más eficaces y rápidas de hacerlo que bajando hasta el Continente. El único recuerdo que tenía de ellas era la neblinosa imagen que le ofrecieron en aquel sueño en el que le maldijeron.

«Paff» «Paff»

El ruido llegó hasta sus oídos como si se hubiera producido en el mismísimo salón. Quien fuera, estaba en la gruta de los recién llegados, como él la llamaba. Se recolocó bien la máscara, tomó una de las antorchas de la pared y con el instrumento en la otra mano se dirigió hacia allí.

El desorden en esta cueva era mucho más evidente que el del salón: había dos muchachos tirados en el suelo como marionetas desarticuladas. Junto a la entrada del túnel, una tercera joven permanecía sentada con la espalda apoyada en la pared y la cabeza ladeada hacia la derecha.

El intruso debía de haberse ocultado entre los demás encantados.

—Intenta esconderte, intenta escapar… —canturreó el Flautista—. Pero al viejo Flautista no engañarás.

Con un ágil movimiento se llevó el pífano a la boca y entonó una melodía pausada y sinuosa que anidó en los corazones de todos los malditos, reviviéndoles durante un instante para que llevasen a cabo su misión.

—Señalad al intruso —ordenó.

Y ellos obedecieron.

Todos los embrujados alzaron el dedo índice en dirección a la parte más alejada de la gruta. Antes de que los interpelados pudieran reaccionar e imitar a los verdaderos malditos, el Flautista les vio. Eran dos.

—Os lo dije —comentó, como con lástima.

La muchacha, de largo pelo negro y cuerpo esbelto, se escabulló entre los niños que la acusaban, mientras que su compañero, de pelo color zanahoria, tomó el camino opuesto con la clara intención de despistarle. Ingenuos.

—¿No os cansáis de jugar? —Necesitó menos de cinco notas arrancadas de su instrumento para que los malditos se lanzasen a por ellos en tropel.

El Flautista se quedó sorprendido de la agilidad y de la fuerza de la intrusa. Se deshizo de los primeros muchachos sin dificultad, mientras que de los siguientes logró escabullirse a base de golpear sin ningún control a todo el que se le cruzase en su camino. Por desgracia, eran demasiados y ni con todas las patadas y puñetazos fue capaz de lograrlo.

El otro muchacho también estaba oponiendo demasiada resistencia. Sus golpes eran mucho más certeros que los de ella y también su velocidad a la hora de cambiar de recorrido para despistar. Con todo, no tenía nada que hacer contra sus casi cien perseguidores.

—¡Soltadme! —gritaba la joven sin rendirse.

—¡Duna! ¿Estás bien? —preguntó su compañero desde el otro extremo de la cueva.

—Vaya, vaya, vaya… —murmuró el Flautista, acercándose primero al chico—. Así que tenía visita y yo no me había enterado.

—Libéranos —replicó—. Lo sabemos todo sobre ti.

—¿De veras? ¿Y tendría que estar preocupado? —Soltó una amarga carcajada— Debería encantaros y lanzaros al río como ratas.

El miedo asomó unos instantes a los engreídos ojos del joven.

—No puedes…

Él se encogió de hombros.

—Quizás sí, quizás no. Ya habrá tiempo de comprobarlo —respondió, dejando al muchacho con la duda y el miedo en su garganta. Con rapidez y los cascabeles tintineando sobre su cabeza, se alejó de allí en dirección a la muchacha.

—¿Tu madre nunca te enseñó a no entrar en casas ajenas sin permiso? —preguntó, cruzándose de brazos frente a ella.

—¿Y a ti la tuya no te enseñó a no robar niños? —le espetó Duna sin tan siquiera levantar la mirada.

Debería acabar con ellos. Matarles sin perder más tiempo. No tendrían que estar allí, no deberían conocer el secreto de su guarida y, sobre todo, no deberían estar burlándose de él. Sin embargo decidió esperar. Pasaba tanto tiempo solo que nunca venía mal algo de compañía. Ya habría tiempo de deshacerse de ellos… Bueno, no él personalmente. Hacía mucho tiempo que los trabajos sucios ya no los hacía con sus propias manos, sino con las de los hechizados.

—¿A qué habéis venido? —hizo la pregunta imaginando la respuesta: algún familiar encantado, o un hermano arrancado de la cama en mitad de la noche. Quizás el sueño de ingentes cantidades de oro ocultas en la gruta o de tesoros que darían un vuelco a la vida del primero que lograse engañarle.

Ella alzó la cabeza y le miró con seriedad. Dos jóvenes de brazos fuertes la tenían inmovilizada por las axilas.

—Se podría decir que a recuperar algo que nos pertenece.

Lo suponía. Después de tantos años haciendo el mismo trabajo, poco le quedaba ya por ver. Aunque debía admitir en su favor que nadie había llegado tan lejos.

—Todo lo que hay en esta cueva es mío —replicó tajante el Flautista—. ¿Quién os ha hablado de este lugar?

—El Continente entero sabe quién eres y qué haces. ¿Crees que tu guarida podía seguir siendo secreta después de tantos años?

Supo que lo decía para enfadarle, para hacerle perder los estribos y despistarle, pero no le daría aquella satisfacción.

—¿Ves esto? —El pífano bailó entre sus dedos—. Solo con tocarlo puedo controlar a las cientos de personas que hay encerradas en esta montaña. Con solo desearlo, os estrangularían para que no pudieseis decirle a nadie lo que habéis visto. Ahora responde: ¿qué hacéis aquí?

Ella puso los ojos en blanco.

—¿No me has oído? Hemos venido a buscar a alguien que te llevaste.

—Eso es imposible —replicó, tajante.

La muchacha suspiró agotada. Creía que estaba bromeando.

—Solo queremos llevarnos a nuestra amiga y desaparecer. No queremos robarte.

El Flautista se había quedado sin palabras. Era la primera vez que se encontraba en una situación semejante. Había arrancando de sus familias a niños casi recién nacidos, había roto los corazones de miles de personas, pero nunca, jamás, nadie había osado arrebatarle una de sus presas. Todos le temían. Era un ladrón de niños, de vidas.

—¿Qué quieres a cambio? —preguntó el muchacho desde el otro lado de la sala, atento a la conversación.

—No es cuestión de lo que yo quiera. No, no, no… —repuso el Flautista, saliendo de su estupor—. Es… ¡inadmisible! Venir hasta aquí ha sido una absoluta locura por vuestra parte. Nadie que entre en esta cueva… puede salir. A excepción de mí, por supuesto. Supongo que tendrán que mataros.

—¡Suéltanos! —gritó de repente el muchacho, propinando una patada al joven que le estaba reteniendo y tirándole al suelo. El Flautista, alarmado, se llevó el pífano a los labios y tocó una rápida melodía.

Dos jóvenes regordetas y tres muchachos de hombros anchos rodearon al intruso antes de que pudiera seguir avanzando. Le tiraron al suelo y le colocaron los brazos a la espalda.

—¡No le hagas daño! —exclamó su amiga.

—Te ocultas… tras una máscara… porque no eres capaz de enfrentarte… a tu propio reflejo —tuvo la osadía de comentar el chico. De su labio nacía un fino hilo de sangre que se escurría hasta el suelo.

—¡Cállate! —le ordenó el Flautista. Después tocó una tonada de tres notas y una niña de doce años se acercó corriendo para taparle la boca con las manos— Cállate si no quieres que os descuarticen.

Los cascabeles tintineaban a la par que sus gritos. Sentía que el sudor empezaba a resbalarle por la nariz y la frente.

—Escúchanos, por favor —volvió a la carga la muchacha—. Sabemos lo de las Musas. Conocemos tu castigo y todo lo que te obligan a hacer, pero puedes negarte.

Él soltó una amarga carcajada.

—¿Negarme, dices? —Se acercó a ella— No sabes lo que dices. ¡No tienes ni idea de lo que es vivir la eternidad con sus voces marrrrtilleándome los oídos! —Se golpeó la sien con el dedo varias veces— Lo que es llevarme a niños de sus hogares para esconderlos aquí o aprender una nueva melodía a cada instante y saber qué consecuencias traerá tocarla sin poder decidir si hacerlo o no. Pero lo hago por su bien. Soy su salvador. Su… salvador.

—¿No te das cuenta de que eso es lo que quieren hacerte creer? Si sus padres quedan malditos es por ellas, ¡por las Musas! Que luego te envíen a ti a recoger a sus hijos es solo parte de su juego. Es contra ellas contra las que deberías rebelarte, no contra nosotros.

—¡Cállate!

—¡No quiero callarme! —La muchacha intentó zafarse de las manos que la retenían pero no lo consiguió. Cuando se quedó sin fuerzas, añadió—: Sabes que tengo razón…

—¡Cierra la maldita boca si no quieres que…!

La frase murió en sus labios. No pudo creer que aquello que estaba mirando fuera real hasta que lo tuvo entre sus dedos.

—¡No lo toques! —le espetó la muchacha, revolviéndose con más ahínco que antes— ¡Déjalo!

Pero el Flautista ignoró sus súplicas. Sobre sus dedos alargados y llenos de callos, el colgante de luzalita parecía todavía más hermoso de lo que lo recordaba. Jugueteó con él, girándolo para observar también el reverso y cerciorarse de que no estaba confundido.

—¿De… de dónde lo has sacado? —preguntó con un hilo de voz.

—Es mío, no lo he robado —se defendió ella, sin mirarle.

—Te he preguntado que de dónde lo has sacado —repitió, con un tono más amenazante. El colgante ardía en su mano sin estar caliente.

—Me lo dio mi madre… —respondió finalmente—. Suéltalo, por favor.

—¿Tú… madre?

Ella asintió. Una diminuta lágrima se escapó de sus ojos y cayó al suelo.

—No puede ser. —El Flautista se negaba a creerlo—. ¿Quién se lo dio a ella? ¿A quién se lo robó?

—¡Mi madre no era una ladrona! —exclamó, revolviéndose con fuerzas renovadas.

Le daban igual sus excusas. Estaba claro que mentía. No cabía otra explicación. Tampoco quería buscarlas.

Con un movimiento ágil, se lo sacó por encima de la cabeza.

—¡Devuélvemelo! —comenzó a gritar histérica ella. Quienes agarraban sus brazos comenzaban a tener ciertas dificultades para sostenerla— ¡Es mío! ¡Ladrón!

El músico se dio la vuelta sin responder. Con los gritos y las amenazas de los dos prisioneros tronando a su espalda y los cascabeles tintineando en la máscara, abandonó la gruta sin apartar la mirada de la joya.

No en vano, él la había mandado labrar para la única mujer que había logrado recordarle que seguía vivo.