El Flautista removió el contenido de la cacerola distraídamente. Sopa de carne. De nuevo. No es que no pudiera permitirse otros manjares, pero aquello era rápido de cocinar y, por qué no, le gustaba.
Se acercó para disfrutar del rico aroma que desprendían las verduras y las especias. Ya estaba lista. Tomó un cuenco de madera que reposaba en el resquicio de la pared y con un cucharón se sirvió una considerable cantidad de sopa. Después, se sentó en la silla de madera que tenía a su espalda y se relajó.
A su alrededor, el viento circulaba con total libertad, entrando y saliendo de los miles de recovecos que conformaban el interior de la montaña, como si de una esponja de piedra se tratase. Pero el Flautista apenas la percibía, igual que apenas era consciente de la melodía que viajaba desde lo más profundo de la cueva hasta la cúspide de la montaña. Una canción relajante y armónica que se repetía una y otra vez desde que su memoria le permitía recordar.
Se tomó la sopa con lentitud. Disfrutando de la tranquilidad que de tanto en cuando le ofrecía su oficio de músico; su labor de carcelero.
De carcelero, se repitió con resentimiento. Prisionero de su música y de sus propias acciones.
De repente se le quitaron las ganas de seguir comiendo. Hambre no tenía, hacía mucho tiempo que no sabía qué era eso, igual que había olvidado el significado de sueño o de fatiga. Ser inmortal tenía sus ventajas, si es que podían considerarse de ese modo. Con todo, de vez en cuando se obligaba a sentarse y a preparar un buen estofado o una sopa que poder llevarse a la boca. Solo por el placer de masticar, saborear y tragar. Por no olvidar también aquello.
Definitivamente, se le habían quitado las ganas. Se puso de nuevo en pie y echó los restos a la cacerola. Apagó el fuego y se quedó observando cómo las últimas volutas de humo se perdían por el ancho agujero que había sobre su cabeza. Si hubiera sido más joven, habría disfrutando investigando donde desembocaba cualquiera de esos túneles, pero ahora sabía que si lo intentaba terminaría perdido en un laberinto de recovecos y conductos del que le costaría mucho salir. Y una eternidad encerrado resultaba mucho menos atractiva que una condenado pero en libertad.
Se mantuvo allí de pie unos minutos sin saber muy bien qué hacer. Sabía lo extraños y efímeros que eran sus descansos, por lo que no comenzaba nada que no pudiera terminar antes de tener que partir de nuevo.
Anduvo por la gigantesca cueva principal, a la que él llamaba el salón, ejercitando los dedos de las manos. Aunque no podía morir, de vez en cuando sufría unos pequeños pinchazos en las falanges tras tantas horas de tocar el pífano. Se detuvo unos metros más allá, en el centro de la cueva, y acarició con la mano derecha el sillón de piel donde acostumbraba a dormir cuando pasaba alguna noche allí. También tenía una cama en una habitación aparte, pero casi nunca se acordaba de ella. Seguramente, pensó, estaría invadida en esos momentos por telarañas. No tenía ningunas ganas de comprobarlo.
Se agachó sobre la tosca mesilla de madera de roble que había junto al sillón, tomó la máscara de arlequín entre sus manos y le pasó las yemas de los dedos por sus relieves. Nunca, desde que había comenzado siglos atrás a servir a las Musas, se la había quitado para enfrentarse al mundo exterior. Del mismo modo en que no había ningún espejo en toda la montaña, el Flautista no quería que nadie descubriese o recordase su verdadero rostro. El de un ladrón de niños… ¿O el de un salvador? A veces lo olvidaba.
Las cuencas vacías de la careta le observaban indiferentes, amenazantes, inquisidoras… alrededor de ellas, dos cartas de la buena fortuna descoloridas sobre la superficie caían hasta donde comenzaban los labios como regueros de lágrimas. La mitad de la máscara era de color verde desvaído, mientras que la otra era dorada. Las múltiples veces que se le había roto a lo largo de los años le habían obligado a reforzar ciertas partes con la sabia de algunos árboles, maquillando el rostro con enrevesados relieves. Sobre los ojos, a la altura de la frente, crecían seis puntas alargadas que se doblaban sobre sí mismas como el gorro de un arlequín, decoradas con pentagramas repletos de melodías imposibles y cuidadas filigranas. Un cascabel dorado coronaba cada una de las puntas.
¿Se ocultaba tras ella para que no le reconociesen o para que él mismo no se descubriese cometiendo las atrocidades que llevaba haciendo desde hacía años?
De pronto sintió que se ahogaba, que necesitaba respirar aire puro, salir de aquella cueva. Dejar de enfrentarse a todas sus pesadillas y reproches. Olvidarlas de nuevo en algún lugar oscuro de su conciencia…
Se cubrió el rostro con la máscara y se acercó al perchero que había improvisado en una de las rugosas paredes del salón. Descolgó su capa oscura y se la colocó alrededor de los hombros. Unas cuantas antorchas se apagaron con una ráfaga de viento. Las que no, siguieron crepitando cuando la montaña se abrió para permitirle salir al exterior…
… y cuando los intrusos se colaron en su morada.
Duna y Sírgeric descendieron hasta el lugar por donde Timmy juraba que el Flautista había desaparecido.
—Espero que no esté tomándonos el pelo —masculló Sírgeric. Se levantó una corriente de aire y sus ropas se agitaron en la oscuridad.
—Solo tendremos que esperar para comprobarlo —respondió Duna.
—Esperar, espera, esperar… ¡Llevo esperando tanto tiempo que empiezo a preguntarme si servirá de algo! Si no hemos llegado tarde…
La muchacha le pasó un brazo por los hombros.
—No te desanimes, ¿quieres? Estamos aquí. Y Cinthia está muy cerca. La encontraremos y dentro de poco nos reiremos de todo esto.
El sentomentalista sonrió para sí.
—Casi he olvidado cómo era eso de ser tan positivo, ¿sabes? —suspiró entristecido antes de seguir— Supongo que desde que perdí a Cinthia…
—Tú no perdiste a Cinthia, Sírgeric. Fue el Flautista quien se la llevó.
—Lo sé, lo sé… ¡No dejo de repetírmelo! Y, sin embargo,…
—Sin embargo, no sirve de nada, ¿no?
Él asintió, acurrucándose un poco más detrás de la roca donde aguardaban. Acaso para ocultarse del mundo, acaso para ocultar un poco más sus temores.
—Nunca me había sentido así —confesó—. No hasta que la conocí. Desde que tengo memoria, solo me he preocupado por mí y por nadie más. Cuando los soldados de Belmont dieron conmigo, no tenía más de diez años. Nunca supe quien era mi padre, y mi madre… bueno, mi madre falleció de camino a ese reino sin nada que llevarse a la boca. Yo aguanté un poco más. Lo justo como para llegar a la muralla y rogar que me dejasen entrar. Fue la primera y última vez que lo hice. Jamás he vuelto a pedirle ayuda a nadie. Hasta ahora…
Duna tragó saliva sin decir nada.
—En un principio me denegaron la entrada a Belmont —prosiguió—. Recuerdo que los dos soldados que custodiaban el portón se burlaron de mi patético estado en lugar de darme cobijo. Pero también recuerdo con la misma intensidad el modo en que gritaron cuando me obligué a desaparecer y a aparecer de nuevo en el mismo sitio. Mi madre me había ordenado no mostrar mi don ante nadie bajo ningún concepto. Pero supongo que es cierto eso que dicen de que la gente comete auténticas locuras cuando se encuentra en el límite.
—¿Apareciste… y desapareciste? —preguntó Duna, extrañada.
—Es un truco sencillo. —Antes de que Duna pudiera asimilar aquellas palabras, Sírgeric se había esfumado y había vuelto a aparecer un instante después—. Es como si viajara… hasta mí. Fue lo primero que descubrí de mi don. Mucho antes de que supiera que me serviría para viajar de un lado a otro.
Duna le imaginó de pequeño apareciendo y desapareciendo ante su madre y no pudo contener una carcajada. El muchacho también se rió.
—El caso es que de un momento a otro —chasqueó los dedos—, me encontré en manos de las fuerzas del orden público. Me llevaron hasta el castillo y allí conocí al rey Teodragos. Todavía con el hedor del cadáver de mi madre pegado a la piel y famélico, me obligaron a repetirles el truco una y otra vez. Cuando les expliqué cómo funcionaba mi poder me mandaron a las cocinas donde pude, al fin, comer hasta reventar. Literalmente. Unos minutos después, mientras me lavaban y extraían de mi cuerpo las costras de suciedad, vomité toda la cena.
»Durante aquella primera noche en el castillo de Belmont llegué a creer que mi madre había exagerado al advertirme que no podía mostrar mi don al mundo. ¡Pero si había sido eso mismo lo que me había salvado de morir horas antes y me había proporcionado una cama donde descansar!
»La ilusión duró hasta el amanecer. Después, dos soldados irrumpieron en mi cuarto y me sacaron casi a rastras de la cama. Me vistieron con unos trapos como los que yo había traído y después me dieron un mendrugo de pan que tuve que comer mientras bajábamos al campo de entrenamiento. Fue aquella misma mañana cuando me tatuaron el cuervo de Belmont en el hombro…
Los ojos de Sírgeric se nublaron durante un instante recordando las penurias de su pasado.
—A partir de aquel día mi vida se convirtió en un auténtico infierno. No, no pasaba hambre como cuando mendigaba con mi madre, o al menos no tanta. Ni tenía necesidad de dormir en la calle, a pesar de que el camastro al que me cambiaron era tan duro como la piedra. Pero entrenaba durante horas, luchaba contra mis compañeros, ejercitaba mi don… y no bajaba ni un instante la guardia para permanecer vivo.
»Muchas veces quise escaparme, ¡incluso llegué a lograrlo! Pero no tardaban en descubrirme, pues solo podía viajar hasta el lugar donde había algún compañero… o los propios maestres que nos entrenaban. Al cabo de los meses dejé de intentarlo. Los días de castigo que venían detrás terminaron por minar mi determinación y me rendí.
—¿Y entonces cómo llegaste hasta Bereth? —preguntó Duna, agarrándose las rodillas con los brazos para aguantar mejor el frío de la noche.
—Fue por pura casualidad. Un día, cuando nos sentamos a cenar, descubrí flotando en mi plato un pelo canoso.
—¡Puag! —exclamó Duna, sin poder controlarse.
—¡Vaya con la princesita! —se burló él, alzando las cejas.
—Bueno, sigue…
—Me lo guardé en el bolsillo y esperé hasta que nos enviaron a dormir. Entonces empaqueté las pocas pertenencias que tenía… y probé suerte. Podría haber aparecido en las cocinas, o en alguna otra habitación del castillo… pero la fortuna me sonrió y quiso que aquella noche la cocinera hubiera salido del castillo a visitar a su familia. Desde allí lo único que tuve que hacer fue escabullirme y huir de Belmont.
—Hasta que diste con Aya…
Sírgeric asintió.
—Como ves, nunca he tenido la necesidad de preocuparme por otra persona… y tampoco lo he querido. Durante mi periodo en Belmont no hice ningún amigo, y me alegro. Porque no podría haber soportado verles sufrir o morir como mi madre. —Se quedó en silencio antes de preguntar—: ¿Crees que soy egoísta?
Duna se quedó observando sus grandes ojos azules.
—Claro que no. Hiciste lo que pudiste para mantenerte con vida y no romperte por el camino. Supongo que yo habría hecho lo mismo.
El muchacho se encogió de hombros.
—Supongo…
—No soy muy buena dando consejos, pero creo que todo lo que estás haciendo por Cinthia compensa con creces tus errores del pasado.
Sírgeric se estremeció al escuchar a Duna.
—Es la verdad —le aseguró ella.
Llevado por el momento de sinceridad que parecía haberle invadido, quiso pedirle disculpas por todo en general, pero en ese mismo instante la tierra comenzó a temblar a sus pies.
—¿Qué está pasando? —preguntó Duna, acercándose al sentomentalista.
—Shhh… ¡Mira! —Con el dedo señalaba las rocas de la pared, entre las cuales había aparecido una fisura.
—Santo Todopoderoso… —murmuró Duna sin aliento.
De pronto, un hombre envuelto en una capa y con una máscara en el rostro surgió de las entrañas de la montaña y se alejó de allí a grandes zancadas.
—Era… es…
—El Flautista. ¡Sí, rápido!
Sírgeric agarró la mano de Duna y la arrastró hasta la entrada de la gruta.
—Vamos —dijo. Ella asintió y dando un último salto se colaron en el interior de la guarida del Flautista.
Cuando estuvieron los dos dentro, las rocas regresaron a su posición habitual.
—Estamos encerrados… —dijo Duna, palpando la pared con las manos en busca de alguna fisura.
—Lo importante es que estamos dentro. Ahora solo tenemos que buscar. Cinthia tiene que estar en alguna… parte… —Su voz fue muriendo hasta convertirse en un murmullo. No estaba preparado para encontrarse con aquello.
La primera cueva debía de tener más de siete metros de altura y una profundidad abismal. Había pocos muebles a la vista: un sillón desvencijado, una pequeña mesita coja, un par de sillas apoyadas en la pared y una lumbre sobre la que reposaba un caldero. Las pocas antorchas que había encendidas iluminaban pobremente la estancia, convirtiéndola en un lugar aterrador y repleto de escalofriantes sombras. Pero lo peor de todo no era eso, sino la decena de túneles que nacían allí y que se perdían en todas las direcciones.
—Es un laberinto —dijo Duna, echando saliva sobre el colgante de luzalita para encenderlo—. ¿Qué hacemos?
—No lo sé… —confesó Sírgeric, dando unos pasos vacilantes hacia el frente—. Pero tampoco tenemos mucho tiempo. —Se llevó las manos a la boca y gritó—: ¡Cinthia! ¡Cinthia! ¡Estamos aquí! ¿Nos oyes?
Duna se apresuró a callarle.
—Podría oírnos alguien.
—Esa es mi intención —replicó él, con el oído atento a la respuesta de la muchacha.
—¡Puede estar en cualquier lugar! Si estas cuevas son tan profundas como grande es la montaña, tenemos un problema.
—Entonces, ¿tú qué propones?
—Supongo que escoger un camino al azar y buscarla. No creo que nos quede otra opción.
—Tardaremos horas, quizás días. No sabemos cuándo regresará.
Duna puso los ojos en blanco.
—Bueno, si te parece mejor, nos quedamos aquí sentados a esperarle y después le preguntamos por tu novia. Seguro que estará encantado de echarnos una mano. Y, oye, fíjate, en esa cacerola debe de haber suficiente comida para los dos. ¿Te sirvo un poco?
—¡Vale! ¡Vale! Ya lo he captado —se defendió Sírgeric—. Pero vayamos juntos. Nada de separarse. Si nos perdemos, mejor estar juntos.
—Me halagas…
Sin decir más, escogieron al azar el túnel que tenían más cerca y se internaron en él. Apenas habían dado cuatro pasos cuando se percataron de la melodía que resonaba entre las piedras.
—¿Qué crees que es? —preguntó Duna.
—Parecen… ¿flautas?
La muchacha se detuvo en seco.
—¿Y si hay alguien más? ¿Y si no estamos solos?
Sírgeric dejó de andar también.
—Ya habrían venido a por nosotros, ¿no crees?
Siguieron avanzando con menos celeridad. El túnel parecía no tener fin, y a cada paso que daban, más alto escuchaban la melodía. Unas veces resultaba estridente, otras hermosa. En cualquier caso, enigmática y oscura. Parecía que hubiese un centenar de instrumentos de viento tocando al unísono.
Unos diez minutos después, alcanzaron un recodo tras el que se ocultaba otra sala de unas dimensiones similares a las de la cueva anterior. Esta, sin embargo, tenía la forma de un pequeño anfiteatro con gradas de piedra. Y no estaba vacía.
Sírgeric empujó a su compañera contra la pared del túnel antes de que pudiera salir a la luz. Allí permanecieron, agazapados en las sombras observando la nueva estancia.
—¿Quiénes son? —susurró Duna.
—No lo sé. Pero no parece que lleven flautas.
—¿Crees que nos han visto?
—Si lo han hecho, parece importarles bastante poco. Fíjate, ni siquiera parpadean.
Ni parpadeaban, ni respiraban, ni se movían. Las decenas de niños y niñas que se ocultaban allí, sentados sobre las gradas, parecían estatuas cinceladas de un realismo absoluto. Los había de todas las edades: adolescentes, jóvenes, críos que apenas debían saber andar… Y todos permanecían quietos y observando un punto fijo en el centro del círculo.
—Son los niños… Sus víctimas —concluyó Duna, atónita.
—Y mira ahí arriba. —Sobre sus cabezas, un millar de agujeros de distintos tamaños perforaban la roca—. Lo que oíamos era el viento.
—No es solo el viento. Es como… como si tocasen una canción. Voy a acercarme.
La muchacha se alejó de la pared un paso, pero Sírgeric la retuvo.
—¿Qué haces?
—Ya te lo he dicho, quiero acercarme. No hemos venido hasta aquí para quedarnos de brazos cuidados. Además, fíjate, ni se inmutan. Debemos intentar despertarles.
Duna se zafó de su mano y se acercó hasta el borde de la grada superior del anfiteatro. Se puso de cuclillas y se sentó junto a la joven que tenía más cerca. Debía rondar los catorce años y, como el resto de sus compañeros, tenía la mirada fija en la lejanía.
—¿Puedes oírme? —le preguntó—. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
—Es inútil —le dijo su amigo desde detrás—. Cinthia se comportaba del mismo modo antes de desaparecer.
Ella no quiso rendirme y zarandeó a la muchacha con insistencia.
—Duna. ¡Duna, basta! —le pidió Sírgeric, sujetándola por la espalda— Reserva fuerzas para Cinthia. Encontrémosla y marchémonos de aquí.
—Es horrible… —logró balbucear Duna antes de comenzar a recorrer los rostros de todos los encantados.
Fueron bajando escalón a escalón cubriendo cada uno media circunferencia. Los rostros de los chicos y las chicas pasaban ante los ojos de Duna sin dejar ninguna huella. En parte porque no podía y en parte porque no quería. Cuanto menos recordase de todo aquello, mejor.
—No está aquí —dijo Sírgeric, desanimado.
—En ese caso probemos con otra. Tengo la impresión de que va a haber muchas más como esta.
Cuando llegaron de nuevo a la parte superior del anfiteatro, la sinfonía del techo parecía haberse calmado hasta el punto de convertirse en un levísimo hilo musical apenas perceptible.
—Es extraño… —comentó Duna—. No es que haya estado en muchas cuevas durante mi vida, pero nunca había oído hablar de un fenómeno tan curioso.
—Sentomentalistas. No le des más vueltas. Hace tiempo que aprendí a atribuirnos todas las cosas incomprensibles que suceden.
Regresaron por el mismo túnel hasta la cueva principal, donde tomaron un nuevo camino que descendía. Al igual que el anterior, también este se encontraba vagamente iluminado por antorchas situadas cada cinco o seis metros. Mientras avanzaban, vislumbraron las diminutas sombras de varias ratas que escapaban a su paso.
La pendiente comenzó a hacerse más pronunciada hasta el punto de que tuvieron que irse agarrando a las paredes laterales para no caer rodando.
—Esto cada vez… pinta peor.
—Yo intento no pensar en la subida —masculló Sírgeric con el poco sentido del humor que le quedaba.
La gruta a la que desembocaron unos metros más abajo resultó tener tan poca pendiente como el salón principal, pero el doble de diámetro. Al igual que en el anfiteatro, un centenar de niños se apretujaban unos contra otros, sentados en varios círculos concéntricos y mirando hacia el frente.
—Tú, por allí —le indicó Sírgeric, señalando la mitad derecha del extenso grupo—. Yo, por aquí.
Al poco de comenzar, descubrieron que los muchachos se encontraban colocados según su edad. Así, los más cercanos al borde eran también los más mayores, mientras que el círculo interno estaba formado por niños mucho más pequeños.
Duna se preguntó qué clase de monstruo podía ser capaz de arrancar a un crío de su familia de aquella forma. ¿Acaso no pensaba en el dolor que provocaba? Él no era el único que dejaba de vivir, ni mucho menos. Estaba segura de que una madre jamás podía recuperarse de algo similar.
Se obligó a dejar de pensar y prosiguió con la búsqueda.
—Esto es inútil —oyó quejarse a su amigo unos minutos más tarde.
—Por aquí tampoco está —comentó ella, deteniéndose en el círculo en el que los durmientes comenzaban a ser unos adolescentes y estirando la espalda.
—Subamos, pues —dijo él sin perder un instante. Duna le siguió con la cabeza gacha y el ánimo por los suelos. ¿Dónde había ocultado a Cinthia?
Si la bajada hasta la gruta había sido complicada, la subida fue mucho peor. Durante el primer tramo, Sírgeric tuvo que ayudarla a remontar la pendiente casi vertical. Una vez lo superaron, continuaron con la marcha mientras gruesos goterones rodaban por sus frentes y espaldas. De vuelta en el salón principal, tuvieron que apoyarse en la pared para recuperar el aliento.
—Esto ha sido… —Duna dejó la frase incompleta.
—Lo sé… pero no podemos… rendirnos. Te toca elegir.
La muchacha ladeó la cabeza y señaló la gruta de al lado. Sírgeric asintió y juntos se internaron por el nuevo pasadizo.
Esta vez tuvieron suerte y no fue necesario andar demasiado para encontrar la cueva. Era bastante más pequeña que las anteriores pero estaba igual de abarrotada. Algunos de los niños encantados se encontraban de pie, mientras que otros estaban sentados. No parecían seguir ningún orden lógico. Parecían muebles que nadie hubiera tenido tiempo de colocar en su sitio.
Sin mediar palabra, Duna comenzó a rastrear una mitad mientras Sírgeric se ocupaba de la otra. Esta tercera vez el trabajo se había vuelto prácticamente mecánico: observar, comparar, descartar. Observar, comparar, descartar. Observar, comparar, descar…
—¡Sírgeric! —exclamó de pronto Duna—. ¡Está aquí! ¡La he encontrado!
El sentomentalista apareció a su lado en un abrir y cerrar de ojos.
No era una ilusión. La muchacha rubia se encontraba frente a ellos con los ojos azules perdidos en la distancia y una expresión tranquila en el rostro.
—Cinthia… —murmuró Sírgeric, pasando sus sucios dedos entre sus cabellos.
—Tenemos que sacarla de aquí. —Miró a su alrededor buscando una solución a su problema—. Quizás en brazos o… o… ¡o con tu poder! ¡Eso es! ¿Sírgeric? ¿Me estás escuchando?
El muchacho se había quedado transpuesto acariciando a Cinthia. Cuando Duna le dio un golpecito en el hombro, volvió en sí.
—¿Qué…? ¿Qué decías?
—Digo que cojas la pluma de Wilhelm, nos agarres a las dos y nos saques… —La tierra empezó a temblar y un suave polvillo se desprendió del techo—… de aquí.
—Ha regresado —comentó el sentomentalista, como si no fuera más que evidente.
—Mierda… —Sírgeric se apresuró a sacar la pluma negra de su bolsillo. Duna le agarró por la muñeca y después tomaron de la mano a la estatua que era Cinthia.
—Una, dos… y tres.
Duna cerró los ojos para no marearse. Pero cuando los abrió, seguían en el mismo lugar.
—¿A qué esperas? —le preguntó.
—A… A nada… —El sentomentalista cerró los ojos de nuevo y se concentró. Unos segundos después los abrió de nuevo—. No funciona. No puedo… viajar.
—¿Cómo? ¿Estamos encerrados?
—Te dije que esta cueva estaba maldita. —Estrujó entre los dedos la pluma negra y la volvió a guardar—. Lo siento…
—Maldita sea… —Duna giró sobre sí misma buscando alguna alternativa, pero la única forma de salir era por donde habían entrado—. Estamos perdidos.
—No mientras no sepa que estamos aquí abajo.
De repente, la música del viento se hizo tan suave que por un momento creyeron que se había detenido. El volumen había descendido hasta casi desaparecer. Duna se estremeció.
—Si no salimos de aquí pronto nos volveremos locos.
—El Flautista puede que no tarde en marcharse de nuevo. Pero tendremos que estar listos para cuando eso ocurra o nos quedaremos encerrados en la cueva.
—¿Y tu plan consiste en…?
—En llevar a Cinthia hasta la entrada del túnel. Cuando salga, estaremos preparados para escapar con Cinthia antes de que la salida vuelva a cerrarse.
Duna se encogió de hombros.
—Por ahora no tenemos nada mejor…
—Ayúdame a levantarla.
Con Sírgeric agarrándola por la espalda y Duna por delante, lograron ponerla en pie. Pero no que se mantuviese erguida.
—Pesa… demasiado…
—Espero… que no pueda… escucharte —bromeó Sírgeric—. Seguro… que se ofendería.
Por supuesto, Cinthia no pareció ser consciente de nada de lo que ocurría a su alrededor. Duna agarró sus piernas y de ese modo la fueron moviendo mientras esquivaban los cuerpos del resto de encantados.
—Sírgeric… no puedo… —Los brazos comenzaban a ceder.
—Ya casi hemos llegado. Aguanta.
Duna intentó seguir, pero nunca había imaginado que un cuerpo inerte pudiera pesar tanto. Las manos comenzaron a dolerle.
—Sírgeric… de verdad… no… puedo.
El cuerpo de su amiga se fue escurriendo… hasta caer al suelo. Sírgeric quiso detenerse un instante antes, pero llegó tarde y las piernas de Cinthia golpearon el suelo y al joven que tenía a su lado. Cuando sus pies tocaron las rodillas del muchacho, este pareció perder el equilibrio y se descompuso como un castillo de naipes. Sin que pudieran evitarlo, el cuerpo del encantado empujó al mismo tiempo el de una chica que tenía a su lado. Sírgeric alargó el brazo pero llegó tarde, y esta se precipitó sobre el suelo sin que su rostro variase ni un ápice.
Aunque los tres cuerpos parecían haber caído sin hacer ningún ruido, los dos jóvenes se miraron preocupados. Antes de que pudieran decir esta boca es mía, sus miedos se confirmaron: unos pasos se acercaban por el túnel mientras la luz de una antorcha iba devorando la oscuridad.
Corpuskai regresó al campamento sin demasiada prisa. Cuando estaba a punto de llegar, se detuvo a descansar y a tomarse lo poco que le había sobrado del almuerzo. Sabía cómo se pondría Divishleyt si descubría que no se lo había comido todo.
En esas estaba cuando reparó en la hilera de flores doradas que formaban un sendero y que se perdía por el camino. Extrañado de no reconocer a primera vista la especie, se acercó a contemplarlas con mayor detenimiento.
En apariencia, no distaban demasiado de los gordolobos comunes. Sin embargo, el color de sus pétalos, más oscuro de lo normal, y su disposición, separados y no en forma de ramilletes alargados, le dejaron tan intrigado como el hecho de que hubieran aparecido tan de repente, a escasas semanas de que diese comienzo el invierno.
Arrancó un ejemplar y lo examinó con ojo crítico. Apartó los pétalos para descubrir, extrañado, que en el interior de la flor, donde deberían estar los estambres y el pistilo, estaba completamente vacío.
La dejó caer al suelo con un acto reflejo, y antes de que pudiera formularse la pregunta de cómo podían reproducirse sin el polen, la flor desapareció dejando tras de sí un humo pardusco.
Creyendo que lo había imaginado, el Chamán arrancó dos flores más y las dejó en la tierra. ¡Ahí estaba de nuevo! Se habían volatilizado como la primera con unos finos hilos de humos que se deshicieron en el aire.
—¿Qué demonios es esto? —se preguntó en voz alta. Repelido por el extraño aspecto de las misteriosas plantas, se vio movido a patear cuantas tenía a su alrededor hasta que la nube de humo negro fue tan espesa que dejó de ver sus propios pies. Cuando se esfumó, hasta Corpuskai tuvo dudas de si no lo había imaginado: las raíces que habían quedado al arrancarlas habían corrido la misma suerte que los pétalos y los tallos. No estaban. Divishleyt tenía que ver aquello. Como experta en hierbas y plantas, podría darle una explicación lógica, si es había alguna.
Se puso a andar siguiendo el camino trazado por las flores sin percatarse del trote de caballos que se acercaba desde el bosque. Para cuando los advirtió, los tenía casi encima. El Chamán apenas tuvo tiempo de saltar hacia los arbustos que tenía al lado y aguardar acuclillado a que pasaran de largo los ocho jinetes. Llevaban las caras cubiertas por pañuelos y gorros de ala ancha. Dos mujeres encabezaban la marcha.
Todo hubiera quedado como un simple descuido por su parte de no ser porque comprobó atónito cómo las damas reducían la marcha unos metros más adelante y buscaban algo a su alrededor…
Corpuskai miró hacia el suelo para encontrarse con los pocos gordolobos dorados que quedaban en pie después de la estampida de los caballos. No hizo falta que nadie se lo explicase para entender de dónde habían salido y cuál era su función.
Y por si todo aquello no resultaba ya de por sí sospechoso, también estaban las maldiciones que tres de los nueve jinetes acarreaban encima. Las dos mujeres, según pudo comprobar el Chamán, sufrían un hechizo irreversible que fue incapaz de determinar. Pero fue el del tercer hombre, a la cola del séquito, el que le dio la pista definitiva sobre la naturaleza de su misión.
Se puso en pie rápidamente, dio media vuelta y subió a su montura para después partir al galope en busca de ayuda.
Sus amigos corrían un peligro mortal.