14
Cazadores

El príncipe era un dragón.

Un dragón de verdad. No de los de las leyendas, sino de carne y hueso. El mismo que había asolado las tierras de Bereth durante tantos años… Adhárel Forestgreen.

Drólserof agitó la cabeza, desconcertado. Habían pasado varios días desde que su amo y señor le había desvelado el secreto, pero todavía era incapaz de asimilarlo. Y, aun así, sabía que no era mentira. ¿Cómo sino había logrado escapar Adhárel vivo de la pelea con las asesinas?

Durante los pasados años, según palabras de Dimitri, la propia madre del príncipe le había mantenido oculto en lo más profundo del bosque de Bereth durante las noches sin revelarle a nadie, ni tan siquiera a él mismo, su verdadera naturaleza. Por eso había sido tan importante que atacasen durante la mañana, cuando Adhárel no era más que un humano corriente y no una monstruosa criatura. Por eso Dimitri había insistido tanto… Pero ¿cómo iba él a saberlo? ¡Solo le había indicado que no atacasen a una hora determinada, no el motivo! Ya daba igual. Mientras acabase muerto, lo demás era circunstancial.

Tras una ardua búsqueda durante la noche para encontrar a hombres dispuestos a dar su vida por una empresa que les era indiferente, Drólserof terminó reclutando a seis asesinos y cazadores furtivos sedientos de sangre, peligrosos y que, por lo que parecía, podían mantenerse en pie sobrios el tiempo suficiente como para llevar a cabo la misión.

A la cabeza de la tropa iba un hombre con un marcado acento norteño. Su diminuta estatura y su barriguda panza habrían hecho que más de uno lo desestimara en un primer vistazo. Sin embargo, hubo algo que se iluminó en aquellos ojos desviados cuando Drólserof mencionó la posibilidad de enfrentarse a un dragón real que le hizo probar suerte. Antes de que pudiera terminar de explicarle la misión, el bandido había aceptado colaborar.

—Hubo un drrragón que me dejó sin familia —explicó con la mente en otra parte—. Ya es horrra de que pueda cobrrrarme la deuda.

Se presentó como Cornwell, y aseguró estar preparado desde hacía tiempo para ese momento. Los otros cuatro tampoco pusieron reparos. Una presa era una presa, dijeron, independientemente de su envergadura.

Drólserof les advirtió que quizás no fuera con un dragón con lo que se encontrasen, sino con un hombre; ninguno puso reparos.

A la mañana siguiente, cuando se reunieron con él a la entrada del castillo, iban cargados con numerosos artilugios y armas de todo tipo. Cuando Drólserof les preguntó para qué querían todo aquello, Cornwell respondió:

—Ya os dije que llevo tiempo prrrreparrrándome parrra este momento.

Dimitri no puso reparos tras escuchar el nuevo plan de ataque que había esbozado en su mente Drólserof. Era consciente de que lo que había ideado distaría mucho de lo que terminarían haciendo, pero ninguno de los dos lo mencionó. Mientras terminasen el trabajo lo antes posible, el resto le daba igual.

—Quizás cuando regreses no esté aquí —le advirtió Dimitri antes de dejarle ir—. Debo marcharme al sur para arreglar unos asuntos. Me pondré en contacto contigo cuando llegue el momento oportuno. Puedes hacer lo que te venga en gana con la muchacha, si es que llegáis a cazarla. Pero te lo advierto: el dragón es lo primero. No consentiré más errores.

—Sí, amo —respondió él, conteniendo una sonrisa. Duna desearía con toda su alma no haberse cruzado en su vida en el pasado.

Tras ello, se puso en contacto con las Asesinas del Humo para explicarles los nuevos planes. Cuando les comunicó que a partir de entonces no estarían solas y que seis desconocidos las acompañarían, montaron en cólera.

—¡No necesitamos ayuda de nadie! —le espetó Kalendra desde su reflejo—. Y menos a unos aficionados.

—Aficionados o no, tengo órdenes expresas de reunirme con vosotras y ofreceros mi ayuda para terminar con la misión cuanto antes.

—Serán problemas y no ayuda lo que nos daréis si os inmiscuís en nuestro trabajo.

—¿Dónde estáis? —preguntó entonces Drólserof, indiferente a sus quejas. Él pagaba, él ordenaba.

Cuando cortaron la comunicación, se habían citado a dos noches vista en la misma posada donde se conocieron: en mitad del bosque de Célinor. Ellas no le habían explicado cómo pensaban dar con el príncipe y la muchacha, ni si estaban siguiendo un rastro. Él, por su parte, se guardó de informarles acerca de la transformación que el príncipe sufría llegada la medianoche. Ya habría tiempo de hacerlo cara a cara. No quería que se asustasen y le dejasen solo con aquellos locos.

Desde allí seguirían juntos y, con un poco de suerte, más pronto que tarde, habrían terminado con la misión antes de la siguiente Luna llena.

Luna llena… noche… de nuevo le vinieron a la mente las imágenes del príncipe transformándose en dragón. No lo había visto jamás, pero de alguna forma lo recordaba como si lo hubiera vivido en persona. Y le asustaba.

Con ese pensamiento tan sombrío, Drólserof y los seis bandidos se pusieron en marcha. Y era allí donde se encontraban en aquellos momentos: a pocos kilómetros del punto de encuentro, en pleno bosque de Célinor.

—Señorrr —le llamó Cornwell, acercando su patética montura cubierta de ronchas y heridas—. Señorrr, ¿qué plan tenemos para cuando nos encontremos con el monstruo?

Con el monstruo, repitió Drólserof para sí. Aquel era el único apelativo que el bandido utilizaba para referirse al dragón. No es que él lo considerase algo distinto; tan solo le llamaba la atención. ¿Podía tratase del mismo con el que se había enfrentado en el pasado? Seguramente. No debían de quedar demasiados rondando por el Continente.

—Tenemos que decidirlo con Kalendra y Firela, las mujeres que nos esperan en la Posada del Sauce. Además, no es seguro que vayamos a cruzarnos con él —respondió Drólserof, esforzándose por no apartar la mirada del horizonte y clavarla en la mirada desviada de Cornwell o en su machacada nariz. ¿Le habría dejado esas secuelas el dragón? ¡Maldita sea, ¿por qué tenía que relacionarlo todo con la criatura?!, se reprendió.

—Bien, señorrr. Perrro parrra vuestrrro interrés, quizás os gustaría saberrr que tenemos armas especiales para exterminar a estas criaturas.

—Ya las he visto. ¿Son eficaces? —preguntó con un mohín de burla, seguro de que no las habían podido probar antes con ningún otro dragón.

—Desde luego, señorrr —contestó Cornwell sin una pizca de duda.

Drólserof se guardó su opinión y siguió cabalgando en silencio. Todavía tenía que decidir cómo les explicaría a las Asesinas del Humo por qué Adhárel había sobrevivido a su primer ataque mortal y qué harían a partir de entonces para cazarlo.

La Posada del Sauce apareció frente a ellos poco después. De un simple vistazo, Drólserof comprobó que las monturas de las hermanas se encontraban atadas junto a la caseta, paciendo indiferentes a los recién llegados.

—Quiero que me esperéis aquí fuera —les ordenó a los seis cuando hubo descabalgado.

—¿A la intemperrrie? —preguntó Cornwell, como portavoz del resto.

—Serán solo unos minutos. Quiero hablar con las mujeres a solas antes de presentaros.

Los hombres mascullaron enfadados, pero su cabecilla les obligó a callar.

—Daos prisa, no nos gusta pasarrr frrrío cuando podrrríamos estar tomando una cerrrveza al calorrr de la hoguera.

—Pensé que trataba con tipos duros —se burló Drólserof. Pero al instante reparó en la expresión de los asesinos y tragó saliva. Después anduvo a paso ligero hasta la taberna.

—Os esperrarrremos aquí fuera. No tarrdéis. —Cornwell se dio la vuelta, amparado por las risotadas de los otros hombres.

—Bestias estúpidas… —masculló el noble, abriendo la puerta de un empujón.

El olor rancio y ocre le dejó desconcertado durante unos segundos. Cuando se recuperó del inesperado mareo, atisbó entre el humo de las pipas una mano que se agitaba al fondo del salón.

Se escurrió con dificultad entre las mesas intentando no chocarse contra nada ni nadie. Los hombres y las mujeres que gritaban y reían a su alrededor sudaban como cerdos al son de la canción que tocaba un violinista en una esquina.

—Buenas noches, señoritas —saludó Drólserof, haciendo una reverencia. Cuando alzó la vista, dio un respingo y se chocó contra la pared—. Cielos… —masculló, incapaz de controlar su lengua. ¿Quién era aquella mujer deforme? ¿Dónde estaba la otra gemela? ¿Acaso… acaso…? ¡Pero eso era imposible!

—Drólserof, por favor, sentaos antes de que os desmayéis —dijo la mujer. Sin duda tenía la voz de Firela, pero su rostro…— Mirar directamente a una dama durante tanto tiempo se considera un gesto de mala educación, al menos en mi reino.

—Lo… lo siento… —logró tartamudear.

—Vayamos al grano —intervino Kalendra, poniendo las manos sobre la mesa—. Mi hermana hizo un trato con quien no debía y perdió su belleza a cambio de otra cosa, pero sigue siendo igual de mortífera y peligrosa. ¿De acuerdo?

La gemela fea fulminó a su hermana.

—¿Qué? ¿Qué he hecho? Estaba claro que no iba a prestarnos atención hasta que resolviésemos este pequeño asunto —se defendió Kalendra—. Es un hombre, hermanita. Sé lo que me hago.

Drólserof debería haberse sentido humillado porque hablasen de él como si no estuviera escuchándolas, pero todavía intentaba reponerse del sobresalto. No solo su rostro se había deformado, también su piel y su aspecto en general. En realidad esto último podía aplicarse a las dos mujeres: Estaban más… viejas. ¿Habrían pagado todo aquello por encontrar al príncipe y a la muchacha?

—¿Están esperando ahí fuera? —preguntó Kalendra, girándose hacia el noble.

—¿Eh? —preguntó él, confundido— ¿Perdón?

La gemela puso los ojos en blanco.

—Que si los hombres de los que nos habíais hablado están ahí fuera, esperando. Fuera. Los hombres —repitió, por si no le había quedado claro.

—Sí, sí… les he dicho que quiero hablar con vosotras a solas.

—Qué cortés —masculló la hermana deforme—. ¿Y a qué debemos este cambio de planes? ¿Puedes recordarnos por qué tenemos que cargar ahora con una comitiva?

El noble clavó la mirada en las vetas de la mesa y respondió:

—El asunto se ha complicado.

—Eso ya lo sabemos —le interrumpió Kalendra—, pero os dijimos que ya lo teníamos de nuevo controlado.

—No es tan sencillo. Nos enfrentamos a algo… más grande.

Firela escupió una carcajada.

—No me hagáis reír. ¿Un principito y una muchacha? De acuerdo, los subestimamos en un principio. Pero ahora estamos preparadas, ¿verdad, Kendra?

—Verdad.

—¡No es tan sencillo! —exclamó de repente Drólserof. Después repitió en un murmullo, obligándose a guardar la compostura—: No es tan sencillo. Cuando os contacté descubrí algo que no sabía hasta entonces.

—Sorpréndenos… —Kalendra desvió la mirada hacia sus uñas, indiferente.

—De acuerdo, pero sabed que…

—¡Dilo de una vez! —le espetó Firela.

—El príncipe Adhárel se transforma en dragón llegada la medianoche. Por ese motivo logro escapar vivo de vuestra redada.

Las palabras, dichas de carrerilla, se quedaron flotando en el ambiente junto al humo y el olor a cerveza negra. Drólserof no quiso levantar la mirada hasta que las dos mujeres estallaron en sonoras carcajadas.

—Claro que sí… ¡Cómo no! —logró decir Kalendra, intentando tomar aire— ¡Habrase visto!

—Un dragón, dice… —dijo Firela. El hombre apartó rápidamente la vista. Si la mujer era ya de por sí horrenda, cuando se reía la cosa empeoraba con creces.

—No es… ninguna broma… —dijo en voz baja y con los labios apretados, intentando controlarse para no soltar un grito. Si había algo que no soportaba era que alguien se riese de él. Y menos estas dos muertas de hambre que tenía delante.

La sonrisa de las mujeres fue menguando hasta desaparecer del todo.

—¿Cómo que no es una broma? —preguntó Kalendra.

—Por eso he traído a esos seis hombres —les explicó, guardándose todos los improperios que se acumulaban en su lengua—. Por eso nos necesitáis.

Firela miró a su hermana y negó con rotundidad.

—Se acabó. Hasta aquí hemos llegado, Kendra. —Hizo ademán de levantarse pero Drólserof la agarró del brazo, haciendo un esfuerzo por controlar los escalofríos.

—Siéntate y escucha —le ordenó.

—¿Quién demonios te crees que eres, enano de pacotilla? —dijo ella, liberándose.

—Soy el que os va a pagar la misma cantidad que os ofrecí en un principio. No os quitaré ni una sola moneda de oro de lo que os prometí.

Kalendra soltó una carcajada.

—¿A qué esperas? —preguntó Firela— Te espero fuera.

—Aguarda un momento, hermanita. —Kalendra chasqueó la lengua y miró a Drólserof—. Si queréis que os ayudemos, tendréis que pagar el triple de lo acordado.

—Imposible.

—En ese caso, espero que tengáis suerte. El Continente es vasto y peligroso.

—Está bien… El doble. Es mi última oferta.

Kalendra se lo pensó unos segundos antes de responder.

—Trato hecho.

—¡Estamos hablando de un dragón, por el amor del Todopoderoso! —exclamó Firela, sentándose de nuevo— ¿Qué vamos a utilizar? ¿Arpones y redes?

—No es mala idea… Además, con un poco de suerte, solo tendremos que enfrentarnos a un humano corriente —dijo Drólserof—. Pero como os he dicho, contaremos con ayuda…

—¿Un grupo de paletos van a ser capaces de atrapar y matar a un dragón?

—No sé a quién estarrréis llamando paletos, perrro que sepáis que hemos nacido parrra esto.

Kalendra y Firela se giraron para encontrarse de bruces con un hombre con la forma de un tonel y la nariz partida.

—Os dije que esperaseis fuera —dijo Drólserof.

—Mis hombrrres se morrrían de frrrío. —Cornwell posó un ojo en Kalendra, mientras el otro se perdía en la esquina de la pared—. Entonces, señorrrita, ¿a quién llamabais paletos?

—Creo que está bastante claro —replicó ella, sin dedicarle ni una simple mirada. Drólserof sonrió para sí al ver la cara del bandido antes de intervenir.

—De acuerdo, de acuerdo. Acercad unos taburetes y hablemos con claridad.

Dicho y hecho. Unos segundos más tarde, los seis bandidos habían unido una mesa de madera a la de los otros tres y habían echado a varios borrachos de sus taburetes.

—No es necesario atacar durante la noche —repitió Drólserof.

—¿Y parrra qué nos necesitáis? —preguntó Cornwell, desanimado.

—Por si acaso.

Cornwell estrelló el puño contra la mesa, haciendo saltar los vasos de cerveza.

—¡Perrro no es lo mismo matar a un dragón que a un hombrrre!

—Os dije que os pagaría igual, nos enfrentásemos a uno o a otro.

El bandido fue a decir algo, pero el hombre que tenía al lado le dijo que se callara, que ahora mismo el dinero les importaba más que clavarle la espada a un estúpido dragón.

—Nosotros estaremos al mando —advirtió Firela.

—Lo que querrráis, belleza —respondió con sorna.

Drólserof descubrió que Kalendra le estaba agarrando el brazo a su hermana para que esta no se abalanzase sobre el bandido.

—¿Sabemos la envergadura de la criatura? —preguntó el más grandote de los recién llegados.

—No —respondió el noble—. Pero sí sabemos que es un dragón macho adulto.

—Eso no nos dice nada —se quejó un segundo hombre.

—¿Habéis visto muchos a lo largo de vuestra vida? —preguntó Kalendra, esbozando una media sonrisa.

—Deberrría arrancarrros la lengua ahorrra porrr burlarrros de nosotrrros —amenazó Cornwell.

—Deberías aprender a hablar —masculló Firela.

—Bueno, ¡basta ya! —ordenó el noble, cada vez más desesperado. Quizás no había sido buena idea juntarles—. Solo tendréis que soportaros un par de días, a lo sumo cuatro. ¿Podréis hacerlo sin decapitaros?

—¿Cuándo salimos? —preguntó Cornwell.

—Al amanecer —respondió Drólserof.

—¿La dirección?

El noble miró a las hermanas. Estas se miraron antes de responder.

—Os lo diremos según vayamos avanzando.

—¡Malditas brujas! —gritó el norteño, fuera de sus casillas y con la mano alzada. Pero antes de que pudiera dejarla caer, Firela le tenía inmovilizado y le apuntaba con su daga.

—A una dama no se le levanta ni la voz ni la mano, bastardo.

Los otros cinco hombres también sacaron sus espadas y apuntaron con ellas a las dos hermanas.

—¡Bajad las armas! —gritó Drólserof, perdiendo la poca paciencia que le quedaba— ¡Bajad las armas! ¡Ahora!

Nadie se movió. La tensión podía cortarse con un cuchillo y de nuevo todas las miradas estaban fijas en su mesa.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el tabernero, abriéndose paso entre los clientes—. Las peleas, fuera. ¿Me oís?

El otro propietario, igual de grande que el primero, se acercó y se cruzó de brazos.

—¿No habéis oído a mi hermano?

Lentamente, fueron cediendo unos y otros hasta que los ocho estuvieron libres. Con todo, nadie envainó su arma.

—A la siguiente, os largáis de aquí —les advirtió el tabernero, antes de darse media vuelta.

Drólserof se sentó en su taburete y cerró los ojos. Se masajeó las sienes durante unos minutos, controlando la respiración. De otro modo saltaría sobre los seis y les rebanaría el pescuezo… o al menos lo intentaría. Una vez más relajado se enfrentó a la mesa.

—Partiremos mañana al amanecer —dijo con voz cavernosa. Esta vez nadie osó interrumpirle—. Vosotras iréis delante, indicándonos el camino que tan bien conocéis. Y vosotros, en la retaguardia. Estad preparados para enfrentaros tanto con el dragón como con el hombre. Sea como sea, no debe escapar. ¿Me oís?

Las asesinas y los bandidos mascullaron unas disculpas que Drólserof no llegó a entender. Se puso en pie y se dirigió a la barra para pedir una habitación para pasar la noche. Si durante sus horas de sueño se mataban entre ellos sería su problema. Al menos lo había intentado.