13
El reino sin música

Cuando Adhárel despertó en mitad del bosque, percibió que algo no iba bien. Era incapaz de identificar qué, pero tenía la corazonada de que el dragón también había pasado mala noche intentando averiguar lo que sucedía entre las sombras de los árboles. Se levantó con un persistente dolor de cabeza y se cubrió el pecho con los brazos desnudos para intentar controlar los temblores producidos por el frío. Las ramas más altas de los árboles se agitaban lentamente al compás del viento. Las nubes grises, a lo lejos, cubrían el sol por completo.

El príncipe avanzó a paso lento por el bosque, no demasiado convencido de estar siguiendo el rumbo correcto. Fue entonces cuando oyó el grito. Lo había proferido una niña o un niño. Sin pensárselo dos veces, echó a correr hacia la derecha. Lo oyó de nuevo. Esta vez más agudo, más cercano.

Apartó el follaje y las primeras gotas de la tormenta empezaron a superar la bóveda de ramas. Adhárel sintió un escalofrío al oír el tercer grito. Con una última carrera, se plantó en la linde fronteriza con el campamento némade. Los chillidos surgían de allí, pero la escena que contemplaron sus ojos no tenía nada que ver con lo que había imaginado.

Duna se encontraba rodeada por una chiquillería que jugaba a su alrededor. Llevaba un vestido oscuro y una capa roja con capucha sobre los hombros. El príncipe se quedó descolocado y aturdido. Observó el rostro sonriente de la muchacha y sus hombros se relajaron.

Aunque intentaba apartarse de ellos con delicadeza, los niños no parecían dejarla marchar. El príncipe sonrió y se apoyó en el tronco de un árbol, consciente de que si se asomaba un poco más, todo el mundo le vería desnudo.

Duna insistió un par de veces más antes de alzar la mirada y descubrir, entre los troncos, a su príncipe encantado que la miraba con divertimento y con el pelo dorado oscuro empapado sobre la frente y los hombros. Le sonrió y puso los ojos en blanco, después se agachó y les dijo algo a los muchachos, los cuales salieron corriendo de allí en estampida. En cuanto se vio libre de ellos, se acercó al bosque.

—Vas a resfriarte —le dijo por saludo.

—Soy un dragón. Un par de gotas no van a conseguir que… ¡Achís!

—¿Decías algo, principito? —Le dio un beso en los labios y le tendió la ropa— Póntela antes de que descargue la tormenta de verdad.

Mientras Adhárel se vestía, preguntó:

—¿Qué les has dicho para que te dejasen libre?

Duna le miró contrariada, después entendió que se refería a los niños.

—Que quien fuera capaz de traerme el ramo de flores más grande se convertiría en caballero o doncella del campamento.

El príncipe soltó una carcajada y se acercó a ella. Se había puesto unos pantalones negros con las botas marrones, y una camisa también negra de manga larga.

—Pareces un bandido más que alguien de la realeza —comentó Duna al tiempo que se veía rodeada por sus brazos.

Él sonrió y volvió a besarla. Estuvieron juntos hasta que sintieron que la lluvia comenzaba a ser bastante persistente.

—Volvamos al campamento —sugirió él, dándole la mano.

Cuando regresaron, los hombres estaban recogiendo las pertenencias que permanecían a la intemperie para protegerlas. Las mujeres y los niños aguardaban en las cuevas naturales alrededor de una pequeña hoguera que, más que calor, desprendía mucho humo.

Sírgeric y Wilhelm se encontraban a la entrada, con los fardos a la espalda y sin apartar la mirada del cielo encapotado.

—Lo nuestro es mala suerte… —masculló al verles llegar corriendo.

—No seas tan negativo —le reprochó Adhárel, palmeando su espalda.

—Y tú no seas tan ingenuo.

—Verás como deja de llover en cuanto apartes la vista.

Sírgeric masculló algo y agarró de nuevo el colgante que pendía de su cuello. Wilhelm se encontraba un poco más al fondo, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la roca y una rodilla alzada.

—Buenos días, Wilhelm —saludó Duna.

Este respondió con un gruñido incongruente.

—¿Sucede algo? —le preguntó el príncipe, extrañado.

El hombre cuervo se encogió de hombros y comentó:

—No lo sé… Supongo que no… Pero siento algo extraño en el ambiente.

—Seguro que solo es el cambio de tiempo —sugirió Duna, restándole importante al asunto. Pero Adhárel la miró interrogante. También el dragón debía de haberlo percibido.

—Sí, seguro…

—¡Já! —exclamó en ese momento Sírgeric, dando una palmada y alarmando a todos los que tenía cerca— Ha dejado de llover, ¡por fin!

Wilhelm se puso en pie y se acercó al sentomentalista.

—Deberíamos aprovechar para marcharnos ahora que ha despejado.

—¿Y los caballos? —preguntó Duna.

Sírgeric se llevó el fardo a la espalda y salió de la cueva. Con una mano se fue apoyando en la pared rocosa para no escurrirse con el barro.

—Están ensillados allí abajo.

Los otros tres se dispusieron a seguirle cuando apareció el tropel de niños de nuevo, cada uno con un ramo de flores en las manos. Entre gritos y saltos, rodearon a Duna.

—¡El mío tiene más flores!

—¡No! ¡El mío le gana!

—¡Mentira!

Los gritos de los muchachos se sucedían sin ningún tipo de orden. Duna se llevó los dedos a la boca y silbó con fuerza para que la atendiesen.

—De uno en uno, por favor…

La chiquillería se puso en fila cortándole el paso hacia el exterior. Adhárel se acercó por detrás y le dijo en voz baja:

—Vamos bajando. Buena suerte —y con un beso en la mejilla, siguió a Wilhelm y a Sírgeric.

Duna suspiró y le dijo al primero que se acercase. ¿Por qué se metía en problemas tan tontos cuando tendría que estar ayudando a sus amigos a salir de allí? Hizo de tripas corazón e intentó que la elección durase lo menos posible.

De uno en uno los niños fueron enseñándole sus ramos de flores. Cada cual más impresionante que el anterior. El pelo de muchos de ellos chorreaba a causa de la lluvia, pero sus sonrisas indicaban lo poco que les importaba. Entonces llegó una chiquilla que alzaba el suyo tan ansiosa como entusiasmada.

—¿Y este? —preguntó Duna— No reconozco las flores, ¿dónde las has encontrado?

—¡Ha hecho trampa! —gritó uno de los niños.

—Sí, hizo trampa, hizo trampa —corearon el resto.

—¿Por qué dicen eso? —quiso saber la muchacha, mirando directamente a la acusada.

—Porque… salí del campamento…

—¡Y encima esas flores no son de aquí!

—¡Es verdad! ¡Es verdad!

—Sí que son de aquí —se defendió la niña. Las primeras lágrimas asomaron a sus ojos—. Están alrededor del campamento, no me he metido en el bosque…

—Bueno, bueno, yo te creo… —le dijo Duna, tomando el ramo entre sus manos y oliendo las misteriosas flores. Se sorprendió al descubrir que no tenían aroma—. Son preciosas, pero las normas son las normas…

Le devolvió el ramo y la niña asintió pesarosa, sin apartar la mirada del suelo.

—Me quedo entonces con este. —Eligió el de un muchacho desdentado al que le revolvió el pelo—. Te nombro caballero del campamento —añadió, divertida. Después se giró hacia la niña triste y le susurró—: Pero que sepas que las flores amarillas son mis favoritas.

Sus ojos se iluminaron al escuchar aquello y después tiró el ramo antes de seguir a sus compañeros de juego, que ya se perdían montaña abajo. Duna fue tras ellos en pos de Adhárel. Lo que nadie advirtió fue que en el momento en que las flores tocaron el suelo, se disolvieron en un humo oscuro como si nunca hubieran existido.

Se pusieron en marcha minutos después. Corpuskai iba en cabeza, dirigiéndoles a través del bosque de Célinor. Duna miraba distraída de vez en cuando hacia el cielo, rezando porque no se pusiera a llover de nuevo.

—No tiene pérdida —les aseguró el Chamán—. Solo tenéis que seguir este sendero. Al final del mismo os encontraréis con una pradera; cruzadla y avanzad hacia el noroeste. Hamel aparecerá ante vuestros ojos antes de que anochezca.

—Te lo agradecemos —dijo Adhárel—. Esto y que nos hayas acogido en tu campamento.

—No me deis las gracias. Ahora también es vuestro hogar. Si necesitáis cualquier cosa, no dudéis en regresar.

Se despidieron del némade y siguieron cabalgando durante el resto del día. Para cuando se detuvieron a almorzar, horas después, Duna sentía agujetas por todo el cuerpo. Al igual que el resto, deseaba poder dormir en Hamel en una cama en lugar de en mitad del bosque, pero del mismo modo sabía que el tiempo no se lo permitiría. Tendría que pasar bastante antes de que pudiera volver a descansar como en el palacio de Bereth.

—¿Y qué haremos cuando lo encontremos? —preguntó la muchacha antes de volver a ponerse en marcha.

—Obligarle a que nos devuelva a Cinthia —respondió Sírgeric, con la mirada nublada por la rabia.

—Eso es fácil de decir, pero un hombre que lleva haciendo su trabajo cientos de años no será tan fácil de convencer. ¿Cuántas personas le habrán suplicado clemencia para sus seres queridos en todo ese tiempo?

—Nosotros no suplicaremos clemencia —espetó él—. Nos devolverá a Cinthia. Por las buenas o por las malas.

Wilhelm soltó un bufido.

—Sírgeric, intenta calmarte y pensar con la cabeza fría. Como bien dice Duna, no será fácil engañar a un hombre tan anciano… e inmortal.

El silencio se apoderó del lugar cuando pronunció aquella palabra. El Flautista era inmortal, al igual que su hermano Kastar, al menos si se atenían al cuento de Corpuskai, y hasta el momento no habían tenido razón para no hacerlo. La decisión fue resquebrajándose como un castillo de naipes dentro de Duna.

—Inmortal o no —amenazó de nuevo el sentomentalista—, le haré pagar si no colabora. Hay muchas otras formas de hacerle sufrir sin quitarle la vida.

La muchacha se mordió la lengua para no espetarle que, si las había, estaba claro que él no las conocía.

Sírgeric había escapado de aquel campo de tortura de Belmont poco tiempo antes de encontrarse con ellas y Aya. Desde entonces había demostrado ser mejor de lo que le gustaba aparentar y más bravucón de lo que debería, pero Duna también era consciente de que la desaparición de Cinthia podía haberle arrebatado su carácter divertido para siempre. No sería ella quien le devolviera a la realidad en ese momento; soñar y desear era lo único que le quedaba.

—En ese caso, no le hagamos esperar —dijo Adhárel, poniéndose en pie.

Como Corpuskai les había dicho, llegaron a Hamel al ocaso. Las Montañas Silenciosas lo sumían en una tétrica oscuridad bajo su alargada sombra. El reino no resultaba particularmente grande, quizás otrora lo hubiera sido dada la inmensa extensión de campos sin cultivar que lo rodeaban, pero no entonces.

Las casas de Hamel se aglomeraban en un solo punto como si se protegieran las unas a las otras, asustadas y en corrillo alrededor de un mediocre castillo bastante pequeño.

Nadie protegía la muralla. No había guardias, ni soldados ni vigías que pudieran detener el paso a los intrusos… ¿pero quién querría permanecer allí más de una noche? Incluso el bosque de Célinor resultaba más acogedor y seguro que aquellas estrechas callejuelas embarradas.

Los cascos de los caballos resonaban acompasados mientras los recién llegados miraban a un lado y a otro, esperando que les atacasen en cualquier momento. Sin embargo, las calles estaban desiertas y no se oía ni un solo ruido.

—¿Está… maldita? —se atrevió a preguntar Duna. El aspecto que presentaba Hamel se parecía tanto al que ella recordaba de Belmont que no cabía otra explicación. Nadie respondió. Continuaron callejeando atentos a cualquier ruido hasta alcanzar el centro de la ciudad y el pequeño castillo.

Lo primero que les llamó la atención fueron las banderas negras que se descolgaban de los alféizares de todas las ventanas varios metros hacia el suelo. Todas llevaban hilvanados una flauta blanca que parecía deshacerse en humo.

—¿Será posible…? —masculló Wilhelm.

—¿Qué significa? —preguntó Duna.

—¿Una señal? —sugirió Adhárel— ¿Una especie de toque de queda, acaso?

Un suave viento se levantó a su alrededor, revolviendo el polvo y la arenilla en el suelo.

—Quizás no deberíamos estar aquí —balbució Duna, insegura.

De pronto oyeron chirriar unas bisagras. Los cuatro dieron media vuelta a sus monturas.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Adhárel, adelantándose— Salid y dad la cara.

Cloc, tap, cloc, tap…

El silencio les rodeó, cada vez con mayor intensidad.

Cloc, tap… cloc, tap… cloc… tap…

Una figura oscura se perfiló junto a la pared de una de las calles que desembocaban en el palacio.

Duna tragó saliva, pero se obligó a guardar la compostura e hizo avanzar a su caballo hasta el de Adhárel.

—Salid —le ordenó, más como una súplica que como una orden.

Entonces la sombra se presentó ante ellos.

—Cielo santo, menudo susto nos has dado… —comentó Sírgeric.

—Lo ciento —dijo el crío que les observaba con los ojos bien abiertos y apoyado sobre una muleta de madera.

—¿Dónde está todo el mundo, muchacho? —preguntó Adhárel— Queremos hablar con el rey.

El niño dio un respingo y negó repetidas veces. Miró hacia todos lados y después les pidió que se acercasen con un gesto de la mano mientras regresaba al amparo de las sombras.

Los cuatro se miraron una vez antes de descabalgar y seguirle. Si pensaban tenderles una trampa, estarían preparados para defenderse.

Tenéiz que idoz —les advirtió con su característico ceceo.

—¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo? —preguntó Duna.

—¿El Flautista anda cerca? —intervino Sírgeric, sin dar más rodeos.

El muchacho se puso a temblar al escuchar la mención del músico.

—No tengas miedo, no va a sucederte nada. Solo queremos…

De pronto, se encendieron unas luces en el interior del castillo.

Dápido, veniz. —El niño agarró del brazo a Duna y la arrastró por la callejuela con su pata coja. El caballo y el resto de sus compañeros les siguieron en fila hasta un nuevo desvío por el que desaparecieron. El muchacho abrió una portezuela de madera varios metros más allá y les permitió el paso a un pequeño patio interior cubierto de hierbajos.

Dejaz loz caballoz aquí.

—Escucha, muchacho —le dijo Sírgeric—. Tenemos prisa. Buscamos a alguien y no podemos perder más tiempo…

Oz eztoy zalvando la vida —replicó él—. a qué flautizta buzcáiz. Y también pod qué. No zoiz loz pdimedos que lo hacen.

—¿Timmy? —una ventana de la casita se iluminó con una vela. Se trataba de una mujer— ¿Timmy, eres tú?

El niño les miró con ojos suplicantes antes de responder.

, mamá,… eh… me ha padecido oid algo aquí fueda y… y eztaba compdobando que no ze hubieda ezcapado el gato…

—Es muy tarde, Timmy. Vuelve a la cama enseguida.

Sin esperar respuesta, la luz se desvaneció tan rápido como había aparecido y el silencio volvió a reinar en el patio.

—¿Qué edad tienes, Timmy? —le preguntó Duna en un susurro.

—Nueve y un poco, pedo ezo no impodta. Buzcáis al Flautizta, ¿no?

Sírgeric asintió.

—¿Sabes dónde podemos encontrarle? ¿Está aquí?

El muchacho negó con la cabeza repetidas veces.

Eztá en laz montañaz.

—¿En qué lugar? —preguntó Adhárel— ¿En la cima o en la falda?

—En el intediod —respondió, alargando la última «o».

—¿Dentro… de la montaña?

Timmy asintió, bajando la mirada, avergonzado.

—Eso es imposible —masculló Wilhelm, escéptico.

—¡No! —se defendió él, molesto. Después miró hacia la ventana, preocupado.

—¿Podrías llevarnos hasta él?

El chico asintió una vez para después negar tres más con insistencia.

—No puedo… eztá pdohibido que zalga de caza dezpués de que ze haga de noche.

—¿Y qué hacías en la calle cuando hemos llegado? —quiso saber Wilhelm.

Oz vi pod la ventana y zalí a advedtidos.

Duna miró a Adhárel preocupada. Él lo captó al instante: la medianoche se acercaba inexorable.

—Tenemos que irnos —dijo el príncipe.

—¿Qué? —exclamó el chiquillo— ¿Pedo no me habéiz oído? ¡Ez peligdozo! Cuando el Flautizta eztá cedca nadie zale. —En voz lúgubre añadió—: Podéiz ced zuz pdóximaz víctimaz.

—No me preocupa —repuso Sírgeric, haciendo un ademán—. Gracias por tu ayuda, pero no podemos perder más tiempo.

Duna y Adhárel se despidieron del muchacho y siguieron a su amigo, cabizbajos.

Antes de que hubieran girado la primera esquina, Timmy salió corriendo tras ellos.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Ezpedad!

Se dieron la vuelta y aguardaron a que les alcanzase.

Oz… oz ayudade —dijo, resollando. A continuación se giró hacia la ventana y se mordió el labio inferior.

Pedo zi mi madde pdegunta, me habéiz obligado.

—Trato hecho —dijo el sentomentalista, tendiéndole la mano. El niño le devolvió el apretón y después les indicó el camino de vuelta a la calle principal.

—Tenemos que separarnos —advirtió Sírgeric—. Yo iré con Timmy.

—Te acompaño —dijo Duna al instante.

—Puede ser peligroso —replicó el príncipe—. Deberías esperar…

—¿A que amanezca? —le interrumpió Duna—. Adhárel, Cinthia es lo más parecido que tengo a una hermana y me niego a quedarme de brazos cruzados toda la noche. Ella haría lo mismo por mí. Me voy con Sírgeric.

El príncipe chasqueó la lengua y asintió. Sabía que no conseguiría hacerla cambiar de opinión.

—¿Y qué hacemos si damos con el Flautista? —preguntó Sírgeric.

—Obligadle a que os lleve hasta vuestra amiga —intervino el hombre cuervo—. Aseguraos de que sigue viva. No serviría de nada estar perdiendo este valioso tiempo para nada.

El sentomentalista le fulminó con la mirada, pero antes de que una sola palabra saliera de sus labios, Duna se le adelantó.

—En cuanto estemos con ella, Sírgeric nos sacará de allí. Wil, danos un mechón de pelo para que podamos encontraros en caso de que sea de noche…

El hombre cuervo sonrió y sin más explicación se apartó la capa oscura y se arrancó una pluma negra del brazo.

—Será más fácil de distinguir que otro tirabuzón de cabello.

El niño asistió a la escena con absoluta incredulidad. Con ojos desorbitados, miraba el lugar donde acaba de aparecer el ala de Wilhelm.

—En caso de que no lográsemos nada, nos encontraríamos al mediodía a las puertas del castillo, ¿de acuerdo?

El resto asintieron conformes.

—Tened cuidado —les pidió Wilhelm, antes de dar media vuelta.

Duna se acercó a Adhárel y le puso las manos en el pecho.

—Será solo hasta el amanecer —le prometió.

—Lo sé… Pero estoy preocupado.

—Todo va a salir bien.

La muchacha alzó sus labios y se encontró con los de él a mitad de camino.

—Buenas noches, princesa —le dijo en un susurro, antes de besarla en la frente.

—Que descanses, príncipe.

Ez pod aquí —dijo Timmy, sacando a Duna de sus pensamientos. Sírgeric le rodeó los hombros con el brazo y juntos siguieron al muchacho a través de los callejones más recónditos de Hamel. La muleta de madera iba marcando su paso. A lo lejos, el aullido de un lobo rompió la tranquilidad de la noche como un aviso, pero ninguno se detuvo.

La pendiente en las calles se iba haciendo cada vez más pronunciada y Sírgeric y Duna tuvieron que ayudar a Timmy a seguir con su muleta, agarrándole por los brazos. Una vez en la cima del cerro observaron atónitos la inmensa silueta de las Montañas Silenciosas frente a ellos.

—Cielo santo… —masculló Duna, recorriendo con la vista las invisibles cumbres.

—En dealidad ez ahí abajo —indicó el niño. Su dedo señalaba un montículo de enormes rocas en el valle entre el cerro y las montañas, a unos cuarenta metros de su posición.

—¿Qué debo mirar? —preguntó Sírgeric, forzando la vista— Es de noche y está oscuro, pero juraría que ahí no hay más que piedras.

—Y la entrada a zu guadida… —balbució el niño, controlando un escalofrío.

Duna y Sírgeric se miraron extrañados.

—¿Estás seguro? —A primera vista Duna veía tan poco como el sentomentalista.

—Lo judo —dijo Timmy, llevándose el puño al pecho, solemne—. El Flautizta lez guía con zu múzica hazta zu guadida. Lo he vizto con miz pdopioz ojoz. Lo que paza dezpuéz ya no lo

—En ese caso habrá que bajar…

—¿Y después qué, Sírgeric? ¿Llamamos al timbre y le pedimos permiso para retirarnos con nuestra amiga?

Las mejillas del sentomentalista se sonrojaron violentamente, tal vez de ira o de vergüenza.

—¿Tienes una idea mejor, señorita sabelotodo?

—La entrada es tan infranqueable como el resto de la montaña, y además está estratégicamente colocada. Bajar hasta allí —dijo, señalando las rocas— será como entrar en una trampa.

—¿Quieres rodearla?

—No, no quiero rodear nada, pero tenemos que andar con cuidado. No sería tan raro que tropezásemos y nos partiésemos la crisma contra un pedrusco inoportuno.

—Para eso tienes tu colgantito mágico —espetó el sentomentalista.

—Sigeric…

—En dealidad no hay puedta… —intervino Timmy, con un hilo de voz. Los otros dos guardaron silencio.

—¿No hay puerta? ¿Entonces cómo entra?

—Con la Flauta. No . Cdeo que ez magia… Se acedca, toca une melodía y la montaña ce abde ante él.

—¿Se… abre?

Timmy asintió antes de bostezar.

—¿Qué sugieres que hagamos entonces?

Espedad cedca de ezaz rocaz. Tadde o tempdano tenddá que zalid. Ece cedá vueztdo momento.

—Gracias —dijo Duna—. Ahora márchate a casa antes de que tu madre se vuelva a despertar.

—Ten cuidado de que no te pillen los soldados.

Timmy sonrió envalentonado.

Tdanquiloz, zé cuidad de mí mismo. —Dio media vuelta y desapareció cuesta abajo con la muleta.

Duna y Sírgeric se miraron una vez antes de tomar el camino opuesto. La idea de descansar sobre un colchón, resguardados entre cuatro paredes tendría que esperar.

Les esperaba una noche muy larga.