Drólserof abandonó angustiado sus destartalados aposentos. El palacio en ruinas permanecía tan silencioso como una cripta. Las goteras del techo dejaban resbalar la lluvia por las paredes como serpientes tediosas. El caballero se acarició las manos con insistencia en un gesto de nerviosismo.
Llegó al final del pasillo y comenzó a subir por las escaleras. En las profundidades, más allá del primer piso, en los sótanos del castillo, un continuo clanck, clonk, clank llegaba amortiguado hasta sus oídos, marcando sin saberlo el ritmo de sus pasos.
En el descansillo se detuvo a tomar aire y a repeinarse el grasiento cabello. No debía aparentar fragilidad; no delante de él. Le expondría la situación, le explicaría los cambios de última hora y después aguantaría con estoicidad lo que llegase.
Se alisó el chaleco desvaído y volvió a ponerse en marcha sin detenerse hasta llegar a la torre este, donde le esperaba.
Llamó a la puerta con los nudillos, temiendo el momento en el que tuviera que entrar.
—Adelante —le dijo la voz desde dentro.
Drólserof suspiró una vez más y giró el picaporte.
—Buenas noches, señor. —Con rapidez, hizo una breve reverencia ante el joven que aguardaba tras un enorme y corroído escritorio de madera.
—¿Has hablado ya con ellas? —preguntó él, sin dirigirle una mirada, directo al grano—. ¿Cuándo habéis acordado la cita?
—Pues veréis… —Se balanceó nervioso—. Ha habido ciertos problemas y…
—¿Problemas? —El hombre levantó la mirada.
Drólserof se apresuró a negar con las manos, ansioso.
—Nada preocupante. Simplemente se han retrasado. Han encontrado… ciertas complicaciones con las que no contaban.
—Explícate —le ordenó el otro, inclinándose sobre la mesa.
—Pues… bueno… —Las palabras se le atragantaron en la garganta—. Se les han… escapado.
—¡¿Cómo que se les han escapado?! —exclamó— ¿Quiénes?
El hombre cayó en la cuenta de que no le había informado sobre el nuevo estado del príncipe Adhárel.
—El príncipe sigue vivo, señor. Y Duna ha escapado.
—¿Qué? ¡¿Y te atreves a decir que no es nada preocupante?!
—Lo resolverán enseguida…
—¡No me vengas con tonterías! —y golpeó la mesa con los puños— Ella me da lo mismo. Viva o muerta, la quiero fuera de juego. Pero él…
—Lo sé, señor. Yo les he dicho…
—No me interrumpas —le espetó con desprecio—. Te pedí que te encargaras de ello y ni siquiera has sido capaz de escoger a las personas más adecuadas para el trabajo.
—¡Son las mejores asesinas del reino! —se defendió Drólserof, dando un paso hacia la mesa.
—¿No te parecen un tanto contradictorias tus palabras?
El hombre se sonrojó, esta vez enfurecido por la prepotencia de aquel crío.
—¿Y qué es eso de que el príncipe no está muerto? Juraría que hace unos días me dijiste lo contrario.
—Y lo hice, señor —consiguió decir, tragándose el resto de la frase.
—¿Entonces cómo es que ha resucitado? —Su sonrisa se ensanchó al tiempo que sus ojos se afilaban como colmillos.
Drólserof colocó las manos tras la espalda para que no viese que le temblaban.
—No me lo han podido explicar. Ellas juran que le mataron, pero que…
—El dragón… —masculló el joven, desviando la mirada. Después volvió a posarla en Drólserof—. ¿No te dije que les advirtieses que no atacasen durante la noche ni al atardecer?
Él asintió. El calor comenzó a ascender por su cuello hasta las mejillas, la boca se le secó de golpe. Se lo advirtió, pero él no se lo mencionó a Firela y Kalendra.
En realidad pensaba hacerlo, ¡jamás había desobedecido una orden de su señor! Pero cuando se encontró frente a ellas, le parecieron tan seguras de sí mismas, tan preparadas para el trabajo que no creyó necesario darles aquella indicación tan estúpida. ¿Por qué no iban a atacarles durante la noche si encontraban una oportunidad?
—¿Y bien…? —preguntó el otro, percibiendo cierta preocupación en el rostro de Drólserof.
—Veréis, señor. Yo… yo no… Ellas no sabían que debían atacar durante la mañana —soltó de carrerilla.
—¿Qué quieres decir con eso de que no lo sabían?
—Que no se lo dije —masculló, sintiéndose de pronto como un niño cazado en plena travesura.
El muchacho cerró los ojos y se recostó en la silla. Pasados unos segundos, Drólserof se atrevió a mirarle directamente.
—Lo siento, mi señor —dijo.
—No —replicó el otro—. No lo sientes en absoluto. En el fondo te da lo mismo, ¿me equivoco? Mientras la fulana reciba su merecido, el principito te trae sin cuidado.
—No es cierto, yo…
La carcajada desganada del otro interrumpió su defensa.
—Henry, Henry, Henry…
—Me llamo Drólserof —se atrevió a replicar.
—Me da lo mismo cómo quieras llamarte. Hasta tal punto llega tu cobardía.
Esta vez no se puso rojo de la vergüenza, sino de rabia. ¿Cómo se atrevía a tratarle así? ¿Quién creía que era?
—Sabes cuánto me debes, ¿verdad? —preguntó el muchacho, como si le hubiera leído el pensamiento— ¿Eres consciente de todo lo que estoy haciendo por ti?
Drólserof no se movió ni asintió. El joven alzó una ceja y chasqueó la lengua.
—Tendrás las tierras en cuanto hayas terminado con mi encargo, igual que el título y los súbditos. Pero poco podré hacer por ti si no dejas de cometer errores.
—No volverá a repetirse —logró decir entre dientes.
—Quiero que esta vez vayas tú en persona a arreglarlo.
—Pero…
—No he terminado —le interrumpió—. Ponte en contacto con tus dos asesinas y queda con ellas. Recluta a unos cuantos hombres en el pueblo y vuelve para que te dé nuevas instrucciones.
—¿Ahora? —preguntó el hombre, percibiendo la tormenta de fondo.
—No hay como una tormenta para encontrar hombres en la taberna. —Drólserof fue a responder, pero no se lo permitió—. No pierdas más tiempo y márchate.
El hombre hizo una breve reverencia y dio media vuelta.
¿Dónde había quedado el miedo que imponía cuando se dirigía a otros?, se preguntaba mientras abría la puerta. ¿Cómo podía un simple crío ponerle tan nervioso? ¿Cómo había llegado a aquella situación? ¿Cuándo había dejado de dar órdenes para pasar a acatarlas?
El aire le abandonó los pulmones de repente y tuvo que concentrarse para volver a respirar. ¿Por qué era incapaz de recordar la última vez que se había hecho estas preguntas? ¿Por qué parecía que una bruma tan oscura como las nubes del exterior le había mantenido sedado hasta entonces?
¿Qué le había hecho? Le había encantado, le había…
Se giró hacia el muchacho con la intención de decirle algunas cosas, pero este fue mucho más rápido que él. Antes de que pudiera darse cuenta le estaba agarrando los brazos con las dos manos.
—Ni se te ocurra pensarlo, Henry —le dijo en un siseo, sus labios ladeados en una sonrisa mezclada con desprecio y superioridad—. Ni se te ocurra.
Y para cuando Drólserof quiso preguntarle a qué se refería, había olvidado todo y solo un pensamiento le rondaba la cabeza: bajar hasta la taberna más cercana y reclutar a tantos hombres como fuera capaz, regresar de nuevo al palacio para recibir órdenes de su amo y ponerse en contacto con las asesinas.
Dimitri se dejó caer en el incómodo sillón de piel que había tras la mesa y cerró los ojos. Se masajeó las sienes mientras negaba, inmerso en sus pensamientos.
Había estado cerca, pensó. Si hubiera esperado unos segundos más, Henry habría terminado escapándose de su control. Uno segundos más y tendría que haber comenzado de cero.
Bufó hastiado cuando oyó cerrarse el portón del castillo varios pisos por debajo.
Con todo, la situación estaba igual de complicada con o sin Drólserof hipnotizado. Adhárel seguía vivo y la muchacha también. ¿De qué habían servido los últimos meses? ¿Qué había logrado? Nada, absolutamente nada.
Tras huir del bosque de Bereth aquel amanecer que parecía tan lejano, el joven príncipe se había ocultado en una de las destartaladas casas de Belmont durante varios días, alimentándose de lo poco que pudo encontrar. Las heridas se le infectaron, el hambre terminó haciéndole perder la razón y la sed a punto estuvo de matarle. Pero cuando creía que ya nada podría salvarle, un hombre apareció en mitad de la tormenta y se lo llevó de allí.
No le reconoció hasta varios días después, cuando la fiebre y los temblores fueron remitiendo. Quien le había salvado la vida no era un humano corriente, sino un sentomentalista. El mismo que en su primera visita al rey Teodragos en Belmont le había llevado de vuelta a Bereth saltando de gota en gota a través de la tormenta. Se hacía llamar Cuervo y había decidido que tras la muerte de su anterior protector, Teodragos, Dimitri le sustituiría.
En un principio estuvo tentado de obligarle a dejarle solo. Temía que llegara a traicionarle como ya hiciera en su momento el antiguo rey de Belmont, sin embargo, ante la evidente disposición del sentomentalista, terminó aceptándole como su mensajero. El nombre, desde luego, le venía que ni pintado.
Pasada la primera semana, Dimitri se encontró con la fuerza suficiente para salir de la cama y averiguar adónde le había llevado. Fue entonces cuando descubrió que estaban en el viejo palacio de Térmidi.
Su primer pensamiento fue que se encontraba demasiado cerca de Bereth, pero tras hablarlo con Cuervo, este le aseguró que nadie le encontraría allí. Ni siquiera los pocos lugareños que rondaban por las inmediaciones se atrevían a acercarse.
Dimitri estudió a conciencia el lugar, planteándose la posibilidad de comenzar a preparar su venganza en aquel mismo lugar. Pero de nuevo el otro sentomentalista fue quien le disuadió: aquella tierra era peligrosa. No por el rey anterior, que había destruido su Poesía, el muy cobarde, sino por la cercanía al bosque de Célinor. La foresta que lo rodeaba por el oeste y el mar que lo hacía por el este lo convertían en un pésimo lugar estratégico donde sería muy fácil terminar conquistado, como la historia había demostrado.
En ese caso, se dijo el príncipe, aguardarían allí, alejados de todo y de todos, tramando el plan perfecto.
Cuervo le reveló entonces que él no había sido el único sentomentalista belmontino que había logrado escapar de la caza de brujas encabezada por su hermano Adhárel. Dos de ellos se encontraban en aquellos momentos en la Posada del Sauce, en el interior del bosque de Célinor; y un tercero aguardaba en el recibidor del palacio.
Dimitri se vistió con celeridad y se presentó ante el sentomentalista. Este, cuando le vio descender por la deteriorada escalera, hizo una reverencia y aguardó encogido hasta que le dieron permiso para levantarse.
Cuando sus ojos se encontraron, pensó que el rubor que se había extendido por las huesudas mejillas del sentomentalista había sido producto de su imaginación. Pero cuando el príncipe se fijó en aquellas facciones afiladas, supo el motivo de su repentina incomodidad.
Sísite. Se llamaba Sísite. El nombre se había quedado grabado en su mente a fuego. Le conoció el mismo día que a Cuervo, pero en circunstancias muy diferentes. Aquel hombre había sido el encargado de procurarle el misterioso don que ahora corría por sus venas como un veneno que nacía de su brazo. Él le había otorgado la sentomentalomancia.
—Bienvenido a mi palacio —le dijo, consciente de que estaba tan mudo como el moho que revestía las paredes del palacio.
El sentomentalista repitió la reverencia y se quedó con los ojos clavados en el suelo.
Dimitri se preguntó qué le había hecho presentarse ante él. ¿Acaso promesas de grandeza por parte de Cuervo? ¿Quizás un amo que le diese de comer y de beber? Lo veía difícil, pero no imposible. Con su extraño don y sin la capacidad de hablar, Sísite era carne de cañón para cualquier reino que decidiese reclutarle en sus filas. Era uno de aquellos sentomentalistas que lograría sobrevivir en el Continente durante más tiempo si colaboraba con otros que si iba por su cuenta.
Lo mismo daba; el príncipe le tenía preparado un destino muy diferente al que él imaginaba.
Subieron a la torre oeste sin dirigirse la palabra, el uno porque no podía, el otro porque se preguntaba cómo llevar a cabo el plan que tenía había orquestado a toda prisa. Lo que menos le interesaba era que Sísite pudiera otorgar la sentomentalomancia a otros de la misma forma en la que se la había entregado a él.
Le guió hasta una habitación del cuarto piso que debía haber hecho las veces de despacho tiempo atrás. Mientras él se sentaba en una descorchada silla y tomaba nota mental de cambiarla cuanto antes por una en mejor estado, Sísite aguardó de pie, con la cabeza ladeada hacia el suelo.
—Sabes lo que soy, ¿no es cierto? —le preguntó el príncipe sin ningún reparo.
El sentomentalista asintió.
—¿Y por qué has vuelto?
Sísite se encogió de hombros y se llevó el puño al pecho.
—Soy rematadamente malo para los juegos de mímica —comentó Dimitri—, pero déjame que lo intente: ¿crees que estarás mejor aquí conmigo y con Cuervo que solo en el Continente?
El otro asintió. Dimitri le miró y sonrió con sinceridad. Sísite se relajó.
—En ese caso, sé bienvenido a tu nuevo hogar. —Se levantó de la silla y le tendió la mano, que el sentomentalista estrechó con energía. Craso error, pensó Dimitri para sí.
En realidad no sabía si su extraño don seguía funcionando tan bien como antes. Con Cuervo no había sido necesario utilizarlo y desde que hipnotizó a Duna para que se marchara en busca de Adhárel tiempo atrás, no había vuelto a practicar. Pero funcionó.
Al principio encontró cierta resistencia, algo que no le había sucedido con ninguna otra persona. Pero tras varios minutos de insistencia, el don fue despertando en su interior.
Con un nuevo impulso desplegó la red de sombras invisibles hasta sus dedos. La oscuridad se extendió por el corazón de Sísite hasta alcanzar su mente. Los pensamientos del sentomentalista estallaron en la cabeza de Dimitri… el miedo, la vergüenza, la ira y la perplejidad se agolpaban produciendo un mareante zumbido. Pero el príncipe aguantó la embestida con los dientes apretados. El sudor comenzaba a correr por su frente cuando las fuerzas de Sísite cedieron.
Un velo apenas perceptible cayó tras la mirada del sentomentalista, nublándosela, y el labio inferior se le descolgó levemente. Por fin estaba bajo su poder.
Dimitri se secó la frente con la manga y después volvió a agarrar con fuerza el antebrazo de Sísite.
—Cuando te marches comenzarás a sentir calor. Mucho calor. Te preguntarás cómo no te has dado cuenta antes de que estabas sudando de ese modo. —Fue vocalizando con cuidado y saboreando cada palabra antes de escupirla. Al terminar de pronunciarlas, gruesos goterones surgieron del cuero cabelludo del sentomentalista y se deslizaron por su frente—. Todavía no, todavía no… En esta habitación el calor no es tan sofocante. Pero cuando abandones mis aposentos tendrás una urgencia incontrolable de abrir una ventana. ¡Pero incluso entonces será insuficiente! La única posibilidad que te quedará será, bueno, lanzarte al vacío.
El muchacho sostuvo la mirada del sentomentalista unos segundos más y después dijo:
—Puedes marcharte. Ha sido un placer hablar contigo.
Sísite hizo una breve reverencia y salió por la puerta. Dimitri solo tuvo que esperar unos segundos antes de oír la atropellada carrera del hombre por el pasillo del castillo, el ruido de una puerta abriéndose, el chirriar de una ventana cercana… y el grito ahogado de quien se lanza al vacío sin ninguna sujeción.
Dimitri respiró tranquilo y orgulloso y después regresó a la silla.
Observó su mano derecha con detenimiento, descubriendo diminutas venas negras que parecían palpitar al ritmo de su corazón. Más que miedo, sintió seguridad y poder.
El príncipe anduvo por la habitación a paso lento, rememorando con dulzura ese día como si hubiera sido ayer. Gracias a Sísite, había comprobado que no había perdido ni un ápice de su don. Y ahora, el único que podría habérselo dado a otros estaba muerto.
Se acarició el guante de cuero bajo el que escondía su poder, corrió las cortinas y giró el picaporte para abrir las ventanas. La lluvia penetró en la habitación mientras los truenos y los relámpagos destellaban en el cielo.
No habían entrado más de cuatro gotas en la estancia cuando Cuervo apareció junto a la ventana. Puntual como un reloj, pensó el príncipe para sí. Como siempre. Junto a las gotas que habían humedecido el suelo, el sentomentalista se había materializado envuelto en una capa negra.
—Buenas noches —saludó Dimitri, cerrando de nuevo las ventanas.
—Buenas noches, mi señor —respondió el oscuro hombre, haciendo una breve reverencia. Lo que más le sorprendía al príncipe era el hecho de que nunca le viera calado. A pesar de viajar con la lluvia, parecía impermeable a ella.
—¿Traes algo para mí? —le preguntó.
—Sí, mi señor. Una nueva carta.
Dimitri sonrió y suspiró agradecido. Al menos aquella parte del plan estaba yendo tal y como había esperado.
—¿Cómo se encuentra?
—Cada vez más feliz, mi señor. Parece que vuestras palabras le están devolviendo la ilusión por la vida.
Dimitri se rió como un niño.
—Magnífico. Cuánto me alegro de estar ayudando a esa pobre desdichada.
—Ser tan joven y ver cómo mueren todos a los que ama debe ser algo terrible —comentó Cuervo para sí. Dimitri no supo si lo decía en serio o no, pero su carcajada resonó con tanto ímpetu como los truenos de la tormenta. A continuación, cogió la carta y la leyó por encima, sin reparar demasiado en lo que había escrito.
Llevaba meses a la espera de que se produjese aquella situación. Su plan iba mucho más allá de destronar a su estúpido hermano, por supuesto. Y para ello no podía presentarse en Bereth con un simple ejército que le respaldase. Lo que buscaba era un reino entero sobre el que gobernar. Y por fin habían encontrado el adecuado.
—Partiremos cuanto antes —le dijo, frotándose las manos con codicia. El resto del plan dependería exclusivamente de él, y aunque sabía que no lo tendría fácil, la suerte parecía estar de su parte… al igual que su don.
—¿Puedo retirarme, mi señor? El viaje me ha dejado agotado —se quejó el sentomentalista.
—Eh… claro, claro. Desde luego —respondió Dimitri. Desde que había comenzado a tramar su plan, Cuervo había sido sus ojos y sus oídos en el Continente entero. Cruzándolo de norte a sur y de este a oeste para mantenerle informado de cuanto sucedía.
—Gracias. Buenas noches, mi señor.
El príncipe volvió a quedarse solo. Se acercó a la ventana con paso lento y se quedó observando su reflejo en el cristal. Sus facciones aniñadas se habían endurecido en los últimos meses. Sus ojos ya no reflejaban la mirada de un chiquillo. Hacía mucho que no se veía reflejado en los ojos de una mujer, pero estaba seguro que su atractivo no había disminuido. Por otro lado, el odio que destilaban sus pupilas y la perenne media sonrisa que dibujaban sus labios, dejaban entrever lo que muchos ya habían descubierto: que como hombre era más peligroso y sanguinario de lo que había sido hasta entonces.
Un relámpago iluminó el cielo oscuro, llevándose consigo el reflejo del príncipe en el cristal.