El campamento se componía de una decena de cabañas desmontables construidas con telas y pieles de diversos tamaños. En el centro, cuatro hogueras iluminaban el lugar ofreciendo calor, luz y un sitio donde cocinar los alimentos. En torno a ellas, un grupo de hombres, mujeres y niños bailaba y charlaba.
Duna y Adhárel entraron seguidos por los demás. Varios críos se cruzaron en su camino, correteando como si fuera mediodía. La niña que iba a la cabeza votaba una pelota de piel que los demás intentaban recuperar. Duna pensó para sí que vivir en un campamento némade no resultaba tan terrible como había escuchado decir a multitud de adultos a lo largo de su vida. Pero ¿cuántos de los que criticaban habían estado alguna vez en uno?
Los hombres y mujeres de la pequeña expedición fueron descargando las carretas mientras el resto de némades se acercaban para saludarles y echarles una mano. Cuando estuvo todo recogido, se reunieron junto a la lumbre más grande.
—Como sabéis —dijo el Chamán, abriendo los brazos y dirigiéndose a todo el campamento—, hemos estado visitando las Carpianas. Dentro de poco comenzará el invierno y es peligroso permanecer a la intemperie del bosque. —Los murmullos de la audiencia le dieron la razón—. Por suerte, el lugar que hemos encontrado en el interior de las montañas está resguardado y protegido. Cuenta con un túnel que conecta distintas cuevas entre sí y en el que podremos vivir una temporada. Con todo, la caza será bastante complicada, al igual que la recolección. Sin embargo, la zona norte del bosque de Bereth se encuentra muy cerca y sabemos que hay numerosas especies viviendo entre los árboles.
—¡Como los dragones! —exclamó una voz anónima entre el público, provocando una carcajada general.
—¡A lo mejor podemos cazarle y vender su piel! —sugirió otro.
Duna sintió cómo el príncipe se tensaba a su lado y daba un paso hacia atrás, inquieto.
—Sí, como los dragones —dijo Corpuskai, con una media sonrisa—. Así pues, sabed que dentro de varias semanas podremos cambiar de emplazamiento.
Todo el campamento comenzó a aplaudir y a vitorear a su Chamán. Él hizo una breve reverencia y regresó con los invitados.
—¡Por fin! —exclamó Leda, alzando los puños al cielo—. Estaba harto de este lugar.
El Chamán le revolvió el pelo con la mano y se giró hacia Adhárel.
—Siento lo de antes. Supongo que…
—Sí, soy yo —respondió Adhárel con el semblante serio. Corpuskai asintió.
—No te preocupes, estaré atento para que no cometan ninguna locura.
Duna le pasó al príncipe el brazo por la cintura.
—Con un poco de suerte no habrá nada de lo que preocuparse.
Adhárel se despidió del grupo y fue junto a Duna hasta las afueras del campamento.
—¿Estás bien? —le preguntó ella, dándole la mano.
—Bueno, tan bien como puede sentirse uno cuando amenazan con arrancarle la piel a tiras, supongo.
—No saben lo que dicen, Adhárel.
—Pues a mí me pareció que lo tenían muy claro.
Habían llegado al final del campamento. Se guarecieron un poco más entre los árboles.
—Escúchame —le dijo Duna, agarrándole la otra mano también—. Pronto acabaremos con la maldición y el dragón no será más que una leyenda que contar a nuestros hijos. Ya lo verás.
—¿No has escuchado la historia? Las Musas fueron quienes maldijeron a ese pobre rey. Quienes nos maldijeron a todos. ¿Cómo voy a luchar solo contra eso?
—No estás solo. Yo estoy contigo. Y Sírgeric y Wil. Las Musas pueden marcar nuestro destino, pero nosotros podemos revelarnos contra él.
—¡Pero es que no podemos! —exclamó Adhárel, desesperado—. Nunca me había detenido a pensar en el origen de las Poesías. Y, para serte franco, me hubiera gustado seguir en la ignorancia. Por un tiempo creí que mi maldición había sido un cúmulo de casualidades hiladas por los Versos, pero ya veo que no. Ellas maldijeron a mi madre y me maldijeron a mí. ¿Qué sucederá cuando me convierta en rey? ¿Cuando tenga que escribir mi propia Poesía? ¿No lo has pensado? Duna, no soportaría verte sufrir… ni a ti ni a nuestros hijos.
La muchacha le miró a los ojos, consternada.
—A… Alguna solución habrá —dijo, cada vez menos convencida—. Ellas imaginan nuestro Futuro, eso dijo Corpuskai. No lo conocen, lo imaginan. Nosotros tenemos la potestad de hacer que se cumpla o que no. Se puede cambiar. Podemos luchar… —La muchacha le abrazó sin saber qué más decir—. No te rindas todavía, Adhárel.
Él le dio un beso en el pelo y la atrajo hacia sí.
—Hazme un favor y recuerda todos los detalles del final de la historia. Cuéntamelos mañana.
—Te quiero… —le dijo ella. El príncipe le dio un beso antes de separarse.
—Que duermas bien, princesa.
Cuando terminó de desvestirse, le dio la ropa a Duna y se perdió entre los árboles de Célinor con la cabeza gacha y la más absoluta desesperanza.
—Giacomo y la joven Musa tardaron varias semanas en enterarse de las revueltas que estaban acabando con el imperio de Ettore —dijo Corpuskai. Se encontraban todos sentados alrededor de la hoguera con varias mantas sobre los hombros—. Una mañana, mientras todavía dormían, un grupo de hombres armados irrumpió en su hogar a punta de espada y les ordenó que abandonasen aquellas tierras, pues ya no les pertenecían. Cuando el joven les dijo que depusieran las armas advirtiéndoles quién era su hermano, se echaron a reír.
—¿Ettore? —Se burló el cabecilla—. Ettore hace tiempo que dejó el trono, jajaja… Ahora largaos si no queréis que os descuartice.
Sin poder hacer nada, la pareja cogió los pocos bártulos que tenía y se marchó de allí. Recorrieron el Continente en busca del antiguo rey, deteniéndose en cada pueblo y en cada casa para preguntar por él, pero nadie le había visto. Habían olvidado su nombre, o no querían recordarlo. Ettore era el fantasma del pasado y se decía que solo aparecía para traer la desgracia.
Cada reino por el que pasaban estaba aún más desolado que los anteriores. La gente se marchitaba dentro y fuera de sus casas. Los animales huían de un lado a otro buscando un cobijo seguro. Las traiciones se sucedían con más celeridad que los nacimientos de nuevos soberanos. Todo tenía que ver con aquellas maldiciones en forma de poesía, decían los rumores. Nadie quería permanecer demasiado tiempo en ningún lugar: se había descubierto que si el rey destruía aquellos versos, sus súbditos quedaban condenados. Por ello los soberanos comenzaron a enseñar las Poesías a los aldeanos. Por eso se hacían copias que se distribuían por las calles del reino.
La Musa no tuvo que darle demasiadas vueltas a aquel extraño asunto para darse cuenta de que era obra de sus hermanas. Y por primera vez en aquellos años, deseó poder hablar con ellas para pedirles explicaciones.
Fue entonces cuando le confesó a Giacomo quién era en realidad, o quién había sido, y de donde provenía. Durante el tiempo que habían estado juntos ninguno había preguntado por el pasado del otro, ni tampoco habían querido saberlo. Pero ante aquellas circunstancias, lo peor que podía hacer la Musa era seguir callada.
Le explicó entonces quiénes eran sus hermanas y cómo habían poblado juntas el Continente. Le reveló, no sin cierto orgullo, cómo había retado a las demás para dar vida a unos seres que no estuvieran regidos por las mismas leyes que las otras criaturas. Más tarde le habló de su pasión por el Arte y de su profunda admiración por su música; de cómo le había seguido siempre de un lado a otro y porqué había cambiado todo por una vida humana para pasarla junto a él. Desde el principio, Giacomo la creyó. Por mucha rabia y frustración que sintiese hacia su nueva situación, supo que no le estaba mintiendo.
También él le habló de su infancia, de su hermano Ettore y de la vida de mendigos que habían llevado cuando no eran más que unos niños. También le explicó a dónde iban a parar los berones que él ganaba tocando y cómo los invertía su hermano en un ejército… que finalmente le había traicionado.
Durante semanas deambularon por todo el Continente, gastando los ahorros que el músico había acumulado en los últimos años, llamando puerta por puerta en busca del antiguo rey. Pero Ettore no aparecía. De vez en cuando alguien decía haberle visto sin poder especificar dónde ni en qué condiciones.
Así continuaron pasando los años bajo la atenta mirada de las Musas, que cada vez disfrutaban más comprobando lo que ya habían imaginado: que los humanos se verían traicionados una y otra vez por sus miedos, cobardía, rencores y envidias, y que tarde o temprano terminarían por desaparecer.
El día en que Giacomo y la Musa encontraron a Ettore, el cielo descargaba una feroz tormenta sobre el Continente. El viento huracanado asolaba bosques y praderas y los truenos ensordecedores daban paso a brillantes relámpagos que iluminaban como bombillas el firmamento durante segundos. La lluvia desbordaba ríos e inundaba hogares. Jamás se había visto un diluvio semejante.
El rey destronado se encontraba descansando en el interior de una posada, frente al hogar y con la mirada perdida en las llamas. Nadie podría haberle reconocido con los harapos que llevaba y la barba desaliñada y amarillenta que le cubría la cara. Nadie excepto su hermano.
Giacomo se cobijó con la Musa en aquella insegura cabaña para pasar la noche. Y de no haber sido porque todos los allí presentes gritaron asustados cuando las maderas comenzaron a tambalearse, no habría reparado en el único hombre que permanecía tranquilo y sin un ápice de miedo.
Se acercó a él con paso inseguro tras preguntarle al posadero por su identidad y no obtener respuesta. De cerca su aspecto era mucho peor que de lejos. Era el disfraz perfecto si lo que uno quería era pasar desapercibido y que nadie le molestase. Pero debajo de aquella suciedad, los ojos de Ettore brillaban con el crepitar del fuego.
—¿Hermano…? —preguntó, no sin cierto miedo.
El hombre tardó unos segundos en percatarse de su presencia, pero cuando lo hizo sus ojos se agrandaron hasta el punto de parecer que iba a ponerse a llorar… o a gritar.
—Ettore, soy yo. Giacomo. ¿Me recuerdas?
El antiguo rey, ahora mendigo, se alejó del muchacho como si hubiera visto un fantasma, hasta caer del taburete donde estaba sentado.
—Már… márchate —le suplicó, sin dejar de arrastrarse—. Yo no… yo no soy quien dices… No conozco a quien buscas. Yo no…
Pero Giacomo no pensaba rendirse tan fácilmente después de todo aquel tiempo buscándole.
—Ettore, claro que soy tu hermano. ¿Qué te ha sucedido? ¿Qué te han hecho? ¿Quién?
—¡No! —gritó, para asombro de los allí reunidos— ¡Déjame solo! ¡Déjame solo!
Con cada nueva exclamación, Ettore se fue alejando más y más de Giacomo hasta quedar pegado a la pared. El muchacho, desesperado, optó por no agobiarle más con palabras. Sacó su pífano del bolsillo de su larga chaqueta y comenzó a tocar.
Todos los murmullos se acallaron. La Musa se acercó al Flautista y le agarró por la cintura. Ettore comenzó a lloriquear como un niño pequeño, convulsionándose con las manos en el rostro. Hasta la tormenta parecía haberse acallado en el exterior para prestar atención.
—No toques más… por favor… —masculló, pero las notas del flautín se tragaron las palabras—. Te lo suplico… —repitió, tapándose las orejas con las manos—. Basta, basta… basta… ¡BASTA!
Se lanzó contra Giacomo y le arrebató el instrumento para después partirlo contra su rodilla.
—¡Ettore! —exclamó el hombre, malhumorado— ¿Qué diablos te sucede? ¿Qué te han hecho?
—¿Ettore?
—¿Le ha llamado Ettore?
—¿Es el rey maldito?
Los murmullos y cuchicheos fueron creciendo en la posada hasta superar incluso el estruendo del exterior.
—Vámonos a un lugar más tranquilo —sugirió la Musa. Le pidieron una habitación al posadero y este se la dio, no sin cierta reticencia. Giacomo agarró a su hermano como buenamente pudo y le llevó hasta el cuarto vacío. La mujer les siguió con las dos partes del pífano roto en sus manos.
—Ahora explícame qué ha sucedido —le ordenó Giacomo, sentándole en una silla—. ¿Por qué no has venido a verme en todo este tiempo? ¿Cómo sucedió todo? ¡La última vez que supe de ti tenías el imperio entero bajo control!
Ettore volvió a llorar con más ganas.
—Me… maldijeron… —dijo entre sollozos—. Las… las Musas… me maldijeron… me… maldijeron y me lo quitaron todo…
—Las Musas… —repitió Giacomo, mirando de reojo a su mujer.
El rey destronado levantó la mirada y con voz ronca pero segura, dijo:
—Nos han maldecido, hermano. A mí y a todos los humanos. Condenan a familias enteras a morir antes de tiempo y a seguir con vida sin disfrutar de ella. Los niños mueren por falta de adultos que les cuiden y mientras yo… yo hago que sus profecías se cumplan.
—¿De qué estás hablando? —le recriminó Giacomo, arrodillándose frente a él.
—¡De las Poesías! ¡De sus maldiciones! —De pronto se giró hacia la ventana, como si alguien le hubiera llamado— No… no, por favor. ¡No más! ¡No más!
—¿Ettore, qué sucede?
—¡No me llames Ettore! —le espetó— Ya no respondo a ese nombre. Me llamo Kastar, Aldernath Kastar. Y estoy tan maldito como los demás… ¡No lo haré! ¡Dejadme! ¡Callaos! —exclamó, mirando de nuevo a la ventana— Callaos… por favor, no…
Giacomo no podía creer ni una palabra de todo aquello.
—Tú no estás maldito, hermano. Ettore. Kastar. ¡Como prefieras! ¿Me oyes? ¡No estás maldito!
El viejo sonrió y después se carcajeó con una risa rasgada y desganada.
—No tienes ni idea de lo que dices. No tienes ni idea… —La risa comenzó a tornarse en un llanto doloroso—. Intenta matarme. Intenta clavarme tu espada en el corazón. ¡Échame al fuego! —le sugirió, señalando la pequeña lumbre que había encendida en una esquina de la habitación. Como vio que no lo hacía, actuó él: sacó de su cinturón un pequeño puñal plateado y se lo clavó en el corazón.
—¡No! —gritó Giacomo. Pero cuando le sacó el arma del pecho, Ettore sonrió. Aunque el filo estaba tintado de rojo, no había ni rastro de la herida en su piel.
—Ya te lo he dicho… No puedo morir. No puedo morir. Ellas me retendrán aquí para siempre, obligándome a cumplir sus deseos. Estoy maldito… me han maldecido…
Fue entonces cuando el músico se giró hacia la Musa hecha humana con el puñal ensangrentado en las manos. Las preguntas se agolpaban en su mirada, pero ya conocía las respuestas.
—¡Yo no lo sabía! —se defendió ella— Te lo juro, Giacomo, Yo no lo sabía.
—¿No… lo sabías? —le recriminó él con la voz entrecortada— ¿No sabías que condenarían a la humanidad entera?
La Musa negó enérgicamente, asustada. La mirada de su amado se tornó fría y carente de afecto.
—¿Que mi hermano pasaría el resto de la eternidad aquí? ¿A sus órdenes?
La mujer volvió a negar, desesperada. Dio un paso hacia la puerta.
—Giacomo… Mi amor… yo no lo sabía…
—Mentirosa… ¿Quisiste burlarte de mí también? Me embrujaste, ahora lo entiendo.
—¡No! —Las lágrimas desfilaron por sus mejillas. Desde que se hizo humana no había vuelto a llorar— ¡Te lo juro! ¡También soy humana! Me han condenado como a vosotros. Escúchame, por favor, Giacomo. Te amo y siempre te he amado, no permitas…
—¡Cállate! —De un bofetón la tiró al suelo. La empuñadura del arma le golpeó en la cara. La mejilla comenzaba a sangrarle cuando las ventanas y las contraventanas se abrieron de par en par y la tormenta penetró en la habitación.
—Yo no quería… —masculló Ettore, alejándose hacia una esquina—. Yo no quería… No quería… no quería…
La Musa volvió sus ojos hacia Giacomo, suplicándole piedad sin comprender cómo había podido suceder aquello. Cómo había podido golpearla después de todo lo que ella había sacrificado por estar a su lado.
Ni la lluvia, ni los truenos ni los rayos amedrentaron al músico. Su rostro, constreñido en una mueca de odio y rabia resultaba más amenazante que la propia daga que enarbolaba en la mano.
—No volverás a mentirme… —le juró a la Musa, dando un paso hacia ella—. Te mataré con mis propias manos para que tus hermanas también sepan lo que es sufrir por los demás.
Ella se arrastró cada vez más asustada. El agua entraba en oleadas por la ventana y formando charcos a su alrededor. Ettore se mantenía en la esquina, acurrucado.
—Giacomo… Te lo estoy diciendo: yo no sabía nada. Por favor, escúchame…
—Solo espero —dijo el otro, ciego por la ira y sin abrir casi los labios— que cuando te vean morir a manos de un hombre, comprendan que no somos sus marionetas. Y que nunca lo seremos.
El músico se abalanzó sobre ella con la daga en alto. El cuchillo se detuvo a escasos centímetros de su pecho. Las manos de la Musa agarraban el brazo de Giacomo. Los ojos de él relucían con el fuego de la chimenea. Un rayo iluminó el cielo. El viento entró con fiereza en la habitación. La Musa contuvo el aliento. Las venas del cuello de él palpitaban con ira. La lluvia se coló debajo de la suela de su zapato. La Musa perdió fuerza; los brazos comenzaron a temblarle; sus dedos cedieron. Él se precipitó hacia delante. Su pie resbaló con el charco. La chimenea se encontraba a su lado. Ella le apartó de un empujón…
El grito del músico se oyó por encima de los truenos y de la tormenta. La Musa escapó de la habitación y de la posada sin detenerse ni mirar atrás. La mejilla seguía sangrándole, pero no lo notaba. Robó un caballo que aguardaba bajo la lluvia cerca de la cabaña y huyó de allí sin rumbo fijo. Lo único que quería era alejarse de Giacomo, de su cólera y de los humanos. Nunca volvería a confiar en uno. Había creado a unos monstruos. Sus hermanas se lo habían advertido, pero no había querido escucharlas. Ahora estaba pagando las consecuencias.
Cabalgó durante semanas de regreso al sur, el único lugar del Continente que alguna vez había considerado su hogar. Nadie la detuvo ni tampoco repararon en ella. Cuando llegó a la antigua casa del músico descubrió que los bárbaros la habían destrozado. Paseó por las habitaciones obligándose a no llorar, obligándose a olvidar todos los hermosos recuerdos que guardaba de aquel lugar.
No, no había sido culpa de sus hermanas, se dijo. Giacomo tendría que haber estado junto a ella cuando tuvo que elegir. Debió creerla. Sin embargo, aquellas amenazas y aquellos ojos inyectados en sangre no podría borrarlos de su memoria mientras siguiese viva.
Mientras siguiese viva…
Giacomo se arrastró lejos de la chimenea gritando de dolor. El fuego le había devorado parte del rostro. Apenas lograba ver ni escuchar nada entre la humareda que se había levantado y los alaridos de Ettore. Con su ayuda y la de varios hombres que subieron a ver qué ocurría lograron apagar el fuego y retirar las ascuas que habían escapado del hogar.
Sintió cómo le tumbaban en el suelo y le ponían telas húmedas sobre la cara. Escuchaba montones de voces hablando cerca de él, pero no conseguía identificar ninguna. ¿Dónde estaba su Musa? ¿Qué había sucedido? ¿Qué había intentado hacerle? Intentó hablar, intentó gritar y apartar a la gente. Tenía que levantarse y buscarla. Tenía que pedirle perdón.
Pero ni sus fuerzas le dejaron, ni quienes le rodeaban se lo permitieron. Estaba demasiado débil para intentarlo por segunda vez. Lentamente, el mundo fue desvaneciéndose a su alrededor. Como si los últimos minutos no hubieran existido, como si la adrenalina acumulada estuviera devorando sus ganas de seguir vivo. O como si todo su cuerpo estuviera concentrado en curarle las quemaduras en lugar de permitirle seguir consciente.
Sabía que estaba soñando incluso antes de abrir los ojos. Pero, aun así, lo hizo. Frente a él, dos mujeres le aguardaban impertérritas. Sabía que eran mujeres sin tener más pruebas para corroborarlo que aquellos ojos que le atravesaban hasta el alma. No veía sus cuerpos ni oía sus respiraciones, aunque todo estuviera en el silencio más absoluto que hubiera experimentado jamás. Eran las Musas de las que le habían hablado. Nadie tuvo que confirmárselo para saber que estaba en lo cierto.
—Hola, Giacomo —dijo una de ellas sin labios ni voz—. Imagino que no esperabas vernos tan pronto.
—Lo que has hecho hoy ha estado muy mal —le reprochó la otra. El hombre se sonrojó débilmente—. Y mereces un castigo.
—Nos retaste y nos humillaste con tus palabras. Por un momento creíste que los humanos estabais por encima de nosotras.
—Y estás tan equivocado… —añadió la otra, con voz lastimera.
Giacomo tragó saliva.
—¿Q… qué queréis de mí?
—Intentaste apuñalar a nuestra hermana. ¡Ella que lo dio todo por estar a tu lado! La traicionaste, como habéis hecho desde el principio de los tiempos todos los de tu raza.
—Sois una plaga que acaba con todo lo que toca. Y no podemos permitirlo.
—Tu hermano intentó avisarte, pero en lugar de escucharle te volviste contra la única persona que te amaba de verdad. ¿Fue por amor hacia tu hermano? ¿O por la codicia de no poseer ya la tierra que una vez fue tuya? Ya no importa. No superaste la prueba y el castigo será tan terrible como el de tu hermano, sino peor.
—Así, cuando despiertes te habrás convertido en el monstruo que siempre has sido por dentro. El fuego habrá devorado tu belleza y tu atractivo, pero no tu destreza para tocar la música que embaucó a nuestra hermana. Con ella servirás a nuestros propósitos.
—Desde ahora te maldecimos para que, bajo nuestras órdenes, encantes a todos los niños y jóvenes de los reinos cuyos gobernantes teman enfrentarse a sus Poesías para que te los lleves y los cuides como los hijos que nunca quisiste tener. Jamás volverás a ver a Ettore, al igual que jamás volverás a ver a nuestra hermana. Vivirás para siempre a nuestro servicio y la música que hasta ahora hizo soñar a los humanos, será el preludio de sus pesadillas.
—Despierta ahora, Giacomo. Despierta y sé el monstruo y el Flautista que necesitamos. Sé nuestra marioneta.
—Un momento, un momento —dijo Sírgeric—. ¿Has dicho… Flautista?
Corpuskai asintió.
—Así es como lo llamaba mi padre, y el padre de mi padre. Aquel que tocaba para las Musas. Pero supongo que…
—Toca —le interrumpió de nuevo el sentomentalista.
—¿Cómo dices?
—Digo que toca, no tocaba. Lo… lo has dicho en pasado. Y debería estar en presente. El Flautista existe. Igual que Kastar.
Duna levantó los ojos cuando su amigo pronunció el nombre del sentomentalista. Aldernath Kastar. Ese era su nombre completo. Desde que lo había oído no había podido volver a retomar la historia. Ettore era el sentomentalista que estaban buscando, el mensajero de las Musas.
Entonces, ¿todo aquello era verdad? ¿No era una leyenda inventada por los némades? ¿Y cómo podían recordarlo? Más aún, ¿cómo podía ser cierto? Aquella historia debía de tener cientos de años de antigüedad, como los reinos o las Poesías… Sintió un nudo en la garganta y comenzó a llorar. Adhárel tenía razón, no habría forma de luchar contra algo así. Estaba todo perdido… como Cinthia. Duna escuchó lo que Corpuskai le estaba comentando al resto del grupo.
—Lo siento, pero lo que intentáis es… es algo imposible. Una temeridad. En caso de que el Flautista se la haya llevado, no tenéis nada que hacer.
—¡No es ninguna temeridad! No pienso volver a casa sin rescatarla.
Duna negó para sí, incapaz de asimilar todo aquello.
—Nadie puede robarle al Flautista —replicó el Chamán con severidad.
—Ya lo veremos… —le retó el muchacho.
—¡Pero todavía no entiendo qué tiene que ver todo esto con Hamel y su prohibición de la música! —exclamó Leda, sobresaltándoles.
Corpuskai se giró hacia él.
—Es que no me habéis dejado terminar —dijo—. La historia continúa un poco más: después de que le echaran la maldición, se dice que Giacomo escapó durante la noche con el puñal con el que su hermano había demostrado ser inmortal y su flauta, que de pronto estaba arreglada. También se dice que las Musas le dejaron junto a la cama una máscara de arlequín que tendría que llevar de ahí en adelante para ocultar su deformidad.
»Como ya os he dicho y vosotros habéis confirmado, el Flautista tiene el poder de encantar a sus víctimas con su música, como si fuera una serpiente que hipnotiza a sus presas.
Sírgeric dio un respingo.
—¿Y qué hace con ellas después?
Duna dio otro respingo. No estaba segura de querer conocer la respuesta.
—Las oculta en algún lugar cerca de Hamel.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Leda.
—Porque muchas noches se oye el sonido de una flauta cruzando el reino. Quienes se han asomado alguna vez han podido vislumbrar a un hombre danzando al son de la música seguido por niños.
—Pero ¿dónde los esconde?
—No lo sé. Nadie lo sabe. De repente desaparecen. Quienes le han seguido alguna vez, no han vuelto para contarlo.
—Estupendo… —masculló Sírgeric, cruzándose de brazos.
—Por eso en el reino han prohibido todo tipo de música. Suficiente miedo tienen ya con la que el Flautista les dedica.
—¡Pues menuda paparruchada! —dijo de pronto Divishleyt, poniéndose en pie—. O sea, ¿que a mi hijo casi le encierran por un crimen tan absurdo como recordar a esos ignorantes que el Flautista tiene a los niños ocultos cerca de allí? Desde luego no seré yo quien se acerque a Hamel en lo que me queda de vida.
—Nunca digas nunca —comentó el Chamán, despidiéndola con la mano.
El resto quedaron en silencio hasta que Wilhelm preguntó:
—¿Y qué pasó con la Musa que se hizo humana?
Corpuskai se encogió de hombros.
—No lo sé. Desconozco esa parte de la historia…
Sírgeric también se puso de pie.
—La Musa me da lo mismo. Es al Flautista a quien busco. Y esperaré tanto tiempo como sea necesario para dar con él. Después le obligaré a que me lleve hasta Cinthia y el resto de sus prisioneros.
—¿Y si no quiere hacerlo, qué harás? —le preguntó el Chamán, sin levantar siquiera la mirada.
—Le obligaré a que quiera.
Duna se giró para ver cómo se marchaba y después también ella se despidió. Leda le indicó dónde podía pasar la noche y se fue a dormir. Todos necesitaban tiempo para asimilar lo que acababan de descubrir.