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Reencuentros

Adhárel se había sentado en las escaleras interiores del castillo de Salmat con la cabeza enterrada entre las manos y la mente en otra parte: en algún lugar desconocido y oscuro donde Duna lo esperaba. Si solo supiera dónde se encontraba aquella guarida…

Había decepcionado a tantas personas en los últimos días que intentaba no pensar en ello. El tiempo había pasado, Duna seguía desaparecida y la cuenta atrás corría sin descanso. Pronto tendría que regresar a Bereth y entonces… ¿qué? No podría reinar en su situación, y tampoco quería. El reino quedaría desprotegido todas las noches y Duna… Duna… ¿dónde estaba? Cuando los encerraron en aquella casa en Luznal no había podido soportar el enclaustramiento, ¿qué estaría sintiendo ahora?

¡Flash!

—¡Corre! —gritó Duna.

—¡Ah! —exclamó Adhárel.

—¡Tú! —gritó Sírgeric.

El príncipe se levantó de un brinco, incapaz de creer lo que veía.

—Por el Todopoderoso, ¿qué está pasando aquí? —preguntó Sírgeric, guardando el mechón de pelo dorado en el colgante. Pero ni Duna ni Adhárel le estaban escuchando.

—¿Du… Duna? —el nombre se le trabó en la garganta. Era ella y estaba allí. Delante de él. Un milagro, solo podía ser un milagro.

—Adhárel…

Se abalanzó sobre ella y la abrazó con desesperación.

—Lo siento muchísimo… lo siento, Duna… lo siento…

—Sabía que estabas vivo, lo sabía, lo sabía… —decía ella—. Lo sabía…

—Bueno, ya me encargo yo de ir cortando las cuerdas de las muñecas y ahora me explicáis de qué va todo esto.

El príncipe se levantó y estrechó entre sus brazos al sentomentalista, pillándolo por sorpresa.

—No podrías haber aparecido en mejor momento. Gracias…

—De nada, de nada, pero déjame que suelte a tu chica antes de que se quede con forma de silla para siempre.

Entre los dos liberaron a Duna. En cuanto la última cuerda se soltó, la muchacha se abrazó a Adhárel con lágrimas en los ojos sin recordar las heridas de las muñecas.

—¿Estás bien? —le preguntó él—. ¿Te han hecho daño? ¿Te han hecho algo?

Duna negó repetidas veces con la cabeza.

—No te preocupes, ahora estoy bien. Ahora sí… —y después le besó en los labios. Sírgeric tosió para llamar su atención. Duna se separó y sonrió.

—Gracias, Sírgeric. Oye, ¿dónde está Cinthia?

Dos guardias aparecieron en ese momento en el recibidor.

—¿Qué está pasando aquí? Hemos oído… ¡Eh! ¿Quiénes son esos? —Los apuntaron con las lanzas, pero Adhárel se interpuso entre ellos.

—Son amigos. Y están heridos.

Los soldados se miraron entre sí.

—¿Cómo han entrado?

—Pues… —Sírgeric se rascó la cabeza.

—Les he abierto yo la puerta… la de detrás —respondió el príncipe.

—¿Y de dónde ha salido la silla?

Adhárel los miró un instante, sin saber qué responder, antes de exclamar:

—¿No me habéis oído? ¡Están heridos! Avisad a alguien para que venga a curarles esas heridas.

Los dos guardias bajaron las lanzas y llamaron a una doncella.

—Vayamos a un lugar más tranquilo —dijo el príncipe, tomando de la mano a Duna—. Quiero presentaros a alguien.

Les llevó hasta la sala donde se encontraba reposando Wilhelm. El sol hacía un rato que se había puesto y la habitación estaba en penumbras.

—¿Wil? —Preguntó Adhárel, abriendo la puerta—. ¿Estás despierto?

—Ahora sí.

Al instante, un sirviente entró y comenzó a encender velas. Mientras tanto, el hombre cuervo se fue incorporando.

—Quiero que conozcas a alguien, Wil.

El hombre se dio media vuelta y se cubrió el ala por acto reflejo. Duna y Sírgeric dieron un paso atrás cuando lo vieron.

—No os preocupéis. Es un amigo. Un buen amigo. Chicos, este es Wilhelm D’Artenaz, príncipe de Salmat. Wil, estos son Sírgeric… y Duna.

La sorpresa se reflejó en su rostro y la sonrisa hizo desparece las arrugas por un instante.

—¿Duna? ¿Tu Duna? ¿La Duna que estaba perdida?

—La misma —respondió ella, más tranquila.

Wilhelm se levantó del sillón y se acercó a ellos con el ala y el brazo alzados.

—Por el Todopoderoso, ¡es un milagro!

—Se hace lo que se puede —comentó Sírgeric por lo bajo.

—¿La has traído tú? —preguntó el príncipe.

—Sírgeric es mucho más de lo que aparenta a simple vista —apuntó Adhárel, guiñando un ojo. No podía ocultar su felicidad. Duna se acercó y él le pasó un brazo sobre los hombros antes de darle un beso en la cabeza.

—Es un placer conoceros —le dijo Duna a Wilhelm haciendo una breve reverencia.

—El placer es mío, y no tenéis que utilizar formalismos conmigo. Los amigos de Adhárel también son los míos.

Un par de doncellas aparecieron en ese momento con una bandeja cubierta de distintos tarritos y vendajes.

—Son para ella —dijo Wilhelm, cediéndole el paso a Duna para que tomara asiento en el sofá.

Mientras la curaban, Sírgeric preguntó:

—¿Alguien podría explicarme qué está sucediendo y por qué Duna estaba encerrada y maniatada en ese cuarto? Y de paso, confirmadme que no he oído mal y que estamos en Salmat…

—Sí, estamos en Salmat —respondió Adhárel—. En su castillo, para ser exactos.

—¿Sigues… maldito?

El príncipe asintió.

—Es una historia un tanto complicada.

—Tenemos tiempo.

—No tanto como pensamos —intervino Duna—. No deberíamos seguir aquí a medianoche…

—Tienes razón, tendríamos que ponernos en marcha pronto.

—Ya veo… —comentó Sírgeric.

—¿Y Cinthia? —preguntó Duna de nuevo.

Adhárel miró a su amigo.

—Es verdad, ¿dónde está?

El sentomentalista tragó saliva y negó con la cabeza.

—No lo sé —respondió en un susurro.

—¿Cómo que no…? —Duna pidió a las doncellas que se marchasen y se levantó con las heridas cubiertas de gasas.

—Es por eso por lo que estoy aquí —añadió.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Duna.

—Se marchó… anoche me desperté y… y no estaba. Sus cosas seguían allí, pero ella… ella…

—No lo entiendo… —dijo Duna—. ¿Por qué no la buscaste con… con su cabello, como hiciste conmigo?

—¿Crees que no lo intenté? ¡Me pasé toda una noche intentándolo! Creía que había perdido mi don. Por mucho que me concentraba no conseguía viajar. Tras buscar por los alrededores decidí pedir ayuda.

—¡No puede haber desaparecido! ¿Por qué no has podido viajar hasta ella? —preguntó Adhárel.

—No lo sé. No lo sé, ¿de acuerdo? —Sírgeric tragó saliva— Es como si estuviera… muerta.

—Sírgeric…

—Pero no, sé que no lo está.

—¿Por qué estás tan seguro? —intervino Wilhelm.

Sírgeric le miró desafiante.

—Lo sé.

—¿Seguíais en Bereth? ¿Qué hacíais?

El sentomentalista negó con la cabeza.

—Estábamos en el bosque de Célinor. Acabábamos de visitar los restos de Belmont. Pensábamos seguir hacia el norte cuando…

El muchacho se quedó en silencio.

—¿Cuando qué, Sírgeric? —Duna apoyó una mano en su brazo.

—Cuando ella empezó a hacer esas cosas… —se masajeó la frente y añadió—: No sé qué le pudo pasar. Yo le hablaba y ella no contestaba, o contestaba otra cosa. Recuerdo que comenzó a tararear una canción. No podía quitársela de la cabeza, decía. Me preguntaba si no me parecía maravillosa sin esperar respuesta. Yo quise saber dónde la había escuchado… pero ella nunca respondía. Y entonces, desapareció.

—¿Así? ¿De repente?

—Sí. Esperaba que pudierais ayudarme a encontrarla.

Duna le dio un abrazo.

—Lo haremos, Sírgeric. No te preocupes.

Wilhelm carraspeó.

—Deberíamos marcharnos. Ya es tarde y el dragón…

Adhárel ayudó al hombre cuervo a recoger sus pertenencias y salieron. En la puerta principal del castillo había un grupo de soldados esperando.

—Debo marcharme —les anunció Wil.

—¿Señor? —El capitán dio un paso al frente—. Pero, señor… vos… vos sois ahora el rey.

El hombre cuervo negó con la cabeza.

—No, no lo soy. Pero pronto llegará alguien que sí lo es. Hasta entonces, proteged el reino, guardad el castillo y obedeced al Consejo en todas sus decisiones.

—Señor…

—Buena suerte.

Y sin decir más, se alejó de allí seguido por Duna, Sírgeric y Adhárel. Cruzaron Salmat en silencio. Los guardias del portón de la muralla se despidieron de ellos antes de cederles el paso hacia el bosque de Ariastor.

Llegaron poco antes de la medianoche. Una vez se internaron en las profundidades, Duna encendió su colgante de luzalita y siguieron avanzando.

—¿Wil? —preguntó Adhárel.

—No creo que deba guiaros yo esta vez. Ha llegado el momento de tomar caminos diferentes, príncipe.

Duna y Sírgeric les observaron sin decir una palabra.

—Pero…

—Venga, chico. La has encontrado y estoy seguro de que daréis con la otra muchacha antes de que os deis cuenta. Parece que el destino está de tu parte.

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Mi sobrina me está esperando en algún lugar.

—¿Qué te dicen?

—Desde que he despertado, nada. Qué extraño…

Duna se acercó a ellos.

—Adhárel, deberías…

—Oh, sí. Tienes razón. —Se despidió de Sírgeric y le dijo a Wil—: Al menos quédate hasta mañana, ¿de acuerdo?

El hombre cuervo se encogió de hombros sin dar una respuesta clara.

—Iremos encendiendo una hoguera —anunció Sírgeric.

Adhárel y Duna se alejaron de allí hasta situarse tras unos árboles.

—Te he echado muchísimo de menos —le dijo la muchacha.

—Y yo a ti también. —La estrechó entre sus brazos y respiró su aroma—. A veces creía que… pero luego me decía que no era posible.

—No quiero volver a separarme de ti.

—No tendrás que volver a hacerlo, princesa.

Adhárel apartó un mechón de su frente y la besó con la intensidad y el cariño con los que había fantaseado desde que se separaron. No hicieron falta más palabras. Todo quedó dicho con sus gestos y caricias.

Después, el príncipe fue desvistiéndose. Apenas se hubo quitado la camisa cuando dio comienzo la transformación. Duna se alejó con la ropa y observó el cambio con el corazón palpitándole en el pecho y una sonrisa en los labios.

—Sabía que lo salvarías —dijo ella más para sí que para el monstruo. No volverían a separarse nunca más. Deshicieran o no la maldición.

Una vez en forma el dragón, la muchacha le palmeó el lomo y lo apremió para que se marchase a cazar. La criatura bajó el hocico y acarició a Duna con tanta suavidad como fue capaz.

—Yo también te echaba de menos —le dijo ella—. Ahora vete a comer algo, que el principito va a mataros de hambre a los dos.

Él gruñó un par de veces y se alejó de allí a paso lento.

Cuando Duna regresó a las rocas donde estaban esperando Sírgeric y Wilhelm, les vio charlando frente a una pequeña hoguera.

—¿Así que llevas uno por persona? —preguntó Wil, balanceando los tres colgantes que Sírgeric se había quitado del cuello.

—Uno de Duna, otro de Adhárel y el último de… Cinthia.

—Nunca había oído hablar de un don como el tuyo.

—Ni yo de uno como el tuyo. Vaya, si es que eso es un poder —añadió señalando el ala negra.

—Algo así…

El sentomentalista se quedó esperando a que continuase, pero al ver que no lo hacía dijo:

—La verdad es que no es algo muy práctico. Quiero hacerme un colgante con tres huecos. Es más cómodo y menos aparatoso que tres por separado. Lo haré cuando regresemos a Bereth.

—¿Ya os habéis cansado de recorrer el Continente? —intervino Duna, sentándose a su lado.

—En realidad, no —contestó Sírgeric—. Pero no me quedan muchas ganas después de… de que Cinthia haya desaparecido.

—La encontraremos, no te preocupes. No puede estar muy lejos. Preguntaremos; seguro que alguien la ha visto.

—Eso espero.

—Y después podréis seguir con vuestro viaje.

Se quedaron los tres en silencio mirando crepitar el fuego.

—Duna —dijo Wilhelm poco después—, ¿descubriste por qué os atacaron?

La muchacha se encogió de hombros.

—Estaban haciendo un trabajo para alguien, pero no dijeron para quién. Por lo que escuché, debían acabar con Adhárel y llevarme a mí con ellas.

—¿Dijeron a dónde?

Ella asintió.

—A la Posada del Sauce, aunque no sé dónde está.

—En el bosque de Célinor —comentaron a coro los dos hombres.

Sírgeric sacó de su morral un mapa y lo extendió para estudiarlo. El Continente, con su forma de luna decreciente brillaba bajo la luz de la hoguera.

—Nosotros estamos aquí —indicó señalando el bosque de Ariastor.

—En realidad, aquí —le corrigió Wilhelm, moviendo su dedo un poco más al norte.

—Bueno, da lo mismo. La noche en que Cinthia se perdió estábamos durmiendo… por aquí. Muy cerca del monte Érade.

—No es el sitio más recomendable para dormir —comentó Wil.

—Pensábamos seguir hacia el norte. Queríamos visitar Hamel.

—¿Y no es posible que Cinthia se hubiera adelantado? —sugirió la chica.

—¿Sola?

—Bueno, no lo sé… —Duna guardó silencio—. Intento encontrar cierta lógica a todo este asunto.

—Algo raro le sucedió. Algo relacionado con esa maldita cancioncilla que no dejaba de tararear.

—Maldita cancioncilla… —repitió Wil para sí—. Humm… Maldita…

Sírgeric removió las ascuas con un palo para avivar las llamas.

—¿En qué piensas?

—En nada, en nada. ¿Te dijo si la oía en su cabeza?

—Ya te he dicho que casi nunca respondía. Lo único que comentaba era que no podía dejar de tararearla.

Duna suspiró, preocupada. ¿También aquello tenía algo que ver con la sentomentalomancia?

—Entonces, ¿hacia dónde deberíamos dirigirnos mañana? —preguntó.

—Hacia el norte, hacia el bosque de Célinor.

—¡Ahg! —exclamó Wil, tapándose la oreja con la mano—. ¡Demonios!

La muchacha se acercó.

—¿Estás bien? ¿Qué te pasa?

—Estoy… estoy bien… —pero sus ojos no acompañaban a sus palabras.

—Tengo agua —dijo Sírgeric, sacando de su bolsa una cantimplora—. Toma, bebe.

—Gracias. —El hombre cuervo dio un trago—. Solo necesito dormir un poco.

Se recostó sobre en una zona cubierta de musgo y cerró los ojos.

—Pues está decidido: mañana partiremos hacia el norte.

Duna asintió y alzó la mirada al cielo. El dragón pasó sobre las copas de los árboles en ese preciso instante. Tragó saliva y se secó una lágrima que se escurría por su mejilla.

—Duna… —dijo Sírgeric, en voz baja—. ¿Podrías ponerme al día de lo que ha sucedido?

La muchacha sonrió y asintió.

—Pero antes, ¿tienes algo de comer? Hace más de un día que no pruebo bocado y me muero de hambre.

—¡Claro!

El muchacho sacó una bolsa que contenía cereales, queso y un pedazo de pan endurecido.

—Como en los viejos tiempos —bromeó, recordando su rescate de la torre. Después cogió la cantimplora de la que acababa de beber Wilhelm y la alzó—. Por nosotros… y porque la vamos a encontrar.

—Lo sé —dijo Sírgeric, revolviéndose el pelo—. Chin, chin.