Duna se lanzó a devorar el pescado frito en cuanto le pusieron el palo sobre sus sucios dedos. Llevaba sin probar bocado desde que saliera de Manseralda con Adhárel. Aquel era su segundo día sin él, pero a ella le parecía una vida.
Cada vez que el dolor le daba un respiro y su cabeza conseguía despejarse un poco, las preguntas regresaban con mayor insistencia: ¿de verdad había muerto? ¿No estaba soñando aquella pesadilla? ¿Habría llegado a tiempo el dragón para curar las heridas como la vez que les salvó a todos de la torre?
Quería creer que sí. Necesitaba creerlo. Si no, ya se habría dejado matar de cualquier forma por aquellas dos miserables mujeres que la tenían atada día y noche. Sin Adhárel su vida no tenía sentido.
—Está bueno, ¿eh? —le preguntó Kalendra, dando un mordisco a su pescado.
Duna hizo un mohín y siguió devorando el suyo. Se había jurado a sí misma no pronunciar una palabra más hasta que Adhárel regresase. Y en caso de que eso no sucediera, bueno, tampoco creía que allá donde iba la fuese a necesitar. A las dos hermanas no parecía importarle demasiado su rebelión contra el mundo, aunque notaba su inquietud siempre que las miraba con sus grandes ojos, enfurecida. Solo una vez Firela había llegado a abofetearla por no responder cuando le preguntó qué estaba mirando. Después de eso, Kalendra no le permitió volver a acercarse a ella ni a ponerle la mano encima.
A Duna le era indiferente. Sentía que sus fuerzas, su ilusión y sus esperanzas iban abandonando su cuerpo de manera lenta pero inexorable, como los granos que se escurren por un reloj de arena. Y cuando estuviera segura de que ya no le quedaba nada que perder, se clavaría un puñal, se arrojaría al vacío o ingeriría un veneno, si es que no encontraba por el camino alguna manera más fácil y rápida de hacerlo.
De tanto en cuanto le venían a la mente los recuerdos de su encierro en la torre de Belmont. Allí también había creído que Adhárel estaba muerto, sin comprender que no solo no lo estaba, sino que además había estado rondando la torre cada noche como dragón. También allí estuvo a punto de morir de sed y de hambre.
Duna escupió una espina del pescado y recapacitó. De acuerdo, sus captoras le habían ofrecido comer más de una vez y ella se había negado con un frío silencio. Aunque, bien mirado, si hubiera intentado digerir algo, su estómago lo habría rechazado al instante de tan mal que se encontraba.
—¿Lo ves, Kalendra? —dijo Firela de pronto, interrumpiendo sus pensamientos—. Te dije que no se mataría de hambre. Ya puedes dejar de preocuparte. —Lanzó a los arbustos los restos de su pescado y después alzó la mirada al cielo—. Estoy deseando terminar con este encargo de una vez.
Su hermana ignoró el comentario y relamió las espinas. Se encontraban en un claro del bosque de Ariastor, junto a un arroyuelo que discurría entre los árboles como una serpiente interminable. Según había podido descifrar Duna de sus conversaciones, se dirigían a un reino cercano. Salmat, le había parecido entender. No recordaba haberlo visto en el mapa que Zennion les había prestado.
De repente sintió un nudo en la garganta. Tuvo que obligarse a tomar aire varias veces para no llorar. Unos días atrás su mayor preocupación había sido encontrar ropa nueva para Adhárel y averiguar dónde podía haberse metido Maese Kastar; ahora nada de aquello importaba.
Kastar. El nombre se deshizo en pensamientos de rabia y odio. Si no hubiera sido por él, no habrían salido de aquella manera tan precipitada de Bereth, ni habrían tenido que ir en busca de la solución para la maldición.
Si aquel hombre no hubiera encantado a Adhárel, él seguiría con vida y a su lado… Aunque, visto de otro modo, si no hubiera sido por él, probablemente ellos estarían muertos y Belmont controlaría Bereth…
¡No! No debía dejarse confundir.
Podía enfurecerse con las dos asesinas que habían dado la última estocada al corazón del príncipe, pero era con aquel viejo sentomentalista con quien tenía que rendir cuentas. Él había sido el principal culpable de sus desgracias y no podía permitir que siguiera saliéndose con la suya.
—Se hace tarde —dijo Kalendra poniéndose en pie y estirándose.
Duna calculó que debía ser pasado el mediodía. Hasta alcanzar el bosque, las hermanas optaron por viajar solo de noche y así ocultar su presencia. Pero ahora que el follaje las protegía y que nadie parecía rondar las inmediaciones habían cambiado de opinión, a favor de viajar bajo la luz del sol.
—¿Crees que llegaremos esta noche? —preguntó Firela, empacando sus escasas pertenencias y ensillando a la yegua, Zoya.
—Eso espero.
Duna se preguntó qué esperaban encontrar en aquel reino. Por las conversaciones, había entendido que fuera quien fuese el que les había pagado por raptarla, les estaba esperando lejos de allí, pero que antes tenían una cita ineludible en Salmat. En ese momento comprendió que si quería escapar, solo podría hacerlo allí.
Una nueva pregunta se sumó a las que ya tenía en su febril estado de semiinconsciencia. ¿Quién había pagado a aquellas dos mujeres para que mataran a un príncipe y secuestraran a una aldeana? La respuesta se le escurrió hasta la lengua y casi le hizo vomitar. Sin lugar a dudas había sido él. Dimitri. ¿Quién sino? Suspiró enfurecida pensando en lo cerca que estuvieron aquella noche de acabar con él y con su demencia y con su manía persecutoria y con sus amenazas y con sus intentos de asesinato y con sus…
De repente se puso a llorar de rabia e impotencia.
—Oh, vaya —masculló Firela, terminando de atar sus cosas a la yegua—. La princesa echa de menos a su príncipe. ¡Qué desdichada!
—Fira, basta —le regañó su hermana. Se giró hacia Duna—. Llora cuanto quieras. No te servirá de nada, pero es una buena manera de desahogarse. Ahora sube al caballo.
Duna se quedó quieta, con la cabeza en otra parte. Kalendra, impaciente, la agarró del brazo y la obligó a subirse a la negra montura. Ella se colocó a su espalda y sujetó con mano diestra las correas.
—¡Arre! —exclamó, dando un suave latigazo al animal. Este relinchó un instante antes de salir galopando entre los árboles, seguido de Zoya y Firela.
Duna veía pasar el bosque a su alrededor como una mancha informe sin distinguir unos árboles de otros. Llegados a un punto, la muchacha comenzó a imaginar figuras que las observaban desde las copas y que se burlaban de ella. Unos minutos más tarde, atemorizada, mareada y sin ánimo ni fuerzas para continuar despierta, volvió a caer rendida sobre el pecho de Kalendra y así se mantuvo durante el resto del viaje.
Los caballos cortaban el aire con una majestuosidad impropia para unos animales tan grandes. Cruzaron el bosque sin tropezar con los árboles ni enredar sus crines con la frondosa maleza que los rodeaba. Las amazonas, habilidosas y conocedoras del terreno por el que cabalgaban, les guiaban con tiento escogiendo los atajos más cortos y los caminos más despejados sin detenerse ni un instante para investigar.
Varias horas después, cuando los últimos rayos de sol se derretían en el horizonte, las dos hermanas salían del bosque con una extraña sonrisa en los labios y los ojos fijos en el reino que se perfilaba a lo lejos.
—De nuevo en casa —dijo Kalendra, soltando una carcajada y azuzando con energía a Arcán sin detenerse a esperar a su hermana.
Antes de que cerrasen las puertas de la muralla, las dos hermanas, camufladas bajo dos hermosas capas y agarrando a Duna para que no cayese del caballo, penetraban en el reino de Salmat con la intención de terminar algo que había comenzado mucho, mucho tiempo atrás.