Adhárel despertó mucho antes de poder abrir los ojos. Durante lo que le parecieron horas e incluso días enteros, permaneció en un estado de duermevela más cercano a la inconsciencia que al desvelo.
De vez en cuando creía oír la voz de alguien a lo lejos, o unos pasos cercanos, o el tacto de unas manos sobre su cuerpo, pero era incapaz de identificarlos el tiempo necesario como para convencerse de que no lo estaba imaginando.
No sentía dolor alguno. Tampoco se sentía bien. Simplemente no reaccionaba a ningún estímulo. En ocasiones se llegó a preguntar si seguía vivo.
En sus sueños no dejaba de rememorar el rostro de Duna, sus gritos, el filo helado de la espada atravesando su pecho y después su corazón. Sin duda alguna debía estar muerto. Aquella mendiga, aquella pobre mujer a la que habían intentado socorrer, les había tendido una trampa. Pero ¿por qué? ¿Sabría acaso que era un príncipe y había querido robarle… sus ropas? Nada tenía sentido, y le costaba demasiado pensar.
Al menos esperaba que Duna le llegase a perdonar algún día por no haberla protegido y haber muerto en el intento. Duna. El recuerdo de su nombre le hacía estremecerse. Su corazón palpitaba con ansiedad rememorando sus lágrimas. Su corazón latía enfurecido y triste, furioso y sediento de venganza. Su corazón… latía.
Al prestar atención, sintió que sus pulmones eran capaces, con dificultad, de asimilar el aire que penetraba en ellos. Lentamente, sus oídos fueron captando el débil arrullo de un suspiro colándose por su nariz. Su pecho se elevaba y descendía rítmicamente. Se hubiera quedado maravillado y conmovido por aquel compás de no haber sido porque sus dedos también reclamaban su atención con un suave cosquilleo.
Con dificultad, se concentró en determinar dónde se encontraban los párpados para abrirlos poco a poco. Una lágrima se escurrió por su mejilla, trazando en su piel y en su mente un rastro que fue capaz de identificar.
Unos minutos más tarde logró abrir los ojos y mirar a su alrededor.
Lo primero que descubrió fue que no se encontraba en mitad del camino donde había sido apuñalado, sino que parecía hallarse en una rudimentaria cabaña de madera cuyo techo, ovalado, quedaba oculto entre las ramas, raíces y lianas que lo cubrían casi por completo.
Haciendo un esfuerzo, Adhárel giró el cuello para encontrarse con una pared y una ventana a un lado y una mesilla con diferentes libros y frascos al otro. Más allá, un butacón alto frente a una mesa y una chimenea formaban el único mobiliario del lugar. ¿Dónde estaba?
Intentó incorporarse, pero desistió al momento, gimiendo de dolor. Todavía no estaba curado, no. Se obligó a calmarse una vez más y logró que su respiración volviera a acompasarse.
De pronto, una sombra se asomó tras la oreja del butacón y se quedó observando a Adhárel. A continuación, se puso en pie y avanzó hasta el príncipe.
En un primer momento creyó que iba a ser víctima de un nuevo ataque, pero después recapacitó y comprendió que si aquel desconocido le hubiera querido hacer daño, ya lo habría hecho mientras permanecía inconsciente. Con todo, intentó mantener la guardia tan alta como sus atrofiados músculos y sentidos se lo permitían.
—Por fin has despertado. Empezaba a creer que no lo lograrías.
Se trataba de un hombre alto, mayor que Adhárel y cubierto de arriba abajo con ropas oscuras. Su rostro, de rasgos severos y mandíbula prominente, estaba enmarcado por una barba rala mal afeitada. Los ojos miraban con seriedad al príncipe, mientras que sus finos labios dibujaban una escueta sonrisa. El pelo, oscuro y largo, le caía ondulado y sucio hasta los hombros.
—¿Te sientes con ganas de tomar algo?
Su voz parecía oxidada y marchita, y pronunciaba las palabras sin apenas abrir la boca. Su ropa, un sencillo pantalón oscuro y una camisa gris con las mangas anudadas a la altura de las muñecas, estaba cubierta por una capa negra con alzacuellos.
Adhárel no intentó hablar. Asintió y el misterioso hombre se alejó para regresar instantes después con un tosco vaso de madera y una jarra de agua. Una vez servido, le tendió el vaso al príncipe y este se concentró en no derramar el líquido.
—Gracias… —dijo, al sentir la garganta más suave—. ¿Dónde estoy?
El hombre apartó algunas cosas que había sobre la mesilla y se apoyó en ella de manera descuidada.
—Me llamo Wilhelm, pero puedes llamarme Wil. Este es mi hogar.
Adhárel asintió, esperando descubrir algo más sobre aquel extraño más adelante, cuando se hubiera recuperado.
—Yo soy Adhárel ¿Cómo he llegado hasta… aquí?
—¿No recuerdas nada, Adhárel? —preguntó Wilhelm observando su desconcierto y arqueando las pobladas cejas.
—Recuerdo el ataque… y la sangre…
—Te encontré en mitad de un camino alejado de la mano del Todopoderoso. No sé quién pudo hacerte eso, pero desde luego no esperaba que llegaras a recuperarte de las heridas. A primera vista parecías haber muerto, pero después me percaté de que aún respirabas, milagrosamente. —Wilhelm se peinó el pelo hacia atrás con la mano y suspiró—. Estuviste cerca, desde luego. Puedo asegurarte que no habrías sobrevivido de no haber sido por tu… curiosa habilidad. —Pronunció las últimas palabras con tiento.
El corazón del príncipe se aceleró y se incorporó en el lecho como un resorte. El daño que sintió no le preocupó tanto como el hecho de que aquel desconocido conociera su secreto.
Wilhelm se puso en pie y le instó a que volviera a tumbarse. A continuación, le ajustó las vendas que le cubrían el cuerpo.
—No te alteres, al menos por el momento. No te conviene.
El príncipe se mareó, pero no estaba seguro de si era por el dolor o por lo vulnerable que se sentía de pronto.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Una noche. Esta será la segunda. Tendré que sacarte afuera antes de que me destroces todo, claro. ¿O acaso puedes controlarlo?
—¿Al… al dragón…?
—No puedes. —No era una pregunta—. Debo reconocer que me diste un buen susto —añadió, soltando una brevísima carcajada. No parecía muy acostumbrado a sonreír. Al instante volvió a quedarse serio—. Te llevaba sobre mi caballo cuando el animal se encabritó y comenzó a relinchar. No entendía qué le sucedía; si te soy sincero, pensé que le había picado una serpiente. En ese momento gritaste y, en una de aquellas convulsiones, caíste al suelo sin que pudiera evitarlo. —Adhárel se ruborizó sin entender el motivo—. Puedo asegurarte que jamás había sentido tanto miedo como cuando contemplé cómo tus ropas se iban desgarrando y bajo ellas tomabas la forma de aquella portentosa criatura plateada.
»Me faltó poco para huir de allí como había hecho mi montura, que, por cierto, no ha regresado todavía. Y allí te quedaste. No rugiste, no echaste a volar… nada. Me miraste una sola vez y después caíste en un sueño profundo. Por el Todopoderoso, ¿sabes lo grande que puedes llegar a ser en esa forma?
Adhárel comenzó a calmarse paulatinamente al escuchar su relato. Wilhelm no parecía esconder malas intenciones y parecía más fascinado que horrorizado por su secreto.
—Aguardé toda la noche a tu lado, atento a la profunda respiración del dragón y al latir de su corazón. Tuvimos suerte de que sucediera en mitad del bosque y no a la vista de cualquiera, te lo aseguro. Me preocupaban tus heridas, pero como no fui capaz de ver si seguían allí, bajo las escamas, aguardé. Cuando amaneció, desperté y tú volvías a ser… tú, vaya. Y aunque seguías teniendo magulladuras y un buen corte en el pecho, fuiste capaz de recorrer la distancia hasta aquí. El resto ya es historia.
Los dos se quedaron en silencio, sumidos en sus pensamientos.
—Un dragón… —murmuró Wilhelm para sí con sus finos labios formando una suave sonrisa—. Por las Musas, un dragón real. Todavía me cuesta creerlo…
—A mí también —dijo Adhárel en un susurro. Después tragó saliva—. ¿No tienes… miedo?
—¿Debería tenerlo? —Wilhelm enarcó una ceja—. ¿Me atacarás cuando estés recuperado? ¿Lo hará el dragón?
Su semblante volvió a ponerse serio, esperando la respuesta.
—No… no, no —le aseguró el príncipe—. El dragón es… soy yo en la mayoría de los sentidos. Él te está agradecido por haberme salvado la vida tanto como yo. No compartimos la conciencia, pero sí la esencia de los recuerdos… o al menos eso creo. Es extraño —concluyó, incapaz de explicarse mejor.
—Puedo imaginarlo. —Wilhelm echó más agua en el vaso de madera y después se lo tendió a Adhárel, que bebió con ganas—. Al menos debes estarle agradecido. Por la mañana la herida tenía mucho mejor aspecto que por la noche y estoy convencido de que la transformación ha tenido algo que ver.
—No te quepa la menor duda. De no haber sido por él… —El rostro de Duna apareció en su mente.
—No pienses más en ello —comentó, malinterpretando la repentina tristeza de Adhárel—. Si no es inconveniente, ¿puedo preguntarte qué sucedió ahí fuera?
—Fuimos atacados…
—¿Fuimos? —El hombre pareció preocuparse de repente— ¿Había alguien más? Yo no… solo te vi a ti. Si lo hubiera sabido…
—No, no… —le interrumpió—. A ella se la llevaron. Fueron dos mujeres. Nos tendieron una trampa y, después de acuchillarme, la raptaron.
—¿Sin motivo alguno?
—Aparentemente, sí. Pero sabían que pasaríamos por allí. No fue casualidad, de eso puedes estar seguro.
—Así que raptaron a la chica e intentaron acabar contigo. Es extraño… ¿Quién es ella?
Adhárel se tomó unos instantes antes de responder.
—Se llama Duna —dijo—. Y no entiendo qué pueden querer de ella. De verdad, no lo entiendo.
Esta vez fue Wilhelm quien se quedó en silencio, pensativo.
—Por cómo hablas de ella deduzco que la quieres…
—Con mis dos almas —respondió él, hablando también por el dragón.
—En ese caso querrás rescatarla.
El príncipe asintió.
—En cuanto esté recuperado rastrearé el Continente de arriba abajo hasta dar con ella. Y después me vengaré de quien nos ha hecho esto.
Wilhelm se echó hacia tras un mechón de pelo un tanto rebelde. A continuación, añadió despreocupado:
—Recorrer el Continente entero te llevará mucho tiempo si no sabes adónde dirigirte.
—No me importa. —Sus ojos llamearon.
—No lo pongo en duda, pero te vendría bien algo de ayuda.
—¿En qué estás pensando?
Wilhelm chasqueó la lengua y se encogió de hombros bajo la larga capa.
—He permanecido oculto en este bosque desde hace años. Cuando era joven me prometí no salir de aquí y así ha sido hasta el día de hoy. —Se quedó en silencio—. Pero creo que si estás aquí es por algo y ya es hora de que deje de eludir lo inevitable.
—¿Querrías acompañarme?
—Creo que es mi deber. Aunque no esté muy seguro de por qué.
—Estaré encantado de contar con tu ayuda, Wilhelm.
De pronto una sombra cruzó el rostro imperturbable del hombre.
—Antes de decir eso debería contarte algo sobre mí. Algo que ha permanecido enterrado entre estos árboles y que me perseguirá durante el resto de mis días. Algo que, quizás, no te guste demasiado… o no puedas comprender.
Adhárel negó quedamente.
—Has demostrado confiar en mí a pesar de mi maldición. Me has salvado la vida, me has dado cobijo y alimento sin esperar nada a cambio. No me importa lo que ocultes, te aceptaré como compañero —le aseguró el príncipe, tendiéndole la mano con dificultad.
Por respuesta, el hombre respiró hondo y apartó la capa que cubría su brazo derecho. Cuando fue a devolverle el apretón, el príncipe se echó hacia atrás, asustado.
La ropa de Wilhelm estaba rasgada a la altura del hombro derecho y el tajo descendía hasta la cintura. En lugar de un brazo, una muñeca y una mano, del hombro nacía una portentosa ala de plumas negras como el alquitrán que brillaban enigmáticamente bajo la luz del crepúsculo que se filtraba por la ventana.
—Lo siento… —masculló el hombre, apartando el ala. Pero antes de que llegara a ocultarla de nuevo bajo la capa, Adhárel agarró la pluma de la punta y se la estrechó con suavidad.
—No. Soy yo quien lo siente.