Drólserof se encontraba disfrutando de un plácido baño a la luz de la luna cuando el espejo comenzó a brillar.
En todos aquellos días desde que se hubo reunido con las Asesinas del Humo, no se había separado de él ni un instante, desesperado por recibir noticias frescas. Y ya era mala suerte que, justo cuando se encontraba a más de quince metros de él y con el agua hasta el cuello, recibiera la esperada llamada.
Maldijo en voz baja al tiempo que se ponía a nadar frenéticamente hacia la orilla del lago. Si no llegaba a tiempo, la luz se desvanecería y las hermanas habrían perdido una de las tres oportunidades que tenían de comunicarse con él sin entregarle el mensaje.
Y no le hacía ninguna gracia tener que gastar él una suya.
¿Habrían capturado ya a la muchacha y asesinado al príncipe? ¿O acaso le querían avisar de que la misión era imposible y que se rendían? Pero ¿tan pronto? ¿No se suponía que eran las mejores de todo el Continente? No le gustaba plantearse esas opciones, por lo que se obligó a nadar más deprisa para quitarse las dudas de encima cuanto antes.
En el instante en el que puso los pies en la embarrada orilla, la luminosidad proveniente del espejo comenzó a decaer.
—¡Ya voy! ¡Ya voy! —Para parecer más respetable, se colocó una capa negra alrededor del cuerpo antes de frotar el cristal.
El hermoso rostro de Kalendra no tardó en aparecer en él.
—¿Y bien? —preguntó Drólserof, al tiempo que se secaba la frente con la otra mano.
—Veo que no es un buen momento.
Drólserof sintió que se sonrojaba y deseó que la oscuridad reinante no permitiese que su reflejo capturase el rubor.
—¿Tenéis algo para mí o solo habéis gastado una llamada para comprobar que funcionaba?
Por respuesta, la mujer desapareció de la imagen y en su lugar apareció el de una joven de pelo oscuro que dormitaba sobre el suelo.
—¿Es… Duna Azuladea? —preguntó, intentando guardar la compostura y las ganas de saltar.
De nuevo Kalendra apareció en el cristal.
—La misma.
—¿Qué ha sucedido con el príncipe? ¿Lo habéis…?
—Hemos hecho lo que nos pedisteis.
—¿Estáis seguras?
De pronto el rostro de la asesina se endureció.
—¿Por quién nos tomáis? Yo misma le ensarté una espada en el corazón, ¿os vale con eso o tengo que regresar y mostraros su cuerpo pudriéndose en mitad del camino?
—Excelente. Excelente —dijo, incapaz de contener una sonrisa—. En ese caso traedme a la muchacha cuanto antes.
—Nos reuniremos con vos en el mismo lugar que la otra vez. —No era una pregunta.
—¡Por el Todopoderoso, no! ¿Estáis locas? No, no. Debéis traérmela aquí, al bosque de Célinor. Si seguís la ruta hasta la cumbre de la montaña encontraréis mi refugio.
—Conocemos a la perfección esos bosques y allí no quedan más que ruinas y escombros. Célinor está demasiado al norte y es peligroso. Preferimos la posada.
Malditas arpías, pensó para sí. Respiró profundamente varias veces antes de responder.
—De cuerdo, en la posada entonces. Yo me encargaré del resto.
—Muy bien —dijo Kalendra—. Pero antes tenemos un asunto pendiente de camino. No nos llevará más de una noche, por lo que podremos vernos para la próxima luna nueva.
—Es demasiado tiempo.
—¿Queréis o no a la muchacha? —El hombre volvió a quedarse en silencio, maldiciendo su suerte. Kalendra sonrió y añadió—: Bien, en ese caso nos veremos allí.
Por respuesta, Drólserof pasó la palma de la mano sobre el espejo con hastío y mal humor y sus cansados ojos le devolvieron la mirada.
No se dio cuenta hasta entonces de que estaba tiritando. El viento había empezado a soplar con fuerza y por las nubes que comenzaban a condensarse en el cielo, parecía que se estaba preparando una buena tormenta.
Cogió sus pertenencias, se embutió como pudo en las botas de piel y comenzó el ascenso de regreso al castillo en ruinas que ahora era su hogar. No le importaban las nuevas condiciones impuestas por las hermanas. La parte más complicada del trabajo ya estaba hecha y ahora solo debía aguardar unos días más para completar su venganza. Pronto tendría entre sus manos a la muchacha y esta vez no la dejaría escapar.
Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer cuando Drólserof alcanzaba el patio delantero del antiguo palacio. No sabía a quién había pertenecido en el pasado, ni si alguien, tarde o temprano, vendría a pedirles explicaciones. De lo que estaba convencido era de que, gracias a las aterradoras leyendas que circulaban sobre el lugar, los ignorantes y crédulos vecinos se mantenían alejados de allí. Si bien la mitad de la construcción era absolutamente inhabitable, y las plantas y las alimañas se habían hecho amas y señoras del lugar, los pisos superiores y el ala oeste se habían conservado en unas condiciones más que aceptables para alojarse por un tiempo.
Si todo salía bien, y cada vez estaba más seguro de ello, pronto podría regresar a casa y podría hacer pagar a sus enemigos el daño que le habían infligido.
—¡Galasaz! —gritó en cuanto cerró el corroído portón tras de sí. La antorcha más cercana se apagó a causa del viento—. ¡Galasaz!
Comenzó a subir los empinados escalones de la escalera principal cuando la sombra apareció en lo alto de la misma.
—Prepara la jaula —le dijo, ansioso, malhumorado e impaciente al mismo tiempo—. Muy pronto comprobaremos cuánto tiempo es capaz de soportar alguien en su interior.
Sin esperar respuesta, Drólserof se perdió por el tenebroso pasillo del ala oeste mientras la tormenta se desataba en el exterior.
—Has estado muy cerca de echarlo todo a perder —le advirtió Firela a su hermana cuando esta bajó el espejo.
—¿Eso crees? Quería que nos reuniésemos con él en Célinor. ¿Cree que somos idiotas? Con solo desearlo podría tendernos una trampa. —Kalendra chasqueó los dedos.
Firela se agachó y comenzó a frotar dos palos entre sí con la intención de encender una hoguera.
—Estoy deseando terminar este trabajo —comentó cuando la primera chispa saltó y prendió en la yesca.
Tras alejarse del camino donde habían dejado el cuerpo de Adhárel, las dos hermanas y Duna habían huido hacia el norte en lugar de internarse en el bosque. Varias horas después, habían dado con una cueva donde refugiarse de la tormenta que se dirigía hacia el sur. Allí, confinadas entre la roca, permanecerían hasta bien entrada la madrugada.
Con un poco de suerte habría dejado de llover para entonces. A las dos les hubiera gustado poder cabalgar a la luz del sol, pero el peligro de que alguien las descubriese había aumentado con una rehén en sus manos.
—¿No crees que deberíamos dejarla antes de dirigirnos a Salmat? —insistió Firela, insegura.
—No. Perderíamos demasiado tiempo. Además, para lo que queremos hacer allí no necesitaremos más que un par de horas. —Kalendra miró a su hermana y alzó una ceja—. ¿Tienes miedo acaso?
Firela bufó con suficiencia.
—Desde luego que no. —Pinchó en un palo el ave que habían capturado de camino allí y lo situó sobre las llamas—. Es solo que…
En ese momento Duna se removió y gimió débilmente. Kalendra se levantó rápidamente y avanzó hasta ella. Los ojos de la muchacha se abrieron en ese instante y miraron aterrados a la asesina que tenían delante.
—Mal momento para despertar… —comentó, acariciando el cabello de Duna.
La muchacha se revolvió, intentando separarse de allí y deshacer las cuerdas que apresaban sus pies y manos.
—Kendra, déjala.
—Solo intento ser amable con ella y quitarle el pañuelo de la boca —se giró hacia Duna—. Porque no vas a morderme, ¿verdad, preciosa?
Una lágrima se escapó de su ojo derecho.
Kalendra agarró el pañuelo que le habían puesto por mordaza y tiró de él hasta deshacer el nudo y dejarle la boca libre.
Duna tomó una bocanada de aire y comenzó a toser, atragantada por las lágrimas.
—Oh, no llores —le pidió la mujer, disfrutando como una niña con una muñeca.
—¿Quié… Quiénes sois? ¿Por qué… por qué?
Kalendra le secó las lágrimas que corrían por su mejilla.
—¿Quieres saber por qué te tenemos aquí encerrada y hemos matado a tu principito?
Los ojos de Duna se abrieron desorbitados y movió los labios, incapaz de emitir sonido alguno.
—¿No me digas que creíste que había sido un sueño? ¿O que él había sobrevivido?
—¡Kendra! ¡Basta! —El grito de su hermana la hizo retroceder—. No nos han pagado por torturarla, sino por raptarla. Vuelve a ponerle el trapo en la boca antes de que grite.
—Eres una aguafiestas, hermanita —replicó. Después volvió a girarse—. ¿Tienes hambre? No nos servirás de mucho si llegas muerta…
Duna era incapaz de dejar de llorar. El pelo azabache le caía como dos cascadas por delante del rostro, ocultando sus ojos rojos.
—Tú misma… —dijo Kalendra, tapándole la boca de nuevo—. Ya vendrás suplicando un mendrugo de pan cuando no tengamos comida.
Volvió a tumbar a la muchacha en el suelo y esta se quedó en posición fetal de cara a la pared. Pasados unos minutos, el llanto menguó hasta desaparecer. Posiblemente se hubiera vuelto a desmayar, pensó la mujer para sí, echando un vistazo a su espalda. No sabía a ciencia cierta para qué necesitaba su cliente a la muchacha, pero definitivamente no encontraría de ella más que una cáscara vacía. Cuanto hubiera habido dentro, sus sueños, sus ilusiones, deseos y ambiciones habían muerto con el príncipe.
Al cabo de un rato, ella también se quedó dormida, protegida por la guardia de Firela y el crepitar de la hoguera, los truenos y la lluvia como telón de fondo.