Acaso fueron las campanadas a lo lejos, o los suaves rayos de luz que se filtraban entre el follaje, o tal vez el presentimiento de que algo malo había sucedido lo que hizo que Duna despertase sobresaltada.
Adhárel se encontraba a su lado, rodeándola con un brazo y tan dormido como desnudo. Duna se fijó en que su vestido había sufrido numerosos desgarrones durante la explosión y comprendió lo cerca que había estado de morir. Si se hubiera encontrado un poco más cerca del río, o si no hubiera reaccionado a tiempo, estaba segura de que no habría sobrevivido para contarlo.
Zarandeó con suavidad al príncipe para que este despertara. Cuando abrió los ojos, Duna le acercó la ropa y le contó lo que había sucedido mientras se vestía.
—¿Crees que ha sido un ataque desde dentro? —preguntó Adhárel, abrochándose el chaleco.
—De lo que estoy segura es de que no fue Maese Kastar quien hizo estallar el puente por los aires. Al menos el tipo que yo vi no se parecía en nada al hombre que describiste. —Duna tragó saliva cuando las campanas volvieron a repicar—. Conozco esa señal, Adhárel.
—Yo también la conozco —respondió él—. Será mejor que vayamos a ver quién es la víctima.
Algunos aldeanos habían improvisado un inestable puente que permitía cruzar el río a los interesados. Sin embargo, muchos de los que en ese momento estaban reunidos en las orillas no ayudaban en la labor, sino que se gritaban y se maldecían los unos a los otros.
—¡Habéis matado a nuestro rey! —gritaban los que estaban en la orilla de la antigua Manser—. ¡Vuestra reina está maldita! ¡Lleváosla de aquí!
Duna y Adhárel se miraron perplejos. ¿El rey Baudelor había muerto? ¿Sin ni siquiera había reinado un solo día?
Sin hacer caso de los insultos y de las recomendaciones de no acercase al palacio embrujado y emponzoñado por la princesa Thalisa, cruzaron el tambaleante puente con la intención de reunirse con ella.
—¿Y qué le dirás? —preguntó Duna, subiendo la verde pradera en dirección a las primeras casas—. ¿Que tú también estás maldito? No sabemos si es inocente. ¿Y si ha matado ella misma a su marido? Tendría sentido: de la noche a la mañana se ha convertido en la soberana de dos reinos, cuando hasta ayer solo lo era de uno.
—Puede que tengas razón, aunque no lo creo —replicó Adhárel—. Lo que quiero es darle el pésame en nombre de Bereth e infundirle fuerzas. Estoy seguro de que está más aterrada de lo que nadie puede imaginar. Solo tiene catorce años.
Y es que en una tarde habían conseguido enterarse de qué edad tenían los reyes, cómo los veían sus súbditos, qué secretos ocultaban, el motivo por el que apodaban a la princesa «la maldita»… De todo menos el paradero de Maese Kastar.
En un principio no hicieron caso de los rumores relacionados con la mala suerte de la princesa, pero mientras subían la empinada calle adoquinada en dirección al palacio de Manser, Duna se cuestionó cuánto de rumor y cuánto de verdad tenían las habladurías.
Aquel palacio era bastante más pequeño que el de Bereth, pero era también muy hermoso. Dedujo que sin duda al menos un sentomentalista había intervenido en su creación.
A las puertas había un enorme revuelo de aldeanos que querían entrar a toda costa a llorar el cuerpo de su rey. Los soldados, armados hasta los dientes y cubiertos de relucientes armaduras no daban a basto con todos los que se habían congregado.
—¡He dicho que os alejéis! —gritaba uno de ellos, intentado dispersar el gentío.
—¡No nos iremos hasta que esa bruja pague por sus pecados! —exclamó una mujer.
—¡Eso! ¡Eso! ¡Muerte a la maldita!
—Este es nuestro último aviso —advirtió otro soldado—. Si no os marcháis, tomaremos medidas drásticas.
De un empellón, consiguió tirar al suelo a un hombre y todos se reagruparon alzando sus lanzas.
Duna y Adhárel se apartaron de los aldeanos mientras retrocedían fulminando con la mirada a los guardias y soltando un improperio tras otro.
Cuando el camino se hubo despejado, el príncipe avanzó hasta allí. Los soldados lo estudiaron unos instantes antes de ordenarle que se marchase.
—Soy Adhárel Forestgreen, príncipe de Bereth. Os ruego me permitáis hablar con la princesa Thalisa.
—Reina Thalisa, querréis decir —le corrigió uno de ellos.
—¿De qué queréis hablar con ella?
—Quisiera darle el pésame en nombre de mi reino —replicó Adhárel, con semblante serio.
Los soldados se miraron en silencio.
—Aguardad aquí, iré a informar a su majestad. Es posible que no se encuentre en disposición de recibir a nadie.
Permanecieron allí durante los siguientes minutos en absoluto silencio, observando los relieves de la hermosa puerta del palacio. Poco después, el soldado regresó para informarles de que la princesa los esperaba en la sala del trono.
—Seguidme, por favor.
Duna sonrió para sus adentros al escuchar las últimas palabras. Lo que hace tener título. Si hubieran sido pueblerinos disfrazados con intención de matar a la reina, aquel guardia les habría dado vía libre para hacerlo.
Los condujo por un ancho pasillo decorado con enormes retratos de antepasados del difunto rey Baudelor hasta la hermosa sala del trono. La reina Thalisa se encontraba al fondo de la habitación, ataviada con un elegante vestido negro y un velo que le cubría el rostro. La muchacha sollozaba quedamente mientras Duna y Adhárel se aproximaban.
—Mi más sincero pésame, reina Thalisa —dijo Adhárel, haciendo una reverencia.
—Lo siento muchísimo —añadió Duna, imitando el gesto.
Cuando la princesa se recompuso, dijo:
—Os lo agradezco. Me… me gustaría poder ofreceros algo de beber, pero no me encuentro nada… nada bien… —De nuevo se puso a llorar, desconsolada.
—Somos nosotros los que queremos ayudaros, si nos lo permitís. —Adhárel aguardó un instante y después preguntó—: ¿Sabéis quién ha asesinado al rey?
La muchacha se puso a llorar aún con más fuerzas antes de responder.
—Un hombre de… de negro. Había oído hablar de ellos, pero nunca creí que fueran reales…
—¿Quiénes son? —preguntó Duna.
—Se trata de vándalos extremistas. Odiaban al padre de Baudelor y por lo visto también a su hijo. Desde hacía años actuaban en el reino, pero nunca pensé que llegaran a… a… —El llanto le impidió continuar—. Ha sido todo por mi culpa…
Duna y Adhárel se miraron preocupados. ¿Aquello no tenía nada que ver con la Poesía del rey?
—¿Llegasteis a leer sus Versos Reales, alteza?
Thalisa se secó las lágrimas con un pañuelo tan negro como su vestido y después negó con la cabeza.
—Me… me dijo que nadie debía leerlos hasta después de la boda. Yo le dije que podía confiar en mí, pero él insistió en que estaban mejor ocultos. Al menos hasta que amaneciese, me dijo. Y ahora… ya no…
—¿Y vuestra Poesía? —le interrumpió Duna—. Habréis escrito una, imagino.
—Así es. Yo descubrí al asesino del rey porque me encontraba en ese momento, a altas horas de la madrugada, releyendo una y otra vez la Poesía que había compuesto de pronto y sin ningún sentido para mí. Realmente estoy maldita —concluyó, sorbiéndose los mocos.
—¿Podríamos… leerla?
La reina les miró unos segundos, indecisa, y después sacó un fragmento de pergamino de un pliegue de su falda.
Adhárel lo tomó y leyó las palabras que con letra clara había escrito la muchacha.
Esto era un rey que tenía
un jardín con cien fontanas,
pero no las encendía
por si se le estropeaban.
Esto era una doncella
que un gran secreto guardaba,
que de noche no dormía
por si en sueños lo contaba.
Por temor a hacerse daño,
un guerrero no luchaba.
Por no estropear su lira,
el juglar ya no tocaba.
Por miedo a romper el peine,
la niña no se peinaba
y por no decir mentiras,
el anciano ya no hablaba.
Más todas estas personas
son sensatas comparadas
con la historia de la reina
Thalisa de Manseralda.
Dirán que ante la verdad
los ojos siempre cerraba;
que era joven, inconsciente,
arrogante, fría y vana.
Que nunca quiso a su pueblo,
ni quiso ser soberana;
que cuando alguien sufría,
ella volvía la espalda,
y por temerse a sí misma,
no vio el mal que la acechaba.
Desapareció un buen día
y nadie quiso buscarla.
Cuando terminaron de leerla, se quedaron en silencio.
—Debéis tener cuidado, alteza —dijo Adhárel, en voz baja—. En los versos puede esconderse más de un significado, pero las Musas han sido claras esta vez: sobreponeros cuanto antes a la tragedia para combatir el futuro y ganaros el cariño de vuestro pueblo.
—Eso haré. Pienso vivir sola el resto de mis días. Cuidando de mi reino y suplicando el perdón de los súbditos de mi difunto marido. Gracias por vuestra recomendación, príncipe Adhárel.
La reina asintió y tragó saliva.
—No lo haré. Pienso vivir sola el resto de mis días. Cuidando de mi reino y suplicando el perdón de los súbditos de mi difunto marido. Gracias por vuestra recomendación, príncipe Adhárel.
—Si necesitáis algo —añadió el príncipe—, podéis contar con el reino de Bereth, alteza. Os doy mi palabra. Pero insisto en que habéis tenido suerte con vuestra Poesía: no parece que entre sus versos haya demasiados galimatías. La recomendación es clara y sencilla.
La reina miró hacia el suelo, compungida, y después asintió.
—Debemos retirarnos, alteza. Esperamos que sobrellevéis lo mejor posible esta terrible tragedia y que pronto volváis a sonreír.
—Mucha suerte, majestad —añadió Duna.
—Que el Todopoderoso bendiga vuestro viaje de regreso a casa.
Hicieron una reverencia y después se marcharon por donde habían venido.
Una vez fuera, Duna fue consciente de lo que aquello suponía.
—¿Hasta ese punto pueden afectar los Versos Reales a una persona?
Adhárel se encogió de hombros.
—Eso parece, sino mírame a mí.
—Ya, pero esa muchacha… —Las palabras se le atascaron en la garganta de puro enfado—. Por el Todopoderoso, Adhárel, ¡tiene catorce años y no va a volver a enamorarse jamás! ¿Cómo pueden ser tan crueles?
—Puede parecer despiadado, pero después de lo que les sucedió a todos y cada uno de los pretendientes que intentaron cortejarla, quizás sea lo mejor. Al menos durante una temporada.
Duna se detuvo en detuvo en seco y le miró atónita.
—No puedes estar hablando en serio.
—¿Por qué no? Ya la has escuchado: se centrará en sus deberes de reina y se olvidará del amor por un tiempo, como recomienda la Poesía.
—Aun así, no deja de tener catorce años, Adhárel. Si ella decide seguir buscando el amor, o si prefiere apartarlo de su vida por completo, debería ser una decisión personal, no una imposición.
—Estoy de acuerdo contigo, pero una cosa no quita la otra. —Se quedó en silencio antes de añadir—: Solo intento verle el lado positivo al asunto.
La muchacha asintió más tranquila y prosiguieron su camino hacia el norte. Duna sentía un nudo en el estómago al pensar lo cerca que habían estado de poder encontrar a Maese Kastar y lo lejos que ahora se encontraban. Su situación había cambiado tan repentinamente que parecía inconcebible. Al menos, se dijo, ya no podía empeorar más.
Podrían haber tomado cualquier otra dirección, cualquier otro camino, pero optaron por dirigirse hacia el bosque del Pernonte y probar suerte en el siguiente reino. Tarde o temprano tendrían que dar con él, pensaban. Kastar no podía haber desaparecido por completo. Alguien, en alguna parte del Continente, tenía que saber dónde estaba.
Varias horas después de dejar atrás la frontera del reino de Manseralda y tras detenerse a almorzar y a descansar, tomaron un sendero pedregoso por el cual, según el mapa, llegarían al reino de Caravás a la mañana siguiente si no se encontraban con algún contratiempo. Resolvieron detenerse antes de internarse en el bosque para que fuera el dragón quien lo cruzase. Incluso de día, un bosque desconocido podía ocultar más peligros de los imaginables.
Para cuando el sol se puso, los primeros árboles de la linde opuesta se podían adivinar a lo lejos. Un tanto cansados, hicieron un último esfuerzo con la intención de llegar a ellos antes de que los alcanzase la medianoche.
No habían dado ni cinco pasos cuando repararon en una mujer tendida en mitad del camino que, hasta entonces, habían confundido con un montículo de rocas. Se encontraba a varios metros de ellos, vestida con un sencillo corpiño y una falda blanca. Parecía inconsciente.
—Santo Todopoderoso… —masculló Duna antes de echar a correr, seguida de Adhárel.
Cuando la muchacha llegó a su lado, presionó la oreja sobre el pecho de la mujer y, tras confirmar que su corazón todavía latía, la zarandeó con suavidad para ver si despertaba.
—Tenemos que sacarla de aquí, Adhárel. Deberíamos llevarla de regreso a Manseralda.
—Estamos demasiado lejos, no llegaríamos a tiempo.
Adhárel levantó la mirada y escudriñó el paraje a su alrededor.
—¿Crees que ha sido atacada?
—No parece que tenga sangre, ni rastro de mordeduras. Puede que simplemente se haya desmayado por el sol o que…
De repente la mujer abrió los ojos y miró a Duna.
—¿E… estáis bien? —preguntó, sorprendida y repentinamente intimidada.
—Perfectamente —respondió la mujer, agarrándola del brazo y tirando de ella al tiempo que se ponía en pie.
Duna gritó cuando cayó al suelo. Adhárel, sorprendido, agarró a la mujer de los brazos, para detenerla, pero esta se deshizo del abrazo e hizo una pirueta, arrojándolo cerca de Duna. Después se llevó los dedos a los labios y silbó con fuerza.
Con gran rapidez, sacó de debajo de la falda dos dagas y las hizo girar varias veces entre sus dedos.
Adhárel se puso en cuclillas delante de Duna para protegerla.
—¿Quiénes sois y qué queréis?
—A vos —respondió, lanzándose con las armas en ristre.
Adhárel esquivo el primer ataque, rodando hacia un lado. Antes de que se disipase el polvo a su alrededor, el príncipe se puso en pie y le arrojó una piedra a la mujer, acertándola en un hombro.
—Serás… —maldijo ella, lanzándose de nuevo a por él. Duna permaneció inmóvil. Cuando la mujer iba a dar un paso hacia Adhárel, ella le agarró los tobillos y tiró hacia sí, haciéndola tropezar.
Duna se puso en pie rápidamente y avanzó hasta el príncipe.
—Tenemos que huir —le dijo, agarrándole del brazo. Él se quedó allí unos segundos, indeciso, pero después asintió.
Dieron media vuelta y echaron a correr en dirección al bosque. Con un poco de suerte podrían ocultarse entre el follaje, y después solo quedaría…
—¡Agggh! —Adhárel tropezó con una piedra y cayó al suelo rodando.
—¡Adhárel! —De su costado nacía la empuñadura de una daga. Duna sacó el arma con tanto cuidado como pudo y arrancó un trozo de su falda para taponar la herida—. Adhárel, aguanta —le suplicó.
—Corred cuanto queráis, pero no escapareis —advirtió la asesina, ya en pie y con una sola daga en las manos.
Duna hizo caso omiso a sus amenazas y puso los brazos de Adhárel alrededor de su cuello para levantarle.
—Un último esfuerzo, vamos, un último esfuerzo…
Sus palabras quedaron amortiguadas por el sonido de unos cascos golpeando el suelo. Varios caballos. Ayuda.
Duna levantó la mirada en busca de su salvación.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó cuando vio aparecer la figura de dos monturas provenientes del bosque—. ¡Ayudadnos!
La asesina fue acortando el espacio que les separaba de ellos, lanzando la daga por los aires y recogiéndola de nuevo, divertida.
—¿Estás segura de que quieres su ayuda?
Cuando Duna hubo asimilado lo insólito de su pregunta, los caballos se encontraban a poco más de cuarenta metros de ellos. Uno de ellos iba sin jinete; sobre la grupa del otro montaba una mujer de pelo largo y ensortijado, y no parecía tener ninguna intención de detenerse.
—¡Por favor! ¡Quiere matarnos! ¡Estamos heridos!
La amazona sonrió y Duna se temió lo peor.
—No, por el Todopoderoso, no… —Hizo ademán de dar media vuelta para escapar pero se encontró de frente con la otra mujer.
—¿Dónde vas con tanta prisa?
—Os lo suplico —balbució Duna, casi sin fuerzas de seguir cargando con Adhárel—. Por favor, no…
La mujer le golpeó en la cara con la empuñadura de la daga y la tiró al suelo. Duna sintió el labio ensangrentado antes de oír el gemido de Adhárel al caer a su lado.
—Da gracias de que él no te quiera muerta.
El caballo llegó en ese momento y relinchó con estrépito cuando su amazona tiró de las correas. Con agilidad, la mujer bajó del animal y desenvainó una espada que colgaba de su cinturón.
—Por favor… —repitió Duna desde el suelo y con los ojos anegados en lágrimas. Sin hacer caso de sus súplicas, la mujer de pelo largo lanzó una estocada al pecho de Adhárel, pero Duna, incapaz de soportarlo más, se lanzó sobre él para protegerle, interponiéndose entre su cuerpo y el filo.
—¡Estúpida muchacha! —rugió la asesina, deteniendo el ataque a tiempo. La espada apenas había rasgado el vestido a la altura de su hombro. De un puntapié, la apartó del príncipe y repitió el movimiento, esta vez acertando de pleno en el pecho de Adhárel.
—¡Noooo! —gritó Duna. Quiso volver a atacar, pero en ese momento dos fuertes brazos la agarraron por detrás y le ataron unas cuerdas a la espalda—. ¡Soltadme! ¡Adhárel! ¡No! ¡Levántate!
Sintió cómo la aupaban y la terminaban de amarrar bien fuerte. Después la subieron a la grupa del enorme caballo negro y le cubrieron la boca con un trapo. Las lágrimas se le atragantaban en la garganta; no podía apartar la mirada del cuerpo inerte de Adhárel, cuya sangre iba formando un espeso charco rojizo sobre el polvo y las rocas.
Antes de que el caballo se pusiera en marcha, Duna perdió el conocimiento.