5
Manser y Alda

Duna no supo qué la despertó primero, si el gélido viento y los amenazadores ladridos de perro que traía consigo hasta la cueva o los repentinos gemidos de dolor de Adhárel. Lo que sí supo fue que lo segundo era mucho más urgente que lo primero.

—Adhárel…

El príncipe rodó por el suelo y soltó un gruñido de dolor.

—Maldita sea, nos hemos quedado dormidos. Rápido, intenta desvestirte, vamos… —le apremió la chica, quitándole con dificultad la camisa—. Tenemos que salir o la montaña entera se nos caerá encima. Vamos, Adhárel.

—Aggghhh…

En el preciso instante en el que Duna conseguía quitarle los pantalones, el joven se revolvió con un bramido.

De repente, una luz apareció en la entrada de la cueva.

La muchacha no tuvo tiempo para pensar. Las paredes comenzaron a desquebrajarse estrepitosamente a su alrededor mientras el dragón rugía cada vez con más fuerza y de manera más amenazadora. Duna no esperó más y echó a correr hacia el exterior, esquivando los pedazos de tierra y roca que caían a su alrededor.

—¡Están aquí! —gritó una voz de hombre unos metros por delante de ella, pero antes de que pudiera identificarla, la garra del dragón la cogió en volandas y la arrastró a gran velocidad hasta el exterior al tiempo que los cuernos de Adhárel rasgaban y destrozaban las paredes arcillosas de la cueva, levantando una espesa nube de polvo.

—¡El dragón! —exclamó Emmerson, aterrado y emocionado al mismo tiempo cuando comprendió qué sucedía—. ¡No os quedéis ahí quietos!

—¡Adhárel, los piratas! —el grito de Duna se fundió con el feroz rugido de la criatura. Antes de que ninguno de los marineros pudiera cumplir las órdenes de su capitán, el dragón escupió una bocanada de fuego que aterrorizó a los cuarenta hombres que les esperaban.

Adharél salió del agujero rugiendo imponente mientras dirigía una peligrosa mirada al capitán Emmerson, que permanecía tirado en el suelo gritando de dolor por las quemaduras que había sufrido.

—¡No escaparéis! ¡Os mataré! ¡Lo juro!

El dragón dio un pequeño salto y aterrizó sobre la desmesurada ballesta que habían traído los ladrones. El capitán quedó allí, tendido sobre la fría arena, gimiendo lastimosamente.

Duna le dirigió una mirada antes de que el dragón comenzara a batir alas hasta elevarse en el cielo y perderse en lontananza para emprender de nuevo el largo e incierto viaje.

Los siete días que les llevó llegar hasta la orilla sur del Continente se desarrollaron con tranquilidad y monotonía. Una dulce monotonía que nada tenía que ver con los acontecimientos vividos hasta entonces. En silencio y sin dirigirse a nadie en particular, Duna agradeció poder cerrar los ojos aunque fuera encerrada en la garra del dragón y descansar tranquila de nuevo.

Minutos antes del séptimo amanecer, Adhárel descendió hasta la rocosa costa, donde dejó con cuidado a Duna antes de recuperar su aspecto humano. Allí buscaron algo de comida y un riachuelo para calmar su sed mientras meditaban acerca de las indicaciones de la vieja Cloto. Tan solo debían encontrar un reino donde estuviera a punto de producirse un relevo en la corona.

—Como si fuera tan fácil —masculló la muchacha cuando el príncipe le comentó aquello.

Pues, ciertamente, no lo era en absoluto. No abundaban los reinos en el Continente, y menos aún uno sumido en un proceso de cambio de reinado. Sin embargo, en aquella ocasión la suerte estuvo de su parte y no tardaron en tropezar con los reinos de Manser y Alda.

La historia de estos dos recónditos lugares, olvidados por el resto del Continente y arrinconados al sur del mismo, tenía su origen cientos de años atrás, cuando los primeros hombres llegaron a aquellas tierras.

El pequeño riachuelo que Duna y Adharél habían advertido al comienzo de su andadura había tomado una envergadura considerable, casi comparable a los torrentes que muchas veces se formaban en las escarpadas montañas del norte. El río se encontraba entre los dos reinos y por ello lo habían bautizado con el nombre de Frontera.

Más de treinta generaciones de aldenienses y manseraldinos habían luchado y regado las aguas con su sangre defendiendo la corriente que tanto unos como otros creían suya. Hubo periodos de paz en los cuales los monarcas reinantes intentaron establecer lazos amistosos y un puente entre los dos reinos, pero hasta entonces esos acuerdos nunca habían durado demasiado tiempo.

El príncipe Baudelor tenía trece años, una ligera bizquera en el ojo derecho y estaba un tanto rellenito, algo que a él parecía traerle sin cuidado. Ya fuera porque su padre, tras morir la reina al dar a luz, se había encargado de educarle sin mucho entusiasmo, o porque todos los sirvientes le consentían hasta el último deseo, Baudelor había terminado convirtiéndose en un maleducado dictador adolescente con demasiados pájaros en la cabeza y ningún interés en sus obligaciones. Desde pequeño había disfrutado de la comodidad que el poder y la riqueza le ofrecían y hasta entonces jamás había tenido que plantearse qué haría cuando reinara.

Hasta entonces.

Por desgracia para el reino de Manser, y en especial para el joven príncipe, el aciago día llegó mucho antes de lo esperado. Una mañana, durante una cacería por los bosques cercanos, el rey Odesias sufrió un terrible accidente cuando, ballesta en ristre, su caballo tropezó con un tronco caído, salió volando por los aires y su arma se disparó de repente clavándole la flecha homicida en el corazón.

Fue una muerte tan trágica como absurda, pero el resultado fue el mismo: Manser perdió a su rey, y el joven Baudelor, a su padre y protector. Y como las desgracias nunca vienen solas, el joven príncipe tuvo que verse en la tesitura de encontrar una princesa con la que casarse para que el apellido real no se perdiera en las brumas del tiempo.

Llegar a esta conclusión les llevó a los consejeros reales más tiempo del esperado puesto que el príncipe Baudelor se mostraba reacio a compartir sus riquezas con otra persona, y más con una desconocida. Pero tras mostrarle los pros y olvidarse de algunos contras, el muchacho terminó aceptando recibir a las princesas de los reinos colindantes para elegir a una de ellas como esposa. Con todo, el único reino que estaba lo suficientemente cerca como para que alguna princesa quisiera acercarse a recibir el visto bueno era el de Alda. Y es que, si bien los reinos eran más bien desconocidos para el resto del Continente, el carácter opresor y grosero de su príncipe Baudelor no lo era tanto.

La princesa Thalisa, por su parte, estaba maldita. O al menos eso era lo que creían ella y hasta el último mendigo del reino de Alda. Todos los pretendientes que había tenido hasta entonces habían muerto en las circunstancias más diversas: uno de ellos, el hijo de un reconocido y adinerado noble, fue atacado por una jauría de lobos en pleno viaje para dar la buena nueva a su anciana abuela, que vivía a las afueras del reino. Otro, cuando se encontraba rindiéndole pleitesía a la hermosa princesa bajo su ventana, indiferente a la tormenta que descargaba sobre el reino, fue alcanzado por un rayo que no dejó de él más que un montón de cenizas y un olor penetrante durante varios días. El tercero, simplemente, fue incapaz de superar un simple catarro.

A sus catorce años, la princesa Thalisa había dejado de creer en el amor y se había hecho a la idea de que pasaría el resto de su vida sola. Por ello, cuando recibió la misiva proveniente del reino de Manser, su júbilo no tuvo medida. Sí, la fama del príncipe Baudelor le precedía, pero también a Thalisa, la princesa maldita, y, aun así, el joven se había dignado a ofrecerle una oportunidad.

Así pues, una semana más tarde, bajo la atenta mirada de los aldenienses y los manseraldinos, se levantó un estrecho puente por el que la princesa cruzó para reunirse con Baudelor. La reunión fue breve pero intensa. En menos de dos horas, entre té y pastas, los dos jóvenes descubrieron que, a pesar de sus marcadas diferencias, tenían mucho en común y que no sería difícil convivir juntos. Él pensaba que una mujer tan preocupada por caer bien a los hombres haría cuanto se le pidiese, mientras que ella le daba la razón sin pronunciar palabra. Para cuando se hizo de noche, los dos habían tomado una decisión: pasarían el resto de su vida juntos y pondrían fin a las rencillas entre los reinos, fundiéndolos en uno solo que llevaría desde entonces el nombre de Manseralda.

Duna y Adhárel llegaron al recién fundado reino precisamente la tarde en que iba a tener lugar la boda y la coronación oficial del príncipe Baudelor. Las calles enteras estaban decoradas con banderines y lazos rojos; de las fachadas de los hogares colgaban pergaminos que invitaban a todos a acercarse al convite que tendría lugar en el mismísimo centro del río, donde habían instalado una enorme plataforma que cruzaba de orilla a orilla; había música por doquier y los bufones y juglares se paseaban recitando poemas y entonando canciones sobre la inminente unión. Tras detenerse en una sastrería a comprar ropa nueva para Adhárel con los pocos berones que les quedaban, se mezclaron con los aldeanos que festejaban con alegría el enlace.

—No podríamos haber llegado en mejor momento —comentó Adhárel, acomodándose el chaleco nuevo.

—Debemos estar atentos. Maese Kastar no puede andar muy lejos.

—¿No se habrá ido ya? Ten en cuenta que el príncipe será coronado hoy, por lo que la Poesía ya debería estar escrita desde anoche…

—Puede que se haya quedado a la fiesta —replicó ella.

La calle por la que avanzaban se bifurcaba unos metros más adelante en dos caminos: uno de ellos llevaba al centro de la antigua Manser, el otro, hasta el río.

En el poco tiempo que llevaban allí habían conseguido enterarse de que los cónyuges vivirían el resto del año en el palacio de Alda y que más adelante se trasladarían al de Manser. La ceremonia tendría lugar en el primero.

—No creo que sea buena idea que nos presentemos a la boda —dijo el príncipe—. Al menos yo.

—Piensa en lo divertido que sería para los invitados que un hermoso dragón plateado apareciese de la nada en plena coronación…

Adhárel bufó distraído.

—A veces creo que estás loca.

Duna le agarró del brazo y se aupó un instante para darle un beso.

—Lo que estoy es contenta. Presiento que estamos muy cerca de dar con la solución y de poder regresar a Bereth.

—Creí que tu sueño era conocer mundo…

—¡Y lo sigue siendo! Pero mejor si no es a contrarreloj y pendiente de que nos dé la medianoche en un lugar habitado.

Se habían dirigido al río. Echarían un vistazo por los alrededores y después buscarían un lugar en el bosque para ocultar al dragón.

—En ese caso me quedaré contigo hasta que amanezca —comentó Duna—. Estaré atenta por si veo algo sospechoso.

La música surgió en todo su esplendor al girar la última esquina del reino y encontrarse en la cima de una suave ladera bajo la cual se podía distinguir el ancho río Frontera y la inmensa plataforma de madera que lo cruzaba de una orilla a la otra.

Los aldeanos bailaban, comían y reían al son de la música, haciendo que las tablas se bamboleasen con suavidad a unos metros sobre la superficie del agua.

Duna y Adhárel bajaron la colina sin dejar de mirar a todos lados en busca del Maese hasta llegar a la plataforma. Con algo de inseguridad, los dos jóvenes subieron a la misma y se pasearon entre los invitados conteniendo las ganas de olvidarse de su misión y ponerse a danzar y a disfrutar de los manjares que allí se servían. Al cabo de un rato, y sin haber logrado nada, Duna se sentó al borde de la plataforma mientras Adhárel iba en busca de algo de comida.

En los escasos minutos que Duna estuvo sola, se dio cuenta de lo mucho que echaba de menos su hogar. De vez en cuando le asaltaban los recuerdos y la añoranza se hacía más intensa. ¡Cuánto le hubiera gustado poder hablar con Aya en ese momento y contarle toda su aventura en Luznal! O describirle a Cinthia qué se sentía al volar cada noche en un dragón, o bromear con Sírgeric mientras descansaban después de comer…

—¿Duna, te encuentras bien?

La voz de Adhárel le hizo perder el hilo de sus pensamientos. No se había dado cuenta de que estaba llorando. Se secó las lágrimas a toda prisa e intentó sonreír.

—No te preocupes, estoy bien. Solo es… Solo… —¿A qué venía aquel cambio de humor? Unos instantes antes estaba pletórica y ahora…— Solo estoy cansada.

—Yo también echo de menos Bereth —dijo él, adivinando el verdadero motivo de sus lágrimas—. Pero pronto regresaremos. Ya lo verás.

Adhárel se sentó a su lado y le tendió un plato de madera repleto de comida.

—Come algo antes de que enfermes.

Allí sentados, con la música a su espalda y el cauce del río frente a ellos, el sol fue descendiendo hasta que se hizo de noche. Duna se encontraba entre los brazos de Adhárel, apoyada sobre su pecho, observando las estrellas reflejadas en la corriente.

—Ojalá pudiéramos quedarnos así toda la noche —dijo en voz muy baja, deseando que con solo pronunciar aquellas palabras pudiera romperse el hechizo—. Una noche nada más.

—Jamás me conformaría con pasar una sola noche a tu lado —respondió Adhárel—. Necesito estar toda la vida.

La muchacha levantó los ojos para observarle y después le dio un beso.

En ese momento, el primer fuego artificial estalló en los aires iluminando el cielo con vivos colores. En el extremo opuesto de la plataforma, varios hombres trajinaban con barriles llenos de pólvora con la que rellenaban los rudimentarios cohetes antes de lanzarlos al cielo.

—¡¡Larga vida al rey y a la reina!! —comenzaron a gritar los aldeanos mientras aplaudían—. ¡¡Viva los novios!!

El príncipe se puso de pie y ayudó a Duna a levantarse.

—Será mejor que nos marchemos, la medianoche debe estar cerca y aquí no parece que podamos hacer nada más.

Dejaron atrás la improvisada pista de baile y se escabulleron entre los árboles cercanos, lejos del bullicio y del camino que llevaba al otro reino. Allí aguardaron sentados sobre un árbol caído hasta que comenzaron los conocidos estertores.

La transformación fue tan repentina como las otras veces, pero por suerte lo habían previsto y para entonces Adhárel se había desnudado por completo; romper los pantalones, la camisa y el chaleco recién comprados habría sido una verdadera lástima.

Duna palmeó al dragón en el cuello y después le azuzó para que se marchase a comer algo. La noche anterior no había probado bocado por culpa de los piratas y lo poco que había tomado Adhárel durante la fiesta no debía de ser suficiente para una criatura de esa envergadura.

Una vez sola, la muchacha se dispuso a contar el dinero que les quedaba para el resto del viaje. Habían salido de Bereth con una buena cantidad de berones, pero para entonces, la bolsita que llevaba anudada al vestido y pegada a la cintura pesaba considerablemente menos. No habían contado con tener que comprar toda la ropa nueva.

—Malditos piratas —masculló para sí, guardando de nuevo las brillantes monedas en la bolsita.

Estaba atándosela de nuevo a la cintura cuando oyó cómo se agitaban unas ramas.

—¿Adhárel?

Se puso en pie rápidamente y agarró un palo caído con ambas manos.

—¿Quién anda ahí?

De nuevo oyó unas pisadas, pero esta vez algo más lejos de su posición.

Sin pensárselo dos veces, Duna se alejó del tronco caído en busca de quien estuviera espiándola. Si se encontraba en peligro, el dragón llegaría antes de que su atacante pudiera hacerle nada… O al menos eso quería creer.

Atravesó buena parte del bosque siguiendo el crujir del follaje, consciente de que se dirigía a la linde. Como había supuesto, unos minutos después se encontró observando el reino de Manseralda bajo la luz de la luna. El río, como una cinta plateada, se perfilaba a lo lejos y sobre su superficie una sombra oscura avanzaba con paso seguro hacia allí.

Tal vez debería haber esperado al dragón, o haberse quedado en su posición, pero quizás se tratase de Maese Kastar y no podía dejarle escapar.

Salió de entre los árboles a toda prisa sin soltar la rama que había cogido para defenderse y bajó la ladera tras él. ¿Qué le diría cuando le tuviera delante? Más aún, ¿qué pasaría si en realidad no era el Maese y estuviera siguiendo a otra persona? ¿Y si fuera peligrosa? ¿Podría llegar Adhárel a tiempo para rescatarla?

Duna se quitó las dudas de la cabeza y corrió con más brío. Si sucedía algo, se defendería sola. No podía contar siempre con que su príncipe… o su dragón, en cualquier caso, estuvieran allí para resolverle los problemas.

La oscura figura había llegado hasta la plataforma del río, donde se detuvo. Duna aprovechó el momento para recortar distancias. No podía distinguir qué estaba haciendo el hombre en ese momento, pero no tardó en descubrirlo.

Justo cuando Duna se disponía a gritarle que se volviera, la figura lo hizo. La muchacha pudo observar, a pesar de la escasa luz, que se trataba de un hombre joven, vestido de negro de pies a cabeza, y cuyos dientes relucían enigmáticamente en una media sonrisa. Aquel no era Maese Kastar. El desconocido huyó de allí tan rápido como pudo bajo la estupefacta mirada de la muchacha.

De pronto, la plataforma de madera comenzó a arder con violencia.

—Santo Todopoderoso —dijo Duna para sí al comprender qué sucedería a continuación.

Había echado a correr de vuelta al bosque cuando toda la madera estalló por los aires en una ensordecedora explosión que hizo retumbar el suelo bajo sus pies. La onda expansiva lanzó a Duna al suelo. El rugido del dragón no se hizo esperar.

Antes de quedarse inconsciente, la muchacha sintió que la criatura la recogía entre sus garras y salían de allí volando de regreso a la protección de los árboles mientras las explosiones se sucedían a su espalda, tiñendo de color sangre la noche, el río y el reino de Manseralda.