Kalendra y Firela aguardaron a que cayese la noche para volver a ponerse en marcha. Si bien por el día los caminos podían resultar más seguros que durante la noche, las dos hermanas se sentían más protegidas enterradas en las sombras y guiándose por las estrellas. Si alguien debía temer algo allí por donde cabalgaban, no eran precisamente ellas.
El caballo de Kalendra tenía por nombre Arcán y su pelaje era tan oscuro como el cabello de su amazona. De vigorosas patas y lustrosa crin, la montura era casi tan conocida como Kalendra por su innegable ferocidad y majestuoso porte. Se contaba que la mujer lo había domado con sus propias manos sin hacer uso de cuerdas ni bozales, y que por ello tampoco utilizaba amarre alguno para viajar sobre él.
El caso de Firela era bien distinto. La segunda hermana acostumbraba a montar yeguas, pues decía que ni siquiera en el trato con animales quería tener a un macho cerca. Su montura se llamaba Zoya, en honor a la leyenda de la hermosa princesa Zoyana, quien asesinó a todos los pretendientes que su padre le presentó hasta que el hombre se dio por vencido y permitió que permaneciera soltera hasta el día de su muerte. Zoya era de color claro, y en el cuello y el hocico se percibían unas manchas parduscas que crecían hasta rodear los ojos como si de un antifaz se tratase. Era hermosa a su manera, respondía Firela cuando su hermana le preguntaba si no sería más conveniente para su honorable oficio montar un ejemplar más amenazador. Y además, añadía, en alguna que otra ocasión había mostrado sentir tan poco respeto por los hombres como ella misma.
Salieron del espeso bosque y continuaron cabalgando en dirección sur. Lo primero que harían, decidieron tras hablar con Drólserof, sería investigar por las inmediaciones de Bereth intentando averiguar hacia dónde habían partido sus víctimas y cuál era su destino. A primera vista, la empresa parecía casi imposible, pero tirando de los hilos oportunos, terminarían llevándola a cabo.
La conversación con aquel extraño en la Posada del Sauces la había dejado un tanto desconcertada. A pesar de llevar más de ocho años en el negocio, Kalendra jamás se había encontrado en la delicada situación de asesinar a un príncipe y futuro rey. No es que sintiera remordimientos, ni mucho menos. Hacía tiempo que había olvidado qué era eso, pero le preocupaban las represalias si llegase a descubrirse su autoría. Tanto ella como su hermana se habían hecho respetar, pero también se habían dado a conocer más de lo recomendado por su labor como sicarias bajo el sobrenombre de las Asesinas del Humo. Por desgracia, una cosa iba de la mano de la otra, y si querían que las contratasen, tenían que dejarse ver y demostrar sus habilidades al tiempo que la recompensa por sus cabezas iba en aumento.
Aunque, si seguían libres después de tantos crímenes cometidos, ¿por qué iba a cambiar nada con esta nueva misión? Lo que más le preocupaba era el hecho de que su cliente les hubiera pedido la muerte del príncipe y no la de su acompañante. ¿Quién era en realidad aquel chico? ¿Por qué les había pedido actuar con tanta premura? De no haber sido por la bolsa de berones que habían recibido junto a la carta de presentación varios días atrás, las hermanas ni siquiera habrían asistido a la cita. Pero el mero hecho de que junto al sobre lacrado tintinease buena parte de la recompensa alejó sus dudas y cruzaron medio Continente para reunirse en mitad del bosque con el anodino cliente.
La medianoche las cogió en las inmediaciones del reino de Bereth. No se adentrarían más de lo necesario; no eran tan temerarias. Sus rostros retratados en pergaminos decoraban los calabozos y prisiones de buena parte de los reinos del Continente. No, su primer paso no requería atravesar las murallas del floreciente reino, sino simplemente acercarse a ellas en el momento preciso y por el portón adecuado.
Como bien creían, cualquier soldado que se preciase debía reconocer a los asesinos y malhechores que copaban buena parte de los crímenes y que seguían campando a sus anchas por el Continente. Este era el caso de Marius Path, también llamado Mirilla, y que se encargaba de vigilar una de las entradas al reino desde el altercado con Belmont. Él, al igual que muchos otros jóvenes, se había alistado en la Guardia Real tras el inesperado ataque perpetrado por el rey Teodragos con ayuda del príncipe Dimitri. Huérfano de madre e hijo de un viejo herrero, Marius había optado por servir a su reino a cambio de un buen puñado de berones y una ración diaria de comida en lugar de seguir los pasos de su progenitor.
Con todo, aquel salario no le parecía suficiente al joven Marius y desde su primer día como soldado de la Guardia Real había descubierto una manera poco ortodoxa de hacerse un poco más rico que el resto de sus compañeros. En pocas palabras: Marius Path vendía información a todo aquel que pudiera estar interesado en saber lo que ocurría a ambos lados de la muralla. Y si en algún momento no contaba con la información requerida, no se lo pensaba dos veces antes de ponerse a mentir como un bellaco. Un par de engaños bien hilados, pensaba, siempre venían mejor que dos berones fuera de su bolsillo.
Marius se encontraba rumiando las posibilidades que le ofrecía su prometedor futuro cuando escuchó el trote de los caballos en la lejanía. Se puso firme, tomó con una mano la bombilla que llevaba siempre en el bolsillo y, a continuación, la frotó y aguardó a que las figuras se materializasen.
Aquella noche le había tocado hacer turno solo. La puerta que vigilaba, la del oeste, era la menos transitada tanto de día como de noche. Así pues, Marius hizo acopio del escaso valor que corría por sus venas y desentumeció los brazos dispuesto a enfrentarse a quienquiera que se atreviese a rondar la muralla a horas tan intempestivas.
—¿Quién va? —preguntó con menos seguridad de la que le hubiera gustado cuando las sombras de dos amazonas se aproximaron al galope hacia él. Por supuesto, sabía que no le habían oído, pero tampoco estaba del todo convencido de que aquella fuera su intención.
Su posición, sobre la muralla de piedra, protegido por un montículo de piedra con un pequeño agujero a modo de mirilla, le permitía observar los acontecimientos a cubierto.
Las recién llegadas se detuvieron a las puertas del formidable muro y aguardaron. El chico sabía cuál debía ser su siguiente paso: dar el aviso al resto de guardianes de que alguien quería entrar en el reino, para que estuvieran preparados en caso de que fuera alguien peligroso. Sin embargo, Marius frotó con suavidad la bombilla hasta hacerla palidecer casi del todo y se deslizó por la escalera de madera hasta la parte baja del muro. Conocía a aquellas dos mujeres.
Mirilla corrió un ventanuco que se encontraba a media altura del portón al tiempo que Kalendra descendía de su montura.
—¡Cuánto tiempo hace que no os veía por aquí! —comentó el chico, repeinándose los mechones de pelo con saliva—. Pensé, no sé, que os habían cazado.
Kalendra sonrió despectiva.
—Veo que sigues vivo, por lo qe imagino que nadie habrá vuelto a intentar atacar el reino.
Marius soltó una amarga carcajada. Le encantaban esos juegos previos al intercambio.
—¿Quién os ha dicho que no haya acabado yo solo con todos los enemigos? ¿Acaso me creéis tan débil?
Esta vez fue la mujer quien se echó a reír.
—Bueno, no soy yo quien se oculta tras una puerta de roble.
—Pura rutina.
—Pura cobardía, querido —le replicó.
Marius Path sintió que se sonrojaba, humillado. Siempre sucedía lo mismo con aquella mujer y, a pesar de ello, el joven no podía evitar seguirle el juego. Eran pocos los momentos que tenía para hablar con ella, pero intentaba que se alargasen tanto como era posible.
La primera noche que las Asesinas del Humo se presentaron antes su puerta creyó que iban a terminar con su vida. Era su tercera noche de guardia y a punto estuvo de dar la alarma para avisar al resto de la Guardia Real. Sin embargo, Marius hizo entonces algo muy distinto: bajó hasta el mismo ventanuco en el que se encontraba en ese momento y entabló su primera conversación con Kalendra. Desde entonces, el joven guardia y la exótica asesina habían compartido más que respetuosos saludos entre desconocidos.
Mientras que Marius se había revelado como una excelente mina de información limpia, fiable y directa sobre todo lo que ocurría entre los muros de Bereth, la mujer había pasado a convertirse en la clienta más generosa de cuantos requerían de sus servicios.
—¿Alguna novedad? —preguntó Kalendra, cambiando el peso de una pierna a la otra.
—Eso depende de las novedades a las que os refiráis, señora. Se han producido muertes y nacimientos, migraciones, asaltos y festejos. Creo que incluso ha tenido lugar algún que otro asesinato, aunque no estoy del todo seguro. ¿Era eso lo que preguntabais?
—Más o menos —respondió ella, acercándose al postigo. Marius intentó controlar el ritmo de su respiración; no podía mostrarse agitado ni alterado. Estaba por encima de aquello.
—¿Qué queréis saber exactamente, Kalendra? —Pocas veces pronunciaba su nombre, pero cuando lo hacía la lengua le sabía a miel y sangre.
—¿Dónde está el príncipe Adhárel Forestgreen, mi querido Marius? ¿Alguien conoce su paradero o hacia dónde se dirigía?
¿El príncipe?, meditó para sí el soldado. Aquello eran palabras mayores. Si algo le ocurría al príncipe y relacionaban el accidente con su fraudulento negocio en el mejor de los casos podía terminar ahorcado en la plaza del reino.
Por otro lado…
—Sé lo que sabe todo el mundo. Partió en algún momento indeterminado hace ya varias semanas y lo hizo sin que nadie le viera.
—¿Pero…? —A Kalendra nunca le fallaba el olfato.
—Pero da la casualidad de que un pelotón de la Guardia lo vio una mañana atravesando la linde del bosque de Bereth, a pocas leguas de aquí.
—¿La linde, dices? —Mirilla sonrió para sí. Le había impresionado. Con un poco de suerte, charlarían de algo más que de negocios en su próxima visita.
—Uno de los soldados me comentó que cogieron el camino del sur, pero claro, ¿qué valor tiene eso? Pueden haber dado la vuelta y continuado hacia el este o hacia el norte y nosotros no lo sabríamos. Pero decidme, ¿a qué viene este repentino interés por la realeza? Creí que para vuestro trabajo lo mejor era mantenerse bien alejado de ella.
Kalendra salvó el último metro que la separaba del portón y miró con picardía al joven. Después se apartó de un golpe el pelo y dejó a la vista su hermoso cuello.
—Ya conoces el trato, querido: yo no preguntó en qué inviertes el dinero que te pago y tú no me preguntas sobre el uso que hago de la información que amablemente me ofreces.
—Es lo justo —replicó Mirilla, embelesado ante la sensual visión.
—Ahora debo marcharme, no sin antes pagarte por tus servicios, claro está. —Con más movimientos de los necesarios, la mujer se metió los dedos en el escote y de allí sacó tres berones que tintinearon entre sí. Después se acercó al agujero en la madera y lenta, muy lentamente, fue dejándolos caer al otro lado. Marius permaneció en absoluto silencio, tan solo recordando no dejar de respirar.
—Bueno, querido —dijo entonces la mujer, rompiendo el hechizo—. Debo irme. Siento que mi hermana empieza a impacientarse. Ha sido muy productiva nuestra charla.
La joven hizo ademán de dar media vuelta pero el guarda la agarró por el brazo. La primera reacción de la mujer fue la de volverse y mirarle con rabia, pero al instante la mueca fue remplazada por una de fingida ternura.
—No quiero que os vayáis sin llevaros algún recuerdo —dijo atropelladamente el muchacho—. No es más que una flor, pero estoy seguro de que hará más llevadera la espera hasta nuestro próximo encuentro.
Kalendra se llevó la mano al pecho, emocionada, y después tomó la rosa que el muchacho le tendía.
—Sois todo un caballero, mi guardián. —Besó suavemente los pétalos—. Ahora debo partir.
Y esta vez sí se alejó a grandes zancadas de la muralla y subió a Arcán de un salto. Marius Path aguardó unos instantes hasta que las figuras de las dos amazonas se confundieron con la noche.
Volvería, se dijo, y entonces le pediría que se casara con él.
Kalendra aspiró el dulce aroma de la rosa una vez más antes de tirarla al suelo para que el caballo la pisotease.
—Me repugna oír de tu boca semejantes necedades —comentó Firela, huraña.
—Vamos, Fira, solo es una pantomima. Ya sabes lo mucho que me hubiera gustado ser actriz.
—Sigo pensando que acabaríamos antes si te ciñeses al interrogatorio.
—Ya lo hemos hablado antes. Al principio funcionaría, pero tarde o temprano terminaría dando la alerta. Ese Marius es demasiado idiota para atreverse a traicionar a la mujer que ama.
Firela bufó sarcástica.
—«Que tanto ama» —repitió—. Aguarda que no le encuentre un día merodeando por los alrededores. Ya vería ese niñato lo que es que te ame de verdad una asesina del humo.
Kalendra rió con ganas.
—¿Acaso estás celosa?
—¡Desde luego que no! ¿Por quién me tomas? —Calló unos segundos y después añadió—: La forma en que te mira ese muchacho… Bueno, ¡todos los hombres con los que nos cruzamos, en realidad! Me da nauseas. ¿Es que no lo ves? Crees que juegas con ellos, pero son ellos los que se creen con poder para manejarnos gracias a actitudes como la tuya.
—Ya estamos otra vez con la misma charla de siempre —masculló Kalendra para sí.
—Así es, ¡y seguiré con ella hasta que dejes de comportarte como una fulana!
La mujer detuvo a su caballo en seco tirando de las crines y provocando un relincho.
—No te consiento que me llames eso —le advirtió Kalendra con voz enérgica y sin un ápice de la jovialidad que había tenido hasta entonces—. ¿Me has entendido? Jamás.
Firela tragó saliva y asintió un par de veces. A pesar de que eran gemelas, Kalendra siempre había actuado como la hermana mayor.
—Lo… lo siento, Kendra. Ya sabes que a veces no sé lo que digo.
—No, no lo sabes. Ahora mantente en silencio hasta que vuelva a interesarme lo que tengas que decir.
Kalendra espoleó su montura con las botas hasta perderse entre los árboles del bosque de Bereth mientras su hermana la seguía con la cabeza gacha unos metros por detrás.