3
Luznal, tierra de piratas

Los hombres tiraron con fuerza de las innumerables cuerdas que sostenían la red para sacarla del mar.

—¡Vamos! —gritaba el cabecilla desde lo alto del combés—. ¡Una! ¡Dos! ¡Y tres!

Al unísono, los cincuenta hombres remolcaron sus amarres por las poleas con energía. La enorme criatura se encontraba a escasos metros de la cubierta.

—¡Un último esfuerzo y será nuestro, muchachos! —jaleaba el capitán, secándose el sudor de la frente con la mano, como si estuviera haciendo él el esfuerzo—. ¡Ya!

Con un nuevo tirón, los marineros alcanzaron a ver las alas pegadas sobre el lomo del dragón.

—Santo Todopoderoso… —masculló, tan asombrado como el resto de sus hombres—. ¡Nos haremos de oro! ¡Imaginad lo que cuestan solo los cuernos! ¡Vamos!

El monstruoso lagarto alado se giró en ese instante y se quedó observando a la tripulación. De sus fosas nasales no dejaba de brotar un humo gris y amenazador.

—¡Drogadle inmediatamente! —ordenó el capitán, echándose hacia atrás.

Dos hombres colocaron sobre una enorme ballesta con ruedas una flecha con la punta impregnada en un tranquilizante arbóreo. Lo que valía para cazar cetáceos gigantes también valía para dragones, pensó esbozando una sonrisa.

—¡Ahora! —A su señal, los dos marineros tiraron del seguro del arma y la flecha salió disparada y fue a clavarse en el lomo del dragón entre dos escamas plateadas.

La criatura rugió débilmente y sus ojos se cerraron lentamente mientras se desvanecía el humo que salía de sus orificios nasales… pero un instante antes de perder la conciencia por completo, el monstruo pareció señalar algo con sus pupilas.

De repente, entre los gritos de júbilo y alegría de la tripulación, el capitán oyó uno discordante que, de no haber sido por los aspavientos del marinero que lo profería, habría quedado ahogado por el resto.

—¡Hombre al agua! ¡Hombre al agua!

—Maldita sea —masculló, bajando la escalera de madera y asomándose a la baranda—. ¡No dejéis de tirar! —les ordenó a sus hombres. Tras ello, cogió una piedra del barril que había a su lado y se lanzó al mar.

El marinero que había dado el aviso corrió a por las tablas de madera que utilizaban para subir pequeñas mercancías a la nave y fue dejándola caer hasta posarla sobre las olas. Una vez el dragón estuvo asegurado con cadenas y cuerdas en mitad de la cubierta, los demás se acercaron para echar una mano. En cuanto vieron la señal luminosa hecha desde el oscuro mar, se pusieron a tirar de la cuerda.

Todos se quedaron de piedra al comprobar que no se trataba de un hombre, sino de una muchacha. Una vez en el barco, el capitán les ordenó que se apartaran para hacerle el boca a boca e intentar que recuperase el aliento.

Mientras el hombre le insuflaba aire en los pulmones, los supersticiosos marineros agarraron y besaron sus amuletos.

—Es una mujer…

—Una mujer aparecida de la nada.

—¿Viajaba con el dragón?

—¡Eso es imposible!

—Nos traerá mala suerte.

El capitán hizo caso omiso a los comentarios y siguió con su labor hasta que, de repente, la muchacha comenzó a toser y a escupir agua. Unos segundos más tarde, abrió los ojos.

—¿Os encontráis bien?

Por respuesta, Duna le estampó un puño en el rostro sin apenas fuerza y se escurrió mareada lejos de los hombres.

—¡Maldita sea! —bramó el capitán, masajeándose la nariz—. ¿Así es como agradecéis que os hayamos salvado la vida?

La joven los miró asustada, pero al instante reparó en el dragón y sofocó un grito. Parecía…

—No os preocupéis, está bien atado —la tranquilizó un marinero.

—¿A… Atado? —Duna se puso en pie y corrió hasta el monstruo, apartando de su camino a los hombres—. ¡¿Qué le habéis hecho?! ¡¿Le… le habéis matado?!

—Solo está dormido. Profundamente dormido.

—El despiece siempre lo hacemos por la mañana —comentó otro marinero, arrancando una carcajada general.

Duna se giró con la mirada fija en el capitán. Aunque era una cabeza más baja y medio cuerpo más delgada que él, el hombre se amedrentó durante un segundo ante aquellos ojos.

—Dejadnos marchar —ordenó. Ya no quedaba ni rastro del miedo que había sentido a morir en el oleaje. El tiempo apremiaba.

El capitán sonrió con sarcasmo y el poblado bigote le acarició la punta de la nariz.

—Vos podéis iros cuando queráis, pero el monstruo se queda con nosotros.

La joven sintió ganas de atizarle un nuevo puñetazo, pero se controló.

—¿Quiénes sois? —preguntó—. ¿Y qué queréis de nosotros?

—De vos ya os he dicho que no quiero nada. De él, desde sus cuernos hasta la última escama de su cola.

—Sois traficantes… piratas —balbució la chica.

—Algo así.

—¡No! —Se dio media vuelta e intentó deshacer los nudos de las cuerdas y quitar las argollas de las cadenas—. ¡Soltad al dragón! ¡Dejadle libre! ¡Dejadnos marchar! Si no lo hacéis…

La amenaza murió en los labios de la joven. Antes de llegar a sentir dos dedos hurgando en su cuello, ya se había desplomado sobre el suelo de madera.

—Podrías haberlo hecho con más delicadeza, Alhev —lo amonestó.

El marinero, que hasta entonces se había mantenido en silencio detrás de Duna, se encogió de hombros.

—Llévala a mi camarote —le ordenó. Después se giró hacia el resto de la tripulación—. Dad media vuelta y poned rumbo a toda vela. Volvemos a casa.

Duna durmió plácidamente hasta bien entrado el amanecer, y podría haber seguido durante muchas, muchas horas más de no haber sido por los gritos y las sacudidas que la arrancaron del sueño y, por poco, de la cama.

—¡¿Qué habéis hecho con el dragón, bruja?!

La muchacha abrió los ojos rápidamente, conteniendo las ganas de vomitar a causa del extraño mareo que sentía y del fétido hedor que desprendía la boca del marinero. Al momento lo reconoció como el capitán del barco.

—Mmhhh… ¿qué… qué pasa? —consiguió preguntar.

—¡No me toméis por idiota y decidme dónde lo habéis escondido!

—¡No sé de qué me estáis hablando, pero me hacéis daño!

El hombre le soltó los brazos y se quedó a su lado mientras resollaba, enfurecido.

—Anoche había un dragón en la cubierta de mi barco y hoy por la mañana, cuando íbamos a atracar, ¡solo hemos encontrado a un tipo dormido, y desnudo!

Duna sintió que le faltaba el aire. Adhárel. De un empujón intentó apartar al hombre, pero este no se movió.

—Dejadme salir. Vos no lo entendéis.

El hombre la agarró por los hombros.

—Desde luego que lo entiendo, jovencita. Habéis ocultado al dragón de alguna forma y habéis dejado a ese desconocido en su lugar.

¿Qué podía hacer? ¿Contarles el secreto de Adhárel? ¿Mentir?

—Os… os advertí que lo liberaseis… —comenzó a decir—. El dragón plateado que… que cazasteis anoche no es ni mucho menos un dragón corriente.

—¿De qué estáis hablando?

—Me llamo Duna Azuladea y provengo del reino de Bereth. Viajaba con el dragón que vos y vuestros hombres estuvisteis a punto de matar.

—En realidad, esa era nuestra intención —confesó sin mostrar un ápice de remordimiento.

—Como castigo por vuestra insolencia, la criatura se ha transformado en el apuesto joven que habéis visto ahí fuera.

El capitán adoptó un gesto descompuesto.

—¿Y nunca… más volverá a ser dragón?

Duna se mordió el labio, obligándose a pensar con rapidez.

—Por la noche. Si no se siente amenazado, claro.

—¿Cómo decís? —replicó el capitán a la defensiva.

—La verdad. He… he estado con él desde que me rescató de una torre. —Los hechos no se habían desarrollado exactamente así, pero tampoco era del todo mentira—. Sé que no voy a convenceros de que le dejéis marchar…

—Y no os equivocáis.

—Por lo que solo me queda advertiros que el dragón no es idiota y que os costará mucho engañarle.

El hombre enarcó una ceja, escéptico.

—¿Cómo sé que no mentís? Anoche no parecíais muy dispuesta a colaborar…

—¡Anoche vos y vuestros hombres estuvisteis a punto de matarme!

El hombre guardó silencio, contemplando mentalmente las posibilidades de que estuviera engañándolo. Y justo cuando iba a responder, se abrió la puerta del camarote.

—¡Señor, el muchacho ha despertado!

El marinero se quedó en el dintel, esperando órdenes de su superior.

—Está bien. Enseguida subo.

Duna hizo el ademán de acompañarle, pero el hombre la detuvo.

—Tú te quedas aquí.

—¡¿Qué?! No… no lo entiende. Yo debo… debo estar con él o no se tranquilizará.

El capitán escrutó su mirada, de nuevo en busca de la mentira. Después miró al otro marinero y terminó asintiendo.

—Huelo el engaño a distancia. Si estás tramando algo, no te saldrás con la tuya…

—Nada más lejos de mi intención —le aseguró ella, con una sonrisa inocente.

Una vez en la cubierta, Duna se abstuvo de correr a abrazar al príncipe. Alguien le había dejado unos pantalones bombachos y una camisa tan desgastada como las que llevaban los marineros. A su alrededor, cerca de cincuenta hombres le apuntaban con todo tipo de sables y dagas.

—Duna…

—Sí, es él —le cortó ella antes de que pudiera seguir hablando—. A veces se transforma en un niño moreno, otras en un viejo de pelo blanco, y ha habido ocasiones en las que ha tomado la forma de… ¡de una mujer!

—Santo Todopoderoso… —murmuró un hombre a su espalda—. Sabía que no debíamos arriesgarnos con esos diablos…

El capitán avanzó hasta el príncipe, que miraba a Duna sin comprender nada, y alzó los brazos antes de decir:

—Bajad todos las armas. Este joven y su acompañante serán nuestros invitados hasta que decidan marcharse.

Las últimas palabras las pronunció mirando a Duna directamente y entrecerrando los ojos. Ella, por respuesta, le sonrió. Después corrió hasta donde se encontraba Adhárel y le ayudó a ponerse en pie.

—Sígueme la corriente —le susurró al oído.

—Pero ¿qué…?

—Tú hazlo.

—¿Jóvenes —preguntó sin dejar de sonreír—, os gustaría conocer nuestro humilde hogar?

Hasta entonces, Duna no se había percatado de que el barco había dejado de bambolearse al ritmo de las olas y que se encontraba varado en puerto. Preocupada por no saber a cuál de las islas les habían llevado, Duna hizo lo único que podía hacer: seguirle el juego al capitán y esperar que tarde o temprano diese con la respuesta.

—Será todo un placer, capitán…

—… Emmerson. Capitán Emmerson —le dijo—. Bien, pues seguidme. Hay mucho que ver y poco tiempo que perder.

Bajaron de la enorme nave escoltados por la mirada disconforme de los marineros. Adhárel se mantuvo pegado a Duna en todo momento sin saber qué decir, qué hacer, ni adónde mirar. Se limitó a tragar saliva una, dos y hasta tres veces sin separarse de la muchacha en ningún momento.

Por su parte, Duna estaba deslumbrante. Sí, habían perdido buena parte de sus pertenencias junto a su hermosa capa, la ropa y el reloj de oro cuando cayeron al mar, pero al menos tenían todo un día por delante para averiguar el modo de salir de la isla sin levantar sospechas.

El capitán Emmerson les llevó a través del puerto en el que se bamboleaban diferentes embarcaciones de pequeño tamaño, todas con la misma bandera que ondeaba en el mástil de la que acababan de bajar: dos espadas cruzadas sobre una calavera. A continuación, subieron por unas empinadas escaleras horadadas en la roca hasta una callejuela que terminaba en lo que parecía ser la plaza del pueblo.

El lugar estaba cubierto de casas bajas de color grisáceo cuyos desperfectos eran más que visibles. Todas las viviendas contaban con amplios balcones y terrazas que, por falta de cuidado, tenían rotas las barandillas de piedra y maleza salvaje abriéndose paso entre las rocas del suelo. Duna supuso que lo que antaño debieron de ser hermosos racimos de flores que se descolgaban de los desniveles imitando cascadas multicolores, ahora no eran más que tallos podridos con pétalos secos y descuidados. La muchacha sintió un nudo en el estómago al percatarse de las semejanzas entre aquella ciudad y el reino de Belmont. Tampoco allí había niños.

De repente, unas campanas comenzaron a tañir no muy lejos de allí y, poco después, varios hombres y mujeres salieron de casas y callejas arrastrando los pies en dirección a ellos.

Duna se arrimó al príncipe, un tanto intimidada.

—Bajad al barco y ayudad a recoger las redes —ordenó el capitán, pronunciando lentamente cada sílaba.

Cuando volvieron a quedarse solos, Duna se volvió hacia él.

—Están… malditos, ¿no es cierto?

Emmerson sacó un pañuelo de su casaca y se secó el sudor de la frente con él.

—Mis hombres y yo encontramos la isla así cuando llegamos —explicó, señalando con los brazos abiertos las casas—. No es un lugar acogedor, lo sé, pero tenemos comida y a ellos no parece importarles.

—¿Qué… qué sucedió con los reyes que una vez gobernaron la isla?

—Por lo que hemos logrado averiguar, el reino de Luznal quedó maldito después de que su rey, Kaliópote II, lanzase su Poesía al mar en un arrebato de terror y vergüenza.

Luznal, repitió para sí Duna.

—¿Y cuándo descubristeis la isla?

El capitán comenzó a andar hacia el edificio más grande que había en la plaza, delante de ellos. El príncipe y Duna le siguieron.

—Fue hace dos años. ¡Dos años! Santo Todopoderoso, cómo pasa el tiempo. En fin… Una inesperada tormenta nos sorprendió no muy lejos de aquí y las olas nos trajeron sin ningún control hasta la orilla. Cuando desembarcamos y vimos las casas pensamos que encontraríamos ayuda, un lugar donde dormir y reponer fuerzas… pero nos equivocamos. Nadie se percató de nuestra repentina aparición, ni salieron a averiguar quiénes éramos. Nada. Así pues, uno de mis hombres abrió la puerta de una de las casas de un puntapié y entramos en ella. Sé que no es el modo más educado de actuar, pero ¿qué podíamos hacer? Revisamos la primera planta y cuando fuimos a subir por las escaleras descubrimos a su inquilino esperando de pie en el piso superior, observándonos en silencio y sin hacer nada por echarnos de allí. —Emmerson sonrió para sí—. Recuerdo que fui yo quien se acercó a pedirle disculpas. Le tendí la mano y esperé a que me devolviese el apretón. Por respuesta, aquel viejo se dio la vuelta y regresó a su habitación. No fue hasta la mañana siguiente, después de haber recorrido el reino entero, cuando descubrimos que sus habitantes, al igual que el resto de la isla, estaban aquejados por la Maldición de las Musas.

—¿Y por qué no os fuisteis? ¿Por qué decidisteis quedaros?

Habían llegado hasta el otro extremo de la plaza, hasta la puerta de madera desconchada del edificio más imponente de todos. Fue entonces cuando su guía señaló hacia arriba y Duna y Adhárel descubrieron las distintas esferas de piedra que parecían incrustadas en las paredes de las casas.

—Por eso —respondió.

—Luzalita… —dijo Duna de repente, quedándose sin aire al advertir la multitud de fragmentos del preciado y exótico mineral en las fachadas.

—Así es. —Emmerson sacó de su bolsillo un pedazo del tamaño de un berón y lo lanzó al aire despreocupadamente—. Está por toda la isla. De ahí el original nombre del reino. Hay minas enteras bajo nuestros pies. Mis hombres y yo sacamos cantidades ingentes del mineral y aún queda mucho más. Descubrimos algo mejor que el oro, ¿para qué marcharnos de aquí? ¿Os imagináis lo ricos que nos haríamos vendiéndola en el Continente?, pensamos. ¡Los reinos matarían por conocer nuestro secreto!

Duna recordó la deslumbrante luz que había perseguido al dragón durante la noche. Lo que en un principio había confundido con bombillas eran en realidad enormes placas de luzalita.

—Entonces, ¿es eso lo que hacéis? ¿Traficar con luzalita por el Continente? —preguntó Adhárel.

—Esa era nuestra intención, pero no tardamos en comprender que no teníamos nada que hacer. —Emmerson sacó una llave de su bolsillo y con ella abrió la puerta de la gran casa—. Recuerdo que llenamos una galera entera con fragmentos de luzalita de todos los tamaños. A algunos llegamos incluso a darles forma de espejo o cilíndricos, como si fueran bombillas. Por desgracia, a medio día de viaje, el barco se hundió sin motivo aparente, llevándose al fondo del mar no solo la luzalita sino también a los marineros a bordo del navío.

Empujó con tiento la puerta y esta se abrió. Tras cederles el paso, la cerró a su espalda.

La casa parecía más bien un pequeño palacio, con dos amplias escaleras de caracol, un recibidor repleto de majestuosos cuadros y grandes ventanales, una magnífica lámpara con multitud de bombillas de piedra…

—Al principio pensamos que era culpa nuestra —prosiguió—, que habíamos sido demasiado codiciosos y que el barco había cedido bajo el peso de la carga… pero cuando la segunda vez volvimos a intentarlo con la mitad de piedras y volvió a hundirse de igual forma, supimos que el mineral estaba tan maldito como los propios habitantes del reino.

—Fascinante… —masculló Adhárel para sí.

—¿De verdad os lo parece? —replicó el capitán, quien no parecía molesto por el comentario.

—Nunca imaginé que la Maldición pudiera tener tales dimensiones… Si alguna vez Bereth…

—¿También vos sois de Bereth? —preguntó interesado, guiándoles hasta lo que parecía ser el salón de la casa. Una magnífica habitación con hermosos sofás cubiertos de cojines y una chimenea apagada en un extremo.

—Sí… —respondió Adhárel.

—¡No! —intervino Duna, dirigiéndole una significativa mirada al príncipe—. Quiere decir que yo soy de Bereth, él… él no sabemos de dónde es…

Emmerson les observó unos instantes sorprendido. Después se encogió de hombros.

—Lo mismo da —masculló para sí—. Este es mi hogar desde que llegamos. Antaño perteneció a los gobernantes de Luznal, por lo que mis hombres me lo cedieron. ¡Sophie! ¡Sophie, baja! —gritó haciendo bocina con las manos.

Unos segundos más tarde una mujer bastante mayor golpeó suavemente la puerta del salón y entró en él. Hizo una reverencia y esperó las órdenes de su amo. Duna comprendió que era la criada y casi la compadeció. Sin embargo, mostraba tan poco interés por lo que le rodeaba y sus movimientos eran tan mecánicos que le hubiera dado lo mismo ser dueña de la casa que cuidaba. También aquella mujer de pelo castaño, mirada ausente y ropas negras estaba bajo el influjo de la Maldición de las Musas.

—Sophie, prepara té y amenízalo con alguna de esas pastas tan ricas que preparaste el otro día.

La criada asintió con sequedad y salió de la habitación con el mismo silencio sepulcral que había utilizado al entrar.

—Parece hipnotizada —comentó Adhárel.

—Así es cómo suele afectar la Maldición a los adultos. Un día están viviendo su propia vida y al siguiente podrían lanzarse de un precipicio sin hacer un solo aspaviento, sin luchar por evitarlo. A veces me pregunto si no será ese el mejor modo de enfrentarse a esta vida…

—No digáis eso. —Duna se enderezó—. Si fueran conscientes de su… inconsciencia, sufrirían enormemente.

—Con todo, ¿no habéis pensado en abandonar la isla? ¿Cómo sobrevivís si no podéis comerciar con la luzalita?

El hombre negó quedamente.

—Hay días que sí nos planteamos abandonarla, pero pensadlo fríamente: ¿dónde íbamos a encontrar un reino como este solo para nosotros? Debo recordaros que somos, como muy acertadamente nos ha definido antes la joven, piratas, bandoleros del mar y, en más de un caso, asesinos. Luznal no solo nos sirve de hogar, sino también de guarida. Somos cuarenta convictos que hemos huido de las prisiones más diversas a lo largo y ancho del Continente. Donde uno tiene su verdadero hogar, a otro le busca la justicia. En esta isla todos somos libres y tenemos un sitio donde dormir tranquilos.

Sophie regresó con una bandeja de madera sobre la que reposaban tres tazas de porcelana a juego con los platos y una jarra humeante. Debía de haber estado practicando durante meses con Emmerson para alcanzar tal nivel de autonomía. Duna recordó el modo en que los habitantes de Belmont se movían por las calles del reino y la poca ayuda que había recibido de ellos cuando los soldados la perseguían. Seguramente, servir el té y traerlo hasta el salón supondría una complicación similar.

—Muchas gracias —dijo Duna cuando la criada dejó la copa frente a ella. Sophie levantó la cabeza y se la quedó mirando. De repente se le encendieron los ojos en señal de reconocimiento, abrió la boca y se olvidó de la taza que sostenía, inclinándola hasta derramar parte del té hirviendo.

Duna gritó y se levantó de un salto cuando el líquido se derramó sobre sus piernas.

—¡Sophie! —le recriminó su amo, apresurándose a limpiar el suelo y la mesa. De un empellón, apartó a la criada, que no hizo nada por defenderse.

Adhárel acudió a socorrer a Duna.

—No… no ha sido nada… —aseguró—. Es solo té.

—Estúpida criada —espetó Emmerson—. ¡A este ritmo me quedaré sin casa! ¡Ve a la cocina y trae un trapo! ¿No me has oído? ¡Sophie, a la cocina!

Pero Sophie no se movió. Miraba a Duna y balbuceaba algo que no llegaba a tener la consistencia de una palabra.

—Creo que intenta decir algo —observó Duna.

—¿Qué va a decir? ¡Está maldita! No ha dicho una palabra en todos estos años, ¿por qué iba a decir ahora nada…?

—E… Ele… Elec… Ele… Elec…

—Está hablando… ¡Está hablando! —exclamó Adhárel—. Pero ¿qué dice?

Duna permanecía en silencio, mirando fijamente los labios de la mujer, intentando comprenderla, mientras esta no apartaba los ojos de Duna.

—Elec… sa… Elecsa…

—¿Elecsa? —sugirió Duna—. ¿A quién puede estar refiriéndose?

La criada alargó sus manos hacia la muchacha y con dedos temblorosos le rozó la mejilla, el cabello, los labios…

—¿Hace esto con todas las visitas?

—Es la primera vez que la veo interactuar con otra persona de ese modo… —aseguró Emmerson, tan asombrado como ellos—. ¿Quizás te conozca de algo?

Duna se aparto, extrañada.

—¿A mí? ¡Nunca había estado en esta isla!

Sophie siguió palpándole el rostro, cada vez con más insistencia, al tiempo que pronunciaba el extraño nombre en voz más y más alta.

—Elecsa… Elecsa… Elecsa, Elecsa, Elecsa, Elecsa, Elecsa…

—Ba… basta, por favor —la mujer le estaba empezando a clavar las uñas en los carrillos.

—Elecsa, Elecsa, Elecsa…

—¡Sophie! —exclamó el capitán de repente, interrumpiendo la siniestra letanía.

La mujer se quedó lívida, bajó las manos, perdió la mirada en sus faldones y dio un paso atrás.

Duna obligó a su corazón a que dejara de tamborilear tan rápido.

—Vete a la cocina y no salgas en el resto del día. ¿Me has oído? ¡Fuera!

Con la cabeza gacha, la mujer se marchó por donde había venido y los tres se quedaron en silencio unos segundos.

—Bueno, imagino que estaréis cansados —comentó el anfitrión.

—Sí… —respondió Duna, amagando un bostezo—. Ha sido un día muy, muy largo…

—¿No queréis comer algo antes?

—La verdad es que no tengo hambre —mintió la muchacha. Después se giró hacia el príncipe—. ¿Y tú?

—Eh… no, no, os lo agradezco, pero lo mejor será descansar.

—De acuerdo, entonces. No se hable más.

Se puso en pie y los otros dos le siguieron escaleras arriba.

—Como podréis imaginar, no utilizo ni la cuarta parte de esta hermosa casa, por lo que podéis escoger la habitación que más os guste.

Realmente se había tomado las indicaciones al pie de la letra, pensó Duna. La farsa estaba saliendo a pedir de boca. Si la maldición hubiese funcionado como ella le había dicho que funcionaba, hace tiempo que Adhárel se habría transformado en dragón otra vez de tantos cuidados que les estaba procurando.

Por suerte no era así.

—¿Qué tal esta? —preguntó el capitán, señalando el interior de una de las habitaciones. Era amplia y tenía los suficientes muebles como para adivinar que alguien había dormido allí alguna vez. Una gruesa capa de polvo cubría buena parte de los mismos. La cama, en el centro, era amplia y parecía confortable—. Tendréis que disculpar la suciedad, pero el resto de dormitorios están igual.

Duna entró con una sonrisa en el rostro.

—Es perfecta. Solo queremos echar una cabezadita. Gracias.

Adhárel también entró y se despidió antes de cerrar la puerta.

—¡¿A qué ha venido eso?! —exclamó en voz baja en cuanto estuvieron solos.

—No podía decírtelo delante de él —respondió Duna, también en un susurro. A continuación procedió a explicarle todo lo que había sucedido con el dragón y las mentiras que había tenido que contar para seguir vivos.

—¿Y qué haremos cuando me transforme en dragón otra vez? ¿Cómo vas a ocultarme?

—Para entonces tendremos que estar lejos de aquí.

—Eso es muy fácil de decir. —Adhárel avanzó hasta la ventana y después hasta la puerta—. Pero estamos a más de tres pisos de altura.

—Calmémonos un instante. ¿Crees que se pasará el día entero vigilando la puerta?

—Pues no, no lo creo. —Adhárel volvió a hacer fuerza sin lograr ningún resultado—. Nos ha encerrado.

—¡¿Qué?!

Duna corrió hasta la puerta e intentó girar el picaporte.

—¡Maldita sea! —exclamó al tiempo que propinaba un empujón a la madera—. Tenemos que encontrar el modo de escapar, tiene que haber otra salida. ¡Ayúdame!

Adhárel no esperó más y se puso a hacer fuerza con ella.

En ese instante, oyeron cómo se cerraba la puerta de la enorme casa. Rápidamente se separaron y corrieron a asomarse por la ventana. No tardaron en vislumbrar al capitán Emmerson alejándose calle abajo con las manos en los bolsillos.

—Hijo de víbora —murmuró Duna, separándose del cristal. Miró a su alrededor y contabilizó las telas de las que disponían.

—¿En qué estás pensando?

—En descolgarnos hasta la calle.

Adhárel la miró reticente.

—No estoy seguro de que sea la solución más acertada.

—¿Se te ocurre algo mejor?

—Echar la puerta abajo.

Duna se rió sin ganas.

—Eres fuerte, príncipe, pero no tanto.

—Barlof me enseñó hace tiempo que muchas cosas no dependen de la fuerza, sino del lugar donde se aplica la fuerza.

La muchacha sintió un nudo en el estómago al recordar al hombretón y después se apartó de la trayectoria del príncipe.

—Toda tuya.

Adhárel se colocó en posición de ataque, desentumeció los hombros y el cuello, calculó durante unos segundos el punto exacto donde debía golpear la madera y salió disparado hacia la puerta.

A cada paso, cogía más velocidad y mejor preparaba el hombro para el porrazo, pero justo cuando el brazo estaba a punto de rozar la madera, resonó un chasquido en la habitación y Adhárel comprobó angustiado cómo giraba el picaporte.

Demasiado tarde, pensó antes de sentir el golpe y la puerta cediendo bajo su peso.

El príncipe rodó por el suelo de madera hasta chocar contra la barandilla de la escalera. A punto estuvo de caer rodando por esta, pero, en un acto reflejo, se aferró a uno de los barrotes.

—¡Adhárel! —exclamó Duna, saliendo de la habitación como una exhalación. Corrió hasta él y le ayudó a levantarse—. ¡Lo conseguiste! —le dio un beso en los labios antes de reparar en que el príncipe no la estaba mirando a ella, sino algo a su espalda.

Duna se dio la vuelta para descubrir que Sophie aguardaba junto a la puerta de la habitación con un manojo de llaves entre los dedos.

—¿Nos ha salvado… ella?

La criada dio un paso en su dirección y con voz cortada pronunció el conocido nombre:

—Elecsa…

Duna quiso acercarse y preguntarle quién era esa mujer a la que no dejaba de llamar, abrazarla y agradecerle que les hubiera salvado y advertirle que cuando su amo volviera la castigaría… pero Adhárel la retuvo agarrándole la mano.

—No tenemos tiempo, Duna. Puede volver en cualquier momento.

La muchacha miró una vez más a la criada y después corrió tras el príncipe escaleras abajo.

Una vez en la puerta principal, el príncipe abrió una rendija y se asomó. Cuando hubo comprobado que nadie miraba, le hizo una señal a Duna y los dos se escabulleron lejos de allí, perdiéndose entre los primeros árboles de un bosque cercano de jaras y matorrales secos.

—Tendremos que cruzar al otro lado de la isla si no queremos que nos descubran —dijo el príncipe, sin dejar de correr—. Aquí no hay suficiente vegetación como para escondernos. ¿Cuánto queda para el anochecer?

—No lo sé. El reloj cayó al mar cuando te capturaron.

—Maldita sea…

Siguieron adelante, cada vez más sedientos y cansados, sintiendo cómo la gravilla y el polvo seco del camino se les metía en la boca, hasta que escucharon el repicar de las campanas del pueblo.

—Saben que hemos escapado… —dijo Duna, volviendo la vista atrás.

—¡No te pares! Hay que encontrar un escondite.

Era poco más de mediodía. La joven se sintió angustiada al comprender que tendrían que aguantar a la carrera durante doce horas más si no querían morir en el intento. Siguieron avanzando con el pulso acelerado y sin demasiadas esperanzas de salir con vida de aquella isla.

De repente, Adhárel se detuvo en seco y señaló a lo lejos.

—¡Mira! —exclamó—. Nos ocultaremos allí.

El príncipe señalaba una de las innumerables grietas que la isla presentaba en sus precipicios y terrenos arcillosos. La única diferencia de aquella en particular era su desmesurado tamaño; suficientemente grande como para que cupieran los dos con facilidad.

Se dirigieron a su nuevo destino con los ánimos renovados y recurriendo a sus últimas fuerzas. La cueva horadada en la pared se encontraba a un par de metros sobre sus cabezas. El príncipe aupó en primer lugar a Duna hasta que esta estuvo a salvo y, a continuación, escaló la roca ayudándose de las polvorientas raíces que asomaban a modo de asideros.

El interior de la improvisada cueva estaba tan seco como el exterior. En un principio pudieron adentrarse sin agacharse, pero según fueron avanzando, el techo fue quedando cada vez más cerca del suelo, hasta que tuvieron que acuclillarse y apoyar la espalda en la pared.

—Estoy agotada, Adhárel —se quejó Duna mientras intentaba encender el colgante de luzalita, único recuerdo de su madre, que todavía llevaba al cuello. Cuando lo logró, el rayo de luz iluminó el escondrijo con un brillo trémulo.

—Solo hemos de esperar —le dijo Adhárel—. Intenta dormir un poco, yo vigilaré.

Duna le miró agradecida y no pudo contener las lágrimas.

—¿Qué sucede? —El príncipe la acurrucó entre sus brazos.

—Ha sido… culpa mía. Yo… no debí elegir otro rumbo… Si hubiera…

Bajó la cabeza, incapaz de terminar la frase.

—Duna, no te consiento que digas eso. —Adhárel la obligó a mirarlo y, con cariño, le secó las lágrimas que se dibujaban sobre la capa de polvo que mancillaba sus mejillas—. Soy yo el que está maldito, quien tiene que encontrar la solución y quien debe regresar a Bereth. El hecho de que me acompañes ya es mucho más de lo que nunca me atrevería a pedirte… y más de lo que nadie ha hecho por mí en toda mi vida. No quiero verte llorar, Duna. Ya te he dicho que saldremos de esta, y mantengo mi palabra.

La muchacha asintió y esbozó una sonrisa.

—Te quiero.

Adhárel se acercó a la muchacha y volvió a besarla con suavidad en los labios. Lo hizo despacio, disfrutando de cada sensación, apreciando el estremecimiento de la muchacha y el creciente calor de sus mejillas en la palma de sus manos. Por fin, desde que partieron de Bereth, se olvidó del tiempo, de la carrera contra reloj y de su maldición. Por unos instantes pudo volver a ser feliz y engañarse a sí mismo, creyéndose libre y a salvo.