Aquella noche la posada estaba repleta de villanos y maleantes. Los gritos, las sombrías carcajadas y los insultos rompían el silencioso y tranquilo arrullo del viento en las copas de los árboles.
No se escuchaba ni el ulular del búho, ni el frenético chillido del murciélago, ni el aullido del lobo. Simplemente no había animales cerca. Las criaturas que rondaban por el bosque intuían que aquella casa entre los dos sauces era peligrosa.
Y hacían bien evitándola.
Hubo un tiempo en el cual albergó a las mujeres y a los hombres más ricos y poderosos del Continente. Todo aquel que quería cruzar al norte o regresar de él, debía hacer una parada en el camino si no quería pasar la noche a la intemperie. Fue así como a la familia Dumpic se le ocurrió la brillante idea de levantar, en mitad del camino y bajo las ramas entrecruzadas de dos grandes sauces, aquella cabaña de tres pisos que terminaría conociéndose en el Continente bajo el apodo de la Posada del Sauce.
Desde entonces no les faltó a los Dumpic ni fama, ni dinero, ni reconocimiento. Y podría haber seguido siendo así de no haber sido por los trágicos acontecimientos que convirtieron su admirable posada en el escenario de uno de los crímenes más recordados en el Continente.
Nunca se supo si el único hijo del matrimonio Dumpic asesinó a los reyes antes o después de hurtarles hasta el último berón y la última joya que llevaban encima. El caso es que, a la mañana siguiente, el chico y todo lo que pudiera ser de valor había desaparecido y las moscas cubrían los cadáveres del matrimonio real en los aposentos principales.
Tras el terrible incidente, los Dumpic abandonaron la posada, el bosque, incluso el Continente, y se marcharon a vivir a una de las islas del sur, o eso se rumoreaba.
La Posada del Sauce quedó deshabitada y olvidada por todos, considerándose la equis de un mapa del tesoro bajo la cual solo se ocultaban maldiciones, veneno y podredumbre.
Y debería haber seguido así de no haber sido porque, una vez que el hijo de los Dumpic agotó todas sus reservas monetarias, regresó al hogar paterno en busca de cobijo. Cuando llegó y descubrió el destartalado aspecto de su antigua casa, el joven Dumpic tomó la bienintencionada decisión de reabrir el negocio familiar y hospedar no solo a los ricos y afamados nobles del Continente, sino también a la peor calaña del mismo. Y, bien pensado, fue todo un acierto puesto que, de los primeros, jamás vio a ninguno.
Con el paso de los meses, la noticia de que la Posada del Sauce había reabierto sus puertas y sus aposentos a los caminantes se extendió como la peste por los pantanos, invitando a los interesados a disfrutar de sus comodidades durante el peregrinaje. Godfrey Dumpic, nuevo regente y capataz de la cabaña, se cambió el nombre y aseguró provenir de las tierras del este, lo que en parte era verdad, y solía mostrar a todo aquel que se lo pidiese el certificado que le acreditaba como nuevo propietario del local tras ganarlo al hijo del matrimonio en una apuesta de dados, lo que en parte era mentira. Desde los asesinatos de aquellos desdichados reyes había pasado mucho tiempo y la antaño barbilampiña y dulce cara del muchacho se había terminando endureciendo y cubriendo de áspero y oscuro vello. Por ello, y porque a nadie se le pasó por la cabeza que pudiera estar mintiendo, Godfrey Dumpic siguió llevando el timón de aquel barco anclado bajo dos sauces con tretas y engaños.
Y era allí donde se encontraba en ese momento, limpiando con desgana y mano dura la sangre incrustada en la barra de la taberna. Frente a él, sentados en taburetes, apoyados en las paredes o tirados por los suelos, ladrones, borrachos y mendigos sin otro lugar donde caerse muertos pasaban las horas a la espera de que el sol volviera a salir y pudieran seguir su camino. Godfrey sabía lo que era no tener familia, ni un techo, ni comida, y a veces incluso llegaba a sentir lástima por muchos de sus clientes, pero una cosa era eso y otra muy diferente que le tratasen como a un idiota.
—Dranec, Teback, echad a ese borracho de mi posada inmediatamente.
Dos musculosos hombres levantaron la vista de sus jarras y miraron en la dirección que su jefe les señalaba con el dedo.
—¿A qué esperáis, idiotas? No quiero que se muera en el suelo; lo he encerado esta mañana.
Con dificultad, Dranec y Teback Tottemhaud se levantaron de sus asientos junto a la barra y agarraron al desdichado por los hombros. Apartaron a empellones a todo aquel que se cruzaba en su camino y lo arrojaron a la intemperie de la noche.
—Aseguraos de que no vuelva más por aquí —les advirtió Godfrey Dumpic una vez estuvieron de vuelta.
Por respuesta, y al unísono, los hermanos Tottemhaud dieron un sorbo a sus pintas y se limpiaron la espuma con el brazo.
—Animales… —masculló para sí el posadero, concentrándose de nuevo en limpiar la barra.
En el fondo, no le iba tan mal, pensó para sí. Cuando faltaban clientes, se aprovechaba de los que había subiendo el precio de las habitaciones, y cuando había muchos, también. Un trato justo si se tenía en cuenta que la otra opción era dormir en mitad del bosque, a merced de las alimañas. Y si bien era cierto que su clientela era todo menos selecta, Godfrey había aprendido a tratarles a cada uno en su justa medida.
Cuando las campanitas de la puerta repiquetearon y esta se abrió de par en par, Dumpic pensó que al borracho no le había quedado clara la indirecta y regresaba en busca de más bebida.
Pues se va a llevar triple ración de palos, pensó para sí levantando la cabeza.
Fue entonces cuando comprobó que se había equivocado y que no era un hombre, sino dos exóticas mujeres quienes aguardaban en el dintel de la puerta haciendo aparentes esfuerzos por acostumbrarse al olor rancio y a podrido del local. Parecían dos guerreras envueltas en tiras de cuero y corpiños ajustados. Bajo las capas que cubrían sus hombros el tabernero advirtió un brillo afilado.
Los gruñidos de los allí reunidos no se acallaron, ni las disputas ni la cháchara. En realidad, Godfrey tampoco lo esperaba. Se atusó tan bien como pudo el delantal que llevaba de color ocre, se repeinó con disimulo y aguardó con una deslumbrante aunque torcida sonrisa a que las mujeres llegaran a la barra.
—Buenas noches —dijo una de ellas con voz dulce. Tenía el pelo largo y rizado—. Teníamos una cita con un hombre. Debe de estar esperándonos.
Godfrey Dumpic dejó de sonreír estúpidamente. De pronto cayó en la cuenta de que aquellas dos jóvenes eran en realidad las dos asesinas más despiadadas y letales que se conocían en el Continente: las hermanas Firela y Kalendra. Le habían advertido que llegarían, pero no esperaba que fuera tan pronto.
—El hombre al que buscan está… allí al fondo, señoras… señoritas… damas… —tartamudeó el hombre, señalando una mesa en las sombras—. Me dijo que… que vendrían. Las está esperando.
—Gracias —respondió la primera. La otra lo miró unos instantes y después siguió a su hermana sin el atisbo de una sonrisa.
Cuando Godfrey Dumpic recobró la compostura se obligó a apartar la mirada y a entretenerse con otra cosa, como preparar las bebidas que los clientes le reclamaban a gritos. Una vez hecho esto, se perdió en el interior del cobertizo que había tras la barra.
Kalendra llegó a la mesa situada al fondo de la taberna y se sentó en una de las dos butacas libres. El hombre, de mirada nerviosa y casaca descuidada alzó una ceja al reparar en su presencia.
—¿Drólserof? —Pronunció su nombre saboreando la mentira en cada sílaba pero ¿quién era ella para culpar a nadie de ocultarse bajo un nombre falso en los tiempos que corrían? El desconocido asintió imperturbable, como si estuviera analizando a las dos mujeres que tenía delante—. Me llamo Kalendra y esta es mi hermana Firela —dijo, al tiempo que la joven de pelo corto tomaba asiento a su lado.
—Me alegro de que hayáis podido encontrar la posada sin dificultad —replicó el caballero—. Intentaré ser breve y conciso. El trabajo es un tanto peculiar y requiere una máxima urgencia.
—Somos todo oídos. —A Kalendra no le pasó desapercibido su vocabulario ni su dicción. Aquel extraño, fuera quien fuese, no parecía acostumbrado a tratar con asesinos ni rateros, ni mucho menos a frecuentar posadas como aquella.
—Son dos: un hombre y una mujer —explicó—. Quiero que os deshagáis de él primero y que me traigáis a la chica con vida. No puedo daros detalles de su paradero actual; salieron de su reino, Bereth, hace unas cuantas semanas, durante la noche y sin dejar parte de adónde se dirigían. ¿Podréis hacerlo?
Las dos hermanas se miraron antes de responder.
—No será fácil, desde luego, pero esperamos que la recompensa esté al nivel del encargo.
El hombre sacó del bolsillo interior de su casaca una bolsa que cayó pesadamente sobre la mesa.
—Esto es solo una parte de lo que os espera si cumplís con vuestra labor.
Firela tomó la bolsa y vació parte de su contenido sobre la mano. Aquello no eran berones, sino monedas de oro.
—¿Cómo decís que se llaman nuestras presas? —preguntó Kalendra, intentando no parecer sorprendida.
—No os lo he dicho todavía. El nombre de la chica es Duna Azuladea, aunque el apellido pertenece a la mujer que se hizo cargo de ella cuando la encontró en un mercado de esclavos.
—Una proscrita, interesante…
—El otro es el príncipe Adhárel Forestgreen.
—¿El heredero?
—No, si podéis evitarlo —replicó el hombre, con los ojos brillando como dagas.
—Que sea un príncipe dificulta la labor. Irá con escolta, soldados…
El caballero negó con rotundidad, ensanchando su sonrisa.
—Van solos.
—Y vos solo queréis ver muerto al joven. La chica…
—La chica es asunto mío —le interrumpió el caballero.
Firela y Kalendra se miraron de soslayo y después asintieron.
—Si queremos ponernos en contacto con vos…
—Sabía que se me olvidaba algo. —El hombre se agachó y rebuscó en el interior de su bolsa de tela, tras lo cual, dejó dos espejos sobre la mesa. Eran de madera y sus mangos dibujaban una espiral que bordeaba el cristal—. Estos espejos son algo más de lo que parecen a simple vista. Son el resultado de años de trabajo y estudio, y sirven, básicamente, para comunicarse a distancia. Uno es para vosotras, el otro es para mí. Si necesitáis poneros en contacto conmigo, frotad la superficie con agua caliente y al instante apareceré en lugar de vuestros reflejos. Pero ojo, el espejo solo funcionará tres veces. La cuarta, el cristal se deshará.
—Entendido, lo utilizaremos solo en casos excepcionales.
—Pues si ya está todo, creo que podemos dar por concluida nuestra pequeña reunión. Si me lo permitís, me encantaría acompañaros hasta vuestras monturas.
Las hermanas se miraron y negaron escuetamente.
—No será necesario. Mi hermana y yo nos quedaremos un rato más. Tenemos asuntos pendientes que atender. Ha sido un placer hacer negocios con vos.
Por respuesta, el caballero hizo una leve inclinación de cabeza y salió presuroso de la posada.
Firela y Kalendra le observaron partir antes de darse media vuelta, saltar por encima de la barra cuando nadie miraba y desaparecer por la puerta del cobertizo.
No fue hasta mucho más tarde, cuando los hermanos Tottemhaum fueron a buscar a su amo Godfrey Dumpic a su habitación, que descubrieron su cuerpo acuchillado bajo la mesa de la cocina.
Con la frialdad de quien no ha perdido nada, los hermanos echaron el cuerpo al río y se inventaron una fábula en la cual su antiguo dueño les cedía la posada hasta el final de sus días.
Ni Dranec ni Teback, ni el propio Godfrey Dumpic pudieron imaginar lo paradójico que resultaba el asunto; no solo porque el tabernero hubiera encontrado la muerte en el mismo lugar en el que él había matado años atrás, sino por las manos que habían cometido el asesinato.