Eis salió del campamento con el carcaj de flechas al hombro y el arco en la mano. El atardecer pintaba el cielo de rojo y naranja cuando se internó en el bosque, dispuesta para la caza.
Llevaba una camisa blanca y unos pantalones beige remendados que le llegaban un poco por debajo de las rodillas, heredados de alguno de los mayores. Dos zapatillas de cuero un tanto cuarteadas y un gorro oscuro con orejeras completaban su vestimenta habitual.
Era pequeña incluso para su edad. Sus brazos, delgados como ramitas, y sus piernas, estrechas y de aspecto quebradizo, habían propiciado los sobrenombres de Niña de hielo, Fantasma o Espectro entre los muchachos del campamento. Tampoco ayudaba que su piel fuera blanca como la nieve por mucho tiempo que pasara al sol, ni que sus iris azules apenas se percibiesen de lo claros que eran. Pero todo ello dejaba de cobrar importancia cuando se trataba de cazar. Era más rápida que muchos de los que se burlaban de ella, y aunque su aspecto podía infundir lástima en los desconocidos, en cuanto daba rienda suelta a su enérgico temperamento, aquella falsa impresión desaparecía.
Le gustaba salir de caza y se ofendía siempre que algún mayor le proponía quedarse pintando, remendando o cocinando en el campamento con las mujeres. Ella no era como las demás némades, replicaba cuando alguien se lo decía, levantando la nariz más por mirarles a los ojos que por altanería. Porque a pesar de lo que muchos creían en el Continente, también los némades tenían su jerarquía, y no siempre era la más favorable para las mujeres. De todas formas, como le había explicado la vieja Bautata para consolarla cuando algún niño se reía de ella, no había dos campamentos iguales en todo el Continente. Los Chamanes decidían cómo administrarlos, y en el de Eis no estaba bien visto que las mujeres cazasen, y menos una niña de trece años. Aunque fuese de las mejores.
Dejó que sus pies la guiaran sin rumbo fijo entre los árboles, siempre en silencio y atenta a cualquier ruido que pudiera indicar la presencia de una presa. Sabía lo importante que era fundirse con el bosque para no llamar la atención de los animales. Antes de morir, su padre le había dado aquellos y otros consejos que recordaría el resto de su vida. Lo demás lo había aprendido por su cuenta.
No, ella no era una némade, como Riktop o Fayed se encargaban de recordarle siempre que tenían oportunidad, pero no por ello dejaba de ser menos útil para la tribu.
Desde que tenía conciencia, recordaba haber vivido entre ellos como una más. Su padre y ella habían encontrado el Campamento cuando Eis solo tenía dos años y desde entonces no se habían vuelto a marchar. Por desgracia, el hombre murió ocho años después por culpa de una enfermedad, dejando huérfana a la niña.
Desde entonces, Eis había vivido bajo el amparo de Bautata y esperaba que siguiera siendo así durante muchos años más. Bautata era la madre de Azquetam, el Chamán de la tribu, y la abuela de Vekka. Las malas lenguas decían que tenía más de cien años y que estaba un poco loca, pero eso a la niña le daba igual siempre que estuviera allí para consolarla cuando lo necesitaba. Solo con ella se permitía bajar la guardia.
Fue a dar un paso cuando escuchó el trote de un animal. No estaba lejos, se dijo. Se quedó inmóvil esperando que se repitiera, y cuando volvió a oírlo echó a correr hacia el este.
El bosque de Célinor era un lugar tan inhóspito como peligroso. Nadie se quería hacer cargo de él, por lo que se había convertido en una frontera natural para los reinos colindantes. Sin embargo, para los némades no podía existir un lugar mejor en el que acampar sin miedo a que alguien les echase. Aunque no era propio de los Campamentos, el de Eis no se había movido de allí desde que ella y su padre llegaron, y Azquetam no parecía tener ninguna intención de que aquello fuera a cambiar en un futuro cercano.
Cruzó la foresta como una exhalación sin apenas hacer ruido. Era tan liviana que ni sus huellas se quedaban grabadas en la tierra. Se hubiera quitado los zapatos para sentir la humedad en la piel, pero Bautata había sido muy clara al respecto: una herida en los pies le impediría correr durante más tiempo del que ella estaba dispuesta a soportar.
La espesura de los árboles se abrió ante ella dejando paso a un enorme claro cubierto de hierba verde y flores multicolores. Nunca se había alejado tanto, comprendió de pronto la niña, deteniéndose a reflexionar. ¿Debía seguir adelante o regresar? Si daba con la presa, un carnero o un ciervo pequeño, no podría llevarla de vuelta, así que, ¿de qué le serviría correr tras ella?
No se había fijado en que el sol había descendido casi por completo y que pronto oscurecería. Y a Bautata no le gustaba que rondase por el bosque cuando se hacía de noche.
Eis fue a dar media vuelta cuando lo vio. Se trataba de un imponente corzo de pelaje gris que había entrado en el claro con las astas partidas. Estaba ante un perdedor. Un macho que no había logrado quedarse con la hembra. La niña sonrió para sí y sacó lentamente del carcaj una de las flechas que había estado mejorando la noche anterior. No se lo llevaría al Campamento, pero al menos podría practicar.
Colocó el arco en posición de ataque y se quedó estática, aguardando el momento. Aquel animal era el doble de grande que el último que había conseguido abatir. Colocó la flecha en posición horizontal y respiró hondo. Tensó la cuerda y cuando sintió que su brazo comenzaba a temblar por el esfuerzo, la soltó.
La flecha salió disparada con una precisión que pocos mayores compartían. Sin embargo, un instante antes de que esto sucediese, el corzo levantó la cabeza, miró en su dirección y salió trotando del claro. La punta de la flecha le rozó el lomo antes de clavarse en un árbol cercano.
—¡No! —se lamentó Eis, enfadada por haber tardado tanto en disparar. Tenía que aprender a ser más rápida.
Salió de su escondite y cruzó el claro con la cabeza gacha hasta el árbol donde le esperaba la flecha. En cualquier otra ocasión la habría dejado allí, pero había trabajado tanto en ellas que iría hasta el fin del mundo para recuperarlas.
—¿De verdad lo harías? —dijo de pronto una voz a su espalda.
Eis dio un respingo y se giró con la flecha en alto dispuesta a clavársela a quien la estuviera siguiendo.
—Baja eso antes de que nos hagamos daño —le dijo el viejo que tenía delante sin dejar de sonreír dulcemente.
—¿Quién eres? —preguntó la niña, sin bajar la flecha y sin amedrentarse ante su imponente figura. Llevaba el pelo gris recogido en una coleta y sobre los hombros una enorme piel de lobo que le hacía las veces de capa. Eis tuvo que reconocer que estaba asustada.
—La pregunta que deberías hacerte, Lysell, es quién eres tú, no quién soy yo.
—No conozco a ninguna Lysell —le espetó ella—. Déjame marchar.
Al final había ocurrido. Como siempre, Bautata tenía razón. «No me gusta que andes por el bosque sola», le decía una noche sí y otra también. «Cualquier día va a pasarte algo y luego lo lamentaremos todos».
—Puedes marcharte cuando quieras, Lysell —comentó el viejo, apartándose.
Eis fue a moverse, pero el nombre la dejó helada en el sitio.
—He dicho que no conozco a ninguna Lysell.
El desconocido se llevó los dedos a los labios y suspiró preocupado.
—Juraría que eras tú…
—Pues no, ya ves que no. Mi nombre es Eis.
Error, pensó al pronunciarlo. Otro consejo de Bautata había sido no revelar su nombre a los desconocidos. ¿Qué le pasaba?
—¿Eis? No, no puede ser. Tu padre se llamaba Renard, ¿me equivoco?
La niña tragó saliva.
Renard.
Sus mejillas, de por sí pálidas, se volvieron casi traslucidas. La boca se le secó de pronto y el corazón comenzó a trotar desbocado en su diminuto pecho.
—¿Le… conocías?
—¿A tu padre? No, en persona no. Pero soy amigo de la familia —dijo, ensanchando su sonrisa. A Eis le pareció que se la había robado al lobo que llevaba sobre los hombros.
—Yo… yo tengo que irme… —comentó la niña—. Mi abuela me espera —añadió, por si no había sonado suficientemente convincente. ¿Qué hacía aquel hombre allí y por qué decía conocer a su padre? Más aún, ¿de dónde había salido sin montura ni fardos?
—¿Sabes que yo conocí a tu abuela, Lysell? A tu verdadera abuela, quiero decir. —La niña se detuvo en seco después de haber dado tres o cuatro pasos inseguros—. Se llamaba Misdale y fue una reina maravillosa.
Se dio la vuelta.
—¿Mi abuela era una reina? —preguntó, arqueando una ceja.
El viejo asintió.
—Y tu madre también lo ha sido… y tú lo vas a ser.
—No sé qué pretendes, pero no me creo ninguna de tus mentiras.
—Entonces, ¿por qué no te has marchado ya, Lysell?
—¡Deja de llamarme así! —gritó la niña. Una bandada de pájaros alzó el vuelo y se perdió en el cielo.
—De acuerdo, de acuerdo. —Soltó una carcajada—. ¡No tienes que enfadarte! Si durante toda tu vida te han llamado Eis, no tienes por qué responder a tu verdadero nombre.
—Ya le he dicho que ese no es mi…
—Vengo de muy lejos para hablar contigo, Lysell. Y es importante que me escuches. Después me marcharé y no volverás a verme.
—Eres un sentomentalista, ¿no es cierto?
El viejo asintió con una media sonrisa.
—El Chamán de mi Campamento también lo es —soltó de pronto la niña, sin estar muy segura de por qué—. No me das miedo.
—Ni lo pretendo, pequeña. —Eis tragó saliva y aguardó, con la flecha en una mano y el arco en la otra. ¿Por qué no se iba? ¿Por qué se arriesgaba a que le hiciera daño?
Conocía la respuesta perfectamente: porque quería saber las respuestas que su padre nunca le había dado.
—Lysell, pronto vendrán a buscarte.
La niña frunció el ceño.
—¿Quién? ¿Quiénes?
—Alguien que te protegerá y alguien que intentará hacerte daño.
—¿Cómo sabré quién es quién?
—No lo sé.
—Entonces no sé para qué has venido.
—Para ofrecerte algo.
Ella dio un paso hacia atrás. Desconfiaba de los regalos, y más de los de un desconocido.
—No, gracias.
—Pero si todavía no sabes lo que es.
—No lo quiero, gracias —repitió—. Además, tengo que irme…
—Eso ya lo has dicho antes. —El hombre se acercó a ella y extendió la palma de la mano en el aire. Sus dedos, largos y nudosos, estaban cubiertos de finas arrugas. Eis tragó saliva. ¿Qué pensaba hacerle?—. ¿Alguna vez has querido que los mayores dejasen de tratarte como a una niña? ¿Que te dijesen la verdad cuando quisieras saber algo y que no te ocultasen las cosas? —preguntó de pronto. Ella asintió, como hipnotizada por la mano—. ¿Que te dijesen lo que de verdad piensan y no lo que necesitas oír? —Eis asintió de nuevo, la voz del viejo fluyendo como un río en calma dentro de su cabeza—. Yo puedo ofrecerte eso y mucho más, pequeña. Un poder como ningún sentomentalista ha tenido antes. Un poder que te permita conocer las respuestas a tus preguntas. ¿Lo quieres, Lysell? ¿Lo quieres?
—Lo quiero… —dijo en un suspiro.
Un momento. ¿Lysell? ¿Quién era Lysell?
El aturdimiento fue abandonando la cabeza de Eis hasta que solo vio la mano del viejo frente a su nariz. Apenas quedaba rastro del sol en el cielo.
—¿Qué me estás haciendo?
El desconocido la miró desconcertado.
—Quiero convertirte en la primera mujer sentomentalista. —Los ojos se le abrieron ante la sorpresa y cerró la boca. La niña le miró intrigada.
—¿Una sentomentalista, yo? ¡Pero si soy… mujer! Las mujeres no pueden ser sentomentalistas. —El viejo se encogió de hombros y tragó saliva—. ¿Verdad?
—Sí, si yo lo deseo. —Esta vez se llevó las manos a la boca, como molesto por haber hablado más de la cuenta.
Eis le miró extrañada. Tuvieron que pasar unos segundos antes de que comprendiese qué le estaba ocurriendo.
—Lo has hecho… —le recriminó. No quería estar más tiempo con él. Tenía miedo. Le había cambiado algo dentro, la había hechizado… le había dado lo que le ofrecía.
—No era mi intención… —El viejo parecía mucho más alterado que ella misma.
—¡Sí que lo era! —Un viento frío se levantó en ese momento y agitó las flores a su alrededor—. ¿No es cierto?
—Sí, lo era, pero no tan rápido. No de este modo. —El sentomentalista frunció el ceño y le dio la espalda—. Maldita sea, deja de preguntarme. Vete, Lysell, vete.
Eis sonrió para sí.
—No sin antes hacerte una pregunta más: parece que lo sabes todo acerca de mí y de mi familia, así que quiero saber… ¿dónde está mi madre?
—Muerta.
La sonrisa se quedó helada en el rostro de la niña. La palabra rebotó en sus oídos y el eco retumbó en su cabeza.
El sentomentalista se dio la vuelta y la miró compungido.
—Lo siento, te dije que no preguntaras. —Los ojos del lobo relucieron sobre el pelaje. Las estrellas comenzaron a adornar el firmamento—. Debo irme, tengo que…
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó de pronto Eis, con voz fría y mirada vacía—. Lo he querido saber desde que has aparecido y no me lo has dicho. Ahora te pregunto, ¿cuál es tu nombre?
El sentomentalista intentó controlar su lengua, pero no sirvió de nada.
—Ettore. —Y tras responder, echó a correr de vuelta al bosque, dejando en el claro a Eis con la mirada clavada en el suelo y una lágrima escurriéndose por su mejilla.
Tuvieron que pasar varias horas hasta que los hombres de la tribu dieron con ella. El grupo comandado por Azquetam alcanzó el claro a medianoche, de donde la niña no se había movido en todo aquel tiempo.
—¡Eis! —gritó uno de los hombres al descubrir su silueta. Todos echaron a correr hacia allí, temiendo que le hubiera sucedido lo peor. Ella oyó su nombre una, dos y hasta tres veces, pero no se dio la vuelta ni respondió. No porque no los entendiese, ni porque estuviera enfadada o triste.
No respondió porque preguntaban por Eis, y Eis había muerto. En su lugar había quedado Lysell, una niña sentomentalista cuyos padres habían muerto y que estaba sola en el Continente.
Cuando el primer hombre llegó hasta ella y la estrechó entre sus brazos, Lysell perdió el conocimiento y el gorro se le escurrió de la cabeza, dejando a la vista un cabello tan blanco y brillante como las estrellas que habían sido testigos del milagro desde el cielo.