Duna volvió a intentarlo una vez más. Las cuerdas le habían llagado las muñecas y cada vez era más difícil obviar el dolor. No sabía con cuanto tiempo contaba, pero no tardarían en regresar.
Volvió a tirar hacia arriba, girando las manos para que el agujero se hiciera más grande. Un poco más, un poco más… nada.
—Hufff… —bufó con el pañuelo en la boca y el sudor corriéndole por la frente. Llevaba peleando contra el esparto desde que se habían marchado las hermanas, pero los nudos estaban hechos a conciencia.
Dejó de hacer fuerza y se relajó en la silla. Le dolían los músculos, al menos los que todavía sentía, y las piernas llevaban horas dormidas. Intentó mover los tobillos para que la sangre circulase por ellas, pero apenas notaba diferencia con las cuerdas que le atenazaban.
¿Y dónde estaba Adhárel? ¿Por qué no venía a rescatarla? Una lágrima se escurrió por su mejilla. Adhárel está vivo, se decía. Está vivo y aguardando el momento oportuno. Tal vez hubiera regresado a Bereth para ordenar a sus hombres que la buscaran por todo el Continente. Por todo el Continente, se repitió a sí misma. ¡Por el Todopoderoso, podía estar en cualquier parte! Incluso muerto…
—Humpppfffff… —Dejó que el aire abandonase sus pulmones y después volvió a respirar agotada. ¿Qué le pasaba? ¿No se había jurado que no volvería a pensar en ello hasta que no tuviera pruebas fehacientes de que estaba muerto? Adhárel seguía vivo, Adhárel seguía vivo gracias al dragón. Adhárel regresaría a buscarla y volverían sanos y salvos a Bereth y la maldición habría desaparecido y serían felices, serían… felices.
El llanto regresó con más fuerza y desesperanza. Antes de poder detenerlo, se atragantó dos veces por culpa de la mordaza y, aun así, seguía sintiéndose tan triste y sola que hubiera preferido morir junto a Adhárel antes que haber sido raptada. No podía seguir mintiéndose a sí misma durante mucho más tiempo.
Al menos cuando se encontraba dormida o con Kalendra y Firela dando vueltas a su alrededor, podía distraerse y pensar en otras cosas. Pero en aquella habitación, abandonada y alejada de todos los que alguna vez había querido, el dolor era tan profundo que era imposible conservar la esperanza.
Adhárel estaba muerto y nunca más volvería a verle.
—Está… vivo —dijo Kalendra, incapaz de aguantarse por más tiempo. Se encontraban en el interior de un enorme arbusto hueco decidiendo cómo escapar de allí. El inmenso jardín del castillo de Salmat no había cambiado en sus diecisiete años de ausencia y las dos hermanas se lo conocían como la palma de la mano.
—No hables o terminarás desangrándote de la forma más tonta —le advirtió Firela. Una de las flechas de los arqueros de la reina le había rozado el cuello. La herida no era profunda, pero sangraba profusamente.
Por suerte, mientras una distraía a la guardia que irrumpía en el castillo, la otra había podido colocarse a una distancia perfecta entre los matorrales del jardín para disparar a la reina. Sin duda no lo habrían tenido tan fácil de no haber sido por la repentina visita de Adhárel y de su hermano Wilhelm.
Cuando Firela encontró a su hermana con la garganta sangrando, se temió lo peor. Una vez se recuperó del susto pudo arrastrarla hasta el improvisado escondite. El agujero en el que de pequeñas habían cabido las dos sin problemas, ahora apenas podía ocultarlas. Pero era lo mejor que habían podido encontrar en su huida.
—Yo… yo le clavé la espada —seguía murmurando Kalendra—. Vi cómo… moría. Le atravesé… el corazón… No puede… pero está…
—¡Ya basta, Kendra! —siseó Firela, enfadada—. En serio: la herida tiene un aspecto horrible. Deja de hablar si no quieres morir aquí mismo. Sí, está vivo, igual que Wilhelm. Pero ahora mismo no podemos hacer nada. Solo espero que no nos hayan visto; si no, tendremos problemas. Ya pensaremos cómo deshacernos de él más tarde. Seguro que…
—Al menos deben de haber sido dos. ¿Dónde se han metido? —oyeron cómo preguntaba un soldado cerca de allí.
—Rodead el jardín entero. Tú y tú, id por ese lado. Vosotros, seguidme. ¿Y los perros?
—Los traen de camino, capitán.
—Señor, ya hemos avisado al resto de la guardia. Nadie podrá entrar ni salir de Salmat hasta que vos lo ordenéis.
—¡No huirá con vida! —aseguró el hombre, echando a correr seguido del resto de los hombres.
—Perros… —dijo Kalendra, el miedo atragantado en su garganta—. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.
—Shhhh… estoy intentando pensar. —Tras unos segundos en silencio añadió—: ¿Recuerdas dónde estaba la madriguera?
—¿Estás loca?
—No, escucha: la encontramos detrás de un montón de zarzas, ¿verdad? Estoy segura de que somos las únicas que conocen su existencia. Podríamos intentar salir por allí.
—No… cabremos…
—¡Sí que cabremos! Es nuestra única posibilidad. ¿Qué me dices?
Kalendra se quedó meditando y después asintió.
—Bien.
Sin más que decir, salieron del arbusto mirando a todos lados. Primero Firela y después Kalendra. Juntas corrieron hasta el siguiente árbol y, desde allí, hasta la enorme fuente con tortugas. Una patrulla de guardias rondaba por la zona, ensartando sus lanzas entre la vegetación, esperando oír un grito. Firela tomó una piedra del suelo y la lanzó contra unos matorrales que había a varios metros de allí. En cuanto los guardias oyeron el ruido, salieron corriendo en esa dirección, dejándoles vía libre.
—Apóyate en mí. —Firela advirtió el gesto de dolor en el rostro de su hermana.
Fueron a gatas hasta unos abetos y allí volvieron a levantarse y a correr hasta el alto muro que rodeaba el jardín. Al otro lado se iniciaba la parte del bosque de Ariastor que pertenecía a Salmat. Desde allí solo tendrían que bordearlo hasta encontrarse de nuevo con las casas del reino. Lo que sucediese a continuación, ni ellas mismas lo sabían.
—¿Estaban más al este, verdad? —preguntó Firela. Kalendra asintió y comenzó a toser.
—Shhh, shhh… aguanta un poco más.
Se recolocó mejor el cuerpo de su hermana y siguieron el curso de la muralla, atentas a cualquier ruido. Unos minutos más tarde se encontraron con el gigantesco zarzal que reptaba por la piedra.
—Aguanta aquí, ¿podrás?
Firela dejó a su hermana apoyada en el tronco de un árbol cercano y regresó para buscar el agujero entre las espinas.
De repente escucharon el ladrido de los perros.
Kalendra hizo acopio de todas las fuerzas que le quedaban y se puso a escarbar entre las zarzas con su hermana.
—¿Qué haces? ¡Kalendra, para!
—Cállate —le espetó la otra sin hacerle ningún caso.
Poco después lograron hacer un estrecho agujero directo al hueco de la muralla que habían bautizado tiempo atrás con el nombre de la Madriguera.
—Tú primero, vamos.
Kalendra obedeció sin rechistar. Se escurrió entre la vegetación sintiendo cómo las espinas le arañaban la piel y la tierra se mezclaba con la sangre de sus manos. No necesitaba que Firela le recordase que si no se daba prisa en curarse las heridas, podría terminar con una infección muy peligrosa.
Cuando hubo cruzado al otro lado le hizo una indicación a su hermana.
—¡Capitán! —gritó de repente un hombre no muy lejos de allí—. ¡Parece que el perro ha encontrado un rastro!
Las dos hermanas se quedaron congeladas una frente a la otra cuando sonó el silbato de alarma.
—¿Sabes adónde nos dirigimos?
—No.
—¿No te están diciendo nada… las voces?
—Sí.
—¿Entonces?
Wilhelm se quedó quieto en mitad del jardín y se tapó el oído con la mano.
—No me dejan pensar… Me están ordenando que salga del castillo. Que no es aquí donde debería estar.
—¿Han escapado?
El hombre cuervo gruñó una maldición.
—No quieren que las persiga. Ya no.
—¡Pero Duna…!
—¡Duna no es ahora mi problema, Adhárel! —Al darse cuenta de lo que había dicho, trató de disculparse—. No quería decir eso. Es que no entiendo… no entiendo porque sigo escuchando las voces si Dalía ya ha fallecido.
Adhárel aguardó en silencio.
—Tal vez tu juramento lo haya renovado.
—¿Qué juramento?
—Le prometiste que encontrarías a la niña y la cuidarías.
—No… —Wilhelm cerró los ojos, abatido—. No puede ser… Entonces, ¿está viva?
—Eso parece.
Adhárel hizo ademán de decir algo más cuando reparó en la sangre que cubrían las plumas.
—Wil, tienes que volver al castillo. Alguien tiene que curarte eso.
—¿Y tú qué vas a hacer mientras tanto?
—Ayudaré a los guardias. Intentaremos dar con el asesino, esté donde esté.
—Voy contigo Adhárel. No pienso dejarte sol… Ahhhg. —El hombre cuervo cayó al suelo de rodillas—. ¡Cada vez gritan más fuerte!
El príncipe lo agarró por las axilas y le ayudó a levantarse. Después, a paso lento, le acompañó hasta el interior del castillo.
—¡Que alguien venga! ¡Necesita ayuda!
Dos lacayos aparecieron en el pasillo y ayudaron a portar a Wilhelm hasta una habitación con varios sillones.
—Santo cielo… —masculló uno, al descubrir el ala.
—Es el príncipe de Salmat —le advirtió Adhárel con semblante serio—. Cuidad vuestro lenguaje frente a él.
—Mis… mis disculpas… —dijo el otro consternado. La duda brilló en sus ojos.
Wilhelm volvió a gruñir de dolor.
—Tenéis que detener la hemorragia. Está perdiendo demasiada sangre.
—Voy a avisar al médico —le dijo un lacayo al otro. La mirada suplicante de su compañero fue más elocuente que un grito.
—Deberías sentirte honrado de estar salvándole la vida a tu príncipe —le advirtió Adhárel—. No asustado.
—No… no estoy… no estoy…
El príncipe vio cómo los labios de Wilhelm se torcían en una media sonrisa tras escuchar aquello. Entreabrió los ojos y agarró el brazo de Adhárel.
—Vete… —le dijo—. Encuéntrale. Yo estaré bien.
Cuando Adhárel salía de la habitación, el lacayo regresaba acompañado por un anciano ataviado con una túnica.
Kalendra se llevó los dedos a los labios y le pidió a su hermana con gestos que aguantara sin moverse. A continuación, se arrodilló y avanzó varios metros acuclillada sin despegarse de la muralla. Cuando creyó que ya era suficiente, pegó un grito. La alarma no tardó en saltar entre los guardias y soldados.
—¡Están por aquí!
—¡Que alguien traiga los perros, maldita sea!
Sí, buscad, buscad, idiotas, se burlaba Kalendra para sí de regreso a la madriguera. Cuando llegó al agujero, su hermana ya estaba a medio camino. Con un último impulso, Firela se escurrió por completo fuera del jardín y juntas comenzaron la huida a través del espeso bosque de Célinor en dirección a las primeras casas de Salmat.
Tras un buen rato corriendo, Kalendra se desplomó sobre un árbol sin apenas fuerza.
—No puedo… —le dijo a su hermana—. Sigue tú.
Por respuesta, Firela se arrancó un trozo de tela de su manga y se lo colocó alrededor del cuello.
—Agárrate a mí. —La tomó por la cintura y así continuaron avanzando. Los ladridos de la jauría de perros se derramaron por el bosque en señal de aviso y de peligro. Si las encontraban, decían los canes, les arrancarían la piel a expensas de lo que sus amos quisieran hacer con ellas.
Las asesinas continuaron avanzando con el pulso acelerado, pero con la determinación de no dejarse atrapar. Lo habían hecho durante años, ¿por qué iba a ser diferente en aquella ocasión?
Adhárel siguió los gritos de los soldados hasta el extremo de la muralla por donde creían haber oído a los intrusos.
—¿Las habéis encontrado? —preguntó, recuperando el aliento.
—Todavía no —dijo uno—. Creemos que han escapado, pero no sabemos cómo ni por dónde.
Adhárel tampoco podía explicárselo: aquel muro no tenía nada que envidiar al de la muralla que rodeaba Salmat. ¿Cómo habían podido escalarlo tan rápido?
A no ser que…
En ese momento llegaron dos soldados con varios perros.
—Soltadles —ordenó el príncipe—. Ellos nos mostrarán el camino.
El soldado hizo lo que le pedía y en el instante en el que el animal se sintió libre, se alejó de allí corriendo. Adhárel fue tras él seguido por la patrulla. Varios metros más allá el perro comenzó a ladrar y a escarbar en el suelo, ansioso.
Sin esperar la orden, dos soldados limpiaron el camino dejando a la vista el agujero en la muralla.
El que había llevado el perro se rascó la cabeza sin comprender.
—Pero el grito lo oímos…
—Avisad que han salido. ¡Avisad que han salido! —ordenó a gritos el que estaba al mando.
—Maldita sea… —masculló Adhárel, pateando el suelo enfurecido—. Iré tras ellos —dijo, agachándose para cruzar al otro lado.
—¿Vos solo? —le preguntó el capitán, visiblemente preocupado.
—Sé cuidar de mi mismo. Enviad varias patrullas por el bosque. No deben escapar.
Una vez al otro lado, se perdió entre los árboles, atento a cualquier ruido o señal. Cuando llevaba un rato buscando sin ningún resultado y contrariado ante la floresta que se extendía frente a él, descubrió una mancha roja en la tierra.
—Ya os tengo… —dijo tocando la sangre seca con el guante.
Avanzó con tiento entre los árboles, deteniéndose de vez en cuando para rastrear alguna huella o una mancha que le pudiera indicar hacia dónde dirigirse. Muchas veces dejó que el instinto le guiase, con la única esperanza de no perder el rastro. La sangre cada vez era más difícil de encontrar y las huellas en el suelo parecían haber desaparecido. A cada minuto, el bosque parecía volverse más denso. Lo que antes eran grotescas marcas rojas, ahora no eran más que una sombra en la corteza de los árboles. Poco después de perder por completo el rastro, descubrió un trozo de tela negra goteando sangre colgada de un arbusto. Se acercó y la tomó entre las manos. Era reciente. Tenían que estar cerca pero ¿hacia dónde debía dirigirse ahora?
Aguardó en silencio por si oía algo, dio unos pasos hacia el este, después hacia el oeste y por último hacia el norte. Fue entonces cuando tuvo que admitir que no solo se le habían vuelto a escapar, sino que, además, se había perdido.
Kalendra zarandeó a su hermana por el hombro para despertarla. Cuando abrió los ojos, la ayudó a levantarse y a salir de debajo de aquellos árboles.
Se habían detenido a descansar la última vez que Kalendra perdió pie y cayó al suelo sin poder evitarlo. Firela también necesitaba recuperar fuerzas para seguir cargando de su hermana. Por suerte habían dado con aquella guarida improvisada entre ramas y hojas donde habían podido tomarse un respiro y, en el caso de Kalendra, dormir.
—Debemos seguir —le dijo su hermana, mirando hacia el cielo—. Ajá. Es por allí —comentó animada al vislumbrar entre las copas una serpiente de humo gris que escalaba hacia el cielo—. Estamos muy cerca, Kendra, aguanta un poco.
El último tramo fue el más complicado. La mujer no podía dar más de tres pasos sin gruñir de dolor o sin tropezarse con cualquier piedra o raíz que se cruzara en su camino. Cuando llegaron a las primeras casas, Firela estaba sudando y tenía los músculos agarrotados por el esfuerzo.
La casa donde habían ocultado a Duna se encontraba cerca de allí. Pero ¿cómo podrían pasar desapercibidas con todos los soldados que con toda seguridad estarían patrullando las calles? De repente vio la solución.
Apoyada sobre la fachada de la casa más cercana, vislumbró una carretilla con varias redes y telas. Sin pensárselo dos veces, y tras comprobar que no estuviera el dueño al acecho, Firela corrió hasta allí y regresó donde aguardaba su hermana. A continuación, apartó todos los trastos que había dentro y metió a Kalendra.
—Tengo que taparte —le dijo, atenta por si aparecía alguien de improviso.
Cuando Kalendra estuvo dentro, la cubrió con numerosas redes hasta casi hacerla desaparecer. A continuación, se puso ella una manta sobre la cabeza y agarró la carretilla.
—Todopoderoso… pesa una tonelada… —bufó, obligándose a no desfallecer.
Al tomar la primera calle, comprobó extrañada cómo las madres tomaban a sus hijos en brazos y los metían en casa, los hombres cerraban los postigos de las ventanas y los ancianos se escurrían lejos de allí.
Se estaba preguntando a qué venía todo aquello cuando una patrulla de guardias se cruzó con ellas.
—Señora —le dijo uno, deteniéndose a su lado. Firela tragó saliva y esperó, con la cabeza gacha y sintiendo cómo la sangre le hervía por dentro—. Señora, no podéis estar fuera de vuestra casa. Hay orden de no dejar salir ni entrar a nadie hasta nuevo aviso.
—Oh… —se limitó a decir ella, asintiendo repetidas veces. Después, sin decir una palabra más, comenzó de nuevo a empujar la carretilla.
—Disculpad… —Esta vez Firela estuvo tentada de girarse y enfrentarse a ellos, pero…— ¿Necesitáis ayuda?
—No, no… —respondió, falseando la voz y echando a andar con más energía.
En cuanto encontró una callejuela se perdió por ella, alejándose de los guardias. El corazón le palpitaba desbocado en el pecho, pero en la mente solo había cabida para un pensamiento que se repetía una y otra vez:
No les habían reconocido, no les habían reconocido…
El príncipe tardó más de una hora en volver a encontrar el sendero de regreso al castillo. Cuando llegó, Adhárel tuvo que esperar hasta que varios guardias que se encontraban por allí le reconocieran para que le permitiesen pasar. Al parecer habían dado toque de queda en el reino y nadie podía salir de sus casas, y mucho menos entrar en el castillo.
Wilhelm seguía en la misma sala en la que lo había dejado. Cuando lo vio entrar, se incorporó, aunque rápidamente volvió a echarse con una mueca de dolor. Una enorme venda le cubría la mitad de las plumas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó cuando se recompuso.
Adhárel se sentó en una silla cercana.
—Se han escapado. Lo siento muchísimo. Los he seguido, pero… pero han desaparecido. Y lo peor es que si Duna estaba en Salmat como tú dijiste, he perdido por completo su rastro… por completo. —Las lágrimas acudieron a sus ojos. La desesperación y el enfado habían derribado todas las defensas.
—Ey, ey… —Wil negó repetidas veces—. Calma, ¿quieres? Vamos a encontrarla. Te lo prometo. No te preocupes por lo otro. Has hecho lo que has podido, los guardias se encargarán de encontrarlos.
—No… esta vez es la definitiva. El Todopoderoso me ofreció una oportunidad más y la he desaprovechado… No encontraré a Duna nunca.
—Adhárel, basta. Con o sin estas malditas voces que no dejan de taladrarme la cabeza, te ayudaré a encontrarla. Y no te digo a buscarla, sino a encontrarla. Porque está viva, y te está esperando. ¿Me oyes? Te está esperando.
El príncipe asintió ya sin lágrimas. Se sentía estúpido llorando delante de Wilhelm.
—Parezco un niño —dijo, sonriendo contrariado.
—Te sorprendería saber cuántos hombres lloran por cosas más banales que el amor, amigo. —Wilhelm se recostó en el sillón y añadió—: En cuanto esta estúpida ala me deje moverme, saldremos ahí fuera y encontraremos a mi sobrina y a tu amada Duna. Con o sin los gritos que no dejo de oír en mi cabeza. El Continente no es lo suficientemente grande para nosotros.
Adhárel sonrió al escuchar aquello último. A continuación, le preguntó:
—¿Te arrepientes de haberle prometido a tu hermana que la protegerías?
El hombre cuervo negó con la cabeza repetidas veces.
—Nada me alegra más que saber que Dalía no se ha ido del todo…
—¿Se lo dirás a alguien?
—¿Lo de Lysell?
Adhárel asintió.
—Ya escuchaste a mi hermana: quienes tienen que saberlo, lo saben. Ellos se encargarán de dar la noticia.
Los dos se quedaron callados, cada uno sumido en sus pensamientos.
—Tu hermana dijo que fue un viejo sentomentalista quien te hechizó; he estado pensando que tal vez…
Wil asintió sabiendo lo que le iba a decir.
—Sí, yo también creo que es el mismo que te convirtió a ti en dragón. Dijiste que se llamaba Maese Kastar, ¿cierto?
Adhárel asintió.
—Así le presentó mi madre.
—Pero ¿quién es ese hombre en realidad? ¿Cómo puede tener tanto poder y que nadie lo conozca?
—No lo sé… —Adhárel chasqueó la lengua—. Y en realidad no quiero pensar en él por ahora. Estoy más preocupado por el dragón. Tengo miedo de que esta noche ataque Salmat en busca de Duna…
—Lo sé —dijo Wilhelm—. Tal vez deberíamos encerrarte en alguna mazmorra o…
—No, es demasiado peligroso, y recuerda lo grande que es. Además, podría verme alguien.
—¿Qué sugieres entonces?
—No se me ocurre nada. Supongo que la única alternativa es intentar razonar con él cuando aparezca.
—Adhárel…
—Ya, ya lo sé. Tienes tus dudas, pero está comprobado: el dragón te entiende tan bien como yo. Intenta explicarle la situación, no sé… Intenta ser convincente.
—Príncipe, estáis loco —replicó Wilhelm, soltando una carcajada.
—¿Cuántos días más crees que nos quedaremos en Salmat?
—Ninguno. Esta noche nos iremos.
Adhárel frunció el ceño.
—¿Y el… funeral?
—Mi hermana habría querido que saliera cuanto antes en busca de su hija, y no voy a decepcionarla. Otra vez no.
El príncipe de Bereth no quiso entrometerse más en las decisiones de Wilhelm.
—En ese caso tienes que dormir. Le diré a un lacayo que se quede en la puerta y que no permita que nadie te moleste. Cuando llegue la hora te vendré a despertar.
Se levantó de la silla.
—Adhárel —dijo Wilhelm entonces—, gracias.
—Pero si solo…
—No lo digo por esto, sino por todo.
El muchacho sonrió, salió de la habitación y cerró la puerta a su espalda.
Estaba convencida de que estaba sangrando. ¿Cuántas horas habían pasado ya? ¿Cuatro? ¿Cinco? Y seguía tan bien atada a la silla como al principio, aunque mucho más cansada y con las muñecas en carne viva, claro.
Había terminado por olvidarse de la mordaza. Con todo, sentía la boca seca y la garganta clamaba por un poco de agua. ¿Cuánto tiempo más tendría que soportar aquello? ¿Volverían pronto? ¿Se olvidarían de ella? ¿Y si no regresaban?
—Hmmmmpffff… —La muchacha se revolvió en la silla ante aquella perspectiva tan poco halagüeña, tirando y tirando sin ningún resultado.
Clack.
La puerta. Alguien había entrado en la casa. ¿Serían ellas? ¿Sería alguien que pudiera ayudarla?
—Hhhhuummmmm…
Duna volvió a tironear más fuerte… Vamos, vamos… Las lágrimas le saltaban de los ojos. Por favor, suplicaba, por favor, sacadme de aquí.
—Habrá que esconderla en el sótano —oyó decir a alguien. Era Firela. Estaban vivas y habían vuelto a por ella.
Se le acababa el tiempo. En pocos segundos llegarían a la buhardilla y entonces de nada habrían servido aquellas horas. De nada.
Le daba igual sus muñecas, no le importaba que estuvieran sangrando. Solo podía concentrarse en tirar y empujar y desgastar las cuerdas… ¡¿Pero por qué no cedían?!
El llanto acudió con más fuerza, atragantándose con el trapo de la boca. Morir de asfixia sería mejor que continuar allí.
De pronto se dio cuenta de que no servía de nada seguir esforzándose. ¿Para qué? ¿Cómo iba a salir de aquella habitación de todas formas?
Crack, crock.
Ya estaban en el último tramo de las escaleras. Diez segundos, tal vez menos. Ocho, siete…
¡Flash!
—¡Duna!
La muchacha pensó que finalmente se había desmayado y que veía visiones.
—¿Duna? ¿Qué demonios está pasando aquí? ¡Duna!
El grito la hizo volver en sí. No lo estaba imaginando. Sírgeric estaba frente a ella, con un mechón negro en la mano y una sonrisa congelada en los labios.
—¡Hmmmmpff, hmpffmmmm! —exclamó ella, dirigiendo la mirada hacia la puerta. Sírgeric le desató rápidamente la mordaza de la boca.
—¡Adhárel! —fue lo primero que dijo Duna, desesperada por hacerse entender.
—¿Dónde está?
—¡Coge su mechón! ¡Coge su mechón!
El picaporte comenzó a girar.
—¡Corre! —exclamó Duna.
Sírgeric no perdió más tiempo. Sacó de debajo de su camisola varios colgantes que tintinearon al entrechocar entre sí.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Firela mientras empujaba la puerta.
Sírgeric abrió el guardapelo y sacó el mechón broncíneo.
—¡Eh, tú! —gritó Firela.
Pero Duna y Sírgeric acababan de desaparecer ante sus narices, con silla y cuerdas incluidas.