14
Sangre real

Las campanas volvieron a repicar cuando entraron en el reino. Wil recordaba haber escuchado aquella tonada tras la muerte de sus padres. La tradición decía que, para que las almas encontrasen el camino lejos del mundo terrenal, debían sonar tres veces durante el primer día de luto, dos durante el segundo y una durante el tercero. Era una melodía triste para quienes sabían lo que significaba.

Adhárel le miró preocupado.

—¿Seguro que te encuentras bien? —Wilhelm no había querido explicarle lo que había sucedido durante su escapada de la noche anterior, pero eso no quitaba que el príncipe pudiera pasar por alto el gesto sombrío del rostro de su amigo. Sin duda alguna, la muerte de aquella princesa tenía que estar relacionada con él, ¿pero cómo?

—Perfectamente —replicó el hombre cuervo sin apartar la mirada del horizonte—. ¿Cuántas veces más vas a preguntármelo?

El príncipe no quiso responder. Negó quedamente y continuó avanzando por las calles de Salmat en dirección al palacio.

Aquel reino era muy diferente a los que había conocido hasta entonces. Las casas eran mucho más altas que las de Bereth, pero menos que las de Belmont. Estaban todas pegadas unas a otras, desordenadas a lo largo de calles laberínticas. Las fachadas estaban pintadas con colores claros, cremas, blancos y amarillos, mientras que las ventanas contaban con contrafuertes de una madera oscura que resaltaban como ojos en las paredes. Apenas había balcones, ya que las calles adoquinadas eran considerablemente estrechas.

La mayoría de los habitantes salía en esos momentos de sus casas con trajes de luto. Las mujeres con largos vestidos negros y velos que les cubrían el rostro y, los niños y hombres, con sombreros entre las manos. Nadie hablaba, nadie reía. Se trataba de una marcha fúnebre a la que Wilhelm y Adhárel se sumaron y que desembocaba en las puertas del palacio.

El príncipe no había esperado aquello. ¿Cómo iban a encontrar allí a Duna? ¿Estarían las asesinas entre el gentío? ¿Sería capaz de reconocerlas si las viera?

—Adhárel, por aquí —le indicó el hombre cuervo saliéndose de la fila.

—¿No deberíamos esperar a que llegase nuestro turno? Tal vez lo mejor sea que nos marchemos y lo intentemos más tarde.

—No —replicó Wilhelm, echando a andar por el patio interior del palacio. Los murmullos de indignación y enfado de los salmatinos se sucedieron mientras avanzaban.

—Creo que no deberíamos colarnos, Wil…

Pero el hombre cuervo no lo escuchaba. Siguió adelante sin molestarse en pedir disculpas hasta plantarse frente al guardia apostado a las puertas del castillo.

—La cola comienza allí detrás —le indicó el hombre sin dignarse a mirarle.

—Lo sabemos, pero necesitamos ver a la reina urgentemente.

—¿Habéis pedido audiencia?

—No, pero es urgente —insistió Wil sin intimidarse ante la brillante armadura y la afilada lanza.

—Tendréis que hacer la cola de todos modos.

—Wil… —Adhárel lo cogió del brazo para llevárselo de allí, pero en ese instante el hombre cuervo se deshizo del príncipe y arremetió contra el guardia que, distraído como estaba, empezó a tambalearse dentro de la pesada armadura hasta caer al suelo.

—¡Guardias! ¡Intruso! —gritó en ese momento.

—¡Wil! —le recriminó Adhárel, intentando detenerle— ¿En qué diablos estás pensando? ¡Vas a conseguir que nos encierren!

—Vamos.

Ante el asombro de todo Salmat, que gritaba e insultaba a aquellos intrusos que habían penetrado en el palacio en pleno luto, Wil se escurrió por el vestíbulo principal seguido de Adhárel.

—¡Dalía! ¡Dalía! —gritaba a pleno pulmón— ¡Tenemos que hablar!

Las personas que aguardaban a que llegara su turno para poder entrar en la sala donde se encontraba el féretro se alejaban de él, asustadas y ofendidas. Pero Wil continuaba gritando sin importarle nada ni nadie.

—¡Dalía! ¡Sal, por favor! ¡Dalí… ufff!

Un enorme soldado lo placó en ese instante por un costado, derribándolo sobre el frío mármol.

—¡Quieto! —le ordenó el gigantesco soldado, colocándole las manos a la espalda.

—¡Dalía!

¡Pam!

Con un golpe seco de su guante de hierro contra la mandíbula del hombre cuervo cesaron los gritos.

—¡Cállate! —le ordenó una vez más, como si no hubiera quedado lo suficientemente claro.

Mientras tanto, otros dos guardias habían sujetado a Adhárel por la espalda, inmovilizándolo.

—Dejadnos marchar, os lo suplicamos. Mi amigo no pretendía…

—¡Silencio he dicho! —El soldado que parecía estar al mando se puso en pie, con Wilhelm sujeto por el cuello. El labio del hombre cuervo sangraba por la comisura derecha. Adhárel temió que le hubieran roto algún hueso—. Vosotros, llevad a ese a los calabozos, yo me encargaré de este.

—¡Si, señor! —dijeron los guardias a coro. Pero justo cuando iban a dar media vuelta con Adhárel entre los brazos, una voz cortó el tenso silencio reinante.

—¡Un momento!

El príncipe se giró para ver a una hermosa mujer de edad aproximada a la de su madre, pero mejor conservada. Iba vestida con un largo vestido negro cuya cola se arrastraba por el suelo como si de cenizas se tratase. Sobre su cabeza, la brillante corona de oro relucía incluso en las sombras del pasillo.

La mujer avanzó cosn paso seguro hasta ellos al tiempo que los arrodillamientos se sucedían y las palabras de duelo la rodeaban.

—¿Qué está pasando? ¿Quién ha osado profanar de este modo el funeral de mi hermana?

—Ma… majestad —comenzó el guardia, arrepentido de pronto por haber armado tanto escándalo—. Se habían colado, majestad —dijo señalando al príncipe y a Wil—. Este loco quería reunirse con vos, pero ya nos lo llevamos a los calabozos, majestad. No deseamos importunaros más. Disculpad.

El guardia fue a girarse, pero la reina le detuvo una vez más. Después se volvió hacia Wilhelm.

—Decidme quién sois y por qué habéis venido si no queréis que os mande ahorcar inmediatamente.

Adhárel se preguntó si debía revelar en ese momento su título para salir del atolladero, pero en ese instante, Wilhelm levantó el rostro y con voz pastosa dijo:

—Soy yo, hermana.

Los ojos cargados y enrojecidos de la reina se abrieron de pronto en señal de reconocimiento mientras se llevaba una mano a la boca. La estupefacción de los allí reunidos no fue nada comparada con la de Adhárel. ¿Wilhelm, un príncipe?

—No puede ser… —murmuró Dalía, sobrecogida.

—Soy Wilhelm, hermana —repitió el hombre cuervo. Y entonces hizo algo que Adhárel nunca hubiera imaginado: frente a todos los presentes, sin preocuparse por su reacción, se desenganchó la capa y dejó el ala a la vista.

—¡Santo Todopoderoso! —exclamó el soldado, alejándose de él como si tuviera una enfermedad.

Los salmatinos le miraron horrorizados y soltaron gritos de terror cuando vieron las plumas negras. Algunos incluso salieron huyendo del vestíbulo. La reina, sin embargo, se quedó allí quieta observando obnubilada a su hermano perdido. Y, de repente, empezó a reír y a llorar al mismo tiempo.

—Eres… eres tú… —tartamudeó, incrédula.

Los guardias que sujetaban a Adhárel dieron un paso hacia atrás, consternados. El príncipe aprovechó para colocarse junto al hombre cuervo.

—Majestad —dijo haciendo una reverencia—. Soy el príncipe Adhárel, del reino de Bereth.

Dalía lo miró de arriba abajo, extrañada por las vestimentas que llevaba. Después volvió los ojos hacia Wilhelm.

—Dice la verdad. Ha venido conmigo hasta aquí.

La reina volvió a fijarse en el príncipe antes de asentir. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y aguardó unos instantes hasta recuperar de nuevo la compostura.

—Bien, bien… —dijo—. No nos quedemos aquí. Sigamos esta inesperada reunión en un lugar más privado. Habrá que mirarte ese labio…

—Majestad —llamó el guardia que esperaba junto a la puerta.

—¿Sí, qué sucede?

—El funeral…

—Que siga adelante, capitán —respondió Dalía, dándose la vuelta y agarrando a su hermano del brazo—. Enseguida regreso.

—Como deseéis, Majestad.

Adhárel les siguió a cierta distancia por el ancho pasillo alfombrado mientras admiraba los cuadros y las esculturas expuestos. La reina apoyaba su cabeza sobre el hombro de Wilhelm sin decir una palabra. Unos metros más adelante, se detuvo y se quitó el colgante del que colgaba una llave dorada. La metió en la cerradura con mano temblorosa y la giró.

La habitación a la que entraron parecía una sala de juegos para niños. Había muñecas de trapo desperdigadas por las estanterías y figuritas de madera con formas de animales colocadas sobre una mesa en el centro. En el rincón más alejado, un butacón aterciopelado y varios cojines tirados por el suelo frente a una chimenea apagada remataban el mobiliario.

—Dalía… —masculló Wilhelm desde la puerta—, ¡está igual!

—No he querido cambiar nada —comentó ella, cediéndoles el paso y quedándose apoyada en el dintel.

Wilhelm se paseó por la habitación cogiendo las figuras de madera y estudiándolas con detenimiento y brillo en sus ojos.

—Esperadme aquí —dijo la reina—. Voy a por algo para curarte la herida. Después hablaremos.

Cuando la reina los dejó solos, Adhárel se acercó a Wil y lo agarró del hombro.

—¡¿Eras un príncipe y no me has dicho nada?! —le recriminó, siseando para no llamar la atención.

—No pude —replicó, sin dejar de observar con cuidado la talla de un caballito.

—¿Cómo que no pudiste? ¿Por qué no me dijiste que conocías Salmat? ¡Que eras su príncipe, por el Todopoderoso!

—¿Sabes que yo jugaba con este caballito de pequeño?

—¿Qué?

—Era mi favorito. —De un tirón, se soltó de Adhárel y siguió dando vueltas—. Está todo aquí, ¡todo!

Adhárel pensó que parecía un loco, con aquella mirada nublada por los recuerdos y el labio sangrando. Tal vez lo fuera.

—No me estás haciendo ningún caso, Wil. ¿Crees que estoy de broma? —En dos zancadas se puso frente a él— Dime la verdad de una vez por todas. ¿Hemos venido aquí en busca de Duna o en busca de tu familia?

—Adhárel…

—¡Dímelo, maldita sea! —gritó, incapaz de controlarse por más tiempo.

—¿Qué está ocurriendo? —La reina aguardaba junto a la puerta con una pequeña palangana de agua y varios trapos blancos.

Wil miró con reproche a Adhárel y después dijo:

—Nada, hermana, nada. No te preocupes.

Dalía le dedicó una mirada de desconfianza y después se acercó al butacón, donde se sentó.

—¿No podías haber pedido audiencia en lugar de armar tanto escándalo?

El hombre soltó una carcajada, aunque el dolor en el labio le obligó a detenerse.

—Sabes que no me gusta esperar —dijo.

—Acércate, voy a limpiarte esas heridas.

—Ya no soy ningún niño. Puedo curarme solo.

—Bah, bah, bah, déjate de bravuconadas y haz lo que te digo.

El hombre cuervo puso los ojos en blanco y se arrodilló junto a su hermana que, tras mojar en agua uno de los paños, se lo pasó por el labio.

—Deberían mirártelo. Puede que haya que coserlo.

Mo higas honheias —balbució Wil.

Durante la cura, Adhárel se mantuvo con los brazos cruzados mirando por la ventana que daba a un hermoso jardín. ¿Por qué le había mentido Wilhelm? ¿Había sido todo una treta para no viajar solo desde el bosque hasta Salmat? ¿Tanto miedo le tenía al mundo exterior? ¿Era entonces mentira todo aquello de que iban por el buen camino? Y si era así, ¿cómo había percibido el dragón a Duna?

En ese momento Adhárel creyó tener una revelación: ¿Y si Wilhelm le había estado engañando desde aquella misma mañana? ¿Y si el dragón no hubiera hecho nada fuera de lo corriente y hubiera sido otra nueva excusa para engatusarle?

El príncipe no pudo soportarlo más.

—Me voy, Wilhelm —anunció, dándose media vuelta.

—¡Adhárel, espera! —El hombre cuervo se puso en pie y corrió para detenerlo antes de que alcanzara la puerta.

—¡Suéltame! —le espetó cuando le agarró de la manga.

—Aguarda un momento, por fa… —El puño de Adhárel se estrelló contra la mandíbula de Wilhelm.

—¡Basta! —exclamó la reina en ese momento, poniéndose en pie, con la voz quebrada y sin comprender nada— ¡Tú, joven! ¿Qué crees que haces?

—Lo que tendría que haber hecho hace mucho tiempo, majestad —añadió.

—Podría mandarte ahorcar ahora mismo por agredir de esta manera al príncipe de Salmat.

—No será necesario —intervino Wilhelm girándose hacia Adhárel y masajeándose la boca—. ¿Verdad?

—No, me marcho ya.

—Adhárel, te lo suplico, espera.

El príncipe volvió a encarársele.

—¿Para qué? ¿Para que sigas mintiéndome? ¿Para que puedas seguir riéndote de mí?

—Para que conozcas la verdad.

—¡No! —exclamó en ese momento la reina, dejando caer al suelo la palangana— No lo permitiré, Wil.

—No lo haré yo, Dalía. Lo harás tú.

—¿De qué estáis hablando? —quiso saber Adhárel.

—¿Te has vuelto loco? —La reina negaba con la cabeza— ¿Acaso confías en él lo suficiente? ¡Acaba de atacarte! ¿Qué hará cuando sepa…?

—Confío en él, sí. Y quiero que sepa la verdad.

Wilhelm se acarició las plumas con la mano, se volvió hacia Adhárel y con un hilo de voz, dijo:

—Yo no puedo contarte mi historia, ni tampoco puedo explicarte los motivos por los que no puedo. Pero ella sí.

—¿Para eso has… venido? —preguntó la reina, de pronto dolida— Creí… creí que habías regresado para quedarte y protegerme ahora que Ofelia… que Ofelia…

Las lágrimas le impidieron seguir hablando. Wilhelm corrió a su lado y la estrechó entre sus brazos.

—Dalía, por favor, por favor… No pienses mal de mí. Son muchos los motivos que me han traído hasta Salmat. No supe nada de Ofelia hasta anoche, así que no pude…

—Así que es cierto —le interrumpió su hermana, separándose de él—. Esta mañana, la criada que encontró el cuerpo de nuestra hermana habló de un demonio que había escapado por la ventana con su alma cuando ella entró. Eras tú…

La reina se alejó un paso de él.

—Sí, sí que era yo, pero yo no lo hice, Dalía. Tienes que creerme.

—Entonces, ¿por qué has venido?

El hombre cuervo pensó en la respuesta durante unos segundos, pero después dijo:

—No lo sé. Sinceramente no lo sé. En principio creí que estaba ayudándole a él a encontrar a una joven que raptaron. Después, cuando me encontré a las puertas de Salmat, dudé de si mis ansias por regresar a casa me habían traicionado. Anoche, cuando descubrí el cuerpo sin vida de nuestra hermana, creí que había sido todo culpa mía; y ahora… ahora ya no tengo nada claro.

—¿Una mujer raptada? ¿Aquí?

—No lo sabemos —intervino Adhárel, más calmado.

—Hasta aquí me han traído —añadió Wil, en voz baja, como si tuviera miedo de que alguien estuviera espiándoles.

—Wilhelm…

—Por eso necesito que le cuentes lo que sucede. Dalía, eres la única que lo sabe y que puede ayudarme. Por favor, te lo suplico. No soporto seguir engañándolo.

La reina miró a su hermano, después a Adhárel, insegura, de nuevo a Wil y por último al jardín que se veía a través de la ventana.

—Lo haré porque me lo pides, Wilhelm. Pero lo que suceda a continuación será solo cosa tuya.

El hombre cuervo asintió y después se dirigió al príncipe:

—Adhárel, cierra la puerta con cerrojo y siéntate.

Este obedeció, no sin cierta duda, y se acercó al sillón donde se había sentado la reina. Se recostó en uno de los cojines y aguardó.

—Antes de nada debes jurar que nunca revelarás lo que aquí se diga a no ser que Wilhelm te lo pida —le ordenó la reina con semblante serio.

—Lo… lo juro, lo juro —el príncipe miró al hombre cuervo y este asintió conforme.

—En ese caso escucha con atención y olvida todo lo que hayas imaginado hasta ahora, porque en ocasiones la realidad es mucho más terrible que nuestras pesadillas. —Con estas palabras, Dalía inició el relato que comenzaba con la Poesía que una noche escribió y que terminaba con el momento en el que su hermano huyó de Salmat con un ala en lugar de brazo.

Adhárel escuchó la historia conmocionado, sin hacer preguntas y sin interrumpir. Mirando de vez en cuando a Wilhelm, que permanecía estático junto a la pared, observando por la ventana sin asentir ni negar, como si el protagonista de sus recuerdos hubiera sido otro.

Cuando terminó de hablar, el silencio se enseñoreó de la habitación. Cada uno se quedó sumido en sus pensamientos, intentando controlar las numerosas emociones que podían percibirse claramente a flor de piel: miedo, vergüenza, comprensión, tristeza, ira, compasión…

Adhárel se sentía estúpido. ¿Cómo había podido dudar de él?

—Wil… —dijo.

El hombre cuervo volvió con ellos y le puso una mano sobre el hombro.

—No tienes que decir nada. No lo sabías. Sé por lo que te he obligado a pasar, amigo, y te aseguro que tu paciencia se ha ganado mi admiración.

Adhárel sonrió entristecido.

—Entonces, ¿las voces te dicen qué hacer y qué no hacer a cada momento?

—Casi siempre, sí.

—¿Y ellas te dijeron que me ayudases a buscar a Duna?

El hombre cuervo asintió, vacilando por si eso también estaba prohibido. Cuando vio que no sucedió nada, respiró más tranquilo.

—Tengo miedo de decir algo que no deba —explicó.

—No será necesario, Wil. Te lo juro. Al menos por mi parte.

La reina carraspeó para llamar su atención y preguntó:

—¿Y por qué has venido? Está claro que no para quedarte.

—No, Dalía, no puedo quedarme. Pero ya sabes cómo funciona esto: yo no sé por qué tomo un camino u otro, ni por qué me piden que grite o que me esconda. El resultado de mis acciones lo conozco prácticamente al mismo tiempo que los demás. Puedo intuir o imaginar hacia dónde me llevan o por qué quieren que haga unas u otras cosas, pero nada más. Además, ahora que solo quedas tú, la guardia te vigilará día y noche. No necesitas que me quede para estar protegida.

—¿Y qué pasará cuando yo no esté?

Wilhelm le apretó la mano para infundirle fuerzas.

—Dalía, estoy seguro de que todavía falta muchísimo para que eso pase.

—No, no es eso lo que quiero decir. —La reina tragó saliva y cogió la mano de su hermano—. Wil, hace trece años di a luz a una niña que será la reina de Salmat cuando yo me muera.

—¿Qué? —preguntó el hombre cuervo, entre alegre y consternado— ¿Está aquí?

Dalía negó con la cabeza.

—No está en el castillo. Ni tampoco en Salmat, de hecho. Al nacer le pedí a su padre que se marchara con ella lejos de aquí para no volver.

Una lágrima se escurrió por su mejilla.

—¡¿Qué?!

—¡No quería que les pasase nada, Wil! Tú habrías hecho lo mismo.

Dalía comenzó a llorar con más fuerza.

—¿Lo sabe alguien?

—Muy poca gente. Durante los últimos meses de embarazo no dejé que nadie me viera, a excepción de una vieja sirvienta que falleció poco después. A parte de ella, solo Ofelia y otras dos personas conocen el secreto.

—Dalía…

—¡Era lo mejor para todos! —exclamó ella, y en un susurro añadió—: Pero ahora que Ofelia ha muerto, Lysell debe regresar y prepararse para reinar cuando yo no esté. Si algo me sucediese antes de su llegada, quienes conocen el secreto deberán disponerlo todo y prepararse para recibirla. Ellos ya saben qué hacer.

—¿Y conoces su paradero?

La reina le explicó que su intención era la de no enterarse para que nadie pudiera sonsacárselo.

—Entonces, ¿cómo vas a encontrarla?

—Tienes que ayudarme, solo tú puedes…

—¡¡Alto!! ¡Deteneos! —Los gritos provenientes del otro lado de la puerta la interrumpieron.

Los tres se pusieron en pie rápidamente, alarmados. Adhárel desenvainó la espada y Wil se colocó frente a su hermana para protegerla.

—¡Que no huya! —sonaban cada vez más alejados.

Las armaduras tintinearon por el pasillo. Adhárel avanzó hasta la puerta, descorrió el pestillo y la abrió con cuidado para mirar. Una cuadrilla de soldados estaban subiendo en ese momento las escaleras.

—Alguien ha entrado en el castillo, majestad —dijo Adhárel, cerrando de nuevo—. Parece que se encuentra en el piso de arriba.

—Cielos… —masculló la reina, visiblemente afectada—. ¿Quién puede haber sido? ¿Qué querrá?

—No te preocupes, hermana. Estás a salvo con nosotros. —Pero, justo en el instante en el que pronunciaba aquellas palabras, las voces le susurraron que se alejaran de la ventana. Sin embargo, al estar hablando, no reparó en ellas hasta que fue demasiado tarde.

¡Crash!

El cristal se rompió con un sonoro estallido. Wilhelm y la reina se lanzaron al suelo mientras Adhárel se cubría con el brazo. Antes de que pudieran hacer nada, una segunda flecha se coló por la ventana rota directa al corazón de Dalía.

La puerta se abrió en el preciso instante en el que la reina se desplomaba en el suelo.

—¡No! —exclamó Wilhelm, rodando hasta su hermana herida.

Los guardias entendieron lo que había sucedido y no tardaron en reaccionar.

—¡Cubrid todo el jardín! ¡El asesino tiene que seguir ahí fuera! —gritó el capitán, señalando a la ventana. Un grupo de arqueros, que ya se encontraba en el exterior, lanzó una ráfaga de flechas hacia los matorrales y arbustos.

Mientras los soldados corrían tras el asesino, Adhárel se acercó a Wilhelm y a la reina, que cada vez respiraba con más dificultad.

—No, Dalía, no… aguanta, aguanta… —le suplicaba el hombre cuervo.

—¿Sa… sabes? —preguntó ella, intentando sonreír—. E… esta iba a… a ser s… su habitación… —Su voz apenas un murmullo—. Wilhelm, busca a Ly… Lysell y t… t… tráela. Cui… da de ella. T… te lo supli… co. Te lo supli… co…

—Lo haré, hermana. Lo haré y tú estarás aquí para verlo… —Las lágrimas resbalaron hasta el cuerpo de su hermana—. No te mueras, por favor, Dalía… te lo suplico… No…

Con un último estertor, la reina dejó de respirar.

El silencio se apoderó de la habitación de los juguetes.

Wilhelm se levantó lentamente. Las gotas de sangre se escurrían por el ala, formando un pequeño charco carmesí en el suelo.

Adhárel le puso una mano en el hombro.

—Wil…

—Recoge la espada y sígueme —le interrumpió con voz sombría, secándose las lágrimas con la manga de la camisa—. No permitiremos que escape.