Adhárel y Wilhelm llevaban andando desde el amanecer y no habían parado a descansar en las últimas cinco horas. El príncipe comenzaba a no sentir las piernas y estaba seguro de que alguna de las ampollas de sus pies había reventado. Por suerte, poco después de quedarse sin agua encontraron un arroyo en el que pudieron rellenar los pellejos. El calor seco, el cansancio y el absoluto desconcierto sobre adónde se dirigían empezaba a hacer mella en sus energías.
—Si no paramos ahora, creo que me desmayaré —aseguró Adhárel, mientras se apoyaba en el tronco de un árbol.
El hombre cuervo se detuvo a tomar aire. El sol se encontraba en su cenit y parecía burlarse de ellos desde las alturas. Se encontraban rodeando las Montañas Áridas. Las mismas en las que la noche anterior el dragón había cazado plácidamente.
—Deberías haberme hecho caso y haber montado en el dragón… —añadió tras beber un trago de agua.
Wilhelm sonrió cansado y se secó el sudor de la frente.
—¿Y habernos perdido esta maravillosa caminata? ¡Ni hablar!
Adhárel hizo un ademán y puso los ojos en blanco.
—Eres tan cabezota como Duna.
—Pero seguro que no tan guapo.
—No, eso no —respondió él, amagando una sonrisa cansada. Cada vez sentía con mayor urgencia la necesidad de volver a verla. Las preguntas de siempre y los temores le acuciaban a cada instante que pasaba sin poder abstraerse del dolor. Al menos, pensaba, cuando se convertía en dragón podía dejar de sufrir por ella durante unas horas.
En cualquier caso, cada mañana, al abrir los ojos, la urgencia de estrecharla entre sus brazos, de oír su voz y de poder mirarla a los ojos se hacía más palpable que el mero hecho de poder respirar.
¿Y si no la encontraban? ¿Y si llegaban demasiado tarde? ¿O si estaban yendo por el camino equivocado? Lo intentaba, se esforzaba en no pensar en ello, pero las dudas regresaban una y otra vez como avispas clavando su aguijón con insistencia.
—Vamos, no podemos perder más tiempo —dijo Wilhelm, dándole una palmada en el hombro.
Permanecieron el resto del día sin pronunciar palabra, cada uno sumido en sus pensamientos. Wilhelm iba delante, como siempre, apoyando el bastón y avanzando sin detenerse a observar dónde se encontraban. Adhárel, por su parte, lo seguía con total apatía, pendiente únicamente de no tropezar con las piedras del camino.
A media tarde, el adusto paisaje desprovisto de vegetación empezó a cambiar, dando paso a altos robledales con hojas verdes y amarillentas. A su espalda quedaba la falda oeste de las Montañas Áridas, frente a ellos daba comienzo un nuevo bosque que animó al príncipe. No sabía su posición exacta, pero la suave brisa que corría entre las ramas y la sombra que proporcionaba la flora le hizo sonreír.
—¿Dónde estamos? —preguntó, acelerando el paso para ponerse a la altura de su compañero.
—En… en el bosque de Ariastor —respondió Wil con voz temblorosa.
—¿Sucede algo?
El hombre cuervo aguardó unos instantes, como si estuviera rumiando la respuesta.
—No, nada. O bueno, sí… Es que no lo entiendo… —Se detuvo en seco y giró mirando a su alrededor—. ¿Qué hacemos aquí?
El príncipe le miró desconcertado.
—¿Cómo que qué hacemos aquí? ¿No lo sabes?
Wilhelm se sentó en una roca cercana y se cubrió el rostro con la mano. Adhárel no pensaba dejarlo estar.
—Me dices que te siga. Me juras que conoces el camino aunque no puedes decirme cómo y me obligas a creerte a pies juntillas. Lo hago todo sin rechistar y ahora… ¿ahora nos hemos perdido?
—¡No nos hemos perdido! Ya te he dicho que sé donde estamos. Lo que no entiendo es el motivo por el que me han traído de vuelta aquí.
—¿Traído? —Adhárel entrecerró los ojos—. ¿Quién te ha traído, Wilhelm? ¿Y porque has dicho «de vuelta»? ¿Habías estado aquí antes?
El cuervo enterró el rostro aún más entre las manos y negó repetidas veces.
—¡Contesta! —le ordenó el príncipe, agarrándolo de la capa y obligándole a levantar la mirada.
—¡No lo sé! ¡No lo sé! ¿De acuerdo? —Se deshizo del príncipe de un empellón—. Sí, he estado aquí antes, pero no entiendo por qué hemos regresado. No quiero… no quiero estar aquí. ¡Ha sido un maldito error haberte dicho que podía guiarte! ¡Debería haberme quedado en el bosque! Maldita sea…
—Demasiado tarde para echarse atrás. Dime qué hacemos aquí y por qué no me habías dicho que alguien guiaba nuestros pasos.
El hombre cuervo le miró aterrado y confundido.
—No he dicho eso. No era eso lo que quería decir. Es solo… es solo que no debería estar aquí. —Hizo ademán de levantarse pero Adhárel le empujó de vuelta a la roca.
—Me dijiste que cada uno de nuestros pasos estaba trazado en nuestro destino y que no podíamos escapar de él, ¿ahora piensas lo contrario?
—No, no pienso lo contrario. —Wil le miró a los ojos con determinación—. Pero no por ello voy a sentarme tranquilamente a ver cómo juegan conmigo.
—¡Pero tú dijiste…!
—Ya sé lo que dije, y no retiro ni una sola palabra de aquel discurso melodramático que te di. Pero nunca pensé que tu viaje fuera a llevarnos hasta… hasta aquí.
Adhárel agachó la cabeza. Pasados unos segundos, dijo:
—Espero que te vaya bien, Wil. —Y sin mirarle, dio media vuelta con la intención de seguir internándose en aquel bosque.
El hombre cuervo quiso replicar algo, pero las palabras murieron en sus labios. El príncipe tampoco esperaba que llegase a pronunciarlas. Al cabo de unos minutos, se perdió entre el follaje.
Wilhelm se quedó sentado en aquella piedra durante varias horas, luchando contra sus recuerdos e intentando decidir qué camino tomar; si huir de su destino o enfrentarse a él. Las voces en su cabeza, los susurros que le habían guiado hasta allí comenzaban a impacientarse, ordenándole que siguiera al príncipe y que continuara a su lado, que no le dejara andar solo por aquel bosque, que fuera su guía. Pero Wilhelm no quería obedecer. No quería seguir haciendo caso a las voces.
Ceder significaba regresar a lo que una vez dejó atrás, volver a estar encadenado a sus deseos.
Pero ¿por qué le habían traído hasta allí? ¿Estaban siguiendo verdaderamente el rastro de la muchacha o sus anhelos y temores habían terminado por doblegar su voluntad?
Podía jurar que había salido del bosque del Pernonte con la única intención de ayudar a Adhárel y encontrar a la joven, ¿pero podía decir ahora lo mismo? ¿A pocas leguas de su antiguo reino? ¿Tan cerca de casa? ¿Cuánto de su empeño y cuánto del de las voces que lo guiaban le habían dirigido hasta allí?
Una lágrima de impotencia corrió por su mejilla y se enredó en su corta barba. De pronto se dio cuenta de todo el tiempo que había pasado desde la última vez que había llorado. Tenía unos trece años y ya llevaba varios meses viviendo en el bosque. Se alimentaba de lo que cazaba y recogía de los árboles, y pasaba las noches casi a la intemperie bajo lo que más adelante sería el techo de su cabaña.
El viento se colaba con fiereza entre los árboles y la pequeña hoguera que había conseguido encender se estaba apagando. Apenas brillaban llamas y el humo cada vez era más espeso, pero no había más ramas secas a su alrededor con las que avivarlo.
Recordaba cómo se había acurrucado agarrándose las rodillas entre los brazos y había intentado tararear una melodía que su madre acostumbraba a cantarle cuando no podía dormirse. Sin embargo, no fue capaz de recordarla y aquello le entristeció. Le recordó que sus padres habían muerto y que la mitad de sus hermanas habían sido condenadas por su culpa. Que la única persona a la que había querido de verdad, Dalía, le había obligado a revelar su secreto, convirtiéndole en un monstruo deforme y terrorífico. Le recordó que estaba solo y que así continuaría durante el resto de su vida si no quería sufrir por culpa de la codicia y la avidez humana hasta perder lo poco que le había dejado la maldición. Hasta terminar convertido en cuervo.
Wilhelm lloraba como aquella noche. Sus previsiones se habían cumplido: había permanecido solo y escondido durante cerca de veinte años. Viviendo como el animal que era a expensas de lo que la Madre Naturaleza estuviera dispuesta a cederle y a suplicar cada día para encontrar algo con lo que llenar el estómago.
Había olvidado las veces que había intentado arrancarse el ala, las plumas, su parte animal, horrorizado por tener que cargar con aquella mitad inhumana durante el resto de su vida.
Con menos de diecisiete años se había acercado a la linde del bosque tanto como su vergüenza le permitió. Una aldeana le descubrió espiando entre los árboles y no tardó ni un instante en salir corriendo, espantada por su horrenda figura. Aquella noche Wil había intentado prender fuego a las plumas negras, deseando que ardiesen como el mismo alquitrán que parecía pintarlas, pero sus plegarías cayeron en saco roto. Llorando como un bebé desgarró parte de sus ropas y se cosió la primera capa que llevaría durante los siguientes años para ocultar su deformidad a todos, empezando por él mismo.
Había días que se pasaba largas horas tramando su venganza contra aquel sentomentalista que le había robado su vida a cambio de la de otros. Imaginaba cómo se plantaba frente a él y le desgarraba la garganta sin ningún tipo de remordimiento hasta que el viejo, entre estertores, le devolvía la libertad. Pero aquellos pensamientos se disolvían como la sangre en el río cuando llegaba a los últimos árboles y contemplaba la enorme y árida explanada que le separaba del reino más cercano, de la civilización. El miedo a que alguien le obligase a desvelar su don, como había hecho su hermana, o a que se riesen de él y le encerrasen por su abominable aspecto le retraían mientras creía escuchar las risas de los árboles burlándose de él: cobarde… cobarde…
Con el paso de los años comenzó a asumir su aspecto y su sino. Habría permanecido hasta el mismo día de su muerte entre los árboles que le habían visto convertirse en un hombre de no haber sido por la inesperada aparición de aquel príncipe dragón. En un principio, Wilhelm lo recogió instado por las voces que solo él oía más que por la poca humanidad y misericordia que pudieran quedar en su interior, pero cuando Adhárel se transformó en dragón y el hombre cuervo entendió lo similares que eran, no pudo sino doblegarse y ayudarle.
Wil apretó los puños con furia. ¿De qué había servido aquel viaje si a la primera ocasión le había dejado solo? Desde luego que no esperaba que sus destinos fueran a estar tan unidos. Que la muchacha que Adhárel buscaba estuviera cerca del reino donde había nacido y había recibido su maldición no podía ser casualidad. Después de tantos años había comprendido que las casualidades no existían, por mucho que pareciese que sí.
En ese caso, ¿por qué estaba temblando?
Se acarició las plumas con la mano bajo la capa, intentando calmarse. ¿Por qué no era capaz de levantarse y correr tras el príncipe para pedirle disculpas? La respuesta se repetía en su cabeza con cada latido del corazón: tenía miedo, miedo, miedo…
—¡Ya está bien! —se dijo, poniéndose en pie. Se deshizo de la capa y la arrojó al suelo. Extendió la enorme ala negra y la batió con garbo, obligándose a mantener el equilibrio y sintiendo el aire y el polvo revolviendo su cabello. Tras desahogarse se sintió mucho mejor. Recogió la capa del suelo, se la volvió a colocar sobre el hombro derecho y después echó a correr tras Adhárel con el cayado en la mano.
La noche había caído sin que él se diera cuenta. Tal vez el sol destellase en el horizonte iluminando un poco a los viajeros perdidos, pero no allí, en mitad del bosque.
Wilhelm no necesitaba una vela ni tampoco una bombilla para saber dónde pisar y cuándo dar un pequeño salto. Las voces que lo guiaban eran sus ojos y sus oídos y lo único que tenía que hacer era dejarse llevar y obedecer sus indicaciones. Antes de que las dudas regresaran, dejó de pensar en ello y se obligó a mantener la mente en blanco. Sabía que el príncipe podía convertirse en dragón en cualquier momento y que sería peligroso no estar allí cuando sucediese. Al menos esperaba que Adhárel no fuera tan temerario como para dejarse llevar por su instinto de libertad y permitir que la criatura se marchase volando en busca de la muchacha… ¿O sí?
Wilhelm apretó el paso, sintiendo un nudo en el estómago. Si no encontraba al príncipe antes de la transformación no podría hablar con él, y lo que no estaba dispuesto a hacer de ningún modo era enfrentarse a una discusión con un gigantesco lagarto escupefuego. Por mucha buena suerte que lo acompañase, tenía serias dudas de poder sobrevivir a un ataque de dragón.
De un salto cruzó un pequeño río que discurría entre los árboles y siguió avanzando sin detenerse. La oscuridad cada vez era más profunda, y aunque las voces le aseguraban que el príncipe ya se encontraba cerca y que no debía detenerse, sus ojos le decían lo contrario. De pronto vislumbró una silueta moviéndose con torpeza entre los árboles, armando un escándalo no solo a causa de los golpes, sino también de sus quejas y murmullos airados. Wil sonrió para sí y se llevó los dedos índice y pulgar a los labios. El silbido cortó la noche y el hombre cuervo observó que la sombra se detenía a unos metros de allí, alerta.
—¡Pues sí que eres rápido cuando quieres! —exclamó, sin detenerse.
Adhárel intentaba verle en la oscuridad sin demasiado éxito.
—¿Por qué has venido? —le preguntó.
—Estaba preocupado porque te pasara algo.
—Sé cuidar de mí mismo, gracias. —El príncipe hizo ademán de girarse, pero tropezó con una raíz y cayó al suelo. Wil le tendió la mano y le ayudó a levantarse, no sin cierto recelo por parte del muchacho.
—No lo dudo, pero creo que será mejor que alguien se ocupe del dragón cuando te transformes.
El príncipe bufó, incrédulo.
—¿Primero me dices que te vas, luego te arrepientes y ahora quieres que te perdone y deje que me guíes otra vez?
—Sí —replicó sin alterar la voz un ápice. Después añadió—: Siento lo de antes. Supongo que me ha entrado miedo de repente, pero quiero acompañarte. De verdad.
—No es tan sencillo. ¿Cómo sé que no vas a volver a hacerme lo mismo?
—Míralo de este modo: ¿Has perdido algo viniendo hasta aquí conmigo? —No le dejó responder—. No, no lo has hecho. Ni siquiera tenías un rastro que seguir. Te hubiera dado lo mismo andar hacia el norte que hacia el sur. Yo te he ofrecido una ruta y tú la has tomado. Y, además, es la correcta.
—Perdona que lo ponga en duda.
—Te perdono —replicó—, pero no por eso deja de ser menos cierto. —Los dos guardaron silencio, analizando la situación desde su punto de vista.
—Está bien… —terminó diciendo el príncipe.
Wilhelm sonrió complacido.
—Por suerte para los dos, apenas te has desviado del camino correcto. Si nos damos prisa, en unos minutos llegaremos a la…
El grito de dolor le obligó a interrumpir la frase. Adhárel se dobló en ese momento por la cintura y cayó al suelo como las otras veces.
—La… ropa… Agh —consiguió balbucear. Wil no se hizo de rogar. Tan rápido como pudo, desvistió al príncipe y se alejó de allí mientras la criatura iba tomando forma y destrozando cuanto había a su alrededor.
El dragón bostezó y chocó las mandíbulas entre sí un par de veces. Giró el cuello para desentumecerlo y dio una vuelta sobre sí mismo. Wil se apartó de la trayectoria de la larga cola cuando esta le pasó por encima.
En ese momento, se oyeron no muy lejos de allí el repicar de unas campanas. El dragón gruñó quedamente y después observó el bosque que tenía a su alrededor. Wilhelm se acercó a él, intimidado por su envergadura, y le palmeó las grandes escamas plateadas.
—Voy a ir a investigar —le dijo. Tardaría muchas noches en hacerse del todo a la idea de que aquella criatura le pudiera entender de igual forma que el príncipe—. Tú quédate aquí y no salgas del bosque, ¿de acuerdo? —Wil soltó un bufido— Debo de estar perdiendo la cabeza.
El dragón rugió y después chasqueó la mandíbula.
—Lo tomaré por un: «de acuerdo, Wil, te haré caso en todo lo que me has dicho a pesar de que podría aplastarte la cabeza con una pata». Nos vemos luego, príncipe.
Cada uno tomó un camino diferente. Mientras el dragón se perdía de vista, arrancando de raíz árboles y rocas, Wilhelm siguió el sonido de las campanas hasta que el bosque dejó de ser tan denso y pudo contemplar el reino de Salmat. Allí aguardó más tiempo del que le hubiera gustado preguntándose si haría bien acercándose a mirar. Solo quería recordar viejos tiempos, comprobar que todo seguía como lo había dejado, asegurarse de que su hermana seguía allí y, sin embargo,… y, sin embargo, no se atrevía a bajar la colina e internarse en las calles de Salmat.
Las voces estaban en silencio después de tanto tiempo sin dejar de parlotear y cuchichear. Durante las siguientes horas que Wilhelm esperó reclinado sobre el tronco de aquel roble no dijeron ni una palabra, como si le estuvieran dando la oportunidad, después de tantos años, de tomar una decisión por su cuenta.
Cuando finalmente se decidió a seguir el impulso de visitar el palacio, habían pasado más de cinco horas y sentía el cuerpo helado bajo la capa.
Bajó a paso lento la colina que le separaba de la muralla del reino preguntándose por dónde debía cruzar. Cuando era pequeño, escapar de Salmat sin que los guardias le viesen era una de sus distracciones favoritas, sobre todo en los días de más calor, en los que llegar al río era el premio ideal.
Las voces despertaron en ese instante y le sugirieron dos caminos: el primero, el portón principal, en el cual, al parecer, se había quedado dormido el guardián; y el segundo, una zona de la pared en la que varias piedras mal colocadas le permitirían escalar sin dificultad. Escogió este último por ser el que menos riesgos suponía y por intentar alargar tanto como le fuera posible el momento.
Agarrándose con los dedos de la mano izquierda e impulsándose con el ala, fue escalando la pared hasta encaramarse a ella. Ante él se extendía el reino de Salmat tal como lo recordaba. Las mismas calles, las mismas plazas, quizás sí hubieran pintado o tirado alguna casa, pero nada demasiado llamativo. Todo estaba prácticamente igual que veinte años atrás.
Tal y como hizo la noche en la que huyó de allí, Wil dio un salto en dirección al tejado más cercano y abrió el ala en el último instante para amortiguar la caída y aterrizar suavemente sobre las hoscas tejas. Corrió sigiloso sobre el tejado casi plano y volvió a repetir el salto para alcanzar el siguiente. Así, agazapado en la noche y maniobrando en el aire con agilidad, el hombre cuervo cruzó la distancia que separaba la muralla del castillo.
Cuando llegó a la última casa, se dejó caer hasta el suelo como pudo y siguió a pie, corriendo entre los árboles que guarnecían el camino que llevaba a su antiguo hogar.
Rodeó el profundo foso que bordeaba el castillo hasta situarse en uno de los laterales. En las almenas, los vigilantes observaban distraídos el horizonte sin percatarse de la sombra que buscaba el modo de colarse en el interior. El fuego de varias antorchas bailaba al son de la brisa nocturna dibujando fantasmas en las paredes y el suelo. Wilhelm sonrió entristecido recordando el tiempo en que Salmat se alumbraba con bombillas de electricidad. Todavía recordaba el día en que su padre entró en sus aposentos y le cambió la bola de cristal que alumbraba sus lecturas nocturnas por una pequeña vela. Una semana más tarde, la última chispa de electricidad se perdió para no volver.
Miró hacia lo alto en busca de algún resquicio por el que colarse. Fue entonces cuando descubrió que la ventana del segundo piso se encontraba abierta. Si no recodaba mal, aquella había sido la habitación de su hermana Ofelia. ¿Seguiría viviendo con la reina?
Sacó un guante de piel del bolsillo del pantalón y se lo puso en la mano izquierda con ayuda de los dientes. Dio un ágil salto, impulsándose con el ala y se agarró al alfeizar de la ventana del primer piso. A continuación, haciendo un esfuerzo sobrehumano, consiguió ponerse en pie sobre él. Estiró el brazo hasta dar con una grieta bastante pronunciada a un metro por encima de su cabeza. El ventanal abierto se encontraba todavía demasiado lejos, por lo que se obligó a encontrar otro asidero improvisado. Cuando creyó dar con uno, preocupado porque se tratara en realidad de un engaño de luces y sombras, dio un salto, se agarró a la grieta que había sobre su cabeza y batió el ala. Sin perder un instante, volvió a impulsarse con el pie y repitió el proceso, desesperado por no perder la poca estabilidad con la que contaba.
Se encontraba agarrado a la segunda grieta con la yema de sus dedos. El sudor le corría por la frente. Sabía que la piedra no aguantaría su peso por mucho tiempo. Haciendo un último esfuerzo, volvió a impulsarse, agitó el ala desesperado y se aferró al alfeizar de la ventana abierta. A punto estuvo de desmayarse cuando logró sentarse en la piedra a descansar con los pies colgando.
La habitación se encontraba casi a oscuras, apenas iluminada por el escaso resplandor proveniente del exterior. Con paso lento, intentando no hacer ningún ruido, se paseó por los aposentos recordando cómo, de pequeño, se escondía bajo aquella cama con dosel cuando jugaba con sus hermanas al escondite. O cómo había roto el anterior espejo probando su primer tirachinas. Mientras la memoria le asediaba con imágenes de tiempos felices, el hombre cuervo fue rozando con los dedos enguantados la cómoda, las puertas del armario, el espejo, la colcha de la cama…
—¡Qué demonios…! —Wil se pegó a la pared de un salto. Allí había alguien. Entre las sábanas, una mujer dormía de forma tan profunda que no había percibido ni su respiración. ¿Ofelia? ¿Sería su hermana? De pronto, Wilhelm comprendió que todo estaba demasiado silencioso.
Con cuidado, se aproximó a la cabecera y aguardó unos instantes. No le cupo ninguna duda de que era su hermana; con la cabeza en la almohada, miraba el techo. A pesar de todo lo que parecía haber engordado, y de los más de quince años transcurridos, Wil seguía viendo en ella la niña que una vez fue. Sin embargo, su rostro, lejos de reflejar la paz del durmiente, se encontraba constreñido en un rictus de dolor incluso con los ojos cerrados.
Estaba muerta.
El hombre cuervo se apartó de allí horrorizado. Quiso apoyarse en la mesilla de noche, pero tropezó y cayó al suelo, llevándose consigo el pequeño mueble de madera y derramando todo lo que había sobre él.
Con el corazón en un puño se puso en pie de nuevo y corrió hasta la ventana. De pronto oyó un ruido. Demasiado tarde. Miró hacia el exterior y descubrió que pronto amanecería.
El ruido se repitió. Alguien se acercaba por el pasillo. Buscó por todos lados, desesperado por encontrar un escondite. Si alguien le veía allí, junto al cadáver de Ofelia y vestido como un mendigo, lo encerrarían en prisión sin dejarle tan siquiera que se explicase. Las voces en su cabeza se acrecentaron cuando tuvo aquel pensamiento. ¿Querían que se quedase? ¿Por qué?
El picaporte comenzó a girar en ese momento.
No, no podía dejar que lo vieran. No así, de ese modo. Tenía que escapar de allí antes de que…
La puerta se abrió y por ella entró una criada que portaba una vela encendida. La luz de esta iluminó el despojo humano que parecía Wilhelm y la mueca de terror de la mujer antes de gritar.
El hombre cuervo no se lo pensó dos veces y saltó por la ventana abierta. Maniobró en el aire con el ala negra como pudo mientras caía dibujando espirales. El golpe fue mucho más duro de lo que esperaba, pero no lo suficiente como para matarle. A duras penas logró ponerse en pie mientras los soldados en lo alto del castillo daban la alarma y decenas de antorchas se encendían por doquier. El puente levadizo comenzó a descender en ese momento. Wilhelm salió corriendo de allí, cojeando y agarrándose el ala lastimada. Sentía un hilo de sangre resbalándole por la frente. La rodilla le pinchaba cada vez que apoyaba el peso en la pierna derecha. Tenía que alcanzar el bosque fuera como fuese.
Las voces, que desde que había abandonado el castillo habían permanecido en silencio, volvieron a cacarear indecisas: unas rogándole que se detuviera, otras indicándole el camino correcto para escapar de allí. Wilhelm desoyó los consejos de las primeras y echó a correr hacia el portón de la muralla.
Atravesó la ciudad escondiéndose de varias patrullas de guardias y permaneciendo siempre bajo la sombra de las casas. Cuando vislumbró la salida a lo lejos, su corazón dio un respingo. Nadie vigilaba el portón.
Obligándose a no pensar en las heridas ni en el dolor que le producían, Wilhelm deshizo el último tramo que le quedaba hasta la puerta sin detenerse a mirar si lo seguían. La capa le golpeaba en los talones y algunas plumas flotaron tras él como pétalos de rosa marchitos.
Cuando llegó a las altas puertas, tiró de la manivela que había a un lado. Gruñó por el esfuerzo y gimió por el dolor que sentía en el hombro.
—¡Eh, tú! —Wilhelm se giró, sorprendido, y vio a dos soldados que corrían en su dirección.
Dejó caer todo su peso sobre la manivela hasta que la ranura entre las dos hojas del portón fue lo bastante ancha como para colarse entre ellas. Después se lanzó hacia la libertad.
Los dos soldados se lanzaron sobre él cuando la mitad de su cuerpo se encontraba ya en el exterior. Uno de ellos le agarró la capa y tiró de ella. Wilhelm se deshizo de él, propinándole una patada en el estómago. Pero su compañero le tomó el relevo y tiró de la capa con intención de retenerle en Salmat. Justo entonces, el trozo de tela se desanudó y el ala magullada quedó libre. Sin demasiado control sobre ella, Wil le atizó con las plumas negras en la cara.
—¡Demonios! —exclamó el guardia, trastabillando hacia atrás con la capa en la mano.
Wilhelm se alejó de allí veloz, acunándose el ala con el brazo para que no fuera dando bandazos mientras corría. Seguro que ningún soldado le seguiría después de oír la versión de aquellos dos guardias.
Una vez en el bosque, el hombre cuervo comenzó a prestar atención a cualquier ruido que le pudiera indicar la posición del dragón. No había dado ni tres pasos cuando el suelo comenzó a temblar y la criatura apareció entre los árboles rugiendo con fuerza y escupiendo humo por sus orificios nasales.
Wil sintió miedo por primera vez al contemplar al monstruo que era Adhárel. El dragón estaba encolerizado y su mirada irradiaba fuego.
La criatura lo esquivó sin dedicarle ni un instante y volvió a rugir con energía. Wil se llevó la mano y las plumas a la cabeza para protegerse los oídos. El rugido se detuvo unos segundos después, remplazado por un gemido de dolor que poco a poco se fue convirtiendo en un aullido humano. Cuando Wil volvió a mirar, Adhárel se encontraba en su forma humana, tirado en el suelo y con lágrimas rodando por sus mejillas; algo que jamás le había ocurrido.
—¡Adhárel! ¡Adhárel! —Cojeando, se acercó hasta el príncipe y le ayudó a levantarse— ¿Qué ha sucedido? ¿Qué has visto?
Él le miró sin comprender, aturdido. ¿Por qué estaba llorando?
—¿A… a qué te refieres?
—El dragón… estaba descontrolado.
—¿El… dragón? ¿He hecho algo malo?
—¿No recuerdas nada? Has debido de oír o ver algo. Cuando he vuelto, estabas a punto de echar a volar.
El príncipe le miró extrañado.
—¿Cuando has vuelto de dónde? ¿Qué has estado haciendo?
—He ido a visitar a una vieja amiga —respondió él, escueto. Después se quedó pensativo—. No debería haberte dejado solo…
—No digas tonterías, Wil. —Adhárel se puso de pie—. Esto solo puede significar una cosa: que estamos muy cerca. Lo suficiente como para que el dragón haya percibido a Duna. Si al menos contáramos con algo de poder para investigar este reino…
Los ojos de Wil brillaron de repente. No necesitó que las voces le susurraran qué paso dar a continuación para saber lo que tenían que hacer.