11
La hija favorita

Ofelia corrió las cortinas de la ventana de la cocina y se escurrió como una sombra hasta la despensa. La escasa luz del exterior se colaba en la estancia permitiéndole moverse con seguridad. Eran más de las doce de la noche y el resto del palacio dormía.

La mujer, muerta de hambre como cada madrugada, sacó del profundo armario un tarro de melaza, el queso que había sobrado de la noche anterior y un buen puñado de nueces recogidas aquella misma mañana.

Se sentó en un taburete junto a la mesa y procedió a partir con esmero y dedicación las cáscaras del fruto seco antes de ir colocando su contenido en una meticulosa línea recta. Hecho esto, cortó el queso en tiras no muy anchas en las cuales fue untando la melaza con una cuchara.

Cuando lo tuvo todo listo, rellenó una jarra con agua y cogió un vaso. Al regresar al taburete, sus labios dibujaban una sonrisa hambrienta en sus rechonchas facciones. Sus ojillos azules, pequeños como los de un ratón, recorrieron la hilera de nueces al mismo tiempo que su mano hasta detenerse sobre una de ellas. La cogió con delicadeza y la posó sobre uno de los trozos de queso con melaza. Después, lo engulló de dos mordiscos saboreando con obstinación hasta el último pedazo de la deliciosa mezcla.

Repitió el proceso una y otra vez hasta que las nueces y el queso se terminaron. Después cogió la cuchara y vació el tarro de melaza. No contenta con ello, y tras comprobar que realmente estaba sola, tomó el recipiente con ambas manos y lo relamió entero con la lengua.

Con el estómago lleno y el paladar satisfecho, Ofelia tiró las sobras del queso y las cáscaras de los frutos secos al cubo de madera que había bajo la mesa. Enjuagó el tarro en agua y lo dejó en la pila con el resto de cacharros vacíos para que las criadas lo limpiaran por la mañana. Volvió a correr las cortinas y salió de puntillas intentando no hacer ruido al cerrar la puerta.

Antes de soltar el picaporte ya sentía los remordimientos.

¿Cuántos años llevaba haciendo lo mismo? ¿Cuántas escapadas nocturnas a la cocina le habían costado más de una reprimenda por parte de su hermana? No lo sabía, o no quería pensarlo, mejor dicho.

Cada semana se veía más gorda en el espejo, y a pesar de las recomendaciones de sus doncellas personales, las únicas a las que les permitía hablar con cierta franqueza (nunca demasiada, por supuesto), no podía dejar de engullir a todas horas todo tipo de alimentos. En los desayunos era quien más rebanadas de pan tomaba, en las comidas era quien más platos probaba y la que más veces repetía, en las cenas era siempre la última en levantarse por entretenerse con todos los postres que los cocineros le preparaban. ¿Pero qué podía hacer? Al tiempo que sus ansias se iban mermando, su tripa, su trasero y sus piernas iban hinchándose sin remisión.

Ofelia soltó un hipido y se detuvo a tomar aire. No había recorrido ni la mitad del pasillo en dirección a las escaleras y ya estaba sudando y resollando. ¿Cómo había podido llegar a eso? ¿En qué momento se había convertido en una saqueadora de comida? Si cualquiera de los habitantes de Salmat lo descubriese, la noticia correría como la pólvora y antes de que pudiera detenerlo sería el hazmerreír de su gente.

—De la gente de Dalía —se corrigió en un murmullo.

De la estricta y severa Dalía. De la inquebrantable reina Dalía. De la intransigente y desconfiada soberana Dalía. De su hermana, al fin y al cabo.

La gorda princesa se dejó caer en los primeros peldaños de la alfombrada escalera y se tapó la cara con sus regordetas manos ensortijadas antes de empezar a sollozar entre hipidos.

¡Salmat le pertenecía tanto como a su hermana! ¡O incluso más! Ella y no Dalía había sido desde siempre la favorita de su padre. ¿Qué importaba que su hermana hubiera nacido diez meses antes que ella? ¿Podía aquel superfluo detalle competir con los deseos de un honrado rey y amado padre?

Sí, se respondió a sí misma. Claro que podía, y de hecho lo hacía. Su padre había sido asesinado mucho antes de que pudiera establecer un testamento adecuado, por lo que todos sus deseos fueron desoídos y el poder, las tierras y la gloria pasaron a ser de su hermana mayor, dejando a Ofelia con el título de princesa y futura reina en caso de que Dalía muriese.

En caso de que Dalía muriese…

Las palabras se repitieron en su cabeza junto a los hipidos y los sollozos que no podía controlar. Matar a su hermana había sido su primera intención, obviamente. Pero por entonces solo tenía catorce años y el miedo a las represalias pudo con ella. Cuando pocos años después su hermana menor, Brida, tomó la delantera y estuvo a punto de cumplir el sueño de Ofelia, Wilhelm, el endemoniado y maldito Wilhelm, había echado al traste sus planes. Y lo mismo había hecho con los de su otra hermana, Cordela.

Ofelia apretó con furia los puños. Por suerte hacía años que el cuervo había volado del nido y ahora solo ella permanecía junto a su hermana ansiando el momento en el que a la mujer le fallase el corazón, o le sucediera alguna desgracia similar que le permitiera cambiar la corona de cabeza. Pero hasta entonces, se dijo, debía aguardar.

Desde que, ¿diecinueve años hacía ya?, su hermano pequeño se revelara como un demonio alado y escapase de la muerte sin decirle a la reina el nombre de la tercera hermana que había intentado acabar con ella, Dalía se había vuelto fría y mezquina con ella. ¡Con ella! Con la única de todos sus hermanos que había permanecido a su lado durante tantos años. ¿Cómo osaba…?

Ya no confiaba en ella como lo había hecho de pequeña, ni le pedía que espiase al resto de sus hermanos para descubrir qué tramaban, ni habían vuelto a hablar ni a reír como amigas. Una gruesa pared de piedra se había instaurado alrededor del corazón de su hermana y ni siquiera el cariño fraternal que Ofelia le ofrecía era capaz de derribarla.

Si al menos el estúpido de Wilhelm le hubiera dado el nombre a su hermana para que Ofelia hubiera quedado libre de sospechas, podría haberse acercado a ella y ofrecerle su hombro para que llorase en él… y su cabeza para que depositase la corona antes de tiempo, claro.

Pero no. Ofelia tendría que seguir permaneciendo en segundo plano, bajo el ala de su hermana, en las sombras de su enorme poder mientras Dalía malgastaba su riqueza y su posición sin hacer apenas uso de ellos más que para mandar, ordenar y dictar leyes que solo agradaban a los pobres y a los campesinos.

¿Dónde estaban los bailes reales que su padre le había prometido? ¿Dónde la cola de pretendientes esperando ser los elegidos para tomar su mano? ¿Y la corona? Solo las atenciones diarias y las reverencias a su paso le recordaban que seguía siendo princesa de Salmat. Eso y el desprecio con el que se permitía tratar a todos los sirvientes que se peleaban por atender sus deseos más nimios.

En fin, se dijo, si había podido esperar diecinueve años, podría soportar los que quedasen. En silencio, seguiría implorando al Todopoderoso que se llevara a su hermana lo antes posible. Y a su hija también, ya puestos.

Ofelia conoció a su sobrina el mismo día que se la llevaron, el día que dio a luz. En realidad no sabía demasiado acerca del asunto, hasta tal punto llegaba el hermetismo de su hermana. Había preguntado poco sobre el embarazo y menos aún había respondido Dalía. Pero lo que sí tenía claro era que si aquella niña no había muerto después de doce años de ausencia, ella se convertiría en la reina heredera de Salmat, y no Ofelia. Y aquello sí que no le hacía ninguna gracia.

Dalía se había casado trece años atrás con un joven de la nobleza del reino, fuerte, de buen ver y con el pelo rubio platino. Ofelia se había fijado en Renard mucho antes que su hermana, pero como ella no era quien gobernaba el reino, el muchacho había preferido a la otra, o al menos eso era lo que se decía cada vez que le asediaban los recuerdos.

Después de un año felizmente casados, para desgracia de Ofelia, su hermana se quedó embarazada y nueve meses después dio a luz a una niña de pelo casi blanco a la que llamaron Lysell. Aquella misma noche, cuando Dalía perdió el conocimiento, extenuada, la mujer pudo ver por primera y última vez a su sobrina antes de que la niña y Renard desaparecieran del palacio para no volver.

La reina no dio explicaciones a nadie. Ofelia suponía, y estaba segura de no equivocarse, que Dalía había optado por ocultar a la futura reina de Salmat tanto como pudiera para que no sufriera las penalidades que ella misma había tenido que vivir desde pequeña.

El tiempo terminó disolviendo los recuerdos de aquella hija que pocos habían conocido y acallando los rumores de que ella y no Ofelia pudiera llegar a reinar llegado el caso. No en vano, pensaba la princesa, dada la premura con la que la separaron de su madre, seguramente la niña habría muerto al poco de nacer.

Ofelia se secó las lágrimas y se puso de pie apoyándose en el pasamanos. No sabía por qué lloraba, pero siempre le sucedía lo mismo después de atiborrarse a comida de madrugada.

Sin prisas, la princesa fue ascendiendo la escalera apoyando los dos pies en cada peldaño para cansarse menos. Cuando ella fuera reina cambiaría la disposición de las habitaciones para no tener que volver a subir a los pisos superiores más que en contadas ocasiones. Una vez le había suplicado a su hermana mayor que le permitiese disponer de dos criados encargados exclusivamente de su movilidad por el palacio, pero como tantas otras veces, sus peticiones fueron derogadas sin contemplaciones.

La oronda princesa llegó al pasillo superior y miró a todos lados. Se le escapó un pequeño eructo y se tapó la boca esperando que nadie lo hubiera advertido. A continuación corrió con pasos cortos hasta sus aposentos.

No fue hasta que cerró la puerta con la respiración entrecortada y se dio la vuelta que se percató de la sombra que la observaba agazapada junto al butacón que había en frente de la chimenea.

—Hola, Ofelia —dijo sin moverse—. Te he echado de menos.

La princesa ahogó un grito y se pegó a la puerta, aterrada ante aquella aparición fantasmal.

—¿No me recuerdas? ¿O no te lo permite la grasa?

—¿K… K… Kalendra? —preguntó la otra mujer, buscando el picaporte tan rápido como era capaz. Si gritaba, los guardias más cercanos llegarían en menos de dos minutos. Pero ¿podía arriesgarse a disponer de ese tiempo?

—Error. —La sombra descorrió las cortinas sin dejar de mirar a la princesa para que esta pudiera observar sus ojos carentes de estima y su sonrisa helada.

—Fira…

La asesina se plantó a su lado en dos zancadas y le retorció el brazo con saña.

—Te he repetido mil veces que me llames Fi… re… la.

Ofelia no pudo contener las lágrimas por más tiempo, que se escurrieron por sus rechonchas mejillas mientras asentía. Era un año mayor que las gemelas, pero desde pequeñas le habían atemorizado con sus juegos y sus burlas hasta el punto de dudar de quién era la que tenía que mandar sobre las otras.

Las creía muertas, desaparecidas, olvidadas. Pero ahí estaba.

—Lo siento, lo siento… Firela… Por favor —balbució—. Suéltame y hablemos como hermanas. Por favor, por favor, te… te lo suplico…

—Las hermanas no suplican —le espetó Firela, soltando su brazo y tirándola al suelo de un empellón.

Ofelia se masajeó el brazo dolorido. Se fue arrastrando de forma patética hasta la cama, donde se sentó con dificultad, temblando.

—No has cambiado en todo este tiempo, hermana —comentó la asesina, paseándose por la habitación y observándolo todo.

—¿Cómo has… entrado?

Por respuesta, Firela se encogió de hombros y sonrió.

—Volando.

Ofelia tragó saliva e intentó sonreír.

—¿Quieres que encienda… una vela? —preguntó—. Puedo pedir que nos traigan algo para comer. ¿Tienes hambre?

Firela se rió por lo bajo.

—¿Tienes hambre ?

La princesa se sonrojó y miró al suelo, ofendida y molesta, pero sobre todo asustada.

—¿A… a qué has venido, Firela?

—¿Acaso no puede una hermana reunirse con su familia después de tantos años?

Rodeó el hombro de su hermana con el brazo y se sentó a su lado, sobre la mullida colcha.

—Echaba de menos el hogar, Ofelia —respiró hondo—. Su aroma, sus sábanas de seda, los criados atendiendo todas y cada una de mis necesidades… el poder.

—¿Y por qué os fuisteis? Esto es tan vuestro como mío, Fira… Firela —se corrigió rápidamente.

—Sabes tan bien como yo por qué nos fuimos. No te hagas la tonta conmigo.

—¿Vosotras…?

¿Vosotras? ¿Vosotras? —Firela se burló de su hermana imitando su gesto de desconcierto y se dejó caer sobre la cama—. Sé que tú también has soñado con ese momento, Ofelia. Te conozco demasiado bien: ver muerta a nuestra hermana… ¿No sientes el hormigueo en el estómago con solo pensarlo? Estoy convencida de que has fantaseado con ello desde que desaparecimos: matar a la reina, usurparle el trono, quedarte con el reino de Salmat… tenerlo todo para ti.

Ofelia tembló al escuchar aquellas palabras. No por su contenido, sino por la verdad en ellas. ¿Tanto se le notaba? ¿Tanto brillaba en sus ojos la codicia y la sed de poder?

—¿A qué has venido? —repitió Ofelia, respirando hondo y levantando la vista hacia la pared.

—A terminar la partida que habíamos dejado a medias.

La princesa le miró de hito en hito.

—¡Estás loca! —Con una agilidad impropia de ella, se puso de pie—. ¡Estás loca! ¿Cómo que a terminar…? Todopoderoso…

Firela se levantó con una velocidad felina y se colocó a su espalda. Le tapó la boca con la mano enguantada y chasqueó la lengua con desgana.

—No, no, no, nada de gritar, hermanita. Ya sabes lo poco que me gustaba que hicieras trampas cuando jugábamos.

—Efto no ef um fueho. —El olor a cuero del guante le estaba mareando mientras intentaba deshacerse del abrazo de su hermana. Aunque ella fuera el doble de ancha, para su vergüenza, Firela la estaba controlando sin dificultad.

—Ahora vas a decirme todo lo que necesito saber. ¿Crees que podrás hacerlo sin que te tenga que hacer daño?

Ofelia tembló ante la amenaza. Ella no era la reina, ella no era la reina, se repetía una y otra vez para tranquilizarse. No era a ella a quien querían, era a su hermana. A su infeliz y desconsiderada hermana.

Asintió lentamente hasta que Firela la soltó. Una vez liberada, la princesa anduvo hasta el sillón donde le había estado esperando su hermana y se sentó. Agarró el bajo de la falda de su vestido y comenzó a jugar con él, doblándolo y desdoblándolo, mientras respondía a las preguntas que Firela le iba formulando…

¿Qué había hecho su hermana cuando se fueron? ¿Había regresado Wilhelm alguna vez? ¿Había averiguado quién había intentado asesinarla cuando huyeron? ¿Había intentado buscarlas? ¿Estaban familiarizadas con las Asesinas del Humo? ¿Qué medidas de seguridad habían tomado para proteger el reino y el castillo? ¿Cuál era la rutina habitual de la reina? ¿Sus aposentos seguían siendo los mismos que los que tenía cuando ellas vivían allí? ¿Se había casado? ¿Había tenido descendencia?

—Una niña pequeña —contestó Ofelia a esa pregunta, con voz temblorosa y mirada cansada. Habían pasado varias horas desde que había comenzado el interrogatorio y no había podido pegar ojo ni un minuto.

—¿Una niña pequeña, dices? —Firela se acercó a su hermana, repentinamente interesada, y la obligó a reaccionar. Aquello era importante.

Ofelia bostezó con energía y su hermana le atizó un bofetón, impaciente.

—¿Qué has dicho de una hija?

—¡No me pegues! —gritó la otra. La asesina le tapó la boca y aguardó por si alguien la había oído.

—Una más y…

Ofelia negó con la cabeza, asustada.

—Lo… lo siento… Una hija, sí, sí, eso he dicho. Se… se casó con Renard de Merond, ¿te acuerdas de él? Era guapo, muy guapo. Y su pelo brillaba como los rayos de sol. —Firela puso los ojos en blanco, pero no quiso interrumpirla para que no perdiera el hilo—. En realidad estaba enamorado de mí, pero ya sabes lo que dicen: la reina siempre gana.

—Por ahora… —masculló.

—Tuvieron una niña. Lysell. Ahora tendrá trece o catorce años, si es que sigue viva, claro. Pero el padre se la llevó la misma mañana en que nació y no he vuelto a saber nada de ellos.

Firela la miró contrariada.

—¿Nada? ¿Cómo que nada?

—Eso mismo. Nuestra amada hermana estaba tan preocupada por su seguridad que optó por vivir sola y amargada durante el resto de su vida a cambio de la protección de su familia.

—Maldita sea… —Firela se puso en pie y bufó, enfurecida. Podían matar a la reina, ¿pero cómo iban a dar con aquella hija, si es que seguía viva?

—Pero no nos pongamos en lo peor. He rezado al Todopoderoso para que muriese cada noche desde que nació. ¡Por todos los demonios, la separaron de su madre el día en que dio a luz! ¡Ningún niño puede sobrevivir a este mundo sin una madre! —O al menos eso se obligaba a creer a pies juntillas, fuera o no cierto.

Firela escuchaba a retazos lo que decía su hermana. Tal vez tuviera razón. No podían ponerse en lo peor. Por el momento seguirían con el plan. Hablaría con Kalendra y le contaría las novedades. Seguramente, a ella se le ocurriese un plan alternativo para salir del atolladero.

—Entonces… ¿Vais a hacerlo?

La asesina se dio la vuelta para mirar a su hermana, la cual le observaba con ojos expectantes.

—¿El qué?

Ofelia se incorporó hasta casi pegarse a ella. Después, en voz baja, le dijo:

—Asesinarla.

—Esa es la idea —replicó Firela con indiferencia.

La princesa volvió a reclinarse y soltó un suspiro.

—Vaya… —fue lo único que comentó.

Firela no le hizo ningún caso. Mientras su hermana se imaginaba un futuro sin aguantar las quejas y las órdenes de su hermana mayor, la asesina de humo había destapado un diminuto botecito repleto de veneno.

—Siento haberte impedido dormir —comentó como quien no quiere la cosa, dando unos pasos por la habitación.

—No… no importa. —¡Nada importaba si iban a terminar con su peor pesadilla!, pensó—. ¿Necesitas saber algo más? ¿Quién es su sastre? ¿O quién prepara sus comidas? ¿Cómo lo haréis? ¿Un corte en la garganta? No, demasiado sangriento. ¿La raptaréis? Demasiado escandaloso…

Y mientras Ofelia se imaginaba distintas muertes para Dalía, Firela dejó caer el contenido transparente en la copa de cristal que reposaba sobre la mesita de noche. Sin molestarse en disimular, batió el contenido con un dedo hasta que los espesos grumos del veneno se disolvieron hasta desaparecer.

—Me gustaría ayudaros —concluyó Ofelia—. Sé que no soy rápida, pero soy muy lista y conozco los entresijos del palacio a la perfección. De algo servirá haber estado aquí encerrada durante toda mi vida, ¿no?

Firela se rió con hastío y le tendió la copa.

—Desde luego que necesitaremos tu ayuda, hermana. Kendra me ha enviado para que te lo dijese.

—¿De veras? —Los ojos de la princesa se agrandaron en sus minutas cuencas. Sin percatarse de nada, absorta por la buena noticia y la emoción del momento, dio un par de sorbos a la copa—. ¿Qué queréis que haga?

—Necesitamos que permanezcas atenta. —Con suavidad, le ayudó a levantarse del sofá y a avanzar hasta la cama. Firela la ayudó a tumbarse y después la cubrió con la sábana y la manta—. Mañana volveré y tendrás que darme un informe de todos los movimientos que haya hecho Dalía, ¿crees que podrás hacerlo?

Ofelia asintió obnubilada. Por un momento la mujer se temió lo peor, pero después supuso que el cansancio estaba venciéndola y se dejó llevar por el anhelo de descanso con total tranquilidad.

No fue hasta que sintió que la garganta se le estrechaba impidiéndole tomar aire, y que el cuerpo se le agarrotaba hasta el punto de no poder mover ningún músculo cuando comprendió que había sido envenenada. Pero de todas maneras, para entonces, a su corazón solo le quedaban dos latidos.

Firela cerró los ojos de su hermana y comprobó no haber dejado ninguna pista que pudiera incriminarla antes de lanzar de nuevo por la ventana la misma cuerda con la que había escalado hasta allí.

Echó un último vistazo a los aposentos de su difunta hermana, sonrió para sí y después se descolgó con cuidado, imaginando las bromas que harían durante años los sirvientes recordando a la gorda princesa Ofelia que había muerto una noche por devorar un puñado de nueces en mal estado.