10
Viaje sin destino

Adhárel se estiró sobre el viejo camastro como un gato antes de abrir los ojos. Aunque las heridas le tiraban todavía en el pecho, la mejoría era impresionante y sonrió para sí, agradecido con Wilhelm y con el dragón.

—Buenos días —saludó el anfitrión desde la butaca donde removía apaciblemente un caldero humeante—. Espero que hayas descansado.

Adhárel asintió y tomó las prendas que había colgadas en el cabecero de la cama. Después se levantó.

—Acabo de cambiarte las vendas —le dijo Wilhelm—, y las heridas tienen mucho mejor aspecto. Para mañana seguramente estés curado del todo.

—Gracias —le dijo el príncipe, situándose a su lado y observando el mejunje de textura fangosa—. ¿Es para mis heridas?

—¿Esto? —Wil dejó de remover unos segundos y cuando el líquido se quedó inmóvil comenzó a batir en dirección contraria—. En absoluto, amigo. Es puré de cañas y algas.

Adhárel levantó el labio.

—¿Para el viaje?

—No sabemos cuánto nos llevará ni si podremos detenernos en alguna posada por el camino, así que lo mejor será ir preparados. He cazado más cosas —con un gesto distraído del ala le mostró varias aves y dos conejos muertos colgando de una aldaba en la puerta—. Con agua o sin ella, este puré nos dará fuerzas y nos mantendrá hidratados.

El príncipe se sintió un tanto incómodo viendo cómo lo había preparado todo Wilhelm.

—¿Quieres que te ayude con algo?

—Puedes ir rellenando los pellejos. Ahí fuera hay un pozo, y las botas de agua están colgadas de la pared en aquel rincón. ¿Las ves?

La brisa matutina le revolvió el flequillo cuando abrió la puerta. Hacía sol y las gotas de rocío brillaban sobre las hojas de los árboles. Anduvo unos cuantos metros hasta el informe pozo de piedra que había al final del claro donde se asentaba la cabaña. La noche anterior, antes de la transformación, el príncipe se había quedado maravillado observando desde fuera el sencillo hogar del hombre cuervo, asombrado ante la perspectiva de que lo hubiera construido con una sola mano. Cuando se lo comentó, Wilhelm le restó importancia, arguyendo que no estaba manco y que el ala le ayudaba más de lo que podía parecer a simple vista. Después de eso hablaron poco, y menos aún sobre sus respectivas maldiciones. Wilhelm no le había confirmado que lo suyo fuera obra de la sentomentalomancia, pero tampoco había muchas más opciones posibles.

Se acercó al pozo y desenrolló la cuerda para descolgar el cubo de madera hasta las profundidades. Cuando hubo recogido el agua volvió a izarlo distraído, observando los destrozos que el dragón había causado durante la noche en los árboles colindantes.

No parecía que se hubiera alejado demasiado de allí. Quizás, pensó, las heridas no le habían permitido volar. Junto a un montículo de troncos bien cortados había un charco de sangre que dibujaba regueros por la arena, como una araña con largas patas escarlata. Adhárel sonrió para sí dándose cuenta de la poca hambre que tenía aún sin haber comido nada desde que estuvieron en Manseralda.

Aupó el cubo con las dos manos y lo dejó sobre la repisa de piedra. Tomó el primer pellejo de cuero y lo fue rellenando de agua con tiento, intentando no derramarla. A continuación repitió el proceso con las otras dos y volvió a dejar el cubo en su sitio. Wilhelm salía en ese momento por la puerta de la cabaña con un tosco palo como garrote.

—¿Cómo vas?

—¡Listo! —Adhárel levantó las chorreantes botas.

—Como ves, mi lustroso pura sangre no regresó después de la noche que te conocí. Tendremos que hacer el viaje a pie.

—¿A pie? Tardaremos demasiado…

—¿Tienes dinero para comprar un caballo en el próximo reino que encontremos? —Wil le cogió los pellejos de la mano y se los colgó en el hombro humano—. Porque yo, desde luego, no.

El príncipe suspiró alicaído. Si ya de por sí iban a tardar en dar con el paradero de Duna, el viaje duraría el triple a pie.

—Al menos como dragón podremos viajar más rápido…

Wil se giró a mitad de camino de la puerta y lo miró con los ojos desorbitados.

—¿Montar… en el dragón? —Soltó una risotada que más parecía el grajo de un cuervo—. Debes de estar loco si crees eso, muchacho.

—¿Qué? No sucedería nada. ¿No confías en mí?

—No es lo mismo.

Adhárel alzó las manos al cielo.

—¡Claro que lo es! Duna siempre viajaba con el dragón y nunca… nunca le sucedió nada.

El hombre cuervo negó en silencio, abatido por la mirada triste del joven.

—El dragón no sabe a dónde ir.

—¿Y tú sí? ¡Duna podría estar en cualquier parte ahora mismo! —El príncipe alzó la voz de nuevo, sin rendirse.

—Conozco maneras para dar con ella.

—¿Cuáles? —Alzó las cejas repentinamente—. ¿Eres un sentomentalista?

Wil se dio media vuelta y entró en la cabaña.

—¡No digas tonterías! —le espetó desde dentro.

Adhárel corrió tras él y lo siguió por la diminuta estancia mientras el hombre revolvía todo e iba seleccionando utensilios para guardarlos en su morral.

—¡Lo eres! Por eso tienes el… el…

—¡El ala! Maldita sea, no temas tanto decirlo. Hace tiempo que lo superé, te lo aseguro. —Guardó una camisa a primera vista rota y después unos calcetines con agujeros—. ¡Y deja de meterte en lo que no te concierne!

—Pero es que sí que me concierne, Wilhelm.

—Te he dicho que me llames Wil.

Adhárel le cortó el paso cruzándose de brazos.

—¿Eres o no eres un sentomentalista?

El hombre lo apartó de un empellón y siguió guardando sus pertenencias.

—No, no lo soy —respondió sin girarse—. ¿Contento?

—Entonces, ¿cómo vas a guiarnos por el Continente? ¿Tienes un sexto sentido? ¿Una brújula mágica?

Wil se giró en ese momento y Adhárel percibió cierto rubor bajo la barba.

—Todopoderoso, ¡tienes una brújula mágica!

—Déjate de tonterías y ayúdame. Quiero ponerme en marcha cuanto antes.

Adhárel guardó las presas en unos sacos que dejó preparados a la entrada de la casa. Al levantarlos, sintió un tirón en las heridas. Apretó los dientes y siguió ayudando sin quejarse.

—El dragón puede seguir tus indicaciones aunque no te lo creas —añadió—. Duna lo hacía. Le gritaba desde la garra y él obedecía.

—¡Te he dicho que no quiero volar en el dragón! —gritó enfadado el hombre cuervo, cortando el aire con el ala—. No quiero tener que volver a repetírtelo, maldita sea. Por las noches descansaré junto a un árbol y por el día avanzaremos, ¿está claro?

Adhárel asintió, avergonzado y compungido.

—Sí. Lo siento. Estoy tan desesperado por encontrarla que no sé ni lo que digo. Perdona que me haya puesto tan pesado.

—Disculpas aceptadas —contestó él, todavía con cierta frialdad en sus palabras—. Termina de guardar eso que queda allí y cierra la puerta. Te espero fuera.

El príncipe se puso a recoger los tres fardos que había junto a la chimenea cuando descubrió la espada.

—¡Wil! —No recibió respuesta desde fuera, por lo que supuso que el hombre cuervo se encontraría lejos de la puerta. Se giró de nuevo hacia el arma y la sacó de su funda. Admiró el brillo del filo y los relieves de la empuñadura. Hacía tanto tiempo que no cogía una en las manos que sintió un escalofrío recorriéndole el brazo. Si hubiera estado armado cuando los atacaron las dos mujeres no habrían podido escapar ilesas, se lamentó.

—¿Qué haces con eso? —preguntó Wilhelm. Se situó en dos zancadas a su lado y le quitó el arma de las manos.

—Solo quería observarla.

—Es un recuerdo familiar —replicó, enfundándola de nuevo.

—Claro, lo siento.

El hombre se volvió hacia él.

—¿Vas a estar disculpándote todo el rato o vas a hablar claro? —Agarró la correa de la funda del arma y la levantó del suelo—. ¿La quieres o no la quieres?

—¿Qué? No, no, es tuya, no podría…

—Hace tiempo que no la utilizo y además no sé cuándo regresaré. Antes de que me la robe el primero que pase por aquí, quiero que te la quedes tú.

—¿No habías dicho…?

—Sé muy bien lo que he dicho. Lo que quería era ver cómo reaccionabas, y no me ha gustado lo que he visto. —Adhárel alzó una ceja—. Eres un joven apuesto y educado. Tus modales son impecables, al igual que tu dicción. No te conozco en absoluto, Adhárel, pero sé más de ti de lo que te gustaría ocultar.

—¿A qué viene eso?

—Viene a que el Continente es un lugar hostil y peligroso que intentará destruirte si le das la más mínima oportunidad, te arrebatará lo que más quieres y escupirá sus huesos al mar sin inmutarse. Cuanto más le muestres, más daño te hará. Ocúltate bajo una máscara de barro y arena, vístete con hojas y lianas, muestra los dientes cuando tengas ganas de llorar, ríete cuando sientas miedo y nunca dejes de ser precavido. No puedes ser tan vulnerable. Para salir ahí fuera —señaló al bosque— necesitó a mi lado a un hombre en quien pueda confiar y que sepa que podrá protegerme cuando esté herido. —Wil le cedió la espada, que Adhárel cogió con suspicacia—. Quédatela, te la regalo. Llévala por las mañanas, yo la empuñaré durante las noches. Lo hago por ti, muchacho, pero también por mí. Antes me has preguntado si tengo una brújula encantada: la respuesta es no. Pero veo cosas que los demás no ven y oigo palabras que los demás no oyen. Confía en mí sin hacer más preguntas y te guiaré hasta tu destino.

—Mi destino es estar con Duna —replicó el príncipe.

El otro, por respuesta, se encogió de hombros.

—Tú mismo. Es más bonito pensar que no existen caminos trazados para cada uno de nosotros, pero no es cierto y en el fondo lo sabes. Lo que sucede es que quien hila el tapiz se preocupa mucho porque no veamos los nudos y las agujas que lo tejen. Cuanto antes lo aprendas, mejor. ¿Podrás hacerlo? ¿Puedo confiar en ti? Más aún: ¿podrás dejar de cuestionarlo todo?

Adhárel permaneció en silencio unos instantes, mirando a través de los ojos azules casi grises del hombre cuervo. Después asintió y tragó saliva.

—Bien, pues pongámonos en marcha.

Salieron de la cabaña. El hombre cuervo cerró la puerta con una rudimentaria llave de madera y después la escondió tras unas rocas.

Mientras tanto, Adhárel había desplegado sobre un tocón un mapa que había encontrado entre las pertenencias de Wil.

—Deberíamos ir hacia el norte…

El hombre se percató de lo que estaba haciendo, se acercó a él y agarró el destartalado pergamino. Después lo rasgó y tiró los trozos al suelo.

—¡¿Pero qué haces?!

—He dicho que te guiaré.

—Muy bien, guíame. Pero ¿cómo vas a saber hacia dónde vamos sin un mapa?

Wilhelm lo miró con severidad.

—¿Qué te he pedido antes?

Adhárel no bajó la mirada.

—¡Esto es absurdo! —estalló.

—Que confíes en mí, eso te he pedido. Además, ese mapa lo tenía desde hace años. Ha tenido que quedarse anticuado en todo este tiempo. Es muy probable que la mitad de esos reinos ya no existan.

El otro recogió los fragmentos y los dobló antes de guardarlos en un bolsillo.

—Por si acaso —dijo, esquivando la mirada burlona del hombre cuervo.

—No seré yo quien te prohíba cargar con más peso del necesario. —A continuación, se giró hacia la casa y exclamó—: ¡Hasta la vista!

Se colocó la capa sobre su mitad animal y se echó a la espalda parte de los petates. El resto se los dejó al príncipe.

—¿Listo?

Adhárel asintió poco convencido, se colgó la espada al hombro y después se pusieron en marcha. Wilhelm iba delante, tarareando una melodía distraído y agarrando con su mano humana el bastón que le servía de apoyo.

Pasadas unas horas, el príncipe ya se había desubicado por completo y se sentía incapaz de averiguar dónde quedaba el norte o el sur. La espesa maleza impedía distinguir la posición del sol en el cielo. De vez en cuando los rayos se colaban entre las ramas y las hojas, dibujando sombras inquietantes a su alrededor. Pero Wil seguía andando a buen paso y sin inmutarse por nada.

Un tiempo después, el hombre cuervo se detuvo y bebió de su pellejo con ganas. Cuando terminó, se secó la boca con el brazo y miró al cielo.

—Acamparemos aquí para comer.

Adhárel se dejó caer en el suelo; estaba sudando. También él bebió un trago y dejó la bota a su lado, inclinó la cabeza y se quedó observando las brillantes hojas de los árboles.

Wil sacó de su petate dos cuencos de madera y el recipiente con la sopa de pantano. Le sirvió un chorro al príncipe y se la tendió.

—Todavía no sabes hacia dónde nos dirigimos, ¿verdad? —preguntó él con desgana, husmeando el singular brebaje.

—Adhárel…

—Lo sé, lo sé. Era por cerciorarme.

Se tomaron la espesa sopa en silencio. No sabía mal, concluyó Adhárel un tanto sorprendido.

—Si no me equivoco nos dirigimos a las Montañas Áridas. Con suerte, las alcanzaremos antes de que anochezca. El dragón podrá cazar allí sin ser avistado.

—¿Sigues convencido de que no quieres volar?

—Completamente.

Adhárel suspiró cansado y se reclinó aún más sobre el tronco. De repente, Wil dio un respingo, miró al cielo y cogió el bastón con las dos manos.

—Tenemos que irnos —dijo sin dar más explicaciones.

Recogieron los escasos bártulos que habían sacado y volvieron a ponerse en marcha. El príncipe lo miró extrañado, aunque pronto dejó de esperar un comentario por su parte.

Atravesaron claros y zonas tan espesas por las que podrían perderse de no ir pegados. Esquivaron arroyos y raíces tan anchas como árboles, descubrieron madrigueras y nidos de animales que Adhárel hasta entonces no había visto jamás. El bosque del Pernonte era conocido por ser una trampa segura para aquellos que se internaban en él sin conocerlo. Se decía que mucho tiempo atrás, un sentomentalista había creado aquel laberinto para impedir que los viajeros dieran con un tesoro que se ocultaba en lo más profundo.

Cuando Adhárel se lo comentó a Wil, este rió a mandíbula batiente, asegurándole que allí no se ocultaban más que animales y plantas, aunque aceptó el hecho de que muchos viajeros incautos hubieran desaparecido tras perderse en su interior.

Por suerte para el príncipe, el hombre cuervo parecía saber a dónde se dirigía, aunque no quisiera revelarle cómo. Paso a paso, apoyando el bastón en los lugares más seguros, Wilhelm lo guió por el cada vez menos espeso y más rocoso bosque hasta llegar a la falda de las impresionantes Montañas Áridas. Allí los árboles estaban tan diseminados que se podían contar con los dedos de una mano. El sol se había ocultado hacía poco tras la portentosa montaña y solo una parte del cielo teñido de magenta lo recordaba.

—Seguiremos hasta que te transformes. Nos quedan al menos un par de horas antes de la medianoche. Después podré descansar hasta el amanecer mientras tú cazas y estiras las alas. A partir de aquí yo llevaré todos los bártulos. No quiero que se echen a perder por un descuido.

Adhárel le tendió los sacos, el pellejo y la espada.

—Sigo pensando que…

Pero Wilhelm ya se alejaba de allí meneando la cabeza de un lado a otro. Adhárel se tragó el resto de la frase y sus ganas de hacerle entrar en razón a base de golpes y lo siguió. El resto del camino lo pasaron en silencio absoluto.

Con el dragón podrían cubrir el quíntuple de distancia que en una mañana entera a pie. Con un simple aleteo bordearían la montaña y se plantarían al otro lado, si era allí adonde Wilhelm quería llegar, claro. Era aquella incertidumbre tan absoluta de no saber hacia dónde se dirigían ni en qué lugar se encontraba Duna lo que estaba desgarrando por dentro al príncipe. Tan solo habían pasados dos días separados, pero Adhárel no podía dejar de preguntarse si Duna seguiría viva y en qué condiciones. ¿Llegarían a tiempo de rescatarla? ¿Cuánto les quedaba? ¿Volvería a verla antes de su vigésimo primer cumpleaños?

La maldición había dejado de ser una prioridad. Más de una vez se había descubierto pidiendo en silencio a quien pudiera escucharle que le devolviera a Duna sana y salva a cambio de pasar el resto de sus noches convertido en dragón. No podía dejar de pensar en ella y en lo mal que había actuado dejando que aquellas dos mujeres se la llevasen. Por lo menos, pensaba, jugaba con la ventaja de seguir vivo cuando ellas lo creían muerto. Pero ¿de qué servía cuando Duna podía estar muerta desde que se separaron?

No, no debía dejarse llevar por aquellos pensamientos tan pesimistas. Duna seguía viva. Oía latir su corazón, o al menos eso quería creer. Pronto la encontraría y no volverían a separarse. Nunca.

En ese instante sintió una arcada. Se dobló por la cintura y cayó al suelo agarrándose la tripa.

Wilhelm se dio la vuelta y regresó corriendo hasta donde se encontraba el príncipe.

—Aguanta, aguanta —le instaba, quitándole rápidamente la ropa—. Vamos, amigo…

Una lágrima rodó por su mejilla antes de que la pupila se afilase como la cola de un gato. Wilhelm se apartó corriendo con la ropa del príncipe al tiempo que el grito de Adhárel se volvía un rugido gutural y cavernoso.

La transformación concluyó unos segundos después. El dragón se lamió las escamas y agitó el cuello. Se desprendió con las garras un pedazo de tela que se había quedado enganchado en la pata trasera. Con pesadez, abrió por completo las alas y las batió sin levantar el vuelo. Wilhelm lo contemplaba asombrado. Era la primera vez que lo veía en todo su esplendor.

La criatura volvió a agitar las alas. Levantó una polvareda a su alrededor y después se puso en pie. Miró a su alrededor y rugió con energía. Parecía sentirse con ganas de surcar los cielos después de permanecer tanto tiempo en tierra firme.

Avanzó con agilidad unos pasos y a continuación se levantó del suelo. Su figura se recortaba en la noche estrellada envuelta en un halo plateado. Trazó un círculo inseguro en el cielo y, a continuación, remontó el vuelo con elegancia hasta perderse tras las montañas.

Wil se quedó allí sin apartar la mirada, absorto. Era la primera noche que lo contemplaba con las alas desplegadas y se había quedado sin habla admirando su envergadura. Ahora entendía por qué Adhárel le insistía tanto en viajar en él, ¿pero cómo iba a poder indicarle el camino cuando él iba descubriéndolo a cada nuevo paso que daba?

Hacía años que Wilhelm no salía del bosque. Le había supuesto todo un esfuerzo tomar aquel cayado entre las manos y dejar de ignorar las voces que le susurraban al oído caminos, secretos, motivos ocultos y atajos y que siempre se había obligado a ignorar. Pero cuando encontró al príncipe tendido en el suelo, a punto de morir, aquellas palabras sin boca se transformaron en gritos que a punto estaban de hacerle perder el sentido y que le instaban a rescatarle de una muerte segura y ayudarle en su misión, fuera cual fuese.

Estaba claro que no podía seguir evitando su destino por más tiempo, y que por mucho que se hubiera guarecido del cielo bajo las ramas y las hojas de los árboles, aquellas voces habían encontrado la manera y el momento para regresar con mayor insistencia pidiendo ser escuchadas y obedecidas. Y Wilhelm no era quién para desatender sus órdenes, por mucho que lo lamentase.

Aquella maldición de buena suerte, aquel saber que cada paso dado era el correcto sin conocer tan siquiera el destino, aquel actuar para evitar desgracias mayores se había cobrado su precio obligándole a ocultarse durante más de media vida de todos los que pudieran disponer de su don. Había olvidado a su familia y hacía tiempo que había perdido a sus amigos. No recordaba qué era convivir con otra persona o cómo preocuparse por alguien que no fuera él mismo. Había olvidado quién era. Y sin embargo, allí estaba: aguardando después de tantos años de total aislamiento el regreso de un dragón para continuar el viaje en busca de una muchacha que ni conocía.

El hombre cuervo se recostó entre un montículo de piedras y se tapó con varias mantas que había traído previsoramente. Un viento desapacible agitaba las ramas de los pocos árboles cercanos y arrastraba piedrecillas y arena formando pequeños remolinos. Esperaba que el dragón supiera regresar hasta allí y que no se metiera en problemas. Lo había salvado una vez de morir, pero no estaba seguro de poder hacerlo una segunda.

Para cuando la criatura aterrizó cerca de allí tras haber saciado su hambre, Wilhelm ya se había quedado dormido dando rienda suelta a las pesadillas de cada noche.