Quien alguna vez hubiera dicho que volar en dragón era algo maravilloso, no sabía de lo que hablaba.
Duna cerró los ojos con fuerza e intentó anudarse el lazo entorno al cabello suelto que le atizaba el rostro con cada nueva corriente de aire. Odiaba volar. Llevaba haciéndolo cada noche desde hacía semanas, pero seguía sin acostumbrarse. El mareo, los vaivenes, la lluvia y el frío que se colaban por la tela desgarrada que le protegía durante las noches le impedían conciliar el sueño el tiempo suficiente como para estar descansada al amanecer. Todo eso sin mencionar la incomodidad que suponía viajar en el interior de la garra del dragón, protegida por una tela de cuero que le cubría la cabeza y con un arnés improvisado rodeándole la cintura. No, definitivamente volar no era algo tan placentero y maravilloso como había imaginado.
La muchacha se inclinó sobre el borde de la garra para intentar vislumbrar algo en la inabarcable oscuridad, pero no sirvió de nada. Cada noche oscurecía más pronto. Se encontraba bajo la panza del dragón, resguardada en buena medida de las inclemencias del tiempo. Se contentó con observar el fragmento de cielo recortado en el horizonte y admirar la inmensa maraña de estrellas que lo decoraban.
Habían pasado cerca de treinta días desde que partieran de Bereth en pos de aquel hombre que quizás tuviera la cura para la maldición de Adhárel. Treinta días sin ver a Aya, ni a Cinthia, ni a Sírgeric. Sin pasear por las calles del único reino que había conocido durante sus primeros diecisiete años de vida. Sin descansar.
El tiempo jugaba en su contra y la reina Ariadne había sido clara al respecto: si durante la noche del vigésimo primer cumpleaños de Adhárel el príncipe no había regresado curado, jamás podría reinar y, en consecuencia, Bereth quedaría a merced de otros reinos y de Dimitri, si es que algún día tenía la osadía de regresar.
Duna tragó saliva y esperó a que su corazón volviera a acompasarse. Aún hoy le costaba recordar su última noche en Bereth sin estremecerse. Lo cerca que habían estado de morir, lo fácil que hubiera sido para Teodragos desintegrar el reino entero, la manera en que el dragón había salvado al príncipe…
La joven alzó la vista y observó las escamas plateadas del cuello que brillaban casi con luz propia reflejando el escaso resplandor de los astros. Lo echaría de menos, pensó Duna. Ahora que había conseguido hacerse a la idea, tras obligarse a observar la transformación una noche tras otra, de que el dragón era tan Adhárel como lo era el príncipe, había terminado por encariñarse con él. Con todo, sabía que deshacer el encantamiento era lo correcto. Bereth se vería amenazado cada noche desde el interior del palacio, y desde el exterior si llegara a descubrirse la maldición que recaía sobre su rey. Tarde o temprano, la criatura, por muy hermosa que le resultase, tendría que desaparecer. Adhárel no tardaría en ser solo un humano más: su príncipe.
Pero los dos eran conscientes de que no iba a ser tarea fácil dar con Maese Kastar.
La misma noche en que la reina les había contado los orígenes de la maldición de su hijo, Duna y Adhárel recogieron las pertenencias necesarias y se marcharon en busca del sentomentalista sin perder más tiempo. Aquella fue la primera vez que la joven alzó el vuelo con las ropas de Adhárel guardadas en un fardo, una gruesa capa para protegerse del frío de la noche y los amarres de cuero alrededor de su cintura. Su mente estaba convencida de que el dragón no la dejaría caer al vacío, pero su instinto le obligaba a tomar todas las precauciones posibles, por si acaso.
Antes de partir, Duna y Adhárel se reunieron con el Maestre Zennion para explicarle la situación y pedirle consejo sobre cuál debía ser su primer paso. Tras recuperarse de la sorpresa inicial, el viejo sentomentalista les habló de la Dama Cloto y del Trono de Piedra, un lugar situado más allá del Mar del Sur, en la última isla habitada del Continente. Al menos una vez en la vida, todo némade debía viajar hasta allí para recibir un consejo de la vieja sabia. Según la leyenda, Cloto había vivido durante cientos de años y era incapaz de olvidar nada… Quizás, con un poco de suerte, pudiera guiarles de ahí en adelante.
Tras aquella breve reunión, iniciaron su viaje hacia el sur. Dos semanas más tarde dejaron atrás el Continente y comenzaron a sobrevolar el mar. Cada amanecer, el dragón descendía hasta una de las islas que encontraban a su paso para descansar hasta que el sol volvía a ponerse.
El problema de la comida lo resolvieron con bastante facilidad, dadas las circunstancias. Además de las provisiones que reunieron en Bereth, cada noche el dragón cazaba algo para él y para la muchacha. Ella colaboraba buscando fruta y plantas comestibles mientras esperaban a que cayese la noche y pudieran retomar el viaje.
Duna apostó la mirada en el horizonte e intentó ver algo, pero sin ningún resultado. En esos momentos se encontraban surcando el océano en dirección a la última isla del sur, Trono de Piedra. Un tanto alicaída, Duna apoyó la espalda sobre la garra del dragón y permaneció de aquel modo, sumida en sus pensamientos, hasta bien entrado el amanecer. Fue entonces cuando la muchacha advirtió a lo lejos un montículo perfilado en el horizonte. No fue la extensión de tierra lo que sobresaltó a la muchacha, sino el hecho de que pudiera verla.
Instintivamente, la chica volvió la vista al dragón, después al horizonte y una vez más a la criatura. No les daría tiempo.
—¡Adhárel! —exclamó Duna, haciendo bocina con las manos. El dragón giró el cuello y entrechocó las mandíbulas dos veces—. ¡Adhárel, va a salir el sol! ¡Tienes que alcanzar la isla antes de que amanezca!
El dragón rugió con todas sus fuerzas y la muchacha sintió cómo ganaban velocidad. Las alas comenzaron a batirse con más brío, las patas se pegaron todo lo posible al cuerpo y la cola se estiró al máximo.
Duna golpeaba ansiosa la garra con los puños sin apartar la mirada de la isla. El cielo, a cada instante que pasaba, se tornaba más claro.
¿Y si no lo lograban? ¿Y si caían en mitad del océano? ¿Sobrevivirían a la caída? ¿Y al oleaje? Duna no sabía nadar. La muchacha maldijo su suerte al tiempo que notaba cómo el nudo del estómago amenazaba con subirle hasta la garganta.
—Venga… venga… —masculló tanto para sí como para el dragón.
Cada vez faltaba menos para llegar, pero también para que amaneciese; y la maldición era tajante al respecto: en cuanto despuntaba el primer rayo de sol, el príncipe volvía a su forma humana. Ni un segundo antes ni uno después.
El dragón hizo una cabriola y descendió varios metros. Duna, asustada, ahogó un grito al sentir la caída. Entonces comprobó que en unos instantes alcanzarían la isla. La criatura volvió a descender, esta vez a trompicones. Soltó un rugido y cayó unos cuantos metros más.
—¡Adhárel, aguanta! —Le animó la chica, observando cómo el mar comenzaba a teñirse de violeta por el este—. Vamos…
Lo iban a conseguir, se dijo. Ya estaban sobrevolando la orilla. Ahora desciende, desciende… unos metros más y…
—¡Ahhhh! —El dragón batió las alas sin fuerzas—. ¡Adhárel, el bosque!
A Duna le dio tiempo a cerrar los ojos y a cubrirse todo lo posible con la garra antes de que el enorme cuerpo del dragón se estrellase contra las copas más altas de los árboles y derrumbase troncos y maleza antes de detener la caída contra el suelo.
Duna sintió cómo su protección desaparecía hasta desvanecerse por completo y cómo caía al suelo. Ya no había ni garra ni dragón. Adhárel gemía débilmente a su lado mientras despertaba del mismo sueño de cada noche.
—¿Du… Duna? —balbució.
La muchacha se puso en pie con dificultad. La cabeza le daba vueltas y se había hecho algunos rasguños en los brazos.
Con paso tembloroso se quitó el fardo de la espalda y se lo tendió al príncipe para que se vistiera. Él la miró preocupado.
—Vístete y ahora te cuento —se limitó a decirle ella, algo más tranquila al comprobar que los dos estaban vivos.
Se estiró para desentumecer los músculos y después recogió el arnés que había en el suelo.
—Ya estoy —anunció el príncipe, revolviéndose el pelo y bostezando—. ¿He sido yo? —preguntó, mirando hacia las copas de los árboles y adivinando la trayectoria que había seguido el dragón al aterrizar.
—Tú solito —respondió Duna, acercándose y dándole un beso en los labios.
Adhárel se separó y se percató de las heridas que tenía la joven.
—¿Puedes caminar?
—Estoy bien, no es nada. —Le quitó de las manos el fardo para guardar el arnés y después repitió en respuesta a su mirada—: Adhárel, te prometo que estoy perfectamente.
El príncipe asintió algo más convencido y observó los árboles a su alrededor. Cerca de allí se oía el susurro de las olas.
—¿Hemos llegado a Trono de Piedra?
—Eso parece… —Duna sacó el mapa de Bereth y observó la disposición de las seis islas del sur—. A no ser que hayamos contado mal, este debería ser el hogar de la Vieja Cloto.
—Pues espero que no se ofenda por el destrozo —masculló Adhárel, agarrando el fardo y poniéndoselo a la espalda—. ¿Hacia dónde deberíamos…?
Duna señaló a su espalda.
—Zennion dijo que vivía en lo alto de la montaña.
—Pues no le hagamos esperar más.
La marcha hasta la cima de Trono de Piedra fue larga y agotadora. Apenas había rastro de caminos que seguir y prácticamente todo el camino tuvieron que hacerlo a través de bosques en pendiente. Mientras subían, Duna le relató al príncipe el inusitado aterrizaje que había tenido que hacer el dragón para no caer al mar. A mitad de camino se detuvieron para almorzar frugalmente lo poco que llevaban encima y después prosiguieron la marcha.
La idea era hablar con la mujer antes de que anocheciese para poder partir lo antes posible, pero, por desgracia, cuando llegaron a la cúspide de la isla, descubrieron que no iba a ser posible: varias decenas de peregrinos aguardaban su turno para que la Sabia les recibiese. Algunos se divertían en corrillos y jugaban a las cartas, otros tocaban instrumentos, había quienes aguardaban su turno bailando, contando historias o durmiendo bajo la sombra de los pocos árboles que allí había.
—No… puedo creerlo… —comentó Duna, vaciando buena parte del pellejo con agua que llevaban previsoramente.
Adhárel avanzó hasta el último hombre de la cola y se puso tras él. El viejo giró la cabeza y le examinó de arriba abajo, sorprendido.
—Buenas tardes —dijo.
El hombre hizo un mohín y después sonrió sin dientes. Cuando Duna llegó junto a Adhárel, el hombre se dio media vuelta y avanzó el escaso espacio que se había movido la cola para hablar con su compañero de delante.
—¿Nos dará tiempo? —preguntó Duna.
Antes de responder, el príncipe observó la peculiar fila que terminaba en una gigantesca tienda de campaña de colores apagados.
—Quiero pensar que sí.
Duna se recogió la melena con el lazo azul y dio otro sorbo de agua al pellejo. Después se lo tendió a Adhárel, que miraba iracundo hacia el frente. Duna percibió su turbación y le dijo:
—Oye, no te preocupes si no da tiempo. Tenemos el bosque al lado y sabes que el dragón puede cazar sin apenas hacer ruido.
Adhárel le sonrió algo más tranquilo.
—No es eso, Duna… Es solo que… que no sé si lo lograremos.
La muchacha le agarró la mano con firmeza.
—No empieces a dudar tan pronto, Adhárel. Lo conseguiremos, ¿me oyes? Lo con…
Se detuvo a mitad de la frase cuando descubrió que prácticamente la cola entera les estaba observando. Le dio un suave golpe a Adhárel y le indicó con la cabeza lo que sucedía delante de ellos.
El príncipe se dio la vuelta y después miró hacia atrás. Intentó discernir cuál era el foco de atención hasta que se dio cuenta de que eran ellos. Ya nadie reía, ni jugaba a las cartas ni tocaba música. Todos estaban pendientes de los recién llegados.
—¿Sucede algo? —preguntó Duna envalentonada.
El viejo que tenían más cerca se echó a reír con ganas y a señalarles a ellos y a la tienda al final de la cola.
—Esto no me gusta —dijo Adhárel entre dientes—. Quizás deberíamos…
—¡Eh, vosotros! —Duna y Adhárel se pusieron en cuclillas para intentar averiguar quién les estaba gritando—. ¡No os vayáis! ¡Eh!
Una niña de poco más de diez años apareció de pronto corriendo entre la gente, directa hacia ellos y haciendo aspavientos con los brazos.
—¡La Dama quiere veros! —volvió a gritar—. ¡Acompañadme!
Cuando llegó a su lado pudieron comprobar que, en realidad, no era una niña sino un niño con el pelo muy largo. Iba descalzo, con unos pantalones agujereados y una camisa desabrochada. Del cuello le colgaban numerosos y variopintos amuletos.
—¿Y tú quién eres? —preguntó Duna.
—No le hagáis esperar. ¡Vamos!
—Te hemos hecho una pregunta, responde —le ordenó el príncipe.
—No hay tiempo, rápido —y agarrándole por la parte baja del chaleco, el chico comenzó a tirar.
—¡Oye, estate quieto! —le dijo, intentando desasirse.
—No nos moveremos de aquí hasta que nos digas qué sucede.
El niño dejó de tirar, se dio media vuelta y suspiró.
—Me llamo Tulius —respondió el niño— y soy el paje personal de Dama Cloto. Me ha dicho que quiere recibiros ahora.
Duna y Adhárel se miraron un instante, y después la chica preguntó:
—¿Y el resto de personas que están esperando?
Por respuesta, la cola se abrió, dejándoles vía libre hasta la entrada de la tienda.
—Creo que no tenemos otra opción que colarnos —le dijo Adhárel en voz baja a Duna antes de seguir al chico por el improvisado pasillo.
Conforme iban avanzando, fueron aumentando las miradas y los cuchicheos.
—Es asombroso…
—Su poder es ilimitado…
—¿Cómo pudo saberlo?
—Lo dijo y se cumplió…
Y así uno tras otro. ¿Hablaban de la vieja Cloto? ¿Habría visto ella al dragón en sus sueños?
Tulius levantó la tela que hacía las veces de puerta de la tienda y les indicó que pasasen con un gesto de cabeza.
El príncipe tomó de la mano a Duna antes de entrar. La tienda parecía mucho más pequeña que desde fuera. Ya fuese por las estanterías y mesitas inclinadas y repletas de utensilios o por la enorme lámpara con bombillas que colgaba, apagada, del techo, el hogar y consultorio de la anciana resultaba claustrofóbico, agobiante.
—Puedes marcharte, Tulius —dijo la mujer desde la penumbra de la tienda. El niño obedeció y Duna y Adhárel dieron un paso adelante.
—Así que tú eres el dragón —comentó la vieja sin andarse con rodeos.
A Duna se le desencajó la mandíbula de asombro.
—¿Lo percibe en mí? —preguntó el príncipe, tan impresionado como su compañera.
—Sin duda, lo percibo —se incorporó y salió a la luz—, pero también os he visto llegar.
La Dama palmeó un sofisticado y brillante catalejo con largas patas de un material similar al hierro que relucía apostado a su lado.
—Vi cómo caíais y destrozabais buena parte de mi bosque al amanecer. Supuse que tarde o temprano alcanzaríais la cima y que querríais verme. Así pues, advertí a Tulius de que hiciese correr la voz y de que os dejasen pasar tan pronto llegaseis.
Duna se quedó fascinada ante el envejecido aspecto de la mujer. Las arrugas del rostro estaban cinceladas en su piel como las betas y las irregularidades en la corteza de un árbol. Sus manos eran pequeñas y rechonchas, y le temblaban ligeramente. No podía distinguir el color de sus ojos, pero sí el brillo que despedían. Un brillo antiguo y ancestral, casi mágico. El pelo bordeaba su anciano rostro con tonalidades grises y blancas, como si se tratase de su propia aura. Llevaba puesto una especie de vestido hecho con multitud de pañuelos y telas de diferentes colores al estilo némade que caían hasta el suelo, ocultando sus pies.
—¿Has terminado? —preguntó Cloto. Duna enrojeció y asintió sin decir una palabra. Jamás se había sentido tan intimidada por nadie.
—Dama Cloto, yo… nosotros… —comenzó a balbucear Adhárel.
—Sé porqué estáis aquí y no puedo ayudaros. —Colocó las manos sobre el regazo y las entrelazó para que dejasen de temblar.
—Pero nos dijeron…
—Sé lo que os dijeron, no hay que ser adivina para eso. Pero se equivocaron. La tuya es una maldición excepcional, joven príncipe. Digna de un sentomentalista tan poderoso como la propia naturaleza. ¿Qué pensabais que podía hacer una vieja como yo contra una magia como esa?
De pronto ya no parecía tan amigable, pensó Duna.
—Entonces, ¿por qué tanta prisa por recibirnos?
—¿Acaso preferías esperar durante más de un día por nada, niña ingrata?
La muchacha se mordió la lengua. Percibió la mirada molesta del príncipe, pero no se giró.
—¿No podríais siquiera orientarnos en el siguiente paso? Buscamos al hechicero, no la cura a la maldición.
La vieja volvió a recostarse en su trono y paladeó la respuesta durante unos segundos interminables. Después, negó lentamente con la cabeza.
El príncipe no quiso perder más tiempo.
—Disculpadnos pues, Dama Cloto —dijo, con una breve inclinación—. Gracias por habernos recibido.
Duna también hizo una reverencia y se dio media vuelta con la intención de seguirle, pero la voz de la vieja les detuvo.
—Buscad respuestas donde las Musas vayan a inspirar una Poesía, pero no aguardéis el resultado que vuestros corazones anhelan.
El príncipe y Duna se miraron desconcertados. Adhárel tenía intención de preguntarle por el significado de sus palabras, pero la mujer les instó a abandonar la tienda.
—No debería haberos dicho nada. ¡Marchaos! ¡Marchaos antes de que me arrepienta!
Una vez en el exterior descubrieron que el sol estaba próximo al crepúsculo. Se alejaron de aquel lugar a paso rápido ignorando las miradas de los némades que hacían cola hasta alcanzar los primeros árboles de la foresta.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Adhárel.
Duna sacó de debajo del vestido un diminuto reloj dorado que la reina les había regalado antes de su partida.
—Dos o tres horas. Lo mejor será que vayamos bajando e intentemos alcanzar la orilla de la isla.
El príncipe asintió y se pusieron en marcha.
—¿Has entendido algo de lo que nos ha dicho? —preguntó Duna poco después.
—Lo mismo que tú, por desgracia.
—Podría haber sido más clara. Si conocía nuestro problema, ¿no podría habernos echado una mano? Quiero decir, puestos a ayudar, podría haberse esforzado más, ¿no?
Adhárel soltó una carcajada ante el comentario.
—Absolutamente de acuerdo.
—Ahora no solo tenemos que encontrar a Maese Kastar, sino también a un rey o a una reina que estén a punto de ser coronados…
—Kastar fue quien me maldijo a raíz de la Poesía de mi madre. Con un poco de suerte, encontraremos al recién coronado y al Maese en el mismo lugar.
—Que el Todopoderoso te oiga.
Adhárel la agarró por los hombros con ternura.
—No te preocupes, lo conseguiremos.
—Si eso ya lo sé —repuso ella—, pero soy de las que piensa que lo bueno, cuanto antes, mejor.
El príncipe se echó a reír y Duna le imitó.
Descendieron la empinada ladera de la isla agarrándose a los troncos de los árboles y a las raíces que descollaban de la tierra y se enredaban como serpientes a sus pies.
Cerca de la orilla, Duna volvió a mirar el reloj y comprobó que en pocos instantes sería medianoche. Sin tiempo que perder, el príncipe se quitó la ropa para no desgarrarla con la transformación y Duna, tras sacar su capa, la guardó en el fardo.
—Nos vemos por la mañana, príncipe —dijo la muchacha, dándole un beso en los labios.
—Ten cuidado.
Unos segundos más tarde, Adhárel se llevó las manos al estómago, se dobló por la cintura y cayó al suelo gruñendo de dolor. Duna sintió la misma aprensión e impotencia que las otras veces.
El príncipe aulló de dolor y comenzó a transformarse. Primero se desarrolló el tronco y después las extremidades, las alas membranosas, las garras afiladas y la cabeza del animal con su hocico y sus largos cuernos marfileños.
La criatura se sacudió como un perro mojado y, a continuación, se lamió una garra. Duna le sonrió, tan sobrecogida como siempre.
—Hola, pequeño —saludó, palmeándole el gigantesco lomo—. ¿Listo para volar?
El dragón rugió secamente y golpeó la tierra con sus garras delanteras.
—Es cierto, es cierto… deberías comer algo antes. —Los ojos color bosque de Adharél se giraron hacia ella antes de echar a andar—. Esperaré aquí hasta que termines, ¡pero no te retrases demasiado! —añadió mientras el dragón se perdía entre el follaje.
Se sentó en una roca y rebuscó entre sus pertenencias algo de comida que hubiera sobrado. Primero se comió las dos piezas de fruta que se encontraban en peores condiciones y un buen mendrugo de pan con queso.
Sabía que cuando estuvieran de regreso en el Continente podrían comer otra vez algo más consistente, pero hasta entonces debía conformarse con eso. Al menos, pensó, solo tenían que cargar con la comida de uno de los dos puesto que el príncipe siempre se alimentaba en su forma draconiana.
Duna miró una vez más el reloj y tamborileó el suelo con el pie, impaciente. Todavía recordaba lo largo que había sido el vuelo desde la última isla y lo cerca que habían estado de caer al mar: no podían arriesgarse tanto.
Sacó el mapa y advirtió que tal vez lo mejor sería dividir la jornada en dos y detenerse en una isla llamada Luznal para reponer fuerzas. Tardarían el doble de tiempo, pero sería la mitad de peligroso.
De repente, las ramas de los árboles cercanos se agitaron y el suelo tembló. La joven se puso en pie al tiempo que el dragón irrumpía en el pequeño claro.
—¿Nos vamos? —preguntó Duna, mirando un tanto inquieta el hocico ensangrentado.
La criatura tendió la garra derecha y ella procedió a colocar el arnés para después atárselo alrededor de la cintura. Adhárel la tomó con delicadeza y echó a andar; allí sería difícil batir las alas sin hacerse daño con algún tronco: tendrían que esperar a llegar a la orilla.
—Iremos hasta Luznal —le dijo al dragón—. No quiero volver a pasar por lo de la última noche.
La criatura resopló, ofendida, pero Duna sabía que haría lo correcto.
Cuando estuvieron frente al mar el dragón desplegó sus inmensas alas y las batió un par de veces antes de elevarse. Una vez en el aire, Adhárel rugió entusiasmado y dejaron atrás Trono de Piedra.
La muchacha estaba tan agotada después de andar durante todo el día que no pasaron ni cinco minutos antes de quedarse dormida en el mullido interior de la garra. En cuanto dejó de prestar atención al olor del cuero y al viento que se colaba por encima de su cabeza, fue sumiéndose en un sueño tranquilo con el mismo batir de alas de cuando estuvo encerrada en la torre de Belmont como melodía, pero con una tonalidad muy diferente.
No fue hasta que la luz le golpeó directamente en los párpados que recobró la conciencia de golpe.
—¿¡Qué…!? —preguntó, agarrándose sobresaltada a la garra del dragón y frotándose los ojos.
Cuando se asomó al vacío, no pudo creer lo que veían sus ojos: un gigantesco barco enfocaba al dragón con dos inmensas bombillas que ocupaban buena parte de la cubierta.
—Santo Todopoderoso… —masculló Duna para sí—. ¡Adhárel, hay que escapar! ¿Me oyes? Tenemos que…
¡¡Booom!!
El proyectil pasó rozando al dragón, que pudo recuperar la posición unos segundos más tarde.
—¡¡Tienes que elevarte más!! —exclamó la joven sin dejar de mirar hacia abajo—. ¡Más alto, Adhárel! ¡Más alto!
El dragón rugió y escupió fuego cuando el segundo proyectil le alcanzó el extremo de un ala, desviando su trayectoria.
Duna gritó asustada, aferrándose con fuerza a la garra.
La criatura se revolvió frenética cuando los dos focos de luz volvieron a encontrarle en el cielo. A Duna también le cegaron durante unos instantes.
Fue entonces cuando la tercera bala golpeó al dragón en el estómago. Una red pegajosa surgió de la misma y les envolvió como una manta que impidió que la criatura pudiera seguir batiendo las alas.
Adhárel se precipitó al vacío, concentrado en no abrir la garra que sostenía a Duna.
La caída fue tan feroz y rápida como agresivo y violento fue el viento que atizó el rostro de la joven. Tampoco fue cálida la acogida del mar, ni el bramido de las olas a su alrededor mientras sentía el peso del inmenso dragón sobre ella, hundiéndola sin remisión en la profundidad más oscura que jamás hubiera imaginado.
Y así, Duna fue perdiendo el conocimiento mientras sentía cómo el aire se agotaba en sus pulmones y el agua comenzaba a inundarlos lentamente.