CAPÍTULO 43

No estuvo mucho tiempo inconsciente. Sólo unos segundos. Una visión de Heather, tumbada bajo Roy de forma obscena, relampagueó a través de la oscuridad en la que Colin se hallaba sumido, y aquella terrible imagen le impulsó a salir de la oscuridad.

Heather gritaba, pero sus gritos quedaban amortiguados por el sonido de una mano que le golpeaba el rostro.

Colin había perdido sus gafas. Todo estaba borroso. Se incorporó, temiendo que Roy saltara sobre él, y palpó el suelo a su alrededor. Encontró las gafas. La montura estaba retorcida, pero los cristales se hallaban intactos. Se las puso y dobló la montura para que encajaran.

Heather se encontraba en el suelo, tumbada boca arriba, en el otro extremo de la habitación y con Roy montado a horcajadas encima de ella y de espaldas a Colin. Tenía la blusa abierta y los pechos al descubierto. Roy estaba tratando de quitarle los pantalones cortos. Ella se debatió y él la golpeó nuevamente. La muchacha empezó a llorar.

Tambaleándose, tremendamente dolorido, pero movido por su propia ira, Colin cruzó la habitación a toda prisa, agarró a Roy por el pelo y lo apartó de la chica. Ambos se tambalearon hacia atrás, cayeron de lado y salieron rodando cada uno en una dirección.

Roy se puso en pie y asió a Heather cuando ésta trataba de llegar a la puerta. La apartó de la salida y la empujó hacia la pared. Ella tropezó y cayó encima del magnetófono oculto.

Colin yacía sobre algo duro y puntiagudo y, puesto que estaba mareado, necesitó un momento para darse cuenta que lo que se hallaba bajo su cuerpo era la pistola. La sacó de debajo suyo, se puso de rodillas y manipuló los dispositivos de seguridad cuando Roy empezó a dirigirse nuevamente hacia él y mientras chispas de dolor centelleaban tras sus ojos.

Roy se echó a reír con perversa satisfacción.

—¿Crees que me asusta una pistola descargada? ¡Por Dios, eres un imbécil! Te voy a arrancar la cabeza, gilipollas. Luego voy a follarme a tu estúpida novia hasta que sangre.

—¡Eres un hijo de puta asqueroso y podrido! —le increpó Colin, ciego de ira, más furioso de lo que nunca se hubiera imaginado que podría estar. Se puso en pie, tambaleante—. No te muevas. No te muevas de donde estás. Los dispositivos de seguridad estaban puestos. Ahora ya los he soltado. ¿Me oyes? La pistola está cargada. Y voy a usarla. ¡Juro por Dios que te volaré la tapa de los sesos!

Roy se echó a reír nuevamente.

—Colin Jacobs, el gran asesino duro.

Siguió acercándose, sonriendo, confiado.

Colin lo maldijo y apretó el gatillo. El disparo resultó ensordecedor en la habitación cerrada.

Roy retrocedió tambaleándose, pero no porque hubiera resultado herido. Solamente estaba sorprendido. La bala no le había alcanzado.

Colin volvió a apretar el gatillo.

El segundo disparo tampoco lo alcanzó, pero Roy gritó y levantó las manos para tratar de tranquilizar al otro muchacho:

—¡No! ¡Espera! ¡Espera un minuto! ¡No lo hagas!

Colin avanzó hacia él. Roy se apoyó contra la pared y Colin apretó el gatillo otra vez. No podía detenerse. Estaba ardiendo, frenético, ciego de ira, descontrolado, hirviendo, ardiendo con tanta rabia que se sentía como si fuera a derretirse, a fluir como la lava, y el corazón le latía con tanta violencia que cada latido era como la explosión de un volcán. Ya no era un ser humano; sólo un animal, un salvaje, un bárbaro luchando una brutal batalla territorial con otro macho, dispuesto a atacar hasta sangrar, estimulado por un ansia primitiva y aterradora, pero a la vez irresistible, de dominar, conquistar, destruir.

El tercer disparo rozó el brazo derecho de Roy y el cuarto le alcanzó de pleno la pierna derecha. Se desplomó cuando de repente la sangre oscura manchó su manga y empapó una de las perneras de los tejanos. Y, por primera vez desde que Colin lo conocía, el semblante de Roy le pareció el de un niño, el del niño que era en realidad. Tenía el rostro desfigurado por una expresión desamparada, de verdadero terror.

Se inclinó sobre él y apuntó al puente de la nariz. Casi apretó el gatillo por última vez. Pero, antes de que pudiera acabar de sumergirse en la barbarie total, se dio cuenta de que la expresión de Roy revelaba algo más que temor. Vio también desesperación. Y una mirada perdida, digna de compasión, una profunda y permanente soledad. Y lo peor de todo fue que vio que parte de Roy le suplicaba que disparara una vez más; una parte de aquel pobre desgraciado le estaba rogando que lo matase.

Bajó la pistola lentamente.

—Iré en busca de ayuda, Roy. Te curarán la pierna. Y también lo demás. Te ayudarán en todo lo demás. Psiquiatras. Buenos médicos, Roy. Te ayudarán a recuperarte. Lo de Belinda no fue culpa tuya. Fue un accidente. Te ayudarán a comprenderlo.

A Roy se le saltaron las lágrimas. Se agarró la pierna destrozada con las dos manos y rompió a llorar de forma incontrolada, a gemir, a sollozar, a balancearse atrás y adelante, tal vez porque ya se había recuperado de la conmoción y la herida le dolía, o tal vez porque Colin no había acabado con su desdicha.

Colin fue incapaz de reprimir sus propias lágrimas.

—Oh, Dios mío, Roy, qué te han hecho. Qué me han hecho. Qué nos hacemos unos a otros cada día. Es terrible. ¿Por qué? Por el amor de Dios, ¿por qué? —Arrojó la pistola al otro lado de la habitación, y el arma golpeó la pared y cayó al suelo—. Escucha, Roy, iré a visitarte —dijo entre lágrimas que no podía contener—. Te iré a ver al hospital. Y a donde sea que te trasladen. No te dejaré solo. No te olvidaré, Roy. Nunca jamás. Te lo prometo. No olvidaré que somos hermanos de sangre.

Roy no parecía oírle. Se hallaba sumido en su propio dolor y angustia.

Heather se acercó a Colin y, con indecisión, le puso la mano en su rostro magullado.

Él vio que ella cojeaba.

—¿Estás herida?

—No es nada serio. Me he torcido el tobillo al caerme. ¿Y tú cómo estás?

—Sobreviviré.

—Tu rostro tiene un aspecto horrible. Lo tienes hinchado donde te pegó con la pistola, y se está amoratando.

—Duele —admitió—, pero ahora mismo tenemos que llamar a una ambulancia para que atiendan a Roy. No podemos permitir que se desangre. —Se metió la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó algunas monedas—. Ten. Toma esto. Hay un teléfono público en la gasolinera situada al pie de la colina. Llama al hospital y a la policía.

—Es mejor que vayas tú. Tardaré una eternidad con este tobillo dislocado.

—¿No te importa quedarte aquí con él?

—Ahora es inofensivo.

—Bueno…, de acuerdo.

—Date prisa en volver.

—Volveré deprisa. Y, Heather…, lo siento.

—¿El qué?

—Te dije que nunca permitiría que te pusiera las manos encima. Te he fallado.

—No me ha hecho nada. Tú me has protegido. Te portaste muy bien.

Los ojos de Heather se llenaron de lágrimas. Durante un momento estuvieron abrazados.

—Eres muy guapa.

—¿De verdad?

—Nunca vuelvas a decir que no lo eres. Jamás vuelvas a pensar que eres fea en ningún sentido. Jamás. Diles a todos que se vayan al infierno. Eres guapa. Recuérdalo. Prométeme que lo recordarás.

—De acuerdo.

—Prométemelo.

—Te lo prometo.

Se marchó a avisar a la ambulancia.

Fuera, la noche estaba muy oscura.

Mientras descendía por la colina para dirigirse al teléfono de la gasolinera, se dio cuenta de que ya no oía la voz de la noche. Oía los ruidos de los sapos y de los grillos y el trepidar distante de un tren. Pero aquel murmullo grave y siniestro que siempre creyó que estaba allí, aquel sonido de máquinas sobrenaturales ejecutando tareas malvadas, había desaparecido. Unos cuantos pasos más allá, tomó conciencia de que la voz de la noche se hallaba en su interior y de que, en realidad, siempre estuvo allí. Se encontraba dentro de cada persona, susurrando maliciosamente durante veinticuatro horas al día. Y la tarea más importante de la vida consistía en ignorarla, ocultarla, negarse a escucharla.

Avisó a la ambulancia y, luego, a la policía.