Colin entró en la cabina telefónica de una gasolinera, a cuatro manzanas de distancia de la mansión Kingman. Marcó el número de los Borden.
Contestó Roy:
—¿Sí?
—¿Eres tú, hermano de sangre?
Roy no respondió.
—Estaba equivocado —dijo Colin.
Roy permaneció en silencio.
—Te llamo para decirte que estaba equivocado.
—¿Equivocado en qué?
—En todo. Me arrepiento de haber roto nuestro juramento de hermanos de sangre.
—¿Qué pretendes?
—Quiero que seamos otra vez amigos.
—Eres un gilipollas.
—Lo que más deseo en el mundo es que volvamos a ser otra vez amigos, Roy.
—No es posible.
—Tú eres más listo que todos ellos. Eres más listo y más fuerte que ellos. Tienes razón, son todos un puñado de imbéciles. Los adultos también. Resulta fácil manipularlos. Ahora me doy cuenta. Yo no soy como ellos. Nunca lo he sido. Soy como tú. Quiero estar de tu parte.
Roy volvió a quedarse callado.
—Te demostraré que estoy de tu parte —prosiguió Colin—. Haré lo que deseabas hacer. Te ayudaré a matar a alguien.
—¿Matar a alguien? Colin, ¿has vuelto a tomar píldoras de ésas otra vez? Lo que dices no tiene sentido.
—Tú crees que hay alguien aquí conmigo escuchando lo que hablamos, ¿no? Bueno, pues no es así. Pero, si te preocupa hablar por teléfono, hagámoslo cara a cara.
—¿Cuándo?
—Ahora.
—¿Dónde?
—En la casa Kingman.
—¿Por qué allí?
—Es el mejor sitio.
—Se me ocurren otros mejores.
—No para lo que vamos a hacer. Es algo privado, y eso es lo que necesitamos.
—¿Para qué? ¿De qué estás hablando?
—Vamos a follárnosla y luego la matamos.
—¿Te has vuelto loco? ¿Por qué hablas así?
—No hay nadie escuchando, Roy.
—Eres un lunático.
—Te gustará —afirmó Colin.
—Debes de haberte atiborrado de drogas.
—Está para pegarle un buen polvo.
—¿Quién?
—La chica que he conseguido para nosotros.
—¿Has conseguido una chica?
—Ella no sabe lo que va a ocurrir.
—¿Quién es?
—Es mi oferta de paz.
—¿Qué chica es ésa? ¿Cómo se llama?
—Ven y lo verás.
Roy no contestó.
—¿Me tienes miedo? —preguntó Colin.
—¡Joder, pues claro que no!
—Entonces, dame una oportunidad. Nos encontraremos en la casa Kingman.
—Tú y tus colegas drogadictos probablemente me vais a tender una trampa. ¿Habéis planeado acabar conmigo entre todos?
Colin se rió amargamente.
—Eres genial, Roy. Realmente genial. Por eso quiero estar en tu bando. Eres el más listo de todos.
—Tienes que dejar de dragarte. Colin, la droga mata. Vas a arruinar tu vida.
—Pues ven y háblame de eso. Convénceme para que vaya por el buen camino.
—Tengo que hacer algo para mi padre. No me puedo escaquear. No podré salir de aquí por lo menos hasta dentro de una hora.
—De acuerdo. Son casi las nueve y cuarto. Nos encontraremos en la casa Kingman a las diez y media.
Colin colgó el teléfono, abrió la puerta de la cabina y echó a correr como alma que lleva el diablo. Volvió a ascender por la colina empinada, tan rápido como le fue posible y con los brazos pegados a los costados.
Llegó a la casa Kingman, cruzó la verja y ascendió por el paseo. Una vez dentro, subió por las desvencijadas escaleras y oyó la voz vacilante de Heather llamándolo antes de llegar al segundo piso.
Se encontraba aún en el primer dormitorio del ala izquierda, sentada igual que él la había dejado, atada, encantadora.
—Temía que no fueras tú.
—¿Estás bien?
—Una linterna no era suficiente. Estaba demasiado oscuro aquí dentro.
—Lo siento.
—Y creo que este lugar está infestado de ratas. He oído arañar las paredes.
—No tendremos que quedarnos aquí mucho tiempo —la tranquilizó. Se inclinó sobre la caja de cartón y sacó los dos trozos del trapo de cocina que se había llevado de casa—. A partir de ahora todo ocurrirá muy deprisa.
—¿Has hablado con Roy?
—Sí.
—¿Va a venir?
—Ha dicho que tiene que hacer algo para su padre y que no puede salir de su casa inmediatamente. Según él, no podrá llegar antes de las diez y media.
—Entonces no era necesario atarme antes de que hicieras la llamada.
—Sí lo era. No te desates. Ahora ya está de camino.
—Creía que habías dicho a las diez y media.
—Me mintió.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Está intentando llegar aquí antes que yo y tenderme una trampa. Cree que soy tan ingenuo como antes.
—Colin…, tengo miedo.
—Todo saldrá bien.
—¿Seguro?
—Tengo la pistola.
—¿Qué pasará si la tienes que usar?
—No tendré que usarla.
—Él podría obligarte a hacerlo.
—Entonces lo haré. Si me obliga, la usaré.
—Pero te acusarán de…
—Será en defensa propia.
—¿La puedes usar?
—En defensa propia, claro. Por supuesto.
—No eres un asesino.
—Sólo lo heriré si no tengo más remedio que disparar. Hemos de darnos prisa. Tengo que amordazarte. La mordaza tiene que estar muy apretada para que resulte convincente, pero, si te oprime demasiado y te molesta, dímelo. —Fabricó una mordaza con las dos tiras del trapo de cocina—. ¿Está bien así?
Ella emitió un sonido ininteligible.
—Mueve la cabeza, sí o no. ¿Está demasiado apretado?
La muchacha sacudió la cabeza: no.
Colin se daba cuenta que las dudas de Heather aumentaban por momentos; era obvio que se arrepentía de haberse metido en aquel asunto. En sus ojos chispeaba un temor genuino; pero eso era bueno, así parecería la víctima desamparada que pretendía ser. Roy, poseído por los instintos de un animal astuto y sanguinario, reconocería instantáneamente la autenticidad de su terror, y ello lo convencería.
Colin se dirigió al magnetófono, levantó un poco los escombros que lo cubrían, lo puso en marcha, volvió a camuflarlo cuidadosamente y miró nuevamente a Heather.
—Voy a ir hasta el borde de la escalera a esperarlo. No te preocupes.
Salió de la habitación con la pistola, una linterna y la caja de cartón, que solamente contenía ya la botella de salsa de tomate. Dejó la caja y la botella en otra habitación, se dirigió al principio de la escalera y apagó la linterna. La casa estaba muy oscura.
Escondió la pistola bajo el cinturón, en la espalda, donde Roy no pudiera verla. Deseaba dar la sensación de estar desarmado, indefenso, con el fin de conseguir convencerlo de que subiera las escaleras.
Respiraba ruidosamente, prácticamente jadeaba, y no porque estuviera físicamente extenuado, sino porque tenía miedo. Se concentró para respirar en silencio, pero no era tarea fácil. Se oyó un estrépito en el piso de abajo. Colin contuvo la respiración, escuchando. Otro ruido. Roy había llegado.
Colin consultó su reloj digital: exactamente quince minutos desde que salió de la cabina telefónica.
Había ocurrido tal y como Colin le dijo a Heather. Roy mintió cuando alegó que no podría estar allí antes de las diez y media. Su intención era asegurarse de ser el primero en llegar a la casa. Si le iban a tender una trampa, quería estar allí oculto entre las sombras para verlo todo.
Colin se había anticipado al desarrollo de los acontecimientos, y eso lo llenó de satisfacción. De pie en el pasillo oscuro, sonrió para sí mismo.
Algo se movió en la pared de al lado y Colin dio un salto. Un ratón. Nada más que eso. No era Roy. Todavía lo oía abajo. Solamente un ratón. Quizás una rata. O, en el peor de los casos, un par de ratas. Nada de que preocuparse. Pero sabía que era mejor no bajar la guardia, porque de lo contrario, antes de que acabara la noche, podría convertirse simplemente en comida para aquellas ratas.
Pasos.
La luz de una linterna, cubierta por una mano.
La luz se movió hacia el pie de la escalera.
Roy estaba subiendo.
De repente, Colin tuvo la sensación de que el plan era infantil, estúpido, ingenuo. Nunca funcionaría. Ni por casualidad. Heather y él iban a morir.
Tragó saliva, encendió su propia linterna e iluminó las escaleras.
—Hola, Roy.