CAPÍTULO 40

Weezy llegó a casa a las cinco y media y cenaron juntos temprano. Ella había comprado comida en la charcutería: lonchas de jamón, rodajas de pechuga de pavo, lonchas de queso, ensalada de macarrones, ensalada de patatas, pepinillos grandes al eneldo y porciones de pastel de queso. Había mucha comida, pero ninguno de los dos comió mucho; ella siempre estaba pendiente de su silueta, consciente de cada gramo de más, y Colin simplemente se encontraba demasiado preocupado por la noche que se avecinaba como para sentir mucho apetito.

—¿Vas a volver a la galería?

—Dentro de una hora más o menos.

—¿Estarás en casa a las nueve?

—Me temo que no. Cerraremos a las nueve; luego, barreremos el suelo, quitaremos el polvo de los muebles y abriremos otra vez a las diez.

—¿Para qué?

—Celebramos la inauguración a puerta cerrada de la obra de un nuevo artista. Sólo vendrán quienes hayan recibido invitación.

—¿A las diez de la noche?

—Se supone que es una recepción elegante para después de la cena. Los invitados podrán beber coñac o champán. ¿No te parece estupendo?

—Supongo que sí.

Ella se sirvió un poco de mostaza, enrolló una loncha de jamón, mojó el jamón en la mostaza y lo mordisqueó con refinamiento.

—Vendrán todos nuestros mejores clientes locales.

—¿Hasta cuándo durará?

—Más o menos hasta medianoche.

—¿Luego volverás directamente a casa?

—Supongo que sí.

Colin probó el pastel de queso.

—No te olvides del toque de queda —le recordó ella.

—No me olvidaré.

—Vuelve a casa antes de que anochezca.

—Puedes confiar en mí.

—Así lo espero. Por tu bien, así lo espero.

—Telefonea y compruébalo si quieres.

—Seguramente lo haré.

—Estaré aquí —mintió.

Después de que su madre se hubo duchado, cambiado de ropa y marchado, Colin entró en la habitación de ella y sacó la pistola del cajón del tocador. La introdujo en una cajita de cartón. También metió allí el magnetófono, dos linternas y una botella de plástico con salsa de tomate. Tomó del armario de la ropa blanca un trapo para secar los platos y lo cortó por la mitad, en sentido longitudinal. Colocó las dos tiras de tela junto con las demás cosas. Salió al garaje y recogió un rollo de cuerda de la pared, donde había estado colgado desde que se trasladaron a la casa, y lo añadió al paquete.

Le quedaba todavía un rato antes de partir para la casa Kingman. Entró en su habitación y trató de trabajar en una de sus maquetas de monstruos. Le fue imposible. Las manos le temblaban sin cesar.

Una hora antes de que anocheciera, cogió la caja que contenía la pistola, el magnetófono y las demás cosas, salió de la casa y ató el paquete en el portaequipajes de la bicicleta. Dio un rodeo para llegar a la abandonada mansión Kingman, situada en la cima de Hawk Drive, y se aseguró de que nadie lo seguía.

Heather lo esperaba en el interior de la casa en ruinas, junto a la puerta principal. Salió de entre las sombras cuando llegó Colin. Vestía unos pantalones cortos azules y una blusa blanca y de manga larga; estaba preciosa.

Colin colocó la bicicleta de costado, fuera de la vista y entre la hierba alta y seca, y llevó la caja de cartón al interior de la casa.

La mansión siempre había tenido un aspecto extraño, pero a la luz del crepúsculo quizá resultaba más extraña que de costumbre. Algunos rayos oblicuos de luz solar cobriza entraban a través de unas cuantas ventanas rotas y sin postigos y daban al lugar un aspecto en cierto modo sangriento. Motas de polvo giraban perezosamente en el interior de los rayos evanescentes. En un rincón, una tela de araña gigante lanzaba destellos como si fuera de cristal. Las sombras avanzaban cautelosamente como si tuvieran vida.

—Estoy horrible —se quejó Heather cuando Colin se reunió con ella en la casa.

—Estás muy guapa. Estás estupenda.

—Mi champú no me ha dejado bien el pelo. Me queda todo pegajoso.

—Tu pelo está bien. Muy bien. No podría ser más bonito.

—No va a sentir interés por mí —protestó ella, con bastante seguridad—. En cuanto me vea se dará la vuelta y se marchará.

—No seas tonta. Estás perfecta. Absolutamente perfecta.

—¿De verdad lo crees?

—Claro que sí. —Colin le dio un beso cálido, lleno de ternura, persistente. Los labios de la muchacha eran suaves, trémulos—. Vamos —la animó dulcemente—. Tenemos que preparar la trampa.

La estaba involucrando en una situación extremadamente peligrosa, la utilizaba, la manipulaba, y de un modo no muy diferente a como Roy lo manipuló a él; se odió por ese motivo. Sin embargo, no se echó atrás mientras aún estaba a tiempo.

Heather lo siguió y, cuando él empezó a subir las escaleras hacia el segundo piso, preguntó:

—¿Por qué no aquí abajo?

Colin se detuvo, se volvió y la miró.

—Los postigos se han caído de casi todas las ventanas del primer piso o los han arrancado. Si lo hacemos ahí abajo, las luces se verían desde fuera de la casa. Podríamos atraer la atención de alguien, de otros chicos. Tal vez nos interrumpieran antes de conseguir lo que queremos de Roy. Algunas de las habitaciones del segundo piso todavía conservan todos los postigos.

—Si algo saliera mal, sería más fácil huir si estuviéramos en el primer piso.

—Nada saldrá mal. Además, tenemos la pistola, ¿te acuerdas?

Le dio unas palmaditas a la caja que transportaba bajo su brazo derecho, empezó nuevamente a subir las escaleras y se sintió aliviado al oír que ella lo seguía.

El pasillo del segundo piso estaba sumido en la penumbra y la habitación que tenía pensado utilizar estaba iluminada sólo por unos hilillos de luz crepuscular que salpicaba los bordes de los postigos cerrados. Encendió una de las linternas.

Había elegido un gran dormitorio situado justo a la izquierda del principio de la escalera. El papel viejo y amarillento se desprendía a tiras de las paredes y colgaba del techo en grandes bucles, semejantes a banderolas viejas que hubieran quedado allí tras una fiesta celebrada un centenar de años atrás. La habitación estaba llena de polvo y olía ligeramente a humedad; sin embargo, no había tantos escombros como en la mayoría de las demás habitaciones, solamente algunas astillas de madera desparramadas, unos cuantos pedazos de yeso y unas pocas tiras de papel pintado en el suelo que bordeaba la pared del fondo.

Colin le dio la linterna a Heather y dejó la caja en el suelo. Tomó la segunda linterna, la encendió y la apoyó contra la pared, de modo que el rayo de luz se proyectara hacia el techo y de allí se reflejara hacia abajo.

—Este sitio es muy tétrico —comentó Heather.

—No hay nada que temer.

Sacó de la caja el magnetófono y lo colocó en el suelo, cerca de la pared situada frente a la puerta. Recogió algunos de los escombros y los colocó cuidadosamente encima del pequeño aparato, dejando fuera sólo la cabeza del micrófono, la cual ocultó después en una especie de bolsillito oscuro formado por la maraña de papel pintado.

—¿Parece natural?

—Supongo que sí.

—Míralo de cerca.

Ella se acercó.

—Está muy bien. No parece hecho a propósito.

—¿Ves el magnetófono?

—No.

Recogió la segunda linterna y la enfocó hacia la basura apilada, intentando distinguir un destello de metal o de plástico, algún reflejo que pusiera al descubierto el truco.

—Muy bien —exclamó al fin, satisfecho de su obra—. Creo que no lo notará. Probablemente ni siquiera se detendrá a mirarlo dos veces.

—Y ahora ¿qué hacemos? —preguntó ella.

—Tenemos que simular que han abusado un poco de ti. Roy no creerá ni una sola palabra a menos que parezca que has estado luchando.

Extrajo de la caja la botella de salsa de tomate.

—¿Para qué es eso?

—Es sangre.

—¿Hablas en serio?

—Confieso que es un truco muy visto. Pero tiene que funcionar.

Estrujó la botella, vertió un poco de salsa sobre sus dedos, la esparció hábilmente por la sien izquierda de la muchacha y le ensució sus cabellos dorados.

Ella dio un respingo.

Colin retrocedió un par de pasos y la examinó.

—Bien. Ahora está demasiado brillante, demasiado rojo, pero cuando se seque un poco parecerá sangre de verdad.

—Si realmente hubiéramos estado luchando, como le dirás a Roy que hemos hecho, entonces tendría que estar toda sucia y con la ropa arrugada —opinó ella.

—Eso mismo.

Heather se sacó a medias la blusa de los pantalones cortos. Se agachó, se frotó las manos en el suelo cubierto de polvo y se las pasó por la blusa y por los pantalones, que quedaron tiznados con marcas largas.

Cuando se puso en pie, Colin la estuvo observando críticamente, buscando algo que no encajara, tratando de verla como la vería Roy.

—Sí. Así está mejor. Pero quizás habría una última cosa que podría servirnos de ayuda.

—¿Qué?

—Que tuvieras la manga de la blusa desgarrada.

Heather frunció el ceño.

—Es una de mis mejores blusas.

—Te la pagaré.

Ella sacudió la cabeza.

—No. Te he dicho que te ayudaría. Seguiré con esto hasta el final. Adelante. Rómpela.

Colin dio un tirón por ambos lados de la costura del hombro izquierdo de la camisa de Heather; tiró una vez, dos, tres. La ropa finalmente cedió, haciendo un ruido desagradable, y la manga quedó colgando del brazo, medio arrancada.

—Sí, así está bien. Tienes un aspecto muy, pero que muy convincente.

—Pero, ahora que estoy hecha un asco, ¿querrá Roy algo de mí?

—Es curioso… —Colin la contempló con aire pensativo—. En cierto modo, estás incluso más atractiva que antes.

—¿Estás seguro? Quiero decir que estoy toda sucia. Y cuando estaba limpia tampoco tenía un aspecto demasiado fabuloso.

—Estás maravillosa —le aseguró Colin—. Tal como tienes que estar.

—Pero si esto funciona, él realmente tiene que desear…, bueno…, tiene que desear violarme. Quiero decir que, aunque nunca tendrá la oportunidad de hacerlo, tiene que desearlo.

De nuevo, Colin fue claramente consciente de que estaba poniendo a la muchacha en un grave peligro, y no se sintió precisamente orgulloso de sí mismo.

—Todavía hay algo más que puedo hacer y que podría sernos útil —dijo ella.

Antes de que se diera cuenta de lo que intentaba hacer, Heather agarró la parte delantera de su blusa y dio un fuerte tirón. Saltaron unos cuantos botones y uno de ellos golpeó a Colin en la barbilla. Se abrió toda la blusa y, por un instante, él divisó un pecho pequeño, hermoso y tembloroso, y un pezón oscuro, pero luego las dos mitades de la blusa cubrieron de nuevo el cuerpo y ya no pudo ver nada, aparte de aquella piel suave, deliciosa y algo abultada que marcaba el principio del busto.

Colin alzó la vista y sus miradas se encontraron.

Ella estaba tremendamente ruborizada.

Durante bastante rato ninguno de los dos habló.

Él se lamió los labios. Se le había resecado la garganta.

Finalmente, Heather dijo con voz temblorosa.

—No sé. Es posible que no sirva de mucho que me abra un poco la blusa. Lo que quiero decir es que no tengo mucho que enseñar.

—Es perfecto —respondió Colin débilmente—. El toque perfecto.

Apartó la mirada, se dirigió hacia la caja de cartón y sacó el trozo de cuerda.

—Ojalá no tuviera que atarme —se lamentó ella.

—No hay más remedio. De todos modos, no te ataré de verdad. No te ataré fuerte, sólo te enrollaré la cuerda a las muñecas unas cuantas veces, pero no haré ningún nudo. Podrás soltarte las manos en un abrir y cerrar de ojos. Y, donde tenga que hacer nudos, estarán tan flojos que los podrás deshacer con facilidad. Te enseñaré cómo hacerlo. Podrás desatarte en un par de segundos si te ves obligada a ello. Pero no ocurrirá así. No se acercará a ti. No te pondrá las manos encima. No hay ni la más remota posibilidad de que algo salga mal. Tengo la pistola.

Heather se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra la pared.

—Acabemos con esto de una vez.

Cuando hubo terminado de atarla, fuera ya era de noche y no había ni siguiera hebras de luz en los bordes gastados de los postigos viejos y astillados.

—Es el momento de llamar por teléfono —anunció Colin.

—No me va a hacer ni pizca de gracia quedarme sola en este sitio.

—Solamente serán unos minutos.

—¿Me puedes dejar las dos linternas?

El temor de ella lo conmovió; Colin sabía muy bien lo que debía de sentir. Sin embargo, le dijo:

—No puedo. Necesitaré una para entrar y salir de la casa y no partirme la cabeza en la oscuridad.

—Ojalá hubieras traído tres.

—Con una tendrás suficiente luz —la consoló, sabiendo que se sentiría muy poco cómoda en aquel lugar pavoroso.

—Date prisa en volver.

—Lo haré.

Colin se levantó y se alejó de ella. En el umbral de la puerta se volvió y la miró otra vez. La muchacha parecía tan vulnerable que él casi no podía soportarlo. Sabía que lo que tenía que hacer era regresar, desatarla y enviarla a su casa. Pero había que atrapar a Roy y grabar la verdad en el magnetófono, y ésa era la manera más fácil de conseguirlo.

Salió de la habitación y bajó al primer piso por las escaleras; luego, salió de la mansión por la puerta principal.

El plan iba a funcionar.

Tenía que funcionar.

Si algo salía mal, su cabeza sangrante y la de Heather podrían acabar en la repisa de la chimenea de la casa Kingman.