CAPÍTULO 38

A las once y media del domingo por la mañana, Colin bajó al puerto y se sentó en un banco del paseo marítimo, desde donde podía dominar todos los accesos a una tienda llamada Treasured Things. Se trataba de una tienda de artículos de regalo, que sobrevivía gracias a los turistas. En Treasured Things se podían comprar postales, lámparas de conchas marinas, cinturones de conchas marinas, pisapapeles de conchas marinas, conchas marinas de chocolate, camisetas con frases supuestamente divertidas, libros sobre Santa Leona, velas con la forma del famoso campanario de Santa Leona Mission, platos de porcelana decorados con vistas de Santa Leona, y una amplia variedad de otros cachivaches inútiles. La madre de Roy Borden trabajaba en la tienda cinco tardes a la semana, incluidos los domingos.

Colin llevaba una cazadora de nailon doblada, bajo la cual ocultaba el magnetófono nuevo. Incluso a pesar de la fuerte brisa procedente del océano, hacía demasiado calor para llevar una chaqueta, pero Colin pensó que la señora Borden no se fijaría en eso. Después de todo, no existía ninguna razón para que sospechara de él.

Había muchas personas deambulando por el paseo entarimado que bordeaba la playa, gente que hablaba, reía, miraba los escaparates de las tiendas y comía plátanos recubiertos de chocolate; y un buen número de esas personas eran muchachas jóvenes, guapas y de piernas largas, que vestían pantalones cortos y biquinis. Colin hizo un esfuerzo para no mirarlas. No quería distraerse, perderse la aparición de Helen Borden y tener luego que abordarla en la tienda de regalos atiborrada de gente.

La divisó a las doce menos diez. Era una mujer delgada y con aspecto de pájaro. Caminaba deprisa, con la cabeza alta y los hombros hacia atrás, con un aire muy formal.

Colin introdujo la mano en el interior de la cazadora plegada, puso en marcha la grabadora, se levantó y cruzó apresuradamente el amplio paseo. La interceptó antes de que ella llegara a Treasured Things.

—¿Señora Borden?

Ella se detuvo bruscamente al oír su nombre y se volvió hacia él. Era obvio que estaba sorprendida. No lo había reconocido.

—Nos hemos visto dos veces, pero solamente uno o dos minutos cada vez. Soy Colin Jacobs. El amigo de Roy.

—Ah. Ah, sí.

—He de hablar con usted.

—Tengo que ir a trabajar.

—Es importante. —La señora Borden consultó su reloj de pulsera—. Muy, muy importante —insistió Colin. La mujer titubeó y echó una ojeada a la tienda de regalos—. Se trata de algo relacionado con su hija. —Ella volvió bruscamente la cabeza—. Se trata de algo que tiene que ver con Belinda Jane. —Helen Borden tenía el rostro muy bronceado. Al oír mencionar el nombre de su hija muerta, el bronceado persistió, pero pareció que algo le chupaba la sangre de la piel que había debajo. De repente, a Colin le pareció vieja y enferma—. Sé cómo murió. —Ella permaneció en silencio—. Roy me lo contó —mintió Colin. La señora Borden parecía estar paralizada. Su mirada era fría—. Hablamos durante horas de Belinda.

Los finos labios de la mujer apenas se movieron:

—Eso no es de tu incumbencia.

—Roy hizo que lo fuera. Yo no quería saber nada de eso, pero me contó unos secretos. —Helen Borden le lanzó una mirada—. Secretos aterradores —prosiguió él—. Sobre cómo murió Belinda.

—Eso no es ningún secreto. Ya sé cómo murió. Lo vi todo. Fue… un accidente. Un accidente espantoso.

—¿Fue un accidente? ¿Está usted absolutamente segura?

—¿Qué quieres decir?

—Él me contó unos secretos y me hizo jurar que nunca se lo diría a nadie. Pero no puedo callarme. Es demasiado horrible.

—¿Qué te contó?

—Por qué la mató.

—Fue un accidente.

—Llevaba meses planeándolo —mintió Colin.

De repente, ella lo agarró de un brazo y lo condujo a través del paseo hasta un banco aislado junto a la baranda. Colin llevaba la cazadora doblada en el mismo brazo y tenía miedo de que ella pudiera descubrir el magnetófono. No lo descubrió. Se sentaron uno junto al otro, de espaldas al mar.

—¿Te dijo que la había asesinado?

—Sí.

Ella movió la cabeza.

—No. Tuvo que ser un accidente. Tuvo que serlo. Él sólo tenía ocho años.

—Yo creo que algunos chicos quizás ya nacen malvados —apuntó Colin—. Quiero decir, ya sabe, no muchos. Solamente unos cuantos. Sin embargo, de vez en cuando, ya sabe, se lee sobre esas cosas en los periódicos, sobre cómo algún chiquillo ha cometido un asesinato a sangre fría. Yo creo que quizá, ya sabe, uno de cada cien mil nace torcido. ¿Sabe lo que quiero decir? Nace malvado. Y, haga lo que haga un chico así, no se le puede echar la culpa a la educación que ha recibido o a las cosas que se le han enseñado porque, ya sabe, nació para ser como es.

La mujer lo miraba atentamente mientras divagaba y, sin embargo, Colin no estaba seguro de que estuviera oyendo una sola palabra de lo que le decía. Cuando finalmente se calló, ella permaneció un rato en silencio y luego dijo:

—¿Qué es lo que quiere de mí?

Colin parpadeó.

—¿Quién?

—Roy. ¿Por qué te ha hecho venir?

—No lo ha hecho —protestó Colin—. Por favor, no le diga que he estado hablando con usted. Por favor, señora Borden. Si él supiera que estoy aquí contándole esto, me mataría.

—La muerte de Belinda fue un accidente —dijo ella. No obstante, no parecía convencida de ello.

—Usted no siempre creyó que fue un accidente.

—¿Cómo lo sabes?

—Y por eso le pegó usted a Roy.

—Yo no hice tal cosa.

—Él me lo dijo.

—Mintió.

—Así se hizo esas cicatrices. —La mujer estaba nerviosa, inquieta—. Sucedió un año después de morir Belinda.

—¿Qué te dijo? —preguntó ella.

—Que usted le dio una paliza porque sabía que la mató deliberadamente.

—¿Él dijo eso?

—Sí.

La señora Borden cambió de postura en el banco para poder contemplar el mar.

—Yo acababa de fregar y encerar el suelo de la cocina. Estaba limpio como una patena. Perfecto. Absolutamente inmaculado. Se podría haber comido en ese suelo. Entonces entró él con los zapatos llenos de barro. Se estaba burlando de mí. No dijo ni una palabra, pero, cuando lo vi andar por aquel suelo con los zapatos llenos de barro, supe que se estaba burlando de mí. Había matado a Belinda y ahora se burlaba de mí, y de alguna manera una cosa parecía tan terrible como la otra. Quise matarlo.

Colin casi suspiró aliviado. No estaba seguro de que la señora Borden hubiera causado las cicatrices de la espalda de su hijo. Actuó movido por una corazonada y, ya que había resultado ser cierta, se sentía más seguro del resto de su teoría.

—Yo sabía que la mató deliberadamente. Sin embargo, nadie quiso creerme —añadió ella.

—Ya lo sé.

—Siempre lo supe. Nunca he dejado de estar segura de ello. Asesinó a su hermanita. —Hablaba para sí misma, a la vez que contemplaba el mar y revivía el pasado—. Cuando le pegué, intenté que confesara la verdad. Por lo menos le debía eso a ella. Estaba muerta y merecía que castigaran a su asesino. Pero nadie me creyó.

Su voz se había ido apagando cada vez más, hasta que permaneció en silencio durante tanto rato que Colin tuvo que intentar que volviera a hablar.

—Roy se reía de eso. Pensaba que era divertido que nadie la tomara a usted en serio.

Helen Borden no necesitó que le rogaran demasiado:

—Dijeron que yo padecía una crisis nerviosa. Me enviaron al hospital del condado. Me aplicaron una terapia. Así es como lo denominaban. Terapia. Como si fuera yo la que estuviera loca. Un psiquiatra caro. Me trataba como si fuera una criatura. Era un necio. Estuve allí durante mucho tiempo, hasta que comprendí que todo lo que tenía que hacer era fingir que me había equivocado con respecto a Roy.

—Usted nunca estuvo equivocada.

Ella lo contempló y preguntó:

—¿Te dijo por qué mató a Belinda?

—Sí.

—¿Qué razón adujo?

Colin, inquieto, cambió de postura en el banco, puesto que no sabía qué responder a esa pregunta y no quería que ella se diera cuenta de que había atraído su atención con una sarta de mentiras. La había estado manipulando, tratando de hacerle decir ciertas cosas que él deseaba que quedaran grabadas en el magnetófono. Había dicho ya algunas de esas cosas, pero no todas. Colin esperaba conservar la confianza de la mujer hasta tener todo lo que necesitaba.

Por fortuna, cuando vaciló, la señora Borden respondió por él a la pregunta:

—Fueron los celos, ¿verdad? Estaba celoso porque, desde que nació mi pequeña, él sabía que nunca sería realmente uno de nosotros.

—Sí. Eso es lo que él me dijo —asintió Colin, aunque no estaba seguro de lo que ella quería decir.

—Fue un error. Nunca tendríamos que haberlo adoptado.

—¿Adoptado?

—¿No te contó eso?

—Pues… no.

Lo había estropeado todo. La señora Borden se preguntaría por qué Roy le había contado lo demás, todos los secretos repugnantes, pero no aquello. Se daría cuenta de que Roy no le había explicado nada de Belinda Jane, que estaba mintiendo, que estaba jugando a algún juego macabro con ella.

Sin embargo, la mujer lo sorprendió. Se hallaba tan enfrascada en sus recuerdos y tan obsesionada por el hecho de que su hijo hubiera admitido la premeditación de la muerte de la niña que no se detuvo a analizar las curiosas lagunas en los conocimientos de Colin.

—Deseábamos un hijo más que cualquier otra cosa en este mundo —prosiguió ella, mirando al mar una vez más—. Un hijo nuestro. Pero los médicos dijeron que nunca lo podríamos tener. Por mi culpa. Tenía… cosas que no funcionaban. Alex, mi marido, estaba terriblemente disgustado. Terriblemente. Hubiera deseado tanto tener un hijo propio… Pero los médicos dijeron que era imposible. Consultamos con media docena de médicos y todos nos dijeron lo mismo. No era ni remotamente posible. Por mi culpa. Así que lo convencí para que adoptáramos un hijo. Otro error mío. Mío y solamente mío. Nunca tendríamos que haber hecho una cosa así. Ni siquiera sabemos quiénes eran los verdaderos padres de Roy, o qué eran. Y eso preocupa a Alex. ¿De qué clase de gente descendía Roy? ¿Qué problema tenían? ¿Qué defectos y enfermedades le transmitieron? Fue un error espantoso cogerlo. A los pocos meses de tenerlo entre nosotros, supe que no encajaba. Era un niño bueno, pero Alex no lo quería. Yo deseaba mucho que Alex tuviera un hijo, pero él quería uno por cuyas venas corriera su propia sangre. Eso era muy importante para Alex. No puedes imaginarte cuánto. Un hijo adoptivo no es carne de tu carne, dice Alex. Dice que nunca puedes sentirte tan unido a él como si fuera de tu sangre. Afirma que es como amaestrar a un cachorro de un animal salvaje y peligroso y, luego, pretender quedárselo como animal doméstico; nunca se sabe cuándo se volverá contra ti, porque en lo más profundo de su ser no es en absoluto como tú has tratado de modelarlo. Y ésa fue otra de las cosas en las que me equivoqué: llevar a nuestro hogar al hijo de otras personas. A un extraño. Y él se volvió contra nosotros. Siempre hago algo mal. Le he fallado a Alex. Lo único que él deseó siempre fue un hijo propio.

Mientras Colin estuvo sentado en el banco esperando a que la mujer apareciera, había supuesto que tendría problemas para conseguir que ella hablara. Pero parecía haber apretado la tecla adecuada. No había forma de que se callara. Hablaba y hablaba como si fuera un viejo muñeco autómata, una máquina con una historia que narrar. Y a él le pareció que era también una máquina a la que le quedaba poco tiempo. Bajo el frío barniz de formalidad y eficiencia, una gran inestabilidad empezaba a generar una importante fuente de calor interior. Mientras escuchaba lo que la mujer decía, Colin prestó atención al sonido de engranajes que se desmontaban, muelles que se rompían y tubos de vacío que estallaban.

—Hacía dos años y medio que teníamos a Roy cuando descubrí que iba a tener un bebé. Los médicos estaban equivocados. Casi morí en el parto y, después de aquello, no quedó ninguna duda de que ése sería mi primer y último alumbramiento, pero la tuve. Estaban equivocados. A pesar de todas sus complicadas pruebas y consultas y honorarios astronómicos, todos ellos estaban equivocados. Su venida al mundo fue un milagro. Dios tuvo siempre la intención de concedernos lo imposible, aquella hija milagrosa, aquella bendición del cielo, y yo fui demasiado impaciente para seguir esperando. No tuve la suficiente fe. Ni muchísimo menos. Me odio por este motivo. Convencí a Alex para que adoptáramos a Roy. Luego llegó Belinda, la que estábamos destinados a tener. No tuve fe. Así que después de cinco años nos la arrebataron. Roy nos la arrebató. El hijo que se supone que nunca deberíamos haber tenido nos quitó el hijo que Dios nos envió. ¿Te das cuenta?

La fascinación de Colin se estaba convirtiendo en turbación. No necesitaba ni deseaba saber todos los detalles sórdidos. Miró alrededor tímidamente para ver si alguien podía oír algo, pero no había nadie cerca del banco.

Ella apartó la mirada del mar y miró a Colin a los ojos.

—¿Por qué has venido aquí? ¿Por qué me has contado el secreto de Roy?

—Pensé que usted debería saberlo —respondió Colin, encogiéndose de hombros.

—¿Esperabas que le hiciera algo?

—¿No lo va a hacer?

—Ojalá pudiera —confesó con genuina malicia—. Pero no puedo. Si empiezo a decir otra vez que él mató a mi pequeña, pasará lo mismo que la otra vez. Me enviarán de nuevo al hospital del condado.

—Ah.

Eso era lo que él se había imaginado incluso antes de hablar con ella.

—Nadie me creerá jamás en lo que a Roy se refiere. ¿Y quién te va a creer a ti? Según tu madre tienes algún problema con las drogas.

—No. Eso no es cierto.

—¿Quién nos va a creer?

—Nadie.

—Lo que necesitamos es probarlo.

—Sí.

—Probarlo de forma irrefutable.

—Eso mismo.

—Encontrar algo tangible —prosiguió ella—. Quizá…, si pudieras conseguir que él te lo contara todo otra vez…, cómo la mató deliberadamente…, y tal vez tener un magnetófono oculto en algún lugar…

Colin hizo una mueca al oír mencionar lo de la grabadora.

—Es una idea.

—Debe de haber una manera.

—Sí.

—Ya pensaremos algo.

—Muy bien.

—Pensaremos en la forma de atraparlo.

—De acuerdo.

—Y nos volveremos a encontrar.

—¿Sí?

—Aquí —contestó ella—. Mañana.

—Pero…

—Siempre he estado sola contra él —dijo, acercándose más a Colin. Él podía sentir el aliento de la mujer sobre su rostro. Y también podía olerlo: menta fresca—. Pero ahora estás tú. Ya hay dos personas que saben lo que ha hecho. Juntos deberíamos encontrar la manera de atraparlo. Quiero atraparlo de veras. Deseo que todo el mundo se entere de que planeó matar a mi pequeña. Cuando se descubra la verdad, ¿cómo podrá alguien esperar que lo siga teniendo en mi casa? Lo devolveremos al lugar de donde vino. Los vecinos no dirán nada. ¿Cómo iban a hacerlo después de saber lo que hizo? Me veré libre de él. Deseo eso más que cualquier otra cosa en el mundo. —Su voz disminuyó hasta convertirse en un susurro de conspiración—. ¿Verdad que serás mi aliado?

A Colin se le ocurrió la absurda idea de que iba a proponerle practicar el ritual de los hermanos de sangre.

—¿Lo serás? —insistió la mujer.

—De acuerdo.

Pero no tenía la más mínima intención de volver a encontrarse con ella, puesto que le daba casi tanto miedo como Roy.

La señora Borden le acarició la mejilla y Colin empezó a apartarse, antes de darse cuenta de que únicamente pretendía ser cariñosa. Sus dedos estaban gélidos.

—Eres un buen muchacho. Has hecho una buena acción viniendo a contármelo. —Él deseaba que retirara la mano—. Siempre he sabido la verdad, pero no deja de ser un alivio que exista otra persona que lo sabe. Ven aquí mañana. A la misma hora.

—Claro que sí —accedió Colin, sólo para librarse de ella.

La mujer se puso en pie bruscamente y se dirigió a Treasured Things.

Mientras la observaba alejarse, Colin pensó que aquella mujer era mucho más terrorífica que cualquiera de los monstruos a los que tuvo miedo a lo largo de su infancia y adolescencia. Christopher Lee, Peter Cushing, Boris Karloff, Bela Lugosi…; ninguno de ellos había interpretado jamás un personaje tan escalofriante como Helen Borden. Era peor que un espíritu necrófago o un vampiro, doblemente peligrosa porque iba muy bien disfrazada. Parecía una persona más bien corriente, incluso gris, sin nada especial en ningún aspecto; pero en su interior era una criatura espantosa. Todavía podía sentir en el rostro el roce de sus dedos helados.

Retiró de la cazadora el magnetófono y lo desconectó.

Por increíble que pareciera, se avergonzaba de algunas de las cosas que había dicho de Roy, así como de la manera tan vehemente en que había avivado el odio de la mujer hacia su hijo. Era cierto que Roy estaba enfermo, y también que era un asesino; pero no siempre fue así. No había, como dijo Colin, «nacido malvado». En lo fundamental, no era menos humano que los demás. No asesinó a su hermana a sangre fría. A juzgar por los datos recogidos por Colin, la muerte de Belinda Jane había sido un accidente. La enfermedad de Roy se desarrolló a resultas de aquella tragedia.

Deprimido, se levantó del banco y se dirigió al aparcamiento. Desencadenó la bicicleta del soporte de seguridad.

Ya no deseaba vengarse de Roy. Simplemente quería poner fin a la violencia. Deseaba conseguir pruebas para que las autoridades competentes lo creyeran y actuaran en consecuencia. Estaba agotado.

Aunque era inútil decírselo, aunque nunca lo entenderían, el señor y la señora Borden también eran unos asesinos. Ellos habían convertido a Roy en un muerto viviente.