CAPÍTULO 37

El plan requería un aparato muy caro y Colin tenía que reunir una considerable suma de dinero.

Después de la playa se fue a casa, subió a su habitación y abrió la gran hucha metálica en forma de platillo volante. La agitó y sobre la colcha cayeron unos pocos billetes, muy bien doblados, y una gran cantidad de monedas. Lo contó todo y vio que tenía exactamente setenta y un dólares, aproximadamente una tercera parte de lo que necesitaba.

Estuvo sentado en la cama durante unos minutos, contemplando el dinero. Consideró sus opciones.

Finalmente se dirigió al armario ropero y extrajo de allí varias cajas grandes y llenas de tebeos, cada uno dentro de una bolsa de plástico y cerrada con cremallera, y todos en un inmejorable estado de conservación. Los examinó y seleccionó algunas de las ediciones más valiosas.

A la una y media llevó sesenta tebeos a la Nostalgia House, de Broadway. La tienda abastecía a los coleccionistas de ciencia ficción, de primeras ediciones de novelas de misterio, de tebeos y de cintas de viejos programas de radio.

El señor Plevich, el propietario, era un hombre alto, de cabellos blancos y frondoso bigote. Permaneció de pie, con su gran barriga apretada contra el mostrador, mientras examinaba lo que Colin le ofrecía.

—A-a-algunos son realmente interesantes.

—¿Cuánto puede usted darme por ellos?

—No pu-puedo darte to-todo lo que valen —respondió el señor Plevich—. Te-tengo que descontar de ahí mis ga-ga-ga-nancias.

—Lo comprendo.

—En realidad te aconsejaría que no los ve-ve-vendieras ahora. Todos son pri-pri-primeras ediciones en pe-pe-perfecto estado.

—Lo sé.

—Ahora ya va-valen mucho más de lo que pa-pa-pagaste por ellos al comprarlos. Si los guardas durante d-d-d-dos años más o así, probablemente valdrán el tri-triple.

—Sí. Pero necesito el dinero ahora. Lo necesito inmediatamente.

El señor Plevich le guiñó un ojo.

—¿Tienes no-no-novia?

—Sí. Y se acerca su cumpleaños —mintió Colin.

—Te arrepe-pe-pentirás. La no-novia se Esfu-fumará más pronto o más tarde, pero un bu-buen te-te-tebeo se pu-puede disfrutar una y otra vez.

—¿Cuánto me da?

—Estaba pensando que unos cien do-do-dólares.

—Doscientos.

—Es de-demasiado. Ella no ne-necesita un re-re-re-regalo tan ca-caro. ¿Qué tal ciento ve-veinte?

—No.

El señor Plevich repasó el lote dos veces más y finalmente acordaron la cantidad de ciento cuarenta dólares en metálico. El California Federal Trust se hallaba situado en la esquina, a media manzana de la Nostalgia House. Colin le entregó a una de las cajeras las monedas que había sacado de su hucha en forma de platillo volante y ella le dio algunos billetes.

Con doscientos once dólares atiborrando sus bolsillos, se dirigió a Radio Shack, en Broadway, y adquirió el mejor magnetófono pequeño que pudo costearse. Ya tenía uno, pero era demasiado voluminoso, y el micrófono no podía grabar a más de un metro o un metro veinte de distancia. El que compró por ciento ochenta y nueve dólares con noventa y cinco centavos, con un descuento de treinta dólares sobre el precio original, grababa y reproducía con claridad las voces hasta una distancia de aproximadamente diez metros, o al menos eso fue lo que le dijo el vendedor. Además, solamente medía unos veintitrés centímetros de largo, trece de ancho y siete y medio de grosor; podía ocultarlo fácilmente.

Pocos minutos después de llegar a casa y esconder el magnetófono en su habitación, su madre se detuvo allí sólo el tiempo suficiente para cambiarse de ropa, porque tenía una cita para cenar. Le dio dinero para que cenara en el Café de Charlie. Cuando ella se marchó, Colin se preparó un sandwich de queso y lo remojó con un batido de chocolate.

Después de la cena subió a su habitación y estuvo durante un rato haciendo pruebas con la nueva grabadora. Era un buen aparato. A pesar de su pequeño tamaño, reproducía la voz clara y fielmente. Podía recoger sonidos desde una distancia de aproximadamente diez metros, como le habían asegurado, pero, a la máxima potencia, la fidelidad no era adecuada para los propósitos de Colin. Lo probó repetidas veces y descubrió que podía grabar una voz en tono de conversación a sólo unos siete metros y medio de distancia. Eso era suficiente.

Entró en el dormitorio de su madre y miró en las mesillas de noche y en el tocador. La pistola estaba en un cajón de este último. Tenía dos dispositivos de seguridad y, cuando se desactivaban, aparecían un par de puntos rojos de aviso que brillaban sobre el metal negro azulado de la pistola. Cuando habló con Roy de la pistola, le dijo que probablemente ni siquiera estuviese cargada. Pero lo estaba. Activó otra vez los dispositivos de seguridad y volvió a colocar el arma en su sitio, encima de un montón de bragas de seda de su madre.

Telefoneó a Heather y discutieron nuevamente el plan, buscando posibles problemas que se les pudieran haber pasado por alto. El plan todavía parecía viable.

—Mañana hablaré con la señora Borden —anunció Colin.

—¿Crees que de verdad es necesario?

—Sí. Si puedo conseguir que hable, aunque sólo sea un poquito, y lo grabo, eso ayudará a dar credibilidad a nuestra historia.

—Pero si Roy se entera de que has hablado con ella, podría sospechar algo. Podría darse cuenta de que algo está pasando y perderíamos la ventaja de la sorpresa.

—En esa familia no hay buena comunicación —argumentó Colin—. Es posible que ni siquiera le cuente a Roy que ha hablado conmigo.

—Y es posible que sí lo haga.

—Tenemos que arriesgarnos. Si ella nos dice algo que pueda ayudar a explicar el comportamiento de Roy, su motivación, será más fácil que la policía nos crea.

—Bueno…, de acuerdo. Pero llámame después de que hayas hablado con ella. Quiero saber todo lo que te ha dicho.

—Te llamaré. Y luego, mañana por la noche, prepararemos la trampa para Roy.

Heather permaneció un momento en silencio. Luego, preguntó:

—¿Tan pronto?

—No hay ninguna razón para esperar más tiempo.

—No sería mala idea esperar un par de días más para reflexionar. Sobre el plan, quiero decir. Es posible que tenga algún fallo. Es posible que salga algo que no hayamos previsto.

—No. Lo hemos discutido y meditado suficiente. Funcionará.

—Bueno…, muy bien.

—Siempre puedes echarte atrás.

—No.

—No te lo echaré en cara.

—No. Te ayudaré. Me necesitas. Lo haremos mañana por la noche.

Varias horas después, Colin se despertó de una pesadilla, sudando y temblando. No se acordaba exactamente de lo que había soñado. Lo único que podía recordar era que Heather estaba en la pesadilla; sus gritos lo habían despertado.