CAPÍTULO 35

Colin se pasó el resto del viernes en su habitación. Estuvo leyendo trozos de los tres libros de psicología que había sacado de la biblioteca y releyó algunas páginas hasta media docena de veces. Cuando no estaba estudiando, se quedaba contemplando la pared, algunas veces hasta una hora, simplemente pensando. Y haciendo planes.

Cuando al día siguiente salió de casa temprano por la mañana, el cielo estaba alto, brillante y despejado. Su intención era encontrarse con Heather a las doce, pasar la tarde en la playa y volver a casa al anochecer. No obstante, se llevó consigo una linterna.

Bajó en bicicleta hasta la playa y se dirigió al puerto, a pesar de que no tenía nada concreto que hacer en ninguno de esos lugares. Lo que hacía era dar un rodeo para llegar a su destino real, con el fin de asegurarse de que no lo seguían. Ya veía que Roy no estaba pegado a sus talones, pero quizá lo estuviera vigilando desde cierta distancia con los mismos prismáticos de largo alcance que utilizaron para espiar a Sarah Callahan. Desde el puerto continuó hasta la oficina de turismo situada en el extremo norte de la ciudad. Satisfecho de ver que Roy no lo seguía, se dirigió directamente a Hawk Drive y a la casa Kingman.

Incluso a la brillante luz del día, la casa abandonada se erguía amenazadora en la cima de la colina. Colin se aproximó con un desasosiego que se convirtió en temor silencioso cuando cruzó la verja de entrada de la finca e inició su ascenso por el paseo de baldosas rotas. Si él hubiera sido el funcionario estatal encargado de la propiedad o el alcalde de Santa Leona, hubiera ordenado la demolición inmediata y total del lugar por el bien de la comunidad. Seguía pensando que de la casa rezumaba un mal tangible, una amenaza que se podía percibir y ver tan claramente como el sol de California que lo deslumbraba y calentaba su rostro. Tres pájaros grandes y negros sobrevolaron en círculos el tejado y finalmente se posaron sobre la chimenea. La casa parecía estar despierta, alerta, impregnada de una fuerza vital y malévola. Las paredes grises y deterioradas por la intemperie tenían un aspecto escabroso, enfermo, canceroso. Los clavos oxidados evocaban viejas heridas: estigmas. La luz solar parecía incapaz de penetrar en los misteriosos espacios que había al otro lado de las ventanas sin cristales y, desde el exterior al menos, el interior de la mansión daba la impresión de estar tan oscuro como si fuera medianoche.

Colin dejó la bicicleta tumbada en la hierba, ascendió por los peldaños hundidos del porche y miró a través de la ventana hecha añicos en la que Roy y él estuvieron una noche poco tiempo atrás. Tras un examen más cuidadoso, vio que efectivamente sí se filtraba algo de luz al interior de la casa. La sala de estar se veía con todo detalle. En otros tiempos debió de servir como lugar de reunión de algún grupo de muchachos, pues había papeles de caramelo, latas vacías de refrescos y colillas esparcidas por el suelo desnudo y lleno de señales. Un desplegable central de Playboy, descolorido y roto, estaba pegado en la pared situada sobre la chimenea, por encima de la misma repisa en la que el señor Kingman alineó las cabezas salpicadas de sangre de su familia masacrada. Los chicos que hubieran estado usando la casa como cuartel general no aparecían por allí desde hacía muchos meses; todo se hallaba cubierto por una capa de polvo gruesa e intacta.

La entrada principal no estaba cerrada con llave, pero las bisagras oxidadas chirriaron cuando Colin empujó la puerta deformada. El viento sopló a su alrededor y levantó una nubecilla de polvo en el vestíbulo. En el interior, el aire se encontraba impregnado de hedor a moho y a podredumbre seca.

Al explorar las habitaciones descubrió que los vándalos habían dejado su huella en todos los rincones de la enorme mansión: nombres de muchachos, palabras obscenas, versos pornográficos y groseros dibujos de genitales masculinos y femeninos aparecían garabateados por todos los lugares donde hubiera yeso o papel pintado casi liso. En las paredes se habían practicado agujeros irregulares; algunos, solamente del tamaño de una mano y otros, casi tan grandes como una puerta. Montones de yeso y listones hechos astillas ensuciaban el lugar.

Cuando Colin permanecía totalmente quieto, la vieja casa también se quedaba etéreamente silenciosa. Pero, si él se movía, la estructura artrítica respondía a cada uno de sus pasos y las juntas crujían a todo su alrededor.

Varias veces creyó oír algo avanzando silenciosamente a su espalda, pero, cuando se detenía a mirar, veía que estaba solo. Casi todo el tiempo se movió entre las ruinas sin pensar para nada en fantasmas ni en monstruos. Estaba sorprendido y satisfecho de su recientemente adquirida valentía, y también un poco molesto por ese mismo motivo. Unas cuantas semanas atrás se habría negado a cruzar solo el umbral de la casa Kingman, aunque hubiera habido un premio de un millón de dólares en juego.

Permaneció en la mansión durante más de dos horas. No dejó de inspeccionar ni una sola habitación, ni siquiera un armario. En las habitaciones cuyas ventanas tenían los postigos cerrados, utilizaba la linterna que llevaba consigo. Pasó la mayor parte del tiempo en el segundo piso, explorando cada rincón y planeando un par de sorpresas para Roy Borden.