Colin cenó solo en su habitación.
Llamó por teléfono a Heather y concertaron una cita para ir juntos a la playa el sábado. Quería hablarle de la locura de Roy, pero tenía miedo de que la muchacha no lo creyera. Además, todavía no estaba lo bastante seguro de su relación como para contarle que Roy y él eran ahora enemigos. En un principio pareció que ella se sintió atraída hacia él a causa de esa amistad; ¿perdería interés cuando se enterara de que ya no eran camaradas? No estaba seguro y no quería arriesgarse a perderla.
Más tarde, leyó los libros de psicología que la señora Larkin había escogido para él. Acabó de leer los dos volúmenes a las dos de la madrugada. Se pasó un rato sentado en la cama, mirando al vacío y reflexionando. Luego, mentalmente exhausto, se durmió sin pesadillas y sin pensar un solo momento en los monstruos del desván.
El viernes por la mañana, antes de que Weezy se despertara, se marchó a la biblioteca, devolvió los libros de psicología y seleccionó otros tres.
—¿Es interesante la novela de ciencia ficción? —le preguntó la señora Larkin.
—Todavía no he empezado a leerla. Quizá la empiece esta noche.
Después de la biblioteca bajó al puerto. No quería regresar a casa mientras Weezy estuviera aún allí, no se encontraba preparado para soportar otro interrogatorio. Desayunó en una cafetería situada frente a la zona portuaria. Más tarde fue paseando hacia el extremo sur del paseo del mar, se inclinó sobre la barandilla y observó las docenas de cangrejos que tomaban el sol en las rocas a unos cuantos metros por debajo de él.
A las once regresó a su casa. Entró con la llave de reserva que guardaban en el alcorque del secoya cercano a la puerta principal. Ya hacía mucho rato que Weezy se había marchado; la cafetera estaba fría.
Sacó una Pepsi de la nevera y subió las escaleras con los tres libros de psicología. Una vez en su habitación, se sentó en la cama y, tras tomar un solo sorbo del refresco y leer un párrafo del primer libro, le invadió la sensación de no hallarse solo.
Oyó un ruido ahogado, similar al que haría alguien que arañara algo.
Había algo en el armario ropero.
«Es ridículo».
«Lo he oído».
«Te lo has imaginado».
Tras haber leído dos libros de psicología, sabía que probablemente sufría de transferencia. Así lo denominaban los psicólogos: transferencia. No podía enfrentarse a la gente y a las cosas que verdaderamente le daban miedo, no podía admitir ante sí mismo aquellos temores, de modo que transmitía la ansiedad a otros elementos, a cosas sencillas —incluso estúpidas—, como los hombres lobo, los vampiros y los monstruos imaginarios que se escondían en el ropero. Eso es lo que había estado haciendo toda su vida.
«Sí, quizás eso sea cierto, pero estoy seguro de que he oído moverse algo en el armario», pensó.
Se separó de la cabecera de la cama. Contuvo la respiración y escuchó con atención.
Nada. Silencio.
La puerta del ropero estaba completamente cerrada. No podía recordar si la había dejado así.
¡Vaya! Otra vez. Un sonido débil y de las mismas características que el anterior.
Se levantó silenciosamente de la cama y dio unos cuantos pasos hacia la puerta del vestíbulo, alejándose del armario.
El pomo de la puerta del ropero empezó a girar. La puerta se abrió unos centímetros.
Colin se detuvo. Deseaba desesperadamente seguir adelante, pero se había quedado petrificado como si alguien lo hubiera hechizado. Se sentía como una mosca atrapada en un aire convertido, por medio de brujería, en ámbar sólido. Desde el interior de aquella prisión mágica observaba cómo una pesadilla se convertía en realidad; horrorizado, miró hacia el armario ropero.
De repente, la puerta se abrió de par en par. No había ningún monstruo oculto entre las ropas, ningún hombre lobo, ningún vampiro, ningún espantoso dios animal salido de una novela de H. P. Lovecraft. Allí nada más estaba Roy.
Roy pareció sorprendido. Había empezado a caminar hacia la cama, pensando que su presa estaría allí. Cuando vio que Colin se le había adelantado y se hallaba solamente a unos pasos de la puerta abierta que conducía al vestíbulo del segundo piso, se detuvo y, por un instante, se miraron a los ojos.
Entonces, sonrió y levantó las manos para que Colin pudiera ver lo que sostenía.
—No —dijo Colin en voz baja. En la mano derecha de Roy: un encendedor—. No. —En su mano izquierda: una lata de líquido para recargar encendedores—. ¡No, no, no! ¡Lárgate de aquí! —Roy dio un paso hacia él. Luego otro—. No —repitió Colin. Pero no podía moverse.
Roy lo apuntó con la lata y apretó. Un chorro de líquido transparente formó un arco en el aire.
Colin se ladeó hacia la izquierda y logró esquivar el líquido. Seguidamente, echó a correr.
—¡Hijo de puta! —gritó Roy.
Colin salió volando por la puerta abierta y dio un portazo.
Justo cuando se cerraba la puerta, Roy chocó contra el otro lado.
Colin corrió como una exhalación hacia la escalera.
Roy abrió la puerta de golpe y salió a toda prisa de la habitación.
—¡Eh!
Colin descendió los peldaños de dos en dos, pero sólo se encontraba a medio camino cuando oyó a Roy bajar tras él como un rayo. Siguió adelante. Bajó de un salto los últimos cuatro escalones, llegó al pasillo del primer piso y corrió hacia la puerta de entrada.
—¡Ya te tengo! —gritó Roy triunfalmente detrás de él—. ¡Ya te tengo, maldita sea!
Antes de que Colin pudiera abrir los dos cerrojos de la puerta, sintió algo frío y húmedo deslizarse por su espalda. Se quedó boquiabierto de asombro y se volvió hacia Roy.
¡Líquido para recargar encendedores!
Roy le lanzó otro chorro, empapándole la parte delantera de la fina camisa de algodón.
Colin se protegió los ojos con las manos. Lo hizo justo a tiempo.
El líquido inflamable le salpicó la frente, los dedos, la nariz y la barbilla.
Roy se reía.
Colin no podía respirar. Los vapores desprendidos lo asfixiaban.
—¡Vaya bombazo!
Finalmente la lata quedó vacía. Roy la arrojó a un lado y ésta rebotó con estrépito contra el suelo de madera dura del pasillo.
Tosiendo, jadeando, Colin retiró las manos de sus ojos y trató de ver lo que ocurría. Los ojos le escocían a causa del gas, de modo que los volvió a cerrar. Las lágrimas empezaron a deslizarse por debajo de sus párpados. Aunque la oscuridad siempre le había aterrorizado, nunca fue tan espantosa como en aquel momento.
—¡Asqueroso hijo de puta! —vociferó Roy—. ¡Ahora vas a saber lo que significa haberte vuelto contra mí! ¡Ahora me las vas a pagar! ¡Vas a arder!
Jadeando, incapaz de poder inhalar apenas una brizna de aire, momentáneamente ciego e histérico, Colin se lanzó hacia el sonido de la voz del otro muchacho. Chocó con él, se agarró a él y no lo soltó.
Roy se tambaleó hacia atrás y trató de quitárselo de encima, como si fuera un zorro acorralado luchando por liberarse de un terrier obstinado. Apretó la barbilla de Colin con las manos, trató de levantarle la cabeza y echársela atrás, lo agarró por el cuello e intentó estrangularlo. Pero estaban cara a cara y demasiado cerca uno del otro para poder ejercer la presión necesaria.
—Hazlo ahora —le instó Colin, jadeando a través de los vapores acres que llenaban su nariz, su boca y sus pulmones—. Hazlo… y… nos quemaremos juntos.
Roy trató nuevamente de quitárselo de encima. Mientras lo intentaba, tropezó y cayó al suelo.
Colin cayó con él. Se mantuvo aferrado, pues su vida dependía de eso.
Mascullando palabrotas, Roy le propinó puñetazos, le aporreó la espalda, lo golpeó en la cabeza, le tiró del pelo. Incluso le retorció las orejas, hasta el punto que parecía que iba a arrancárselas de cuajo.
Colin gimió de dolor y trató de defenderse. Pero en el momento en que soltó a Roy para golpearlo, éste se alejó rodando. Intentó agarrarlo de nuevo, pero no lo consiguió.
Roy se puso en pie. Apoyó la espalda contra la pared.
Incluso a través del velo de lágrimas de escozor provocadas por los vapores del líquido, Colin pudo ver que todavía tenía el encendedor en la mano derecha.
Roy accionó el encendedor con el pulgar. No se produjo chispa, pero seguramente se produciría la siguiente vez que lo intentara.
Frenético, Colin se abalanzó sobre el otro muchacho, lo golpeó con fuerza y le hizo soltar el encendedor, que voló a través de la arcada y penetró en la sala de estar, donde chocó contra un mueble.
—¡Cretino!
Roy le dio un empujón y corrió tras el encendedor.
Aspirando nada más que el aire viciado que lo rodeaba, Colin se dirigió hacia la puerta de entrada, tambaleándose como un borracho. Quitó el pestillo de la cerradura sin dificultad, pero luego estuvo manipulando la obstinada cadena de seguridad durante lo que le parecieron horas. Se lo parecieron. Pero, naturalmente, eso era imposible. Probablemente transcurrieron tan sólo unos segundos. O tal vez sólo unas fracciones de segundo. Tenía perdida por completo la noción del tiempo. Estaba aturdido. Flotaba. Estaba saturado de vapores. Conseguía inhalar el aire suficiente para no morir asfixiado, ni una pizca más. Ésa era la razón por la que tenía tanta dificultad para retirar la cadena de seguridad. Se encontraba mareado. La cadena de seguridad parecía evaporarse entre sus dedos, exactamente igual que la gasolina se evaporaba de su ropa, manos y rostro. Le zumbaban las orejas. La cadena de seguridad. Tenía que concentrarse en la cadena de seguridad. Con cada segundo que pasaba, su sentido de la coordinación se iba deteriorando. Se sentía progresivamente más débil. La maldita cadena de seguridad. Cada vez más débil. Enfermo y quemándose. Iba a arder. Como una tea. ¡La maldita y jodida cadena de seguridad! Finalmente, en un arranque de esfuerzo concentrado, desprendió la cadena de su soporte y abrió la puerta de par en par. Con el temor de que en cualquier momento las llamaradas empezaran a recorrerle la espalda, salió corriendo de la casa, recorrió el sendero de entrada, cruzó la calle y se detuvo en el extremo del pequeño parque. Un viento maravillosamente dulce lo envolvió y empezó a disipar los vapores. Respiró hondo varias veces, en un intento por recuperar la serenidad.
Al otro extremo de la calle, Roy Borden estaba saliendo de la casa. Localizó en seguida a su presa y, con grandes zancadas, llegó al final del sendero, pero no cruzó la calle. Permaneció allí de pie, con las manos en las caderas y mirando a Colin.
Éste lo miró a su vez. Todavía se encontraba mareado. Aún tenía dificultades para respirar, pero estaba dispuesto a gritar pidiendo socorro y a echar a correr como alma que lleva el diablo en el instante en que Roy bajara de la acera.
Al darse cuenta de que había perdido la partida, Roy se alejó. A lo largo de la primera manzana, volvió la vista atrás media docena de veces. En la segunda, miró por encima del hombro solamente un par de veces. En la tercera, no se volvió ninguna vez, torció luego la esquina y desapareció.
De camino a casa, furioso consigo mismo, Colin se detuvo ante el alcorque del secoya y retiró la llave de su escondite bajo la hiedra. No entendía cómo se había podido comportar de una forma tan irreflexiva, tan estúpida. Durante el último mes había llevado a Roy a su casa media docena de veces. Roy sabía donde se guardaba la llave de reserva y Colin fue tan descuidado como para dejarla allí. En adelante la llevaría siempre encima y procuraría que no lo volvieran a pillar desprevenido.
Estaban en guerra.
Ni más ni menos.
Entró en la casa y cerró la puerta con llave.
En el cuarto de baño del fondo del pasillo se quitó la camisa empapada y la arrojó al suelo. Se frotó las manos con fuerza, usando una gran cantidad de jabón perfumado y agua caliente. Se lavó el rostro varias veces. Aunque todavía se olían los vapores, lo peor del hedor se había desvanecido. Ya no le lloraban los ojos y pudo respirar otra vez con normalidad.
Una vez en la cocina, se dirigió directamente al teléfono, pero vaciló cuando tenía ya la mano sobre el auricular. No podía llamar a Weezy. La única prueba que tenía de que Roy lo había atacado era la camisa empapada y, en realidad, eso no constituía una prueba ni mucho menos. Además, cuando ella regresara a casa, la mayor parte del líquido se habría evaporado sin dejar manchas. La lata vacía estaba en el suelo del pasillo y probablemente estaría llena de huellas digitales de Roy, pero, por supuesto, únicamente la policía disponía de los equipos y los conocimientos necesarios para analizar las huellas y determinar a quién pertenecían; y la policía nunca se tomaría en serio su historia. Weezy creería que había tomado píldoras y que todo era tan sólo producto de sus alucinaciones, y él volvería a tener problemas.
Si le explicaba a su padre la situación y le pedía ayuda, el viejo llamaría a Weezy y exigiría saber lo que estaba pasando. Forzada a dar una explicación, su madre contaría una serie de estupideces relativas a píldoras, marihuana y fiestas nocturnas con drogas. A pesar de que todo lo que ella pudiera decir era sin lugar a dudas absurdo, convencería a Frank porque ése era el tipo de cosas que deseaba oír. El viejo la acusaría de negligencia en sus deberes como madre. Actuaría como si él fuera un santo. Utilizaría el fracaso de ella como una excusa para llamar a su hambrienta jauría de abogados. Una llamada telefónica a Frank Jacobs conduciría inevitablemente a otra batalla por su custodia, y eso era lo último que Colin deseaba.
Por lo demás, las únicas personas a las que podía dirigirse eran sus abuelos. Vivían los cuatro. La familia de su madre residía en Sarasota, Florida, en una gran casa estucada en blanco y con muchas ventanas y relucientes suelos de terrazo. La de su padre poseía una pequeña granja en Vermont. Colin llevaba sin ver a sus abuelos tres años y, en realidad, nunca había tenido demasiado contacto con ninguno de ellos. Si los avisaba, ellos a su vez telefonearían a Weezy. Su relación con ellos no era tan estrecha como para que le guardaran un secreto. Y, desde luego, por nada del mundo atravesarían el país para ir a ponerse de su lado en aquella pequeña guerra; eso, ni soñarlo.
¿Heather? Quizás era el momento de contárselo, de pedirle ayuda y alguna sugerencia. No podía ocultarle eternamente su ruptura con Roy. Pero ¿qué podía hacer ella? Era una muchacha esbelta, más bien tímida, muy bonita, simpática y lista, pero no le serviría de mucho en una lucha como aquélla.
Suspiró.
¡Jo!
Retiró la mano del teléfono.
No existía absolutamente nadie en el mundo que pudiera ayudarlo. Nadie.
Estaba tan solo como si se encontrara en el polo ártico. Completamente, absolutamente, irremediablemente solo. De todos modos, ya estaba acostumbrado a eso.
¿Cuándo había sido diferente?
Subió las escaleras.
En el pasado, cuando el mundo le parecía demasiado duro y difícil de aguantar, se limitaba a aislarse de él. Se apartaba con sus maquetas de monstruos, su colección de álbumes de historietas y sus estanterías repletas de novelas de ciencia ficción y de terror. Su habitación era un santuario, el ojo del huracán, un lugar donde la tormenta no lo alcanzaba, donde incluso podía olvidarla durante un rato. Su cuarto siempre había sido para él lo que un hospital para un enfermo o un monasterio para un monje: lo curaba y le hacía sentir que, de alguna manera mística, él formaba parte de algo mucho, mucho más importante y mejor que la vida cotidiana. Estaba llena de magia. Constituía su refugio y su escenario, el lugar donde podía ocultarse, tanto del mundo como de sí mismo, o representar sus fantasías para un auditorio compuesto por su sola persona. Fue un lugar para llorar y para jugar, su iglesia y su laboratorio, el almacén de sus sueños.
Ahora era un dormitorio como cualquier otro. Un techo. Cuatro paredes. Un suelo. Una ventana. Una puerta. Nada más que eso. Sólo otro lugar donde estar.
Cuando Roy entró allí solo, sin ser invitado, sin ser deseado, rompió el delicado hechizo que hacía único aquel lugar. Seguramente anduvo fisgoneando todos los cajones, los libros y las maquetas de monstruos y, al hacerlo, manoseó también el alma de Colin sin siquiera ser consciente de ello. Con sus manos vulgares había hecho desaparecer la magia de toda la habitación, del mismo modo que un pararrayos atrae del firmamento magníficos rayos de energía y los dispersa por la tierra, de forma tan amplia que cesan de existir por completo. Nada de lo que había allí era ya especial y nunca más volvería a serlo. Colin se sentía asaltado, violado; se sentía utilizado y desechado. Pero Roy Borden le había robado algo más que la intimidad y el orgullo; también había acabado con el frágil sentimiento de seguridad que aún le quedaba. Y hasta algo más que eso, mucho peor que eso: Roy era un ladrón de ilusiones, al acabar con todas aquellas creencias falsas, pero maravillosamente reconfortantes que Colin había abrigado durante tanto tiempo.
Se encontraba deprimido; y, sin embargo, era consciente de un poder nuevo y desconocido que empezaba a brillar en su interior. Aunque estuvo a punto de que lo mataran pocos minutos atrás, se sentía menos atemorizado que en cualquier otro momento que pudiera recordar. Por primera vez en su vida, no se sentía débil ni inferior. Físicamente, continuaba siendo el mismo ser de segunda categoría que había sido siempre —delgaducho, miope, con dificultades de coordinación—, pero en su interior se sentía renovado, fresco y capaz de cualquier cosa.
No había llorado, y eso lo llenaba de orgullo.
En aquel momento no existía en él lugar para las lágrimas; lo saturaba la necesidad de venganza.