Colin encontró la lápida sin dificultad; era tan visible como un faro: mayor, más brillante y más llamativa que cualquier otra del cementerio. El señor y la señora Borden no habían reparado en gastos. La lápida estaba muy elaborada, en granito y en mármol, y constaba de varias secciones, unidas de forma que casi no se veían las junturas. Perfectamente acabada y extremadamente pulida. En la superficie jaspeada y espejada del mármol se hallaban grabadas profundamente unas letras anchas y biseladas: «Belinda Jane Borden».
Según la fecha que allí figuraba, la niña había muerto hacía más de seis años, el último día del mes de abril. El monumento de la cabecera de la tumba era con seguridad mucho mayor que el cuerpecito en memoria del cual se había erigido, pues Belinda Jane solamente tenía cinco años cuando la enterraron.
Colin regresó a la biblioteca y le pidió a la señora Larkin el rollo del microfilme que contenía la edición del treinta de abril del News Register de hacía seis años.
El relato venía en primera página.
Roy mató a su hermana pequeña.
No fue un asesinato.
Sólo un accidente. Un terrible accidente.
Nadie pudo hacer nada para evitarlo.
Un niño de ocho años encuentra las llaves del coche de su padre sobre la mesa de la cocina. Se le mete en la cabeza dar una vuelta a la manzana. Eso probará que es mayor y mejor de lo que todos creen. Probará que es incluso lo suficientemente mayor como para jugar con los trenes de papá o, al menos, para sentarse al lado de él y verlos funcionar, cosa que no le permiten hacer, pero que él desea con toda su alma. El coche está aparcado en el camino de entrada. El niño coloca una almohada encima del asiento para poder ver por encima del volante. Pero entonces descubre que los pies no le llegan al freno ni al acelerador. Va a buscar algo y, al lado del garaje, encuentra un trozo de madera de pino blanco, una vara estrechita de aproximadamente un metro de largo que es exactamente lo que necesita. Se imagina que podrá utilizar la varita para apretar los pedales que no alcanza con los pies. Una mano para sujetar la varita y la otra para coger el volante. Ya dentro del coche pone en marcha el motor y empieza a manipular con torpeza el cambio de marchas. Su madre lo oye. Sale de la casa. Llega a tiempo de ver a su hijita caminando detrás del coche. Les grita al niño y a la niña, y ambos la saludan con la mano. El niño, finalmente, pone la marcha atrás, mientras la madre se dirige hacia él a toda prisa, y al mismo tiempo aprieta el acelerador con la varita de madera. El automóvil retrocede. Deprisa. Se dispara hacia atrás. Golpea a la criatura. Ella cae redonda al suelo. Cae al suelo y emite un breve gritito. Un neumático le golpea su frágil cráneo. Su cabeza explota como un globo lleno de sangre. Y, cuando llegan los de la ambulancia, encuentran a la madre sentada sobre el césped, las piernas en aspa y el rostro inexpresivo, repitiendo lo mismo una y otra vez: «Ha explotado. Simplemente ha explotado. Así por las buenas. Su cabecita. Ha explotado». Explotado. Como un bombazo. Colin desconectó la máquina. Hubiera querido poder desconectar también su mente.