El miércoles por la mañana, ocho días después de los acontecimientos en el cementerio de chatarra del Ermitaño Hobson, Colin ya no tuvo que quedarse confinado en casa por más tiempo. Se sentía reacio a salir a la calle. Examinó los alrededores a través de todas las ventanas del primer piso y, aunque no vio nada fuera de lo normal, su propio trozo de césped delantero le pareció mucho más peligroso que cualquier campo de batalla de cualquier guerra que hubiera habido jamás, a pesar de que no había explosiones de bombas ni silbidos de balas.
«Roy no intentará nada a la luz del día».
«Está loco. ¿Cómo puedes saber lo que es capaz de hacer?».
«Sal. Vamos. Sal y haz todo lo que tengas que hacer».
«Si está esperando…».
«No te puedes quedar aquí escondido durante el resto de tu vida».
Se fue a la biblioteca. Mientras circulaba con la bicicleta por las calles soleadas, miraba hacia atrás constantemente. Quería estar completamente seguro de que Roy no lo seguía.
Aunque había dormido solamente tres horas la noche anterior, estaba esperando delante de la puerta principal de la biblioteca antes de que la señora Larkin, la bibliotecaria, abriera. Acostumbraba a ir a la biblioteca dos veces por semana, desde que se trasladaron a la ciudad, y la señora Larkin se aprendió rápidamente qué era lo que le gustaba leer. Cuando lo vio de pie en los escalones, le dijo:
—El viernes pasado recibimos la última novela de Arthur C. Clarke.
—Es fantástico.
—Bueno, no lo puse inmediatamente en la estantería porque creí que vendrías el mismo día o el sábado a más tardar.
Entró tras ella en el gran edificio, frío y estucado, y luego en la sala principal, donde el sonido de sus pisadas quedaba amortiguado por las monumentales estanterías de libros y el aire olía a pegamento y a papel amarilleado.
—Como el lunes por la tarde aún no habías aparecido por aquí —prosiguió la señora Larkin—, pensé que no podía retener el libro por más tiempo. Y ahora, fíjate qué mala suerte, alguien lo sacó ayer por la tarde pocos minutos antes de las cinco.
—No importa. Muchas gracias por haberse acordado de mí.
La señora Larkin era una mujer pelirroja de carácter afable, con una frente demasiado estrecha, una barbilla demasiado larga, un busto demasiado pequeño y un trasero demasiado grande. Llevaba unas gafas tan gruesas como las de Colin. Amaba los libros y a quienes les gustaban los libros, y a Colin le caía bien.
—He venido principalmente para utilizar una de las máquinas lectoras de microfilmes.
—Oh, lo siento, pero no tenemos nada de ciencia ficción en microfilme.
—Hoy no me interesa la ciencia ficción. Lo que me gustaría es ver los ejemplares atrasados del News Register de Santa Leona.
—¿Para qué? —Hizo una mueca, como si hubiera mordido un limón amargo—. Quizás esté traicionando a mi propia ciudad natal por decir esto, pero el News Register es la lectura más aburrida que puedas encontrar. Montones de historias referentes a actos sociales y a reuniones en la iglesia, y reportajes sobre las reuniones del Ayuntamiento, donde políticos cretinos discuten durante horas sobre si deberían o no recubrir los baches que hay en Broadway.
—Bueno…, en septiembre empezaré el curso en la escuela —se justificó Colin, preguntándose si a ella le sonaría tan ridículo como a él—. La redacción en inglés siempre me ha traído algunos problemas, así que prefiero prepararme un poco de antemano.
—Me cuesta creer que algo de la escuela te pueda traer problemas.
—De todos modos…, tengo una idea para una composición sobre el verano en Santa Leona, no mi verano en particular, sino el verano en general y el verano histórico. Quisiera documentarme.
—Eres un joven ambicioso, ¿verdad? —comentó la señora Larkin, sonriendo con aprobación.
Colin se encogió de hombros.
—En realidad, no.
Ella sacudió la cabeza.
—En todos los años que llevo trabajando aquí, tú eres el primer muchacho que ha venido durante las vacaciones de verano para preparar los deberes del curso siguiente en la escuela. Yo a eso lo llamaría ambición. Claro que sí. Y también es alentador. Sigue así y llegarás muy lejos.
Colin estaba avergonzado porque no se merecía la alabanza y también por haber mentido. Sentía que se estaba ruborizando y de repente se dio cuenta de que era la primera vez que se sonrojaba desde hacía una semana o quizá desde hacía más tiempo, lo que para él era una especie de récord.
Entró en la sala de los microfilmes y la señora Larkin le llevó los rollos de película que contenían cada una de las páginas de los ejemplares del News Register de junio, julio y agosto del año precedente y también de los mismos tres meses del año anterior. Le enseñó cómo utilizar la máquina y se quedó mirando por encima del hombro de Colin hasta que se aseguró de que él no tenía ninguna pregunta, y entonces lo dejó solo para que hiciera su trabajo.
Rose.
Algo Rose.
¿Jim Rose?
¿Arthur Rose?
¿Michael Rose?
Recordaba el apellido por asociación de ideas con la flor, pero no se acordaba de cuál era el nombre de pila del muchacho.
Phil Pacino.
Había retenido ese nombre en la mente porque se parecía a Al Pacino, el actor de cine.
Decidió empezar por Phil. Puso en fila los rollos de micro-filme de los periódicos del verano anterior.
Supuso que ambas muertes figurarían en primera plana, así que fue pasando una página tras otra buscando titulares en negritas.
No recordaba la fecha que le dijo Roy. Empezó por junio y fue buscando hasta el primero de agosto, donde encontró el artículo: «Un niño de la localidad muere en un incendio».
Estaba leyendo el último párrafo del artículo cuando percibió un cambio en el aire y supo que Roy estaba detrás de él. Se giró de golpe, saltando de la silla giratoria al volverse; pero Roy no estaba. Allí no había nadie. En las mesas de trabajo no había nadie. Tampoco había nadie curioseando los libros de las estanterías. La señora Larkin no estaba en su escritorio. Se lo había imaginado todo.
Se sentó y volvió a leer el artículo. Había ocurrido exactamente como se lo contó Roy. La casa de los Pacino ardió por completo, fue un siniestro total. Entre los escombros, los bomberos encontraron el cuerpo calcinado de Philip Pacino, de catorce años de edad.
Colin sintió que aparecían unas perlas de sudor en su frente. Se limpió la cara con una mano y se secó las manos en los vaqueros.
Continuó leyendo los periódicos de la semana siguiente con especial atención, buscando posibles artículos posteriores sobre el mismo tema. Encontró tres.
«Informe del jefe de bomberos. Jugaba con cerillas». Según el informe definitivo oficial, Philip Pacino fue el causante del siniestro. Estaba jugando con cerillas cerca de un banco de trabajo en el que construía maquetas de aviones. Aparentemente, sobre el banco había gran cantidad de sustancias altamente inflamables, incluidos varios tubos y botes de cola de pegar, una lata de líquido para recargar encendedores y una botella abierta de disolvente para quitar la pintura.
El siguiente artículo relativo a la misma noticia era un informe sobre el entierro del muchacho, publicado en la segunda página del periódico. El artículo contenía alabanzas de los profesores de Philip, conmovedores homenajes de sus amigos y extractos del panegírico. Encabezando las tres columnas aparecía una fotografía de los afligidos padres.
Colin lo leyó dos veces con mucho interés porque uno de los amigos de Philip Pacino citados en el texto era Roy Borden.
Dos días después se publicó un extenso editorial, muy crítico en comparación con lo habitual en el News Register: «Prevenir la tragedia. ¿Quién es el responsable?».
En ninguno de los cuatro artículos había ni la más remota alusión a que la policía o el departamento de bomberos sospecharan que se hubiese tratado de un asesinato y de un incendio provocado. Desde el principio asumieron que fue un accidente, resultado de la negligencia o de la estupidez propias de la adolescencia.
«Pero yo sé la verdad», pensó Colin.
Estaba agotado. Llevaba en los lectores de microfilme casi dos horas. Desconectó la máquina, se levantó y se desperezó.
Ya no tenía toda la biblioteca para él. Una mujer con un vestido rojo miraba las revistas de las estanterías. En una de las mesas del centro de la sala, un sacerdote calvo y regordete leía un libro de grandes dimensiones y tomaba notas constantemente.
Colin se dirigió a uno de los dos ventanales con parteluz del extremo este de la sala y se sentó en el alféizar, que tendría unos sesenta centímetros de profundidad. Miró fijamente a través de los cristales cubiertos de polvo, pensativo. Al otro lado de la calle había un cementerio católico y, desde el fondo del camposanto, la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores vigilaba los restos de sus feligreses ascendidos a los cielos.
—¡Hola!
Alzó la vista sorprendido. Heather estaba allí.
—¡Ah, hola! —respondió, y empezó a levantarse.
—No te muevas por mí —se adelantó ella, en esa voz baja típica de las bibliotecas—. No puedo quedarme mucho rato. Tengo que hacer unos recados para mi madre. Sólo me he detenido aquí para recoger un libro y te he visto ahí sentado.
Iba vestida con camiseta de color castaño y pantalones cortos blancos.
—Estás espectacular —dijo Colin en un susurro también.
La muchacha sonrió.
—Gracias.
—Lo digo en serio.
—Gracias.
—Espectacular de verdad.
—Me estás haciendo sentir incómoda.
—¿Por qué? ¿Porque digo que estás espectacular?
—Bueno…, en cierto modo, sí.
—¿Quieres decir que te sentirías mejor si te dijera que estás horrible?
Ella se echó a reír tímidamente.
—No. Por supuesto que no. Sólo que… nadie me había dicho nunca que estuviese espectacular.
—Me estás tomando el pelo.
—No.
—¿Ningún chico te lo ha dicho nunca? ¿Es que están todos ciegos o algo por el estilo?
—Bueno, sé perfectamente que no estoy en absoluto espectacular —murmuró, ruborizándose.
—Claro que sí.
—Tengo la boca demasiado grande.
—No, no es verdad.
—Sí que lo es. Tengo una boca enorme.
—A mí me gusta.
—Y no tengo unos dientes demasiado bonitos.
—Son muy blancos.
—Y un par de ellos están un poco torcidos.
—Ni se nota.
—Detesto mis manos —prosiguió ella.
—¿Tus manos? ¿Por qué?
—Tengo los dedos cortos y regordetes. Mi madre tiene los dedos largos y elegantes, pero los míos parecen salchichitas.
—Qué tontería. Tienes unos dedos muy bonitos.
—Y tengo las rodillas abultadas.
—Tienes unas rodillas perfectas.
—Fíjate —añadió nerviosa—. Cuando por fin un chico me dice que soy guapa, lo único que se me ocurre es tratar de hacerle cambiar de opinión.
Colin se asombró al descubrir que incluso una chica guapa como Heather podía tener dudas sobre su aspecto. Siempre había pensado que esos jóvenes a quienes tanto admiraba —aquellos chicos y chicas californianos de piernas esbeltas, cabellos dorados y ojos azules— estaban por encima de todas las demás razas, que eran criaturas superiores que se deslizaban por la vida con perfecta confianza en sí mismos, con un sentido inamovible del valor y la decisión. Se sintió contento y decepcionado a un mismo tiempo al descubrir aquella grieta en el mito. De repente se daba cuenta de que, en realidad, aquellos muchachos radiantes y especiales no eran ni muy diferentes de él ni tan superiores como había creído, y este descubrimiento le dio ánimos. Por otra parte, se sentía como si hubiera perdido algo muy importante, una ilusión placentera que, a veces, lo había reconfortado.
—¿Estás esperando a Roy? —le preguntó Heather.
Colin se removió inquieto en su asiento de la repisa de la ventana.
—Esto…, no. Solamente estoy… buscando documentación.
—Creí que mirabas por la ventana a ver si venía Roy.
—Sólo estaba descansando, haciendo una pausa.
—Creo que es algo muy bonito que vaya allí cada día —comentó ella.
—¿Quién?
—Roy.
—¿Que vaya adónde?
—Allí —contestó señalando con la mano algo que se hallaba al otro lado de la ventana.
Colin miró a través del cristal y luego se volvió hacia la muchacha.
—¿Quieres decir que va a la iglesia cada día?
—No, al cementerio. ¿No lo sabías?
—Explícamelo.
—Bueno… Yo vivo en la casa que está al otro lado de la calle. Esa blanca y con los bordes azules. ¿La ves?
—Sí.
—La mayoría de las veces que va lo veo.
—¿Qué es lo que hace allí?
—Visita a su hermana.
—¿Tiene una hermana?
—La tenía. Murió.
—Nunca me ha dicho ni una palabra.
Heather asintió con la cabeza.
—Creo que no le gusta hablar de eso.
—Ni una palabra.
—Una vez le dije que era realmente muy bonito, ya sabes, el modo en que se detenía ante la tumba, con tanta devoción. Se puso furioso conmigo.
—¿Se puso furioso?
—Furioso como un demonio.
—¿Por qué?
—No lo sé. Al principio pensé que tal vez aún se sintiera afligido por su muerte, que quizá todavía le doliera tanto que no quería hablar de ello. Pero más tarde me pareció que se ponía furioso porque yo lo había pillado haciendo algo malo. Sin embargo, no hacía nada malo. Es un chico muy raro.
Colin reflexionó durante un momento sobre aquellas noticias. Contempló el cementerio soleado.
—¿Cómo murió?
—No lo sé. Ocurrió antes de venir yo aquí. Quiero decir que vinimos a vivir a Santa Leona hace tres años. Ella ya hacía tiempo que había muerto.
Una hermana.
Una hermana muerta.
De alguna manera, aquélla era la clave.
—Bueno —dijo Heather, sin darse cuenta de la importancia de la información que había proporcionado—, tengo que marcharme. Mi madre me ha dado una lista de encargos y espera que en una hora o así regrese con todas las cosas. No le gusta la gente que llega tarde. Dice que la falta de puntualidad es algo propio de personas egoístas y descuidadas. Nos veremos a las seis.
—Siento que tengamos que ir a la primera sesión —se disculpó Colin.
—Qué más da. Es la misma película, la pongan a la hora que la pongan.
—Y, como ya te dije, tengo que estar en casa a las nueve o así, antes de que se haga completamente de noche. Es una auténtica lata.
—No. Eso también da igual. No vas a estar castigado eternamente. El toque de queda durará solamente un mes, ¿no es cierto? No te preocupes. Nos lo pasaremos bien. Hasta luego.
—Hasta luego.
La miró mientras atravesaba la silenciosa biblioteca. Cuando desapareció, volvió su mirada una vez más hacia el cementerio.
Una hermana muerta.