Durante una semana, Colin no se movió de casa.
No salir a la calle formaba parte de su castigo. Su madre se encargaba de que lo cumpliera: cada día llamaba a casa seis u ocho veces para comprobar que estaba allí. En ocasiones transcurrían dos o tres horas entre llamada y llamada y, en otras, telefoneaba tres veces en media hora. No se atrevía a escaparse.
De todos modos, no deseaba ir a ninguna parte. Estaba muy acostumbrado a la soledad y se encontraba cómodo y satisfecho sin más compañía que la suya propia. A lo largo de casi toda su vida, su habitación había constituido la mayor parte de su mundo y, al menos por un tiempo, haría estupendamente las veces de su universo entero. Tenía libros, tebeos de terror, maquetas de monstruos y una radio; podía entretenerse una semana, un mes o incluso mucho más tiempo. Y temía que Roy Borden lo atrapara en cuanto cruzara el umbral de la puerta.
Weezy dejó muy claro también que, cuando hubiera cumplido la sentencia de una semana que le había impuesto, estaría a prueba durante mucho tiempo. En lo que quedaba de verano tendría que regresar a casa antes de que oscureciera. Colin no le dijo lo que opinaba de eso cuando ella le impuso aquella regla, pero en realidad no lo consideró un castigo. No tenía intención alguna de ir a ningún sitio de noche. Mientras Roy estuviera por ahí suelto, a Colin lo aterrarían los atardeceres como si fuera un personaje del Drácula de Bram Stoker.
Además de imponerle un toque de queda, Weezy le retiró su asignación durante un mes. Tampoco le importó. Tenía una gran hucha de metal, en forma de platillo volante, repleta de monedas y de billetes de un dólar que había logrado ahorrar en los últimos dos años.
Lo único que lamentaba era que aquellas restricciones le impedirían seguir cortejando a Heather Lipshitz. Nunca había tenido novia. Ninguna chica antes se interesó por él. Ni siquiera un poco. Y, ya que finalmente tenía una oportunidad con una chica, no quería estropearla.
Llamó a Heather por teléfono y le explicó que estaba castigado sin salir de casa y que no tenía más remedio que cancelar su cita para ir al cine. No le contó la verdad de por qué se encontraba castigado y tampoco mencionó que Roy hubiera intentado matarlo. Ella todavía no lo conocía lo suficiente como para creerse aquella historia tan absurda. Y, de toda la gente que había en la vida de Colin, Heather era en aquellos momentos la persona cuya opinión le importaba más de todas, así que no quería que pensara que estaba loco. Cuando le explicó su situación, ella se mostró muy comprensiva y trasladaron su cita al miércoles siguiente, cuando le permitieran salir de casa otra vez. Ni siquiera le importó que tuvieran que ir a la primera sesión y que él hubiera de volver a casa al anochecer para cumplir el toque de queda impuesto por su madre. Durante veinte minutos estuvieron charlando de películas y de libros, y Colin descubrió que le resultaba más fácil hablar con ella que con cualquier otra chica que hubiera conocido en su vida.
Cuando colgó el teléfono se sintió mejor que antes de llamar. Por lo menos, durante la tercera parte de una hora había sido capaz de apartar de su mente los pensamientos acerca de Roy.
Telefoneó a Heather cada día de la semana que estuvo confinado en casa y nunca les faltaron temas de conversación. Descubrió muchas cosas acerca de ella y, cuanto más la conocía, más le gustaba. Esperaba estar causándole igualmente una buena impresión y se sentía impaciente por volverla a ver.
Temía que Roy apareciera cualquier tarde ante la puerta o, por lo menos, que telefoneara y lo amenazara; pero los días iban transcurriendo sin que sucediera nada. Consideró la posibilidad de tomar él la iniciativa, sólo para ver lo que ocurría. Una o dos veces al día, descolgaba el teléfono, pero nunca pasaba de marcar los tres primeros dígitos del número de los Borden. Luego, empezaba a temblar y colgaba.
Leyó media docena de libros nuevos de ciencia ficción, de espada y brujería, de mundos mágicos; libros llenos de villanos monstruosos, que era lo que a él más le gustaba. Sin embargo, debía de existir algún problema con los argumentos o con los estilos narrativos de los escritores, pues al leerlos, no sintió aquellos escalofríos tan familiares.
Releyó algunas de las novelas que dos años atrás le ponían los pelos de punta. Descubrió que todavía podía apreciar el tono y el suspense de Amos de títeres, de Heinlein, pero el terror tan profundo que le transmitió la primera vez que lo leyó había desaparecido. ¿Quién anda ahí? de John Campbell y las historias más terroríficas de Theodore Sturgeon —Eso y El osito de peluche del profesor, por ejemplo—, todavía conservaban una rica visión del mal, pero ya no le forzaban a mirar por encima del hombro mientras pasaba las páginas.
Tenía dificultades para dormir. Si cerraba los ojos durante más de un minuto, oía sonidos extraños: los ruidos furtivos pero insistentes que haría alguien al intentar introducirse en el dormitorio a través de la ventana o por la puerta cerrada con llave. Oía también ruidos en el desván, algo pesado que se arrastraba constantemente de un lado a otro, como si buscara un punto débil en el techo de su dormitorio. Pensó en las cosas de las que su madre lo acusó con aquel tono despectivo y se dijo a sí mismo que no había nada en el desván; se convenció de que todo era simplemente fruto de una imaginación demasiado activa, pero continuaba oyendo ruidos. Después de dos noches de angustia, se rindió al temor y estuvo leyendo hasta el amanecer; luego, a primera hora de la mañana, logró conciliar el sueño.