Colin se sentía tremendamente vulnerable mientras corría a campo traviesa a toda velocidad. Por lo que revelaba la luz de la luna, no se divisaba ningún lugar donde guarecerse, ningún lugar donde poderse ocultar. Lo asaltó la idea descabellada de que un zapato gigante iba a caer sobre él en cualquier momento y lo aplastaría como si fuera un insecto corriendo por el inmenso suelo de una cocina.
En la época de tormentas, la lluvia saturaba las laderas de las colinas y luego se precipitaba por las pendientes hacia los canales naturales de desagüe que atravesaban la llanura al oeste de la vía del tren. Por lo menos una vez cada invierno, los cauces se desbordaban y la planicie se convertía en un lago que formaba parte del sistema de retención de aguas ideado por el condado para controlar las inundaciones. Debido a que la tierra se encontraba bajo el agua por término medio dos meses cada invierno, se producía escasa vegetación incluso en verano. Había zonas de hierba cubiertas de una ligera capa de cieno, lechos de un tipo de flores silvestres que crecía en casi toda California y plantas rodadoras espinosas; pero ningún árbol ni maleza densa ni arbusto alguno donde Colin pudiera ocultarse.
Salió del terreno baldío tan rápidamente como le fue posible, saltando a un pequeño cauce seco. El barranco medía unos cinco o seis metros de ancho, tenía más de dos metros de profundidad y sus paredes eran casi verticales. Durante una tormenta invernal se convertía en un río con fuertes corrientes, salvaje, lleno de barro y peligroso; pero en ese momento no llevaba ni una gota de agua. Colin corrió en línea recta, sintiendo punzadas de dolor en las pantorrillas y en un costado y ardor en los pulmones. Al llegar a una curva amplia del río seco miró hacia atrás por primera vez desde que había cruzado la vía del tren. Según pudo ver, Roy todavía no había bajado a aquella profunda zanja para seguir persiguiéndolo. Estaba sorprendido de llevarle tanta ventaja y se preguntó si sería posible que Roy no hubiera visto qué camino había tomado.
Después de la curva, buscando cobijo, giró hacia un canal secundario que partía del principal. La desembocadura tendría unos tres metros de ancho, pero las paredes se iban estrechando a medida que se acercaban al nacimiento. El suelo se fue elevando uniformemente y pronto la profundidad del barranco pasó a ser de dos metros a metro y medio. Cuando Colin hubo recorrido aproximadamente unos cien metros, el camino se estrechó hasta medir algo menos de dos metros de ancho. Si seguía corriendo erguido, su cabeza sobresaldría por encima del nivel del terreno. En aquel punto, el canal se bifurcó en dos caminitos cortos sin salida y de aproximadamente un metro de profundidad. Se dirigió a uno de aquellos callejones y se introdujo en él con dificultad, apretando con fuerza los hombros contra los diques arenosos. Se sentó, levantó las rodillas hasta la altura de la barbilla, se rodeó las piernas con los brazos e intentó hacerse invisible.
«Serpientes de cascabel».
«¡Oh, Dios mío!».
«Es mejor pensar en esa posibilidad».
«No».
«Este es el país de las serpientes de cascabel».
«Cállate».
«Bueno, pero es que es así».
«No salen de noche».
«Las peores cosas siempre salen de noche».
«Las serpientes de cascabel no».
«¿Cómo lo sabes?».
«Lo leí en un libro».
«¿Qué libro?».
«No me acuerdo del título».
«Eso no estaba en ningún libro».
«Cállate».
«Hay serpientes de cascabel por todas partes».
«¡Jo!».
Se hundió en la porquería, prestando atención por si oía serpientes de cascabel, esperando a Roy; y pasó un buen rato sin que lo molestara ninguna de aquellas fuerzas malignas. Cada pocos minutos consultaba su reloj digital y, cuando hubo pasado media hora dentro de la zanja, decidió que era hora de marcharse. Si Roy hubiera estado todo aquel tiempo registrando la red de canales de desagüe, ya se habría acercado lo bastante a Colin como para que éste advirtiera su presencia o, al menos, habría hecho algún ruido en la distancia; sin embargo, no fue así. Era evidente que había abandonado la persecución; quizá por haber perdido la pista en la oscuridad, sin ver qué dirección tomaba Colin y sin una idea clara de dónde buscarlo. Si eso era cierto, habría sido un fantástico golpe de suerte. Pero comprendió que quedarse donde estaba, en aquel nido de víboras, y esperar mantenerse eternamente a salvo de las serpientes de cascabel sería tentar demasiado al destino.
Salió de la zanja a gatas, se puso en pie y examinó aquel paisaje lleno de cicatrices y bañado por la luz de la luna. Dentro de su limitado campo de visión no había ni rastro de Roy.
Con extremo cuidado, deteniéndose una y otra vez para escuchar los sonidos de la noche, se dirigió hacia el sureste. En repetidas ocasiones veía moverse algo por el rabillo del ojo, pero siempre resultaba ser una mata de plantas rodadoras agitándose con el viento. Finalmente, volvió a cruzar la llanura y fue a parar una vez más a la vía del tren. Se encontraba por lo menos a cuatrocientos metros al sur del cementerio de coches, y rápidamente empezó a aumentar la distancia entre él y la cabaña del Ermitaño Hobson.
Una hora más tarde, cuando llegó a la intersección entre la vía y la carretera de Santa Leona, estaba completamente agotado. Tenía la boca seca. Le dolía la espalda. Sentía agarrotamiento y punzadas de dolor en todos y cada uno de los músculos de las piernas.
Consideró la posibilidad de seguir por la carretera hasta la ciudad. Era tentador: un camino bastante recto y directo, sin agujeros ni acequias ni obstáculos ocultos entre las sombras. Ya había acortado la distancia tanto como le había sido posible al ir por los canales. A partir de ese punto, continuar evitando las carreteras sólo prolongaría el viaje.
Avanzó unos pocos metros por el asfalto, pero volvió a darse cuenta de que no se atrevía a continuar por la ruta fácil. Con toda probabilidad Roy lo atacaría antes de alcanzar los límites de la ciudad, ya que una vez allí, a causa de la gente y las luces, sería más difícil cometer un asesinato que en el campo solitario.
«Haz autostop».
«A esta hora no hay tráfico».
«Alguien pasará por aquí».
«Sí. Tal vez Roy».
Abandonó la carretera de Santa Leona. Giró hacia el suroeste desde la vía del tren y empezó a atravesar más terreno baldío, donde únicamente se movían él y las plantas rodadoras. A menos de un kilómetro se encontraba el cauce seco que se extendía en paralelo a la carretera de Ranch. A fin de controlar las inundaciones, lo habían ensanchado y profundizado y sus paredes no eran de tierra, sino de cemento. Colin descendió por una de las escalerillas que se hallaban uniformemente espaciadas y, cuando se situó en pie sobre el suelo seco del riachuelo, descubrió que el borde estaba a unos seis metros por encima.
Más de tres kilómetros después, ya en el corazón de la ciudad, subió por otra escalerilla y saltó una baranda de seguridad. Estaba en la acera de Broadway.
Aunque era casi la una de la madrugada, todavía había gente por la calle: unos cuantos circulando en automóvil, otros pocos en un restaurante barato de los que no cierran por la noche, y el encargado de una gasolinera. Un anciano paseaba del brazo de una mujer con cara de duendecillo y cabellos blancos, y una pareja joven deambulaba por delante de las tiendas cerradas, mirando escaparates a pesar de la hora.
Colin sintió la necesidad de correr hasta la persona que estuviera más cerca de él y desvelarle el secreto, la historia de la locura de Roy. Pero sabía que aquellas gentes lo mirarían como si estuviera loco de atar. Ellos ni lo conocían a él ni a Roy. El relato no tendría sentido alguno para unos extraños. Ni siquiera estaba seguro de que tuviera sentido para él. Y, de todos modos, aunque lo comprendieran y lo creyeran, tampoco podrían ayudarlo.
Su primer aliado debía ser su madre. Cuando ella oyera los hechos, llamaría a la policía, y ellos la tomarían más en serio que a un chico de catorce años. Tenía que llegar a casa y contárselo todo a Weezy.
Anduvo a toda prisa por Broadway hacia la avenida Adams, pero después de unos pocos pasos se detuvo porque, de repente, cayó en la cuenta de que tendría que realizar la última parte de su camino con la misma cautela con que lo había hecho hasta ese momento. Roy podría intentar tenderle una emboscada a pocos pasos de la puerta principal de su casa. En realidad, ya que lo pensaba, estaba seguro de que eso era lo que iba a suceder. Resultaba muy probable que Roy lo estuviera esperando al otro lado de la calle en la que estaba situada la casa de los Jacobs; la mitad de aquella manzana era un parque pequeño con muchos escondites, desde donde Roy podría dominar toda la calle. En el instante en que viera a Colin aproximarse a la casa, se pondría en movimiento; y lo haría realmente deprisa. Durante un momento, como si hubiera adquirido brevemente los poderes de un vidente, se vio a sí mismo aporreado hasta caer al suelo, apuñalado, abandonado allí en medio del dolor y de la sangre y muriendo a pocos pasos de ponerse a salvo, en el umbral del santuario.
Se quedó parado, temblando en mitad de la acera, y allí permaneció durante un buen rato.
«Tienes que ponerte en marcha, chico».
«¿Hacia dónde?».
«Llama a Weezy. Dile que venga a buscarte».
«Me dirá que vaya andando. Que solamente estoy a unas cuantas manzanas».
«Pues le explicas por qué no puedes ir andando».
«Por teléfono no».
«Dile que Roy está por ahí, esperándote para matarte».
«No puedo hacer que eso suene creíble por teléfono».
«Claro que puedes».
«No. Tengo que estar allí cuando se lo diga. De otro modo sonará a cuento y ella pensará que es una broma. Se pondrá hecha una furia».
«Tienes que intentar decírselo por teléfono para que venga a buscarte. Así llegarás a casa sano y salvo».
«No puedo hacerlo por teléfono».
«¿Cuál es la alternativa?».
Finalmente, retrocedió hasta la gasolinera cercana al lecho del río seco. Había una cabina telefónica en una de las esquinas del recinto. Marcó el número y dejó que el teléfono sonara una docena de veces.
Ella aún no estaba en casa.
Colgó de golpe el auricular y salió de la cabina sin recuperar su moneda.
Se quedó de pie en la acera, con los puños cerrados y los hombros encogidos. Tenía ganas de dar un puñetazo a algo.
«La muy zorra».
«Es tu madre».
«¿Dónde demonios está?».
«Son asuntos de negocios».
«¿Qué está haciendo?».
«Son asuntos de negocios».
«¿Con quién está?».
«Son sólo asuntos de negocios».
«Apuesto a que sí».
El encargado de la gasolinera se dispuso a cerrar. Las hileras de luces de neón de encima de los surtidores de gasolina parpadearon.
Colin caminó en dirección oeste por Broadway, por la zona comercial, sólo para matar el tiempo. Estuvo mirando los escaparates de las tiendas, pero no vio nada.
A la una y diez volvió a la cabina telefónica. Marcó el número de su casa, dejó sonar el teléfono quince veces y colgó.
«Y un huevo son negocios».
«Trabajo muy duro».
«¿En qué?».
Permaneció allí durante varios minutos con una mano sobre el auricular, como si estuviera esperando una llamada.
«Está por ahí jodiendo con alguien».
«Son asuntos de negocios. Una cena de negocios».
«¿Tan tarde?».
«Una larga cena de negocios a última hora de la noche».
Trató nuevamente de comunicar.
No hubo respuesta.
Se sentó en el suelo de la cabina, en la oscuridad, y se rodeó con los brazos.
«Anda por ahí jodiendo cuando yo la necesito».
«No lo sabes seguro».
«Lo sé».
«No puedes saberlo».
«Enfréntate a la realidad. A ella le gusta joder, como a todo el mundo».
«Ahora estás hablando como Roy».
«A veces, lo que dice Roy tiene sentido».
«Está loco».
«Puede que no en todo».
A la una y media se levantó, echó una moneda de diez centavos en el teléfono y llamó otra vez a casa. Lo dejó sonar veintidós veces antes de colgar.
Quizá pudiera ya ir andando hasta su casa sin que le sucediera nada. ¿No era demasiado tarde para que Roy estuviera vigilándolo? Era un asesino, pero tenía catorce años y no podía quedarse por ahí fuera toda la noche. Sus padres se preguntarían dónde podría estar. Quizás incluso llamaran a la policía. ¿No se metería Roy en un gran lío si se pasaba toda la noche fuera de casa?
Tal vez sí. O tal vez no.
No estaba seguro de que a los Borden realmente les importara lo que hiciera su hijo o lo que le pudiera suceder. A juzgar por lo que sabía, nunca le establecieron reglas, aparte de que se mantuviera alejado de los trenes de su padre. Roy hacía lo que le daba la gana y cuando le daba la gana.
La familia Borden tenía algún problema. Las relaciones entre ellos eran extrañas, difíciles de definir. No parecían las típicas relaciones entre padres e hijos. Colin había visto al señor y a la señora Borden solamente dos veces, pero en ambas ocasiones notó un trato peculiar tanto entre ellos como para con Roy. La madre, el padre y el hijo se trataban como extraños. La forma en que se hablaban poseía una rigidez sorprendente, como si estuvieran recitando las líneas de un guión que no se hubieran aprendido muy bien. Su comportamiento era verdaderamente formal. Casi parecía como… si se tuvieran miedo. Colin había advertido frialdad en el núcleo de la familia, pero nunca dedicó mucho tiempo a reflexionar sobre ello. Sin embargo, ya que lo pensaba, comprendía que los Borden eran como la gente que vive en una casa de huéspedes: se sonreían y se saludaban con la cabeza cuando se encontraban en el vestíbulo, se decían hola cuando coincidían en la cocina; pero vivían vidas distantes y separadas. Ignoraba el porqué de aquello. Algo debió de ocurrir para que se distanciaran. No era capaz de imaginar qué pudo ser; pero tenía la certeza de que el señor y la señora Borden no se preocuparían mucho si Roy permanecía fuera de casa hasta la madrugada, o incluso si desaparecía para siempre.
Por consiguiente, no resultaba seguro volver a casa a pie. Roy lo estaría esperando.
Marcó nuevamente el número y se sorprendió cuando su madre contestó al segundo timbrazo.
—Mamá, tienes que venir a buscarme.
—¿Skipper?
—Te estaré esperando en…
—Creía que estabas arriba, durmiendo.
—No. Estoy en…
—Acabo de llegar. Creía que estabas en casa. ¿Qué estás haciendo por ahí fuera a estas horas?
—No tengo la culpa. Estaba…
—¡Oh, Dios mío! ¿Estás herido?
—No, no. Sólo…
—Estás herido.
—No, sólo tengo unos cuantos rasguños y magulladuras. Necesito…
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué te ha pasado?
—Si te callas y me escuchas, te enterarás —replicó Colin con impaciencia.
Ella se quedó atónita.
—No me hables en ese tono. Ni te atrevas.
—¡Necesito ayuda!
—¿Qué?
—Tienes que ayudarme.
—¿Te has metido en algún lío?
—En un buen lío.
—¿Qué demonios has hecho?
—No es lo que yo haya hecho. Es…
—¿Dónde estás?
—Estoy aquí en…
—¿Te han arrestado?
—¿Qué?
—¿Es esa clase de lío?
—No, no. Estoy…
—¿Estás en la comisaría?
—Nada de eso. Estoy…
—¿Dónde estás?
—Cerca del restaurante Broadway.
—¿Qué lío has montado en el restaurante?
—No es eso. Yo…
—Déjame hablar con alguien de ahí.
—¿Con quién? ¿Qué quieres decir?
—Déjame hablar con una camarera o con alguien.
—No estoy en el restaurante.
—¿Dónde demonios estás?
—Estoy en una cabina telefónica.
—Colin, ¿qué te pasa?
—Estoy esperando a que vengas a buscarme.
—Estás a pocas manzanas de casa.
—No puedo andar. Él me está esperando por el camino.
—¿Quién?
—Quiere matarme.
Una pausa.
—Colin, ven directamente a casa.
—No puedo.
—Inmediatamente. Lo digo en serio.
—No puedo.
—Jovencito, me estoy enfadando.
—Roy ha intentado matarme esta noche. Todavía está por ahí esperándome.
—Esto no tiene gracia.
—No estoy de broma.
Otra pausa.
—Colin, ¿has tomado algo?
—¿Cómo?
—¿Has tomado alguna píldora o algo por el estilo?
—¿Drogas?
—¿Lo has hecho?
—¡Jo!
—¿Lo has hecho?
—¿Dónde iba yo a conseguir drogas?
—Sé que los chavales podéis conseguirlas. Resulta tan fácil como comprar aspirinas.
—¡Jo!
—Es un gran problema en estos tiempos. ¿Es eso? ¿Estás colocado y tienes problemas para volver a la normalidad?
—¿Yo? ¿Crees de verdad que tengo ese problema?
—Si has estado tomando píldoras…
—Si es eso lo que crees de verdad…
—… o si has estado bebiendo…
—… entonces es que no me conoces en absoluto.
—… mezclando alcohol con píldoras…
—Si quieres oír lo que ha pasado —dijo Colin con aspereza—, tendrás que traer el coche y recogerme.
—No emplees ese tono conmigo.
—Si no vienes, supongo que me pudriré aquí.
Colgó el auricular y salió de la cabina telefónica.
—¡Mierda!
Propinó una patada a una lata de refresco vacía que estaba al lado de la calzada, que se puso a rodar y produjo un ruido metálico al chocar con el pavimento.
Se dirigió al restaurante Broadway y se situó en el bordillo, mirando hacia el este, hacia el lugar donde Weezy doblaría la esquina si se molestaba en ir a buscarlo.
Estaba temblando de forma totalmente descontrolada, de rabia y miedo.
Sentía también otra cosa, algo oscuro y devastador, algo más inquietante que la rabia, algo más extenuante que el miedo, algo más terrible, algo semejante a una tremenda soledad, pero muchísimo peor que la soledad. Tenía la sospecha…, no, la certeza… de que lo habían abandonado, olvidado, y que a nadie en el mundo le importaba ni jamás le importaría descubrir cómo era él en realidad y qué sueños tenía. Era un marginado, un ser en cierto modo muy diferente a los demás, un objeto de burla y escarnio, un forastero, secretamente detestado y ridiculizado por todos los que lo conocían, incluso por aquellos pocos que afirmaban que lo querían.
Sintió ganas de vomitar.
Cinco minutos después apareció ella en su Cadillac azul y detuvo el coche junto a él. Se inclinó a través del asiento delantero y abrió la puerta del lado del acompañante.
Nada más verla, Colin perdió el control que se había esforzado por mantener desde la pesadilla vivida donde la cabaña del Ermitaño Hobson. Las lágrimas empezaron a resbalar por su rostro. Cuando entró en el vehículo y cerró la puerta, estaba sollozando como un bebé.