Corriendo a toda velocidad, Colin vio el neumático prácticamente un segundo antes de tropezar con él. Saltó por encima, rodeó una pila de guardabarros y corrió a través de la hierba alta. Giró a la izquierda y rodeó una furgoneta Dodge destrozada que estaba sobre unos bloques. Tras vacilar unos momentos y echar una rápida ojeada a su espalda, se echó al suelo y reptó debajo de la furgoneta.
Cuando Colin desapareció de su vista, Roy dio la vuelta a la parte delantera de la furgoneta, se detuvo y miró hacia ambos lados. Cuando comprobó que aquel pasillo del laberinto estaba desierto, escupió en el suelo.
—Maldita sea —exclamó.
La noche era muy oscura, pero, desde su escondite debajo del Dodge, Colin podía ver las zapatillas de deporte blancas de Roy. Estaba estirado boca abajo, con la cabeza vuelta a la izquierda y la mejilla derecha apretada contra la tierra; y Roy se encontraba de pie escasamente a un metro de distancia. Podía agarrarle el tobillo y tirarlo al suelo. Pero ¿y después qué?
Tras un momento de duda, Roy abrió la puerta del lado del conductor de la camioneta. Comprobó que no había nadie allí dentro, cerró la puerta con violencia y se dirigió con paso decidido a la parte trasera.
Colin respiraba superficialmente por la boca y lamentaba que los latidos de su corazón no sonaran más débiles. Si producía el menor ruido que Roy pudiera oír, le costaría la vida.
En la parte trasera de la furgoneta de reparto, Roy abrió una de las puertas dobles. Echó un vistazo al interior del compartimento trasero y, al parecer, no pudo ver a plena satisfacción todos los rincones, porque abrió también la segunda puerta y saltó dentro del espacio destinado a transportar mercancías.
Colin lo oyó hurgar entre las sombras del compartimento metálico por encima de él. Consideró la posibilidad de salir silenciosamente de debajo de la furgoneta y arrastrarse con movimientos rápidos hacia otro refugio, pero no creyó tener tiempo suficiente para alejarse sin ser descubierto.
Mientras consideraba sus posibilidades, oyó a Roy salir de la furgoneta y cerrar las puertas. La oportunidad, si es que existió, se había esfumado.
Se revolvió un poco y miró por encima de su hombro. Vio las zapatillas de tenis blancas y rogó a Dios para que a Roy no se le ocurriera examinar el estrecho espacio situado debajo del vehículo.
Por increíble que pudiera parecer, sus oraciones fueron escuchadas. Roy se dirigió a la parte frontal de la camioneta, se detuvo, pareció mirar el cementerio de vehículos por todos lados y dijo:
—¿Dónde demonios…?
Estuvo allí de pie durante un rato mientras tamborileaba sus dedos contra la furgoneta y, seguidamente, empezó a alejarse en dirección norte, hasta que Colin ya no pudo ver sus zapatillas ni oír sus pisadas.
Durante mucho rato continuó allí tumbado, inmóvil. Logró reunir el valor suficiente para volver a respirar con normalidad, pero continuaba creyendo que sería sensato permanecer tan silencioso como le fuera posible.
Su situación había mejorado por lo menos en un aspecto: el aire que circulaba debajo de la camioneta no estaba tan viciado ni era tan desagradable como el que se respiraba en el Chevrolet. Podía percibir el olor a flores silvestres, la fragancia intensa de las varas de San José y el aroma polvoriento de la hierba seca.
Le picaba la nariz. Algo le hacía cosquillas.
Con horror se dio cuenta de que iba a estornudar. Apretó una mano contra el rostro, se pellizcó la nariz, pero no pudo contener lo inevitable. Se tapó la nariz como pudo y esperó temeroso a que Roy lo descubriera.
Pero no apareció. Era evidente que no estaba lo suficientemente cerca como para haberlo oído.
Estuvo otro par de minutos debajo de la camioneta para asegurarse y, luego, se deslizó afuera. No había ni rastro de Roy, pero podría estar agazapado en cualquiera de los miles de escondites de la oscuridad, esperando para atacar.
Con cautela se dirigió hacia el este a través del cementerio de maquinaria muerta. Corría agachado por los espacios abiertos, permanecía un rato escondido entre la chatarra hasta asegurarse de que en el siguiente trozo de terreno desprotegido estaría a salvo y salía corriendo a toda velocidad. Cuando se encontró a cincuenta o sesenta metros de la furgoneta de reparto donde había visto por última vez a Roy, giró hacia el norte, en dirección a la cabaña del Ermitaño Hobson.
Si al menos pudiera llegar hasta las bicicletas mientras Roy lo buscaba por otro lado, tendría la posibilidad de escapar. Podía estropearle la bicicleta —doblar una rueda o algo parecido— y alejarse en la suya con la seguridad de que no habría una persecución efectiva.
Alcanzó el borde del cementerio de chatarra y se acurrucó al lado de una camioneta destartalada mientras inspeccionaba los espacios sumamente oscuros que había alrededor de la cabaña de Hobson. Divisó las bicicletas al pie de los escalones hundidos del porche, una al lado de la otra, allí donde la hierba era corta y aún un poco verde, pero no fue directamente hacia ellas. Roy podía estar esperando a que regresara a aquel lugar; tal vez estaba oculto en aquellas sombras, al acecho, esperando para atacar. Escrutó atentamente cada uno de los lugares peligrosos, intentando descubrir algún movimiento o el destello de un rayo de luna errante sobre un contorno que no perteneciera a aquel lugar. Al cabo de un rato fue capaz de ver a través de la mayoría de escondrijos oscuros y de determinar que estaban deshabitados. Pero, en unas cuantas pequeñas zonas, la noche parecía retroceder como el lodo de un río; y aquellos espacios eran demasiado densos para que el ojo humano pudiera ver lo que contenían.
Finalmente, decidió que la posibilidad de escapar era más importante que el riesgo de ir hacia las bicicletas y convertirse en un blanco. Se levantó, se secó el sudor de la frente y se internó en aquella franja de unos veinte metros existente entre el cementerio de coches y la cabaña. Nada se movió en la oscuridad. Al principio, avanzó lentamente; luego, un poco más rápido, y corrió como alma que lleva el diablo los últimos diez metros que lo separaban de la cabaña.
Roy había encadenado las dos bicicletas juntas. Había utilizado su cadena y su candado de seguridad para atar una de las ruedas de la suya a una rueda de la otra bicicleta.
Colin estiró la cadena y con rabia tiró con fuerza del candado, pero todos sus esfuerzos fueron en vano: el objeto era pesado y robusto. No encontraba la manera de separar las bicicletas sin la combinación del candado de Roy. Y, por supuesto, no podía utilizarlas en tándem, incluso aunque la cadena estuviera lo suficientemente holgada para permitir que las bicicletas se sostuvieran sobre sus ruedas y avanzaran simultáneamente, lo cual no era el caso.
Cabizbajo, volvió corriendo a la camioneta para considerar sus posibilidades. En realidad sólo tenía dos. Podía intentar llegar a casa a pie, o podía continuar jugando con Roy al gato y al ratón por los infinitos pasillos del cementerio de automóviles.
Prefirió quedarse donde estaba. Lo que le convenció fue que, hasta ese momento, había sobrevivido. Si lograba resistir durante mucho tiempo, su madre informaría a la policía de su desaparición. Ella no llegaría a casa hasta la una o las dos de la madrugada, pero ya debía de ser más de medianoche. Apretó el botón de su reloj digital y se sorprendió al comprobar que era tan pronto: tan sólo las diez menos cuarto. Habría jurado que llevaba jugando al escondite por lo menos tres o cuatro horas. Bien, tal vez Weezy regresara a casa más temprano y, si él no estaba allí a medianoche, ella telefonearía a los padres de Roy y comprobaría que el otro muchacho tampoco estaba en casa. Como máximo, hacia la una llamarían a la poli. Empezarían a buscarlos inmediatamente y… Sí, pero ¿por dónde empezarían a buscar? No en el cementerio de coches, sino en la ciudad. Y en la playa. Luego, por las colinas cercanas. Y hasta el día siguiente a última hora de la tarde, o tal vez incluso hasta el jueves o el viernes, no llegarían a la cabaña del Ermitaño Hobson. Por mucho que deseara permanecer cerca de los miles de escondrijos de la cima de la colina cubierta de escombros, sabía que no podía estar esquivando a Roy durante cuarenta y ocho o treinta seis o ni siquiera veinticuatro horas. Ya podía considerarse suficientemente afortunado si lograba aguantar hasta que se hiciera de día.
Tendría que regresar a casa a pie. Por supuesto que no podía volver por el camino por el que habían ido, porque, si Roy sospechaba que se había marchado del cementerio e iba a por él, el peligro de encontrarse en un tramo solitario de la carretera sería demasiado grande. Una bicicleta hacía poco ruido o ninguno cuando rodaba por una superficie pavimentada, y Colin temió no oír llegar a Roy a tiempo para ocultarse. Iría a campo traviesa, bajaría la colina hasta la vía del tren, bordearía la vía hasta el lecho fluvial seco cercano a la calle Ranch y se dirigiría luego a Santa Leona. Aquella ruta resultaría más difícil que la otra, especialmente en la oscuridad, pero también podría acortar la distancia de unos trece kilómetros a once o incluso a algo más de nueve.
Para su pesar, era consciente de que su plan lo dictaba una consideración aterradora: la cobardía. Ocultarse. Correr. Ocultarse. Correr. Parecía ser incapaz de encontrar una alternativa a aquella manera de actuar y se sentía miserablemente inepto.
«Pues quédate aquí. Haz que se cambien las tornas».
«Ni soñarlo».
«Deja de huir. Ataca».
«Es una fantasía agradable, pero imposible».
«No lo es. Sé tú el agresor. Sorpréndelo».
«Él es más rápido y más fuerte que yo».
«Entonces, juega sucio. Tiéndele una trampa».
«Es demasiado listo para caer en una trampa que yo le pueda tender».
«¿Cómo puedes saberlo si no lo intentas?».
«Lo sé».
«¿Por qué?».
«Porque yo soy yo. Y él es Roy».
Colin finalizó rápidamente su diálogo interno porque era una pérdida de tiempo. Se conocía muy bien. Simplemente, en su interior carecía del poder o de la voluntad para cambiar. Antes de intentar convertirse en el gato, tendría que estar convencido que no había absolutamente ninguna posibilidad de seguir siendo el ratón.
Éste fue uno de esos momentos tristes y demasiado frecuentes en que sentía desprecio por sí mismo.
Deteniéndose cada pocos metros para inspeccionar el camino que tenía delante antes de emprenderlo, se arrastró de un coche a otro. Se dirigió sin vacilar hacia la colina desde la que Roy trató de empujar la camioneta Ford sobre el tren, porque por allí podía descender más fácilmente a la vía del tren. La noche estaba excesivamente silenciosa. Cada crujido de sus zapatos al contacto con la hierba quebradiza sonaba como un trueno y parecía que con seguridad atraería a Roy. No obstante, llegó al extremo del cementerio de chatarra sin ser descubierto.
El espacio abierto que se extendía ante él, entre el último de los coches y la cima de la colina, era de aproximadamente doce metros. En aquel momento le pareció como si midiera un kilómetro o más. La luna brillaba sin obstáculos de por medio y aquella zona de hierba recibía demasiada iluminación lechosa como para que atravesarla resultara viable. De encontrarse vigilada, sería localizado antes de que llegara a cubrir la cuarta parte de la distancia. Afortunadamente, durante la última hora, núcleos de nubes dispersos pero espesos habían llegado procedentes del océano. Cada vez que uno de los núcleos ocultaba la luna, la oscuridad resultante ofrecía una excelente cobertura. Colin esperó a uno de esos breves eclipses y, cuando una sombra cubrió la amplia franja de hierba, echó a correr, de puntillas tan silenciosamente como le fue posible y conteniendo la respiración, primero hasta el borde y, luego, hacia abajo.
La ladera de la colina era empinada, pero no tanto como para no poder practicar el descenso. Bajó rápidamente porque no podía hacerlo de otra forma; la fuerza de la gravedad era irresistible. Saltaba violentamente de un lado a otro, descontrolado, dando grandes pasos torpes, y a medio camino se encontró de repente sobre un desprendimiento de tierra. El terreno arenoso y seco cedió bajo sus pies. Durante un instante se mantuvo en pie como si hiciera surf sobre una ola, pero luego perdió el equilibrio, se cayó y bajó rodando los últimos seis metros. Se paró en medio de una nube de polvo, tumbado boca arriba junto a la vía del tren y con un brazo atravesado sobre la misma.
«Estúpido. Estúpido y torpe. Estúpido y torpe idiota».
¡Jo!
Permaneció allí inmóvil durante unos segundos, ligeramente encorvado, pero sorprendido de no sentir dolor alguno. Su orgullo estaba herido, por supuesto, pero nada más aparte de eso.
El polvo empezó a posarse.
Empezaba a incorporarse cuando oyó a Roy:
—¿Hermano de sangre?
Colin movió la cabeza incrédulo y miró a la izquierda, a la derecha y, luego, hacia arriba.
—Hermano de sangre, ¿eres tú?
La luna apareció por detrás de las nubes.
Con aquella pálida luz, divisó a Roy de pie en lo alto de los casi veinticinco metros de pendiente, su silueta recortada contra el firmamento, mirando hacia abajo.
«No puede verme», se dijo Colin. «Al menos no puede verme tan claramente como yo lo veo a él. Tiene el cielo detrás y yo estoy aquí en la sombra».
—Sí, eres tú —constató Roy.
Empezó a descender a toda velocidad por la ladera de la colina.
Colin se levantó, tropezó con la vía del tren y se internó apresuradamente en el terreno baldío que se extendía ante él.