El interior del Chevrolet apestaba. Se percibían varios olores nauseabundos bien diferenciados y Colin se podía imaginar la procedencia de algunos, aunque no de todos. Grasa vieja llena de óxido. Tapicería húmeda mezclada con moho. Una alfombra pudriéndose. Sin embargo, uno de los olores que era incapaz de identificar era el más penetrante de todos: una fragancia extraña similar al jamón cociéndose, tan pronto dulce como rancio. Le hizo preguntarse si en el coche no habría un animal muerto, una ardilla, un ratón o una rata en estado de descomposición, con guirnaldas de gusanos serpenteando a pocos centímetros en la impenetrable oscuridad. A veces, la imagen de un cadáver rezumante se le aparecía de una forma tan viva en su mente que le sobrevenían arcadas del asco que sentía, aunque sabía perfectamente que el ruido que hacía, por mínimo que fuera, podía atraer la atención de Roy.
Colin estaba tumbado en el asiento trasero enmohecido del Chevrolet, sobre el costado derecho, mirando al frente, con las rodillas un poco levantadas y los brazos contra el pecho, en posición fetal, asustado, sudando y, sin embargo, temblando, buscando seguridad en las sombras profundas, pero desasosegadamente consciente de que en un sitio así no se podía encontrar una seguridad verdadera. La ventanilla trasera del coche y las dos laterales de la parte de atrás se hallaban intactas, pero faltaban todos los cristales de delante. De vez en cuando, una brisa formaba remolinos en el interior del coche, pero no refrescaba el aire; solamente removía los olores hasta hacerlos más penetrantes, incluso más acres que antes. Colin escuchaba atentamente por si la brisa le llevaba algún sonido procedente de Roy, pero durante mucho rato el cementerio de coches se mantuvo en silencio.
Finalmente había caído la noche. En el horizonte de poniente se había borrado todo resto de sol. Un fragmento de la luna pendía a poca altura en el este, pero su luz no penetraba en el interior del automóvil.
Allí tumbado en la oscuridad, Colin no tenía nada que hacer aparte de pensar y no podía pensar en nada excepto en Roy. Ya no podía evitar enfrentarse a la verdad; aquello no era un juego. Roy era realmente un asesino. Habría empujado la camioneta por la pendiente, sobre eso no cabía ninguna duda. Habría hecho descarrilar el tren. Habría violado y asesinado a Sarah Callahan si Colin no hubiera encontrado fallos en su plan. Y pensó también que a él mismo le hubiera abierto la cabeza con el hierro si no se hubiera apartado a tiempo. De eso tampoco cabía ninguna duda. El juramento que hicieron al convertirse en hermanos de sangre ya no significaba nada. Quizá nunca significó nada. Supuso que incluso era posible que Roy hubiera matado a aquellos dos muchachos exactamente como aseguraba que lo había hecho: empujando a uno por el acantilado de Sandman’s Cove y rociando al otro con gasolina para luego prenderle fuego. Pero ¿por qué?
La verdad era evidente, pero no su origen. La verdad carecía de sentido para Colin y eso lo aterrorizaba. Todos los hechos estaban a la vista, sólo que aquellos hechos constituían el producto final de un largo proceso de fabricación y la maquinaria que los había creado no estaba a la vista.
Las preguntas se agolpaban en la mente de Colin. ¿Por qué quiere Roy matar gente? ¿Encuentra placer en hacerlo? ¿Qué clase de placer, por el amor de Dios? ¿Está loco? ¿Por qué no tiene aspecto de estar loco si lo está? ¿Por qué aparenta ser tan normal? Se hacía estas preguntas y cientos más de ellas, pero no encontraba respuestas para ninguna.
Siempre había supuesto que el mundo era sencillo y claro.
Le gustaba dividirlo en dos partes: las fuerzas del bien y las fuerzas del mal. De esa forma, cada acontecimiento, problema y solución poseían claramente un lado negro y un lado blanco, y así uno sabía siempre exactamente dónde se encontraba. Estaba absolutamente convencido de que el mundo real era como la tierra de El Señor de los anillos, con los buenos y los malos militando en dos bandos distintos. Pero, por mucho que lo intentara e independientemente del punto de vista desde el que lo considerara, el comportamiento de Roy durante el último mes no se podía etiquetar ni como completamente santo ni como completamente malvado. Roy poseía muchas cualidades que Colin envidiaba, admiraba y deseaba adquirir, sólo que también era un asesino a sangre fría. Roy no era negro, no era blanco, ni siquiera era gris; tenía cientos o, mejor dicho, miles de tonalidades de gris que se arremolinaban, se mezclaban y se intercalaban como mil columnas de humo. Colin no podía reconciliar su idea de la vida con el repentino descubrimiento de un ser como Roy. Las infinitas ramificaciones de la variable moralidad de Roy eran aterradoras. Significaba que Colin debería volver a reconsiderar todos los aspectos de su filosofía cómoda. Iba a tener que sacar a todas las personas de su vida de los casilleros en los que las tenía clasificadas. Tendría que juzgar otra vez a todos y cada uno de ellos de un modo más cuidadoso de lo que lo hiciera anteriormente, para luego colocarlos… ¿Colocarlos dónde? Si no existía un sistema de blanco o negro, tampoco había casilleros. Si no existía siempre una división clara entre el bien y el mal, no había un método fidedigno para etiquetar, archivar y olvidarse de las personas; y sería increíblemente difícil desenvolverse en la vida.
Por supuesto, Roy podía estar poseído.
Tan pronto como este pensamiento cruzó por su mente, supo que ésa era la respuesta y se aferró a ella con avidez. Si estaba poseído por un espíritu maligno, no era responsable de los actos monstruosos que cometía. Roy era bueno, pero el demonio que había en su interior era malo. ¡Sí! ¡Era eso! Así se explicaba la aparente contradicción. Poseído. Igual que la niña de El exorcista. O el chiquillo de La profecía. O quizá Roy estaba poseído por un extraterrestre, un ser de otro planeta, una entidad que hubiera viajado a la Tierra desde galaxias lejanas. Claro. Tenía que ser así. Ésa era una explicación mejor, más científica y menos supersticiosa que la primera. No un demonio, sino un extraterrestre malvado. Posiblemente fuera semejante a los malos de la vieja película de Don Siegel, La invasión de los ladrones de cuerpos. O, incluso más probablemente, la criatura que poseía a Roy era un parásito procedente de otra galaxia, como en aquella gran novela de Heinlein, Amos de títeres. Si ése fuera el caso, habría que actuar en seguida, sin perder ni un minuto, mientras aún existiera una posibilidad, por mínima que fuera, de salvar al mundo. En primer lugar, debía encontrar pruebas irrefutables de la invasión. Luego, tendría que utilizar aquellas pruebas para convencer a los demás de que existía un peligro actual y definido. Y, finalmente, habría de…
—¡Colin!
Aterrorizado, temblando, pegó un brinco y se incorporó. Durante un momento no pudo respirar, del susto que se había llevado.
—¡Eh, Colin!
El sonido de la voz de Roy llamándolo le hizo volver a la realidad.
—Colin, ¿me oyes?
No estaba cerca. Estaría por lo menos a cien metros de distancia. Y gritaba.
Colin se inclinó hacia el asiento delantero y miró a través del marco vacío del parabrisas, pero no logró ver nada.
—¡Colin, he cometido un error!
Colin esperó.
—¿Me oyes?
No contestó.
—¡He hecho algo muy estúpido!
Sacudió la cabeza. Sabía lo que vendría a continuación y se asombraba de que Roy intentara algo tan evidente.
—¡He llevado este juego demasiado lejos!
«No te servirá de nada. No me vas a convencer. Ahora ya no. Nunca más», pensó Colin.
—¡Supongo que te he asustado más de lo que me proponía! ¡Lo siento! ¡De verdad que lo siento!
—¡Jo! —dijo Colin en voz baja.
—¡De verdad que no quería hacer descarrilar el tren!
Colin se encogió aún más en el asiento, de lado y con las rodillas levantadas, en las profundidades de las sombras que apestaban a podredumbre.
Durante unos minutos, Roy prosiguió con más versos de su canto de sirena, pero, al comprender que Colin no caería en la trampa, fue incapaz de controlar su frustración y su voz se hizo más tensa con cada exhortación, claramente insincera. Por fin, explotó:
—¡Maldito imbécil! ¡Te encontraré! ¡Te atraparé! ¡Aplastaré tu jodida cabeza, hijo de puta! ¡Traidor!
Silencio.
El viento, por supuesto.
Y los grillos, y los sapos.
Pero Roy no decía ni pío.
La quietud era desconcertante. Colin hubiera preferido seguir oyendo a Roy maldecir, vociferar y armar escándalo por todo el cementerio de coches mientras lo buscaba, porque, al menos, así hubiera podido saber en qué lugar se hallaba su enemigo.
En tanto prestaba atención para oír a Roy, el hedor, algunas veces dulce y otras rancio, similar al del jamón, se hacía más intenso y Colin encontró una explicación macabra para ello. El Chevy había sufrido un terrible accidente: la parte frontal estaba aplastada y retorcida, el parabrisas había saltado y las dos puertas se hallaban dobladas, una hacia dentro y la otra hacia fuera, el volante se encontraba partido por la mitad, un semicírculo que terminaba en puntas dentadas. Tal vez (Colin teorizaba) el conductor hubiera perdido una mano en la colisión. Quizá la mano arrancada cayó al suelo. Quizá fue a parar de alguna manera debajo del asiento, a algún hueco adonde nadie alcanzaba o que ni tan siquiera se veía. Tal vez los de la ambulancia estuvieron buscando el miembro amputado, pero no lograron encontrarlo. El vehículo lo habrían remolcado hasta la propiedad del Ermitaño Hobson y la mano empezó a secarse y a pudrirse. Y, luego…, luego… ¡Oh, por Dios, había ocurrido lo mismo que en la narración de O’Henry, en la que un harapo manchado de sangre caía detrás de un radiador y, debido a unas condiciones químicas y de temperatura únicas, cobraba vida propia! Colin se estremeció. Eso era lo que había ocurrido con la mano. Lo intuía. Lo sabía. La mano empezó a descomponerse, pero la combinación del intenso calor estival y de los componentes químicos de la suciedad situada bajo el asiento causaron una transformación increíble y perversa en la carne muerta. El proceso de putrefacción estaba detenido, aunque sin dar marcha atrás, y la mano había adquirido una especie de vida misteriosa, una semivida malévola. Y, en aquel momento, él se hallaba en el coche, en la oscuridad, solo con aquella maldita cosa que sabía de su presencia allí. No podía ver ni oír ni oler, pero poseía conocimiento. Jaspeada de marrón, verde y negro, viscosa, cubierta de pústulas supurantes, la mano debía de estar saliendo de debajo del asiento delantero y arrastrándose por las planchas del suelo. Si él se atrevía a tantear el suelo se la encontraría, y aquello lo agarraría. Sus dedos fríos lo sujetarían como pinzas metálicas y…
«¡No, no, no! No puedo seguir con esto. ¿Qué demonios me pasa?», se dijo Colin a sí mismo.
Roy estaba rondando por allí, persiguiéndolo. Tenía que prestar atención a cualquier sonido que produjera y estar preparado. Debía concentrarse. Roy era el peligro real, no una mano imaginaria y separada de un cuerpo.
Como si se confirmara el aviso que Colin se acababa de dar, Roy empezó otra vez a hacer ruido. La puerta de un coche se cerró de golpe, no muy lejos de allí. Un momento después, se oyó el sonido de otra puerta oxidada que se abría de un tirón; chirrió cuando se rompió el precinto colocado por el tiempo. Tras unos segundos, aquella puerta también se cerró de golpe.
Roy estaba inspeccionando los vehículos.
Colin se sentó y levantó la cabeza.
Otra puerta oxidada se abrió con una protesta ruidosa.
Colin no podía ver nada importante a través del parabrisas desaparecido.
Se sentía enjaulado.
Atrapado.
Una tercera puerta se cerró de golpe.
Presa de pánico, Colin se deslizó hacia la izquierda, salió del asiento trasero, se inclinó sobre el delantero tanto como le fue posible y sacó la cabeza por la ventanilla del lado del conductor. El aire que le golpeó el rostro era fresco y olía a mar, aunque se hallaban a bastante distancia tierra adentro. Sus ojos se habían adaptado a la oscuridad y el fragmento de luna enviaba luz suficiente para permitirle ver hasta un radio de veinticinco o treinta metros.
Roy era una sombra entre las sombras, apenas visible cuatro coches más allá del Chevrolet en el que Colin se hallaba oculto. Abrió la puerta de otro vehículo destrozado, se apoyó en ella para inspeccionar el interior, salió un momento después y cerró la puerta de un golpe. Se encaminó al coche siguiente, cada vez más cerca del Chevrolet.
Colin regresó al asiento trasero y se deslizó rápidamente hacia la puerta de la derecha. Había entrado por la izquierda, pero allí es donde ahora se hallaba Roy.
Se cerró otra puerta con estrépito.
Roy estaba tan sólo a dos coches.
Colin agarró la manilla y se dio cuenta de que no sabía si esa puerta funcionaba. Solamente había usado la de la izquierda. ¿Qué pasaría si estaba atascada y hacía mucho ruido, pero no se abría? Roy se acercaría rápidamente y lo atraparía allí dentro.
Vaciló, se humedeció los labios.
Tuvo la sensación de que necesitaba orinar.
Apretó las piernas.
La sensación seguía allí y, en realidad, iba a más: un dolor ardiente en la ingle.
«Por favor, Dios mío, no me hagas tener que mear. Aquí no. Ahora no. ¡No es el maldito lugar adecuado para eso!».
Otro estrépito.
Roy estaba en el coche de al lado.
No había tiempo para preocuparse de si la puerta de la derecha funcionaba o no. No le quedaba más elección que tratar de abrirla y correr el riesgo. Probó la manilla. Se movió. Inspiró profundamente, casi se ahogó con aquel aire rancio y abrió de par en par la puerta con un empujón. Hizo una mueca al oír el fuerte crujido que hizo al abrirse, pero dio gracias a Dios de que hubiera funcionado.
Frenético, con movimientos torpes, salió disparado del Chevrolet, sin esforzarse en absoluto en permanecer en silencio, una vez que la puerta lo había traicionado. Dio dos pasos, tropezó con un silenciador, se cayó de rodillas, se levantó de nuevo como si llevara un resorte en los pies y salió como un rayo para perderse en la oscuridad.
—¡Eh! —gritó Roy desde el otro extremo del vehículo. El repentino movimiento estruendoso lo había pillado por sorpresa—. ¡Eh, espera un momento!