Cuando se dio cuenta de que el vehículo se estaba moviendo, Colin dio un salto atrás, sorprendido.
La camioneta se detuvo con un chirrido agudo.
—¿Por qué has hecho eso? —se irritó Roy—. ¡Ya se movía, por el amor de Dios! ¿Por qué has parado?
Colin lo miró a través de la cabina abierta.
—De acuerdo. Dímelo. ¿En qué consiste el truco?
Roy estaba enfadado realmente. Su tono de voz sonó duro y lleno de frialdad. Puso énfasis en cada palabra:
—A… ver… si… te… metes… esto… en… la… cabeza. ¡No… hay… ningún… truco!
Se miraron a la luz nebulosa del crepúsculo, que se desvanecía rápidamente.
—¿Eres mi hermano de sangre? —exigió Roy.
—Claro.
—¿No estamos tú y yo unidos contra el mundo?
—Sí.
—¿Y no es verdad que los hermanos de sangre hacen cualquier cosa el uno por el otro?
—Casi cualquier cosa.
—¡Cualquier cosa! ¡Tiene que ser cualquier cosa! No tiene que haber condiciones, dudas ni peros. No cuando dos personas son hermanos de sangre. ¿Eres mi hermano de sangre, sí o no?
—¿No te he dicho ya que sí?
—¡Entonces empuja, maldita sea!
—Roy, esto ya ha ido suficientemente lejos.
—No habrá ido lo suficientemente lejos hasta que haya traspasado el borde de la colina.
—Esta broma podría llegar a ser peligrosa.
—¿Es que tienes el cerebro de cemento?
—Accidentalmente podríamos hacer que descarrilara el tren.
—No sería un accidente. ¡Empuja!
—Tú ganas. Me doy por vencido. No voy a empujar la camioneta ni voy a ayudarte a ti a nada. Has ganado el juego, Roy.
—¿Qué cojones me estás haciendo?
—Lo único que quiero es largarme de aquí.
La voz de Roy se volvió tensa, casi histérica. Sus ojos tenían un aspecto salvaje. Le dirigió a Colin una mirada furibunda a través de la camioneta.
—¿Me estás volviendo la espalda?
—Por supuesto que no.
—¿Me estás traicionando?
—Mira, yo…
—¿Tú también eres un hipócrita? ¿Eres exactamente de la misma calaña que los otros malditos tramposos, los que te apuñalan por la espalda y los mentirosos?
—Roy…
—Todo lo que me has dicho no ha sido más que una burda mentira, ¿no es así?
En la distancia, el silbido de un tren perforó el crepúsculo.
—¡Ahí está! —exclamó Roy, frenético—. El maquinista siempre toca el silbato cuando atraviesa la carretera de Ranch. Solamente nos quedan tres minutos. Ayúdame.
Incluso a la debilitada luz púrpura anaranjada, Colin pudo ver claramente la ira en el rostro de Roy, la locura en aquellos ojos azules tan intensos. Se sintió totalmente aturdido. Retrocedió otro paso y se alejó de la camioneta.
—¡Hijo de puta! —exclamó Roy.
Intentó empujar el Ford él solo.
Colin recordó el comportamiento de Roy en el garaje cuando jugaban con los trenes del señor Borden. Cómo, con una mirada feroz similar, los hacía descarrilar. Cómo miraba a través de las ventanas de los vagones de juguete descarrilados. Cómo se imaginaba que veía cadáveres de verdad, sangre de verdad, una tragedia de verdad y, de alguna manera, disfrutaba con aquellas fantasías enfermizas.
Esto no era un juego.
Nunca había sido un juego.
Empujando, descansando, empujando, descansando, manteniendo un ritmo fuerte y rápido, Roy movió la camioneta hasta que de repente consiguió inercia. El vehículo se movió.
—¡No! —gritó Colin.
La gravedad sirvió de ayuda otra vez. Las ruedas empezaron a girar lentamente, a duras penas. Se oyeron chasquidos y chirridos. Los bordes metálicos de las ruedas rechinaban intensamente al contacto con los gruesos carriles acanalados. Pero giraban.
Colin dio la vuelta a la camioneta a toda prisa, agarró a Roy y lo apartó de allí.
—¡Eres un gilipollas!
—¡Roy, no puedes hacerlo!
—¡Déjame en paz!
Se soltó con un violento tirón, empujó a Colin hacia atrás y volvió a la camioneta.
Esta había dejado de moverse en el momento en que Roy se apartó. La pendiente no era lo suficientemente pronunciada como para que pudiera deslizarse por allí sin ayuda.
Roy movió de nuevo el vehículo.
—No puedes matar a toda esa gente.
—Mírame y lo verás.
Esta vez, la camioneta se movió más fácilmente que antes. O quizá Roy en su ataque de locura desplegó más fuerza. En pocos segundos, empezó a rodar.
Colin saltó encima de él y lo apartó.
Furioso, mascullando palabrotas, Roy se volvió y le propinó dos puñetazos en el estómago.
Colin se dobló al recibir los golpes. Soltó a Roy, hizo ademán de vomitar, se inclinó hacia delante, se hundió, se tambaleo hacia atrás y finalmente se desplomó. El dolor era insoportable. Se sentía como si los puños de Roy lo hubieran atravesado y le hubieran hecho dos grandes agujeros. No podía recuperar el aliento.
Se le habían caído las gafas. Solamente podía distinguir los contornos borrosos del cementerio de chatarra. Tosiendo, ahogándose, todavía luchando por recobrar el aliento, tocó la hierba que había a su alrededor, ansioso por recuperar la visión.
Roy gruñó y entre dientes refunfuñó algo para sí mismo, mientras trataba de mover la camioneta.
De repente, Colin percibió otro sonido: un traqueteo uniforme.
El tren.
A lo lejos. Pero no demasiado.
Acercándose.
Encontró las gafas y se las puso. A través de las lágrimas vio que la camioneta se hallaba todavía a algo más de seis metros del borde y que Roy acababa de empezar a moverla otra vez.
Trató de levantarse. Cuando logró ponerse de rodillas sintió una oleada de dolor insoportable que le atravesó los intestinos y lo paralizó.
El vehículo ya no estaba a más de seis metros del borde de la colina; avanzaba lentamente, lentamente, pero sin detenerse.
Por el sonido del tren era evidente que éste había llegado a la curva del angosto valle.
La camioneta se hallaba a cinco metros y medio del borde.
A cinco.
A cuatro y medio.
A cuatro.
Entonces se salió del carril acanalado, sus ruedas se clavaron en la tierra seca y se paró en seco. Si alguien hubiera empujado desde ambos lados, si la fuerza se hubiera aplicado de forma uniforme, la camioneta no se habría desviado de las dos tiras gemelas de metal. Pero, puesto que toda la fuerza se ejercía sobre el lado izquierdo, el resultado fue que giró inexorablemente hacia la derecha, y Roy no movió el volante lo suficientemente rápido para poder corregir la dirección.
Colin se agarró a la manilla de la puerta de un Dodge destartalado que había a su lado y consiguió levantarse. Le temblaban las piernas.
El estrépito de los raíles llenó la noche: un rugido cacofónico semejante a una orquesta de maquinaria afinando sus instrumentos.
Roy corrió hasta el borde de la colina. Miró abajo, hacia el lugar donde se hallaba el tren que Colin no podía ver.
En menos de un minuto, el sonido del tren de pasajeros fue disminuyendo en intensidad. El vagón de cola estaba tomando la curva, dirigiéndose a toda velocidad hacia San Francisco.
Los ruiditos de la noche que ya se avecinaba avanzaron por la cima de la colina. Durante un rato, Colin había estado demasiado estupefacto para poder oír nada. Pero poco a poco empezó una vez más a percibir el sonido de los grillos, los sapos, la brisa entre los árboles y los latidos de su corazón.
Roy dio un grito. Miraba a la vía del tren, ya vacía; alzó los puños al cielo y emitió un alarido semejante al de un animal agonizante. Se volvió y empezó a caminar en dirección a Colin.
Sólo los separaban unos diez metros de campo abierto.
—Roy, tenía que hacerlo.
—Te odio.
—No es verdad.
—Eres como todos los demás.
—Roy, habrías ido a la cárcel.
—Te mataré.
—Pero, Roy…
—¡Eres un jodido traidor!
Colin echó a correr.