CAPÍTULO 21

Weezy no podía quedarse en casa el martes por la noche porque tenía una cena de negocios con un socio. Le dio dinero a su hijo para que cenara otra vez en el Café de Charlie, y Colin invitó a Roy a que fuera con él.

Después de comerse las hamburguesas con queso y beberse los batidos, Colin dijo:

—¿Quieres ver una película?

—¿Dónde?

—En la televisión dan una buena.

—¿Cuál es?

—La sombra de Drácula.

—¿Por qué quieres ver una porquería como ésa?

—No es una porquería. Ha tenido buenas críticas.

—Los vampiros no existen.

—Tal vez no. O tal vez sí.

—Ni tal vez ni nada. Seguro que no. Los vampiros… no son más que una chorrada.

—Pero sirven para las películas de terror.

—Son un aburrimiento.

—¿Por qué no le das una oportunidad?

—¿Cómo puede asustarte algo que no existe? —dijo Roy, a la vez que suspiraba y movía la cabeza.

—Lo que debes hacer es utilizar tu imaginación.

—¿Por qué tengo que imaginarme cosas espeluznantes cuando existen tantas cosas reales a las que temer?

Colin se encogió de hombros.

—Vale. Así que no quieres ver esa película.

—Además, ya tengo planeado algo para después.

—¿El qué?

—Ya lo verás —contestó Roy, dirigiéndole una mirada maliciosa.

—No te hagas el misterioso. Dímelo.

—En su momento.

—¿Cuándo será eso?

—Oh…, a las ocho.

—¿Qué haremos hasta entonces?

Circularon por la Avenida Central hasta el pequeño puerto comercial, encadenaron las bicicletas en un aparcamiento y se dispusieron a explorar el laberinto de tiendas y los lugares de diversión que había frente al mar. Pasearon entre una multitud de turistas ruidosos, buscando chicas guapas en pantalones cortos o en biquini.

Por encima de la bahía, las gaviotas se elevaban y descendían en picado. Emitían grititos penetrantes y melancólicos y volaban a toda velocidad arriba y abajo, de un lado a otro, como si estuvieran cosiendo el firmamento con la tierra y el agua.

Colin pensaba que el puerto era hermoso. El sol de poniente brillaba por entre las nubes blancas y dispersas y parecía yacer sobre el agua en forma de centellantes charcos de bronce.

Siete barquitos navegaban en formación, serpenteando a través de las aguas protegidas hacia mar abierto. El atardecer estaba envuelto en aquella luz extraña de California, totalmente clara, pero que al mismo tiempo parece poseer una solidez considerable, como si se contemplara el mundo a través de innumerables láminas de un cristal valioso y muy bien abrillantado.

En aquel momento, el puerto daba la impresión de ser el lugar de la tierra más seguro y acogedor y, sin embargo, Colin tenía la desgracia de ser capaz de imaginarse cómo empeoraría el panorama al cabo de una o dos horas. En su mente lo veía de noche: sin gente, con las tiendas cerradas y ninguna luz, excepto aquellas que provenían de unas pocas farolas del embarcadero. Más tarde, el único sonido que se oiría sería la voz de la noche: el choque continuo de las olas contra los pilares oscuros del embarcadero, el crujir de los barcos amarrados en el puerto, el siniestro aleteo de las gaviotas acomodándose para dormir y la siempre presente corriente subterránea de susurros demoníacos que la mayoría de la gente era incapaz de oír. Sabía que el mal aparecería furtivamente al extinguirse la luz. Bajo las sombras solitarias, algo monstruoso surgiría de las aguas y raptaría al transeúnte incauto; algo viscoso y cubierto de escamas, algo con un terrible apetito insaciable, algo con dientes afilados como cuchillas y poderosas fauces capaces de desgarrar a un hombre.

Incapaz de apartar de su mente aquella imagen de película de terror, comprendió de repente que ya no podía disfrutar de la belleza que lo rodeaba. Era como si estuviera contemplando a una chica guapa y, contra su voluntad, viera dentro de ella al cadáver en estado de putrefacción en que finalmente se convertiría.

Algunas veces se preguntaba si no estaría loco.

Algunas veces sentía odio hacia sí mismo.

—Son las ocho —dijo Roy.

—¿Adonde vamos?

—Tú sígueme.

Con Roy haciendo de guía, fueron en bicicleta hasta el extremo este de la Avenida Central y continuaron luego en dirección este por la calle de Santa Leona. En las colinas de las afueras de la ciudad giraron por un camino de tierra estrecho, descendieron por el flanco de un pequeño valle poco profundo y subieron por el otro flanco. A ambos lados del camino polvoriento había flores silvestres que brillaban como llamaradas azules y rojas entre la hierba alta y seca.

Era casi la hora de ponerse el sol y, en un lugar tan próximo al mar, el crepúsculo duraba unos quince minutos. Pronto la noche se apoderaría rápidamente de la tierra. Fueran donde fueran, tendrían que regresar de noche. Y eso a Colin no le gustaba nada.

Una vez estuvieron de nuevo en terreno elevado, tomaron una curva situada en la sombra proyectada por varios eucaliptos. La tierra finalizaba a menos de cincuenta metros de la curva, en medio de un cementerio de automóviles.

—Ésta es la casa del Ermitaño Hobson —dijo Roy.

—¿Quién es?

—Alguien que vivía aquí.

Un edificio de una planta, construido con tablas de madera y que se asemejaba más a una cabaña que a una casa, dominaba unos doscientos o más automóviles que se iban deteriorando progresivamente, desparramados por unas cuantas hectáreas de tierra sobre la cima de una colina cubierta de hierba.

Dejaron las bicicletas delante de la cabaña.

—¿Por qué lo llaman Ermitaño? —preguntó Colin.

—Porque eso es lo que era. Vivía aquí completamente solo y no le gustaba la gente.

Un lagarto verdiazul, de unos diez centímetros de largo, reptó hacia un escalón hundido del porche de la cabaña y, al llegar a la mitad, se quedó inmóvil, haciendo girar uno de sus ojos lechosos en dirección a los muchachos.

—¿Para qué están ahí todos esos coches? —preguntó Colin.

—Cuando se vino a vivir aquí, eran su medio de vida. Compraba coches que habían sufrido accidentes muy graves y vendía las piezas por separado.

—¿Puede uno ganarse la vida de esa forma?

—Bueno, él se conformaba con poca cosa.

—Eso está a la vista.

El lagarto salió reptando del escalón y se colocó sobre un pedazo de tierra seca y dura. Seguía vigilándolos.

—Un tiempo después —prosiguió Roy—, el viejo Ermitaño Hobson heredó algún dinero.

—¿Se hizo rico?

—No. Obtuvo solamente lo suficiente para poder seguir viviendo aquí sin tener que dedicarse a vender piezas sueltas. A partir de entonces sólo veía a otra gente una vez al mes, cuando iba a la ciudad en busca de provisiones.

El lagarto volvió a deslizarse hacia el escalón y se quedó nuevamente inmóvil, esta vez sin mirarlos.

Roy se movió con rapidez. Los ojos del lagarto miraron atrás, a los lados y adelante, por lo que vio que Roy se le aceraba. De todos modos, Roy lo agarró por la cola, lo levantó y le pisoteó la cabeza con fuerza.

Colin se volvió hacia otro lado con repugnancia.

—¿Por qué diablos has hecho eso?

—¿Lo has oído crujir?

—¿Qué sentido tenía?

—Ha sido un bombazo.

—¡Jo!

Roy se limpió el zapato en la hierba.

Colin se aclaró la garganta y preguntó:

—¿Dónde está ahora el Ermitaño Hobson?

—Muerto.

Colin miró a Roy con suspicacia.

—Supongo que estás tratando de hacerme creer que también lo mataste tú.

—Nada de eso. Fue de muerte natural. Hace cuatro meses.

—Entonces, ¿por qué estamos aquí?

—Para hacer descarrilar el tren.

—¿Qué?

—Ven a ver lo que he hecho.

Roy se dirigió hacia los automóviles oxidados.

Después de un momento, Colin lo siguió.

—Dentro de poco oscurecerá —comentó.

—Eso es bueno. Nos ayudará a cubrir nuestra huida.

—¿Nuestra huida de qué?

—De la escena del crimen.

—¿Qué crimen?

—Ya te lo he dicho. El descarrilamiento del tren.

—¿De qué estás hablando?

Roy no contestó.

Caminaron a través de la hierba que les llegaba hasta la rodilla. Cerca del cementerio de chatarra, allí donde no podía llegar una máquina podadora y donde el Ermitaño Hobson nunca la había recortado, la hierba era mucho más alta y más espesa que en cualquier otro lugar.

La cima de la colina terminaba en una punta redondeada que, en cierto modo, se parecía mucho a la proa de un barco. Roy se hallaba de pie en el borde del declive, mirando hacia abajo.

—Ahí es donde ocurrirá.

A unos veinticinco metros por debajo, las vías del ferrocarril formaban una curva alrededor de la proa de la colina.

—Lo haremos descarrilar en la curva. —Señaló las dos tiras de gruesa chapa metálica acanalada que partían en paralelo de la vía, seguían hacia arriba de la pendiente y pasaban por encima de la cima de la colina—. Hobson era un auténtico ladrón. Encontré cincuenta de esas láminas de metro ochenta apiladas en grandes montones detrás de su choza. Fue realmente una suerte cojonuda. Sin ellas no hubiera podido montar esto.

—¿Para qué son?

—Para la camioneta.

—¿Qué camioneta?

—Mira allí.

Una desvencijada camioneta Ford, de cuatro años de antigüedad estaba situada aproximadamente a unos diez metros de la pendiente. Las láminas acanaladas conducían hasta allí y pasaban por debajo de ella. La camioneta no tenía neumáticos, y sus ruedas oxidadas descansaban sobre la chapa metálica.

Colin se puso en cuclillas junto a la camioneta.

—¿Cómo conseguiste colocar estos paneles ondulados aquí debajo?

—Levanté las ruedas de una en una con un gato que encontré en uno de esos cacharros.

—¿Por qué te tomaste tantas molestias?

—Porque no podemos empujar la camioneta por terreno liso. Las ruedas se hundirían en la tierra y se pararía.

Colin dirigió su mirada de la camioneta a la cima de la colina.

—Vamos a aclarar esto. A ver si lo entiendo. Quieres empujar la camioneta por este carril que has construido y hacer que ruede por la pendiente y que choque con el tren.

—Sí. —Colin suspiró—. ¿Qué es lo que pasa?

—Otro maldito juego.

—No es ningún juego.

—Me imagino que tengo que hacer lo mismo que con el plan de Sarah Callahan. Quieres que te demuestre los fallos que tiene para poder tener una excusa y rajarte.

—¿Qué fallos? —replicó Roy desafiante.

—En primer lugar, un tren es demasiado grande y pesado para que una pequeña camioneta como ésta pueda hacerlo descarrilar.

—No si lo hacemos correctamente. Si cronometramos el tiempo con extrema exactitud, si la camioneta desciende por la pendiente justo en el momento en que el tren toma la curva, el maquinista frenará. Si intenta detenerse en una curva cerrada como ésa, el tren empezará a tambalearse como un loco. Y, entonces, cuando la camioneta lo golpee, saldrá disparado de los raíles.

—No creo que ocurra eso.

—Estás equivocado. Hay muchas posibilidades de que suceda como yo digo.

—No.

—Vale la pena intentarlo. Aunque el tren no descarrile, se llevarán un susto de muerte. En cualquier caso será un bombazo.

—Hay algo más en lo que no has pensado. Esta camioneta lleva aquí un par de años. Las ruedas están oxidadas. Por muy fuerte que empujemos, no rodará.

—Te equivocas de nuevo —dijo Roy, con alegría—. Ya he pensado en eso. No ha llovido tanto en los últimos años. En realidad no están muy oxidadas. Tuve que pasarme unos días haciendo arreglos en la camioneta, pero te aseguro que rodará.

En ese momento, Colin vio por primera vez unas manchas aceitosas y oscuras en la rueda situada junto a él. Alargó la mano para tocar la parte de atrás y descubrió que había sido lubrificada recientemente y en exceso. Cuando retiró la mano, la tenía toda manchada de grasa.

Roy sonrió ampliamente.

—¿Ves algún otro fallo en el plan?

Colin se limpió la mano en la hierba y se puso de pie. Roy también se levantó.

—¿Y bien?

El sol acababa de ponerse. El cielo de poniente estaba dorado.

—¿Cuándo has pensado hacerlo? —preguntó Colin.

Roy consultó su reloj de pulsera.

—Dentro de seis o siete minutos.

—¿Pasará un tren en ese momento?

—Seis días a la semana, a esta hora, pasa por aquí un tren de pasajeros. He hecho algunas comprobaciones. Sale de San Diego, se detiene en Los Ángeles, continúa hacia San Francisco y, luego, hacia Seattle antes de iniciar el regreso. He estado sentado muchas noches en esta colina observándolo. Va rápido de verdad. Es un expreso.

—Has dicho que había que cronometrar el tiempo con mucha exactitud.

—Y así lo haremos. Resultará perfecto. O casi.

—Sin embargo, por muy cuidadosamente que lo hayas planeado, no puedes esperar que el ferrocarril coopere. Quiero decir que los trenes no siempre pasan a la hora.

—Éste suele hacerlo —replicó Roy, muy seguro de sí mismo—. Además, eso no es demasiado importante. Todo lo que tenemos que hacer es aproximar la camioneta al borde y esperar hasta que el tren esté lo más cerca posible. Cuando veamos llegar la locomotora, le daremos un pequeño empujón a la camioneta, le haremos traspasar el borde y, luego, se irá sólita hacia abajo.

Colin se mordió el labio y frunció el ceño.

—Sé que lo has planeado de forma que no funcione.

—Estás en un error. Quiero que funcione.

—Es un juego. Existe un fallo muy grande en el plan, y esperas que yo lo encuentre.

—No hay fallos.

—Debe de habérseme escapado algo.

—No se te ha escapado nada.

Cada una de las ruedas delanteras estropeadas de la camioneta estaba bloqueada con una cuña de madera. Roy las quito y las dejó a un lado.

—¿Dónde está el truco? —preguntó Colin.

—Tenemos que ponernos en movimiento.

—Tiene que haber un truco.

—No nos queda mucho tiempo.

Faltaban las dos puertas de la camioneta, tal vez a resultas de la colisión o tal vez porque el Ermitaño Hobson las había quitado. Roy se dirigió al lado abierto del conductor, introdujo allí la mano derecha y la colocó en el volante. Seguidamente, puso la mano izquierda sobre el marco de la puerta, dispuesto a empujar.

—Roy, ¿por qué no lo dejas ya? Sé que tiene que haber un truco.

—Ponte en el otro lado y ayúdame.

Todavía tratando de encontrar el fallo, todavía preguntándose qué se le podía haber pasado por alto, todavía con la certeza de que era víctima de una broma de Roy muy bien preparada, Colin dio la vuelta a la camioneta y se colocó en el otro lateral abierto.

Roy lo observaba a través de la camioneta.

—Coloca las dos manos sobre el marco de la puerta y empuja.

Colin hizo lo que Roy le dijo y éste empujó desde el otro lado. El vehículo no se movió.

—¿En qué consiste el truco?

—Ha estado aquí sin moverse durante un tiempo —se justificó Roy—. Se ha hundido un poco en la tierra.

—¡Ahhh! Y, por supuesto, no tenemos la fuerza suficiente para sacarla de ahí.

—Claro que la tenemos. Empuja con la espalda.

Colin hizo un esfuerzo.

—¡Más fuerte! —ordenó Roy.

«No podrá salir de esta hondonada. Y él lo sabe. Lo tenía planeado así», pensó Colin.

—¡Empuja!

El terreno no era plano, descendía ligeramente hacia el borde de la colina.

—¡Más fuerte!

La tierra firme y reseca por el sol los ayudó, las cintas de metal acanalado los ayudaron.

—¡Más fuerte!

La grasa recién aplicada los ayudó.

—¡Más fuerte!

Pero principalmente el terreno, que formaba una ligera pendiente, y la gravedad los ayudaron. La camioneta se movió.