CAPÍTULO 19

El lunes a primera hora de la tarde, Colin estaba sentado en el escritorio de su cuarto, juntando las piezas de la maqueta de plástico de Lon Chaney en representación del Fantasma de la Ópera. Cuando sonó el teléfono, tuvo que correr hasta la habitación de su madre para contestar, ya que no tenía supletorio en su habitación.

Era Roy.

—Colin, tienes que venir ahora mismo.

—¿Adónde?

—A mi casa.

Miró la hora en el reloj digital de la mesita de noche: la una y cinco.

—Se supone que hemos quedado a las dos —dijo.

—Ya lo sé. Pero tienes que venir ahora mismo.

—¿Por qué?

—Mis padres no están en casa y hay algo aquí que es absolutamente imprescindible que veas. No puedo decirte nada por teléfono. Tienes que venir ahora a mi casa, tan rápido como puedas. ¡Date prisa!

Colgó.

«El juego continúa», pensó Colin.

Diez minutos después, llamaba al timbre de la casa de los Borden.

Roy abrió. Estaba sonrojado y excitado.

—¿Qué pasa? —preguntó Colin.

Roy lo empujo hacia el interior de la casa y cerró la puerta de golpe. Estaban en el vestíbulo. La inmaculada sala de estar se extendía ante ellos; las cortinas de color verde esmeralda filtraban el sol y llenaban la habitación de una luz fría que produjo en Colin la sensación de encontrarse a mucha profundidad bajo el mar.

—Quiero que le eches un vistazo a Sarah —dijo Roy.

—¿A quién?

—Ya te hablé de ella el viernes por la noche, cuando estábamos en los escalones de la empalizada de la playa, justo antes de separarnos. Es la chica que yo te decía, esa que está tan buena que podría aparecer en una película porno, la que creo que nos podríamos tirar. Colin pestañeó.

—¿La has traído aquí?

—No exactamente. Vamos arriba. Ya verás.

Colin nunca hasta entonces había estado en el dormitorio de Roy y le sorprendió lo que vio. No parecía la habitación de un muchacho; de hecho, tampoco parecía la de un adulto. La pelusa de la alfombra estaba levantada hacia arriba, como si alguien hubiera pasado el aspirador por encima pocos minutos antes. Los muebles de madera de pino oscuro estaban perfectamente pulidos; no se apreciaba ni una desportilladura ni un arañazo y Colin vio su propio reflejo en ellos. Nada de polvo. Nada de mugre. Ninguna huella alrededor del interruptor de la luz. La cama estaba hecha cuidadosamente, con las líneas tan rectas y las esquinas tan tensas como las de una litera en un cuartel del ejército. Aparte de los muebles, había un gran diccionario rojo y los volúmenes uniformes de una enciclopedia. Pero nada más. Nada en absoluto. Sin cachivaches, sin aviones de juguete, sin tebeos, sin elementos deportivos; nada que demostrara que Roy tuviera afición por algo o siquiera algún interés humano normal. Estaba claro que la habitación era un espejo de la personalidad de la señora Borden y no de la de su hijo. A los ojos de Colin, lo más extraño de ese lugar era la total ausencia de decoración sobre las paredes. Ningún cuadro. Ninguna fotografía. Ningún cartel. En el vestíbulo de abajo, en la sala de estar y en la pared a lo largo de las escaleras, había un par de óleos, una acuarela y unos cuantos grabados baratos, pero en el dormitorio de Roy las paredes estaban desnudas y pintadas de blanco. Colin se sintió como si estuviera en la celda de un monje.

Roy lo condujo hasta una ventana.

A no más de quince metros de distancia, en el patio trasero de la casa de al lado, una mujer tomaba el sol. Llevaba un biquini blanco y estaba acostada sobre una toalla de playa de color rojo, extendida sobre una hamaca. Encima de los ojos tenía unos algodones para protegerse del sol.

—Está buenísima —comentó Roy.

Tenía los brazos a los lados y las palmas de las manos hacia arriba, como si estuviera suplicando algo. Estaba bronceada y su cuerpo era esbelto y bien proporcionado.

—¿Es Sarah? —preguntó Colin.

—Sarah Callahan. Vive aquí al lado. —Recogió unos prismáticos que estaban en el suelo bajo la ventana—. Toma. Mírala de cerca.

—¿Y si me ve?

—No te verá.

Se llevó los prismáticos a los ojos, los enfocó y localizó a la mujer. Si ella hubiera estado verdaderamente tan cerca como de repente lo parecía, habría sentido el aliento de Colin sobre su piel.

Era hermosa. Incluso inmóvil como estaba, sus rasgos prometían una gran sensualidad. Tenía los labios carnosos y rojos, y se los humedeció con la lengua una vez mientras Colin la estaba observando.

Una extraña sensación de poder lo envolvió. En su mente se veía tocando y acariciando a Sarah Callahan, pero en la realidad ella no se daba cuenta. Los prismáticos eran sus labios, su lengua y sus dedos, que la acariciaban y la saboreaban, la exploraban y violaban subrepticiamente la santidad de su cuerpo. Colin experimentó una ligera sinestesia: por arte de magia, sus ojos parecían poseer otros sentidos además de la vista. Con los ojos olía el cabello abundante, fresco y dorado. Con los ojos sentía la textura de la piel, la elasticidad de la carne, la suave redondez del busto y el calor húmedo en el punto de unión de los muslos. Con sus ojos, Colin besó aquel vientre plano y saboreó las gotas saladas de sudor que envolvían a la mujer como un cinturón enjoyado. Durante un momento, sintió que podía hacer con ella todo lo que se le antojara, pues poseía una inmunidad absoluta. Era el hombre invisible.

—¿Qué te parecería meterte dentro de sus bragas? —preguntó Roy. Colin bajó los prismáticos—. ¿La deseas?

—¿Y quién no?

—Podemos tenerla.

—Estás soñando despierto.

—Su marido trabaja todo el día.

—¿Y qué?

—Que ella está más o menos sola la mayor parte del tiempo.

—¿Qué quieres decir con eso de más o menos?

—Tiene un crío de cinco años.

—Entonces no está sola del todo.

—El niño no nos causará ningún problema.

Colin sabía que Roy volvía a jugar al mismo juego, y esta vez decidió seguirle la corriente.

—¿Cuál es tu plan?

—Vamos allí y llamamos a la puerta. Ella me conoce. Nos abrirá la puerta.

—¿Y después?

—Tú y yo podemos con ella. La empujamos adentro y la tiramos al suelo. Yo le pongo un cuchillo en la garganta.

—Se pondrá a gritar.

—No si tiene un cuchillo en la garganta.

—Creerá que estás tirándote un farol.

—Si lo hace —replicó Roy—, le haré un pequeño corte para demostrarle que vamos en serio.

—¿Y qué haremos con el niño?

—Yo tendré a Sarah bajo control, así que tú estarás libre para agarrar al mocoso y atarlo.

—¿Con qué lo ataré?

—Llevaremos un poco de cuerda de tender la ropa.

—Después de que lo haya quitado de en medio, ¿qué pasará?

Roy sonrió.

—Entonces la desnudaremos, la ataremos a la cama y nos la tiraremos.

—¿Y tú crees que no va a contarle a nadie lo que hemos hecho?

—Oh, por supuesto, cuando hayamos terminado con ella tendremos que matarla.

—¿Y también al niño?

—Es un mocoso estúpido. Lo que más me gustaría de todo sería cargármelo.

—No es una buena idea. Olvídalo.

—Ayer me desafiaste a que matara a alguien. Y ahora la idea te da miedo.

—Mira quién habla.

—¿Qué quieres decir?

Colin suspiró.

—Te has protegido exponiendo un plan que no tiene posibilidad alguna de funcionar. Tú suponías que yo lo desbarataría y así podrías decir: bueno, yo quería probar que podía matar a alguien, peto Colin se rajó.

—¿Qué tiene de malo mi plan?

—En primer lugar, eres el vecino de al lado.

—¿Y qué?

—La poli sospecharía de ti inmediatamente.

—¿De mí? No soy más que un chico de catorce años.

—Lo suficientemente mayor para ser sospechoso.

—¿Lo crees de veras?

—Claro que sí.

—Bueno…, tú me podrías proporcionar una coartada. Podrías jurar que yo estaba en tu casa en el momento en que la asesinaron.

—Entonces, sospecharían de los dos.

Durante mucho rato, Roy estuvo contemplando a Sarah Callahan. Finalmente, se alejó de la ventana y empezó a andar de un lado a otro de la habitación.

—Lo que deberíamos hacer es dejar pistas que nos descartaran. Tendríamos que desorientarlos.

—¿Te das cuenta del tipo de equipo de laboratorio que tienen? Podrían descubrirte sólo con un cabello, con un hilo, con casi cualquier cosa.

—Pero si pudiéramos cargárnosla de modo que ni remotamente sospecharan que fueron chavales quienes lo hicieron…

—¿De qué manera?

Roy continuó andando de un lado a otro de la habitación.

—Podríamos hacer que pareciera que un loco de atar la asesinó, un maníaco sexual. Le daríamos cien puñaladas. Le cortaríamos las orejas. También descuartizaríamos al mocoso y utilizaríamos la sangre para escribir barbaridades en la pared.

—Realmente eres un bestia.

Roy se detuvo y lo contempló con dureza.

—¿Qué te pasa? ¿Es que eres tan gallina que te da miedo la sangre?

Colin sintió náuseas, pero trató de no demostrarlo.

—Incluso aunque lograras desorientar a los polis, existen muchas otras cosas en tu plan que no funcionan.

—¿Como cuáles?

—Que alguien nos vea entrar en la casa de los Callahan.

—¿Quién?

—Tal vez alguien que en ese momento sacara la basura. O alguien que esté limpiando las ventanas. O simplemente alguien que pase en coche por allí.

—Pues entraríamos por la puerta de atrás.

Colin miró por la ventana.

—Me parece que el muro rodea toda la propiedad. Tendríamos que entrar por delante y dar la vuelta a la casa para entrar por la puerta de atrás.

—Nada de eso. Podríamos saltar el muro en un minuto.

—Si alguien nos viera, seguro que lo recordaría. Además, ¿qué me dices de las huellas dactilares cuando entremos en la casa?

—Llevaríamos guantes, por supuesto.

—¿Quieres decir que vamos a ir hasta la puerta con guantes, a una temperatura de treinta y dos grados, con unos metros de cuerda y un cuchillo, y que ella nos dejará entrar sin pensárselo dos veces?

Roy estaba empezando a perder la paciencia.

—Cuando abra la puerta nos moveremos tan deprisa que no tendrá tiempo de comprender que pasa algo raro.

—Pero ¿y si se da cuenta y es más rápida que nosotros?

—No será así.

—Por lo menos hay que considerar la posibilidad —insistió Colin.

—De acuerdo. Ya la he considerado y he decidido que no hay nada de que preocuparse.

—Y otra cosa. ¿Y si abre la puerta interior, pero no la exterior?

—Entonces, nosotros abriremos la exterior —le replicó Roy—. ¿Cuál es el problema?

—¿Y si está cerrada con llave?

—¡Por Dios!

—Bueno, tenemos que estar preparados para lo peor.

—Vale, vale. No es una buena idea.

—Eso es lo que te decía.

—Pero yo no me rindo.

—No quiero que te rindas —mintió Colin—. Me divierte este juego.

—Más pronto o más tarde encontraré la manera adecuada de hacerlo. Se me ocurrirá alguien a quien podamos matar. Vale más que te lo creas.

Durante un rato se turnaron para observar a Sarah Callahan con los prismáticos.

Unos minutos antes, Colin deseaba contarle a Roy lo de Heather. Pero, por razones que no podría explicar, tenía la impresión de que no era una circunstancia apropiada. Por el momento, Heather sería su pequeño secreto.

Cuando Sarah Callahan se cansó de tomar el sol, Colin y Roy bajaron al garaje y se pasaron la tarde del lunes jugando con los trenes. Roy maquinó descarrilamientos aparatosos y se reía excitado cada vez que los vagones se salían de los raíles.

Aquella noche, Colin telefoneo a Heather y ella aceptó ir con él al cine el miércoles. Hablaron casi durante quince minutos. Cuando finalmente colgó el teléfono, sintió que su felicidad era como una luz visible, que irradiaba desde su interior formando una aureola dorada. Estaba radiante.