Weezy Jacobs tenía un compromiso importante para cenar el domingo por la noche. Le dio dinero a Colin para que comiera en el Café de Charlie y también le sermoneó brevemente acerca de lo importante que era comer algo más nutritivo que una grasienta hamburguesa con queso y unas patatas fritas.
Cuando se dirigía a cenar se detuvo en Rhinehart’s, un gran drugstore situado a una manzana de distancia del café. El establecimiento contaba con una extensa sección de libros de bolsillo. Colin echó un vistazo a los títulos de los compartimentos de alambre, buscando libros de ciencia ficción interesantes y novelas de temas sobrenaturales.
Al cabo de un rato se dio cuenta de que una chica guapa, aproximadamente de su edad, se había acercado a los expositores situados un poco más allá. Había dos anaqueles llenos de libros por encima de los compartimentos de alambre, y aquellos ejemplares estaban colocados de lado, en vez de mostrar las portadas.
Ella miraba con la cabeza inclinada, a fin de poder leer lo que figuraba en los lomos. Iba vestida con pantalón corto y, durante un momento, Colin se quedó contemplando embelesado sus piernas esbeltas y hermosas. Tenía el cuello largo y los cabellos dorados.
Ella notó que la miraba, levantó la vista, sonrió.
—Hola.
Él también sonrió.
—Hola.
—Eres amigo de Roy Borden, ¿verdad?
—¿Por qué lo sabes?
Ella ladeó nuevamente la cabeza, como si él fuera otro libro de la estantería y estuviera leyendo su título.
—Sois como hermanos siameses. Es raro ver a uno sin el otro.
—Pues ahora me estás viendo solo.
—Eres nuevo en la ciudad.
—Sí. Llegué el uno de junio.
—¿Cómo te llamas?
—Colin Jacobs. ¿Y tú?
—Heather.
—Es muy bonito.
—Gracias.
—¿Heather qué?
—Prométeme que no te reirás.
—¿Qué?
—Prométeme que no te reirás de mi apellido.
—¿Por qué me iba a reír de tu apellido?
—Me llamo Heather Lipshitz.
—No.
—Sí. Ya sería una desgracia llamarse Zelda Lipshitz. O Sadie Lipshitz. Pero Heather Lipshitz es peor todavía porque los dos no encajan, y el nombre de pila sólo sirve para atraer la atención hacia el apellido. No te has reído.
—Por supuesto que no.
—La mayoría de los chicos lo hacen.
—La mayoría de los chicos son estúpidos.
—¿Te gusta leer? —preguntó Heather.
—Sí.
—¿Qué lees?
—Ciencia ficción. ¿Y tú?
—Leo casi de todo. He leído algo de ciencia ficción. Forastero en tierra extraña.
—Es un libro estupendo.
—¿Has visto La guerra de las galaxias? —preguntó ella.
—Cuatro veces. Y Encuentros en la tercera fase unas seis veces.
—¿Has visto Alien?
—Sí. ¿Te gustan ese tipo de cosas?
—Claro que sí. Cuando pasan en la tele una película antigua de Christopher Lee no hay quien me despegue del aparato.
Colin estaba asombrado.
—¿De verdad que te gustan las películas de terror?
—Cuanto más terroríficas sean, mejor. —Consultó su reloj de pulsera—. Bueno, tengo que irme a casa a cenar. Me alegro de haber hablado contigo, Colin.
Cuando ella empezó a volverse, él dijo:
—Esto… Espera un segundo.
Se volvió a mirarlo y él, con aire desgarbado, dejó caer el peso de su cuerpo sobre el otro pie.
—Esto… Esta semana estrenan una película de terror en el Baronet.
—Sí, vi el avance.
—¿Te pareció que podría ser buena?
—Puede ser.
—¿Te gustaría…, bueno…, quiero decir…, crees que…?
Ella sonrió.
—Me gustaría.
—¿Seguro?
—Claro que sí.
—Entonces…, ¿te llamo por teléfono, o qué?
—Sí, llámame.
—¿Cuál es tu número?
—Está en la guía. Lo creas o no, somos la única familia Lipshitz de la ciudad.
Colin no pudo sino sonreír.
—Te llamaré mañana.
—De acuerdo.
—Si te parece bien.
—Claro.
—Adiós.
—Adiós, Colin.
La observó salir de la tienda. Le latía el corazón a toda velocidad.
¡Jo!
Algo extraño le estaba sucediendo. Seguro, seguro. Antes nunca hubiera sido capaz de hablar así con una chica… o con una chica como aquélla. Normalmente se le trababa la lengua desde el principio y toda la conversación se iba a pique. Pero esta vez no. Había hablado con fluidez. ¡Por el amor de Dios, si incluso había concertado una cita con ella! Su primera cita. Seguro que algo le estaba sucediendo. Pero ¿qué? Y ¿por qué?
Algunas horas más tarde, tumbado en su cama y mientras escuchaba una emisora de radio de Los Ángeles, incapaz de dormir, pasó revista a todos los nuevos y maravillosos acontecimientos de su vida. Con un amigo tan fabuloso como Roy, con un trabajo tan importante como ayudante del entrenador y con una chica tan guapa y tan simpática como Heather, ¿qué más podía desear?
Nunca se había sentido tan contento. Por supuesto que Roy era la parte más importante de su nueva vida. Sin Roy nunca hubiera podido atraer la atención del entrenador Molinoff ni habría conseguido el trabajo como ayudante del equipo de los alevines de la escuela. Y, sin la influencia liberadora de Roy, probablemente nunca hubiese tenido el valor de pedirle una cita a Heather. E incluso más que eso: ella probablemente ni siquiera lo habría saludado si él no hubiese sido amigo de Roy. ¿No fue eso precisamente lo primero que le dijo? «Eres amigo de Roy Borden, ¿verdad?». Si no hubiera sido amigo de Roy, lo más seguro es que la muchacha ni siquiera se hubiera parado a mirarlo dos veces. Pero sí, lo había mirado dos veces. Y había consentido en salir con él. La vida era estupenda.
Pensó en las extrañas historias de Roy. El gato en la jaula. El muchacho calcinado después de rociarlo con líquido de recargar encendedores. Sólo que sabía que todo aquello no eran más que cuentos tártaros. Pruebas. Roy lo estaba poniendo a prueba con alguna finalidad. Apartó de su mente al gato y al chico calcinado. No iba a permitir que esas estúpidas historias empañaran su buen humor.
Cerró los ojos y se vio a sí mismo bailando con Heather en una suntuosa sala de baile. Él vestía esmoquin. Ella llevaba un vestido rojo. Había una araña de cristal en el techo. Formaban una pareja de baile tan perfecta que parecían flotar en la pista.